domingo, 26 de mayo de 2019

Beirut, Puerta de Atocha

18.

El beirutí pasaba el rosario caminando de un lado a otro como el que aguarda impaciente el tiempo soleado después del largo invierno. Entonces se le acercó el recepcionista para entregarle una nota que ponía: “Acuda a la mezquita de Mojamed Al-Amín. Sitúese en el lateral izquierdo y espere a que se pongan en contacto con usted”. ‘¿Quién se la dio?’, −pregunta agarrándole del brazo cuando se iba−. ‘Aquella mujer −señala. No, un momento, esa otra. Ay, no sé, llevaba burka completo. Perdóneme, no estoy seguro’. ‘No se preocupe. Gracias, de todas formas’. Pensativo y desconfiado, pero decidido a acudir a la cita misteriosa, sube a la habitación, donde Ismael continúa con el estómago empachado porque el día anterior se hinchó de fatteh de garbanzos y ahora pagaba las consecuencias retorcido en la cama. ‘No me parece sensato que salgas estando las calles tan revueltas. Si te pasa algo ni me entero. Es mejor que no vayas’, −dijo desconociendo el verdadero motivo que empujaba al otro−. ‘Tengo que hacer mis oraciones. Estaré bien, no te apures. Cualquier cosa que necesites llama abajo’. ‘Puedo arreglármelas solo perfectamente. Lo digo por ti, coño. Y, tranquilo, que de esta salgo. Ten cuidado, viejo, ¿me oyes?’. ‘Lo tendré, muchacho’, −esbozó una sonrisa forzada−. ‘Y no tardes, eh’. Su intuición le decía que ahí había gato encerrado, así que probó desde su móvil a establecer comunicación con Jasmin para ponerla al corriente…
          Después de haber pasado las noches anteriores entre disparos y gritos de gente desesperada corriendo a refugiarse, en el cielo no aparecen nubes y la ciudad recupera el pulso de la rutina alterada por el caos del tráfico que caracteriza a la mayoría de las grandes metrópolis. En cada rincón del Beirut occidental se escucha la llamada del muecín al jutba del viernes, para honrar a Alá en el día sagrado. Ahmad Abu-Abbad se quita los zapatos en la entrada y los deposita en uno de los espacios libres que quedan en el guardarropa. Sentado en el suelo con las piernas cruzadas y la mirada descansando en la alfombra, se entrega al silencio de la meditación. Sobre la túnica negra resalta la larguísima barba color ceniza del imán, que esboza la línea del sermón dirigido a los que habrán de aprender a discernir, según su propio criterio, el bien del mal. A su lado toma la misma postura un hombre bastante esbelto y cierto aire familiar, quien a los pocos minutos le indica salir afuera. ‘Sé por mi hermana que has visitado a la abuela’. ‘Sí. No me digas que tú eres el nieto pequeño’. ‘Ya no tanto’. ‘Recuerdo que cuando nos fuimos acababas casi de nacer, y, fíjate ahora, hecho todo un galán’. ‘¿Damos un paseo por la Corniche?’. ‘Vamos pues’. Visualizar los picos de la Cordillera del Líbano, por la parte este, desde el paseo marítimo, es una de esas maravillas con que te obsequia la naturaleza para caminar deteniendo el tiempo a cada paso. Rememorando así uno los años de juventud y el otro estudiando al visitante intruso con cautela. ‘Qué quiere exactamente?’. ‘Dar con el paradero de mi hijo Hassan’. ‘¿Y nosotros qué pintamos en eso?’. ‘De manera directa entiendo que nada, pero tu tía es mi nuera, y por teléfono me puso en alerta, así que he venido para esclarecer la situación, y como hallé su casa vacía pensé que quizá estaría con Naima. Eso es todo’, −se quedan callados la eternidad de escasos minutos−. ‘Perdimos el contacto con ellos desde que reivindicaron atentados muy sangrientos sembrando el pánico mundial. Intuyo que ustedes hablaban poco y no sabrá que es un captador de adeptos e instructor para la causa’. −Sintió un leve mareo, pero se recompuso rápidamente−. ‘¿Dónde imaginas que pueden estar?’. ‘En Siria’. ‘Curiosamente todas las averiguaciones recalan allí. Tengo que ir’. ‘Podemos ayudarle, pero ha de saber que es altamente peligroso’. ‘Estoy dispuesto a lo que sea con tal de dar con él’. Ahmad Abu-Abbad regresó al hotel con la decisión tomada. Ismael se preparaba para salir. ‘¿Comemos algo? Se han debido de joder los repetidores, porque no hay manera de contactar con Jasmin. Oye, ¿qué coño te pasa, tío…?’.
          Hasta desembarcar en el puerto de Barcelona, cosa que deseaban con ahínco, la travesía transcurrió diferente a las anteriores. Entre la tripulación crecía la incertidumbre y el malestar al no entender el giro tan radical de la actitud y en el carácter del patrón, chocante en alguien que, junto al resto del equipo, fue pionero emprendiendo el proyecto humanitario que siempre ha definido la actuación del Sin Muros: un barco al servicio de los demás. Adrián y el joven piloto fumaban un cigarrillo en cubierta sin atreverse a comentar nada, sólo se dejaban llevar por la madrugada, que irrumpía solapando con los primeros destellos de luz el mar de estrellas que los acompañó en la oscuridad. Ambos, absortos, observaban las aguas inmensas y en calma. Sin embargo, sabían perfectamente que, quizá unas millas más allá, centenares de personas, rotas por el agotamiento, lucharían con fuerza por mantener a flote la patera donde iban, puede que ya sin esperanzas de sobrevivir. Por eso rastreaban la superficie buscando las huellas inconfundibles que dejan los naufragios. Encaramado al timón, como un vigía en su torre, el capitán no les quitaba ojo y murmuraba: ‘¡A que estos pringaos me joden la empresa!’. Una vez en tierra, y por iniciativa de la dirección, convocaron una asamblea general. Ahí supieron que quien había sido su jefe en alta mar hasta entonces estaba acusado de desfalco a la ONG. Consternados, encajaron una a una las piezas de la última misión. Ahora se explicaban el porqué de la irritación, el desprecio, la prisa por volver y la nula implicación de aquel tipo impresentable en el que habían creído. Lo peor de todo era la mala imagen que quedaba en la sociedad y que costaría muchísimo esfuerzo reconstruir. El cocinero, avergonzado, no podía contener las lágrimas, como tampoco las ganas de partirle la cara. ‘Indignante, casi no me lo puedo creer’, −comentaban entre ellos…
          Durante aquellas noches, húmedas y muy calurosas de los veranos en Bangladés, de conversación divertida y profunda, apuntalada con propósitos clandestinos y sofocantes, mientras su madre y él ultimaban cada minúsculo detalle de la marcha a Europa, y soñaban con reencontrarse una vez estuviera instalado, a Jamal Kundu nunca se le pasó por la cabeza que buena parte de la travesía tendría lugar en el corazón del desierto, atravesando los países del Magreb y ejercitando el espíritu de superación imprescindible en la migración y todas las dificultades que acompañan. Los pobladores del desierto, acostumbrados al peregrinaje, son muy hospitalarios, aunque también aprovechan las oportunidades de negocio que ofrecen los transeúntes. Le sorprendió Mauritania, que siempre fue un cruce de caminos, porque sus gentes guardan todavía el sentimiento nómada de los seres humanos y, además, por los retazos de esclavitud que aún quedan en algunos de sus rincones. El bangladesí sabía que las cosas hay que pelearlas, nunca vienen por sí solas, y seguir adelante con el periplo requería el pago de muchos peajes para ir avanzando. Así que se lanzó a otra ardua tarea: encontrar un trabajo. Para ello se trasladó a Zuérate, la ciudad más grande al norte, unida por un ferrocarril al puerto de Nuadibú, donde el tráfico de trenes de carga −dicen que son los convoyes más largos que existen− que transportan el mineral de hierro es incesante. La mayoría de sus habitantes procede de otros países africanos y casi todos pertenecen al sector minero. Estaba hambriento y muerto de sed, y se le habían enrojecido el pecho y las piernas por las picaduras de insectos. Unos ancianos, a los que se acercó, le indicaron que era mejor ir a F’derîck, donde está ubicado uno de los campos de mineral de hierro más importantes de la comarca. ‘Disculpen, ¿necesitan mano de obra? Puedo hacer cualquier cosa, aprendo rápido…’.
          A Jasmin y Adrián los recibió la tutora del niño a la entrada del colegio. Luego, en el despacho, se encontraba también la directora, una mujer enjuta, cercana, afable y exquisitamente educada. ‘Lamento muchísimo el desagradable episodio que cuentan −dice a los padres− respecto al intolerable acoso escolar sufrido por su hijo. No duden de que vamos a llegar al fondo de este asunto. Daremos con el o los culpables y recibirán, según nuestro reglamento interno, la sanción que estimemos oportuna’. ‘Y, según ustedes, ¿cuál sería?, −preguntan a la vez−. Porque claro, mientras eso ocurre, nuestro hijo tiene pesadillas nocturnas, desarreglos alimenticios y se está volviendo bipolar’. ‘Saben que contamos con psicólogos bastante cualificados que trabajan con alumnos en dificultades. Le ayudaría mucho abrirse a ellos, créanme’. ‘Ya, pero no han respondido’. ‘Bueno, podría ir desde la expulsión hasta un cambio de centro. Hay que tener muchas cosas en cuenta. No es tan fácil. Perdónenme, pero tengo que hacerles esta pregunta: ¿hay problemas entre ustedes? A veces los desencuentros de los mayores enconan los sentimientos de la gente menuda y lo manifiestan de muy diversas formas’. ‘Uy, por ahí sí que no, eh. ¿Les parece que una pelea de pareja provoque moratones en el cuerpo de un menor?’, −no supieron qué decir−. Dos plantas por encima, mientras se llevaba a cabo esta conversación, cuatro chicos de cursos superiores intimidaban al nieto de Ahmad Abu-Abbad en una de las aulas que en esos momentos estaba vacía, estampándole la cara contra la pizarra. ‘A ver si aprendes la lección, mulato asqueroso, que te tienes que ir a tu puto país’, −a la vez le pellizcaba las mejillas−. Que nos estáis ensuciando el césped’, −comenta otro−. Mira, mira, mira, lo que viene por aquí’, −resuena una bofetada que le propina un tercero−. Entonces, cuando este libanés, amante del fútbol y de los helados de coco, nacido en Beirut y criado en España, se orinó en los pantalones, sus maltratadores corrieron escaleras abajo descojonándose de la risa…
          Tuvieron que pasar tres meses interminables, con los nervios de punta, hasta que Kesia recibió la llamada del hombre de mediana edad cuya oficina, dentro de la Torre Mapfre, quedaba a pocos pasos del Consulado de la República de Alemania. No lejos de allí se extendía una zona de jardines, que a la hora del bocadillo se masificaba. Se citaron ahí. ‘No llores. Es lo que querías, ¿no?’. ‘Sí, por supuesto. Pero no quita para que me apure dejar a mis amigos, les debo tanto’. ‘Pues ve haciéndote a la idea, querida. Partes dentro de dos semanas…’.

domingo, 12 de mayo de 2019

Beirut, Puerta de Atocha

17.

¿Qué pasa? ¿Por qué nos detenemos?’, −pregunta un pasajero al conductor de la línea 55 saliendo de Plaça Catalana−. ‘Me comunican de la central que ha habido un accidente, por eso hay retención. Pero no se preocupen, que en breve tomaremos otra ruta alternativa. Les ruego paciencia’, −implora el angustiado chófer−. ‘Hay que joderse. Ya verás, al final pierdo la cita con el urólogo’, −dice un anciano sentado al fondo−. ‘Joven, ¿hay muchos heridos? ¿Están graves?’. ‘Y yo qué coño sé, señora’. Kesia consultaba el reloj a cada momento, y miraba por la ventanilla adelantando con la vista a la caravana de coches, como si eso fuera suficiente para empujarles y avanzar. Llevaba un retraso importante respecto a la hora prevista de recoger a su hijo en la guardería donde aprendía las primeras letras del abecedario. La educadora infantil en prácticas era encantadora y demostraba muchísimo interés por ellos. ‘Lo siento, se me ha dado fatal el transporte’. ‘Sin problema, no tengo prisa. Además, nos lo hemos pasado en grande, ¿verdad?’, −el pequeño, radiante de alegría, se dedicaba a encajar las piezas de un juego didáctico−. ‘Mañana cerráis, ¿no?’. ‘Sí. Es el centenario de algo, pero no sé muy bien de qué. ¿Por?’. ‘Tengo que solucionar un asunto, mi compañera de piso trabaja y tampoco puede quedarse con él’. ‘Vaya, lo lamento’. ‘Oye, ¿a ti te importaría hacerme ese favor?’. ‘Claro, con mucho gusto, estoy libre’. Perfecto. Entonces, ¿ajustamos precio?’. ‘¡Qué disparate! Esto lo hago con gusto y porque quiero. Dígame cuándo y dónde voy’. Como punto de encuentro fijó las proximidades de su domicilio, aunque no exactamente. Nunca se sabe y toda precaución es poca.
          A la mañana siguiente, la mujer africana encontró preparadas las cosas del desayuno en la mesa de la cocina. ‘Hola. Pensé que no estabas’, −le dice a Binta, que bebía café recostada en la pared−. ‘Sí, bueno. Voy apurada, se me han pegado las sábanas’. ‘Quizá hoy venga tarde’. ‘Yo también, tenemos reunión en la oficina y ya sabes que siempre se alarga mucho todo esto’. Tras dejar al niño con la chica, que al verla agitaba los brazos y las piernas para que le sacara fuera del coche, le costó encontrar la calle de la Marina, donde se encuentra el Consulado General de la República Federal de Alemania, ubicado en el edificio de la Torre Mapfre. Un hombre de mediana edad se le acercó. Era el contacto que esperaba. ‘Su hermana nos ha trasladado el deseo que tiene usted de reunirse con ella. Piense que, sin papeles, no es fácil ni rápido sacarla de España de forma segura. Hay que organizar muy bien la salida. Hamburgo es una ciudad muy fría, y Wilhelmsburg, que acoge el local de La Cantina de los Refugiados, un barrio conflictivo. Se lo digo por si quiere reconsiderar la decisión’. ‘Llevo meses cocinando en la casa donde trabajo, y dicen que no lo hago del todo mal’. ‘En cualquiera de los casos, además de la gastronomía, hay otros muchos proyectos que proporcionan formación a migrantes. Una vez allí, la organización se encarga de distribuiros. ¿Por qué te quieres ir?’. ‘Donde estoy me tratan de maravilla, pero noto como que, si no culmino aquello que me propuse cuando dejé el poblado jugándomelo todo, una parte de mí permanecerá amputada’. ‘Bueno, vamos a hacer lo posible para que estés muy pronto con tu familia. Sin embargo, no te voy a engañar: viajas con un menor, y eso ralentiza todo y dificulta muchísimo los trámites. En fin, confía en nosotros, lo conseguiremos…’.
          He leído en Internet que el Open Arms, en cuanto pase el temporal de levante, zarpará con un cargamento de productos de higiene y material escolar, entre otras cosas, para los campamentos de Samos y Lesbos −apunta Adrián, que aún está muy apagado desde lo vivido en el parto−, pero no se les permite participar en rescates en el Mediterráneo central. Jefe, ya que estamos aquí, nosotros podríamos ayudar a peinar la zona por si hubiera algún naufragio o las lanchas se encuentran en apuros’. ‘No. Hemos cumplido el objetivo para el que vinimos, ¿verdad? Pues, entonces, a casa. ¿No os dais cuenta de que puede caerme una sanción considerable y apartarme del mar?’, −sella el capitán, rotundo, y cerrando toda posible discusión al respecto−. El resto de la tripulación, todavía consternada, acababa de despedir al equipo de Médicos Sin Fronteras, desplazado hasta allí para llevarse a la madre y al bebé muerto. ‘¿Y por qué no lo sometemos a votación y decide la mayoría en lugar de hacerlo tú?’, −el piloto tan demócrata como siempre−. ‘¡Anda coño, mira éste! Pues porque nosotros no mandamos y él sí’, −contesta el cocinero−. ‘No se ofenda, patrón, pero creo que se equivoca −dice el enfermero−. Ahora lo que necesitamos, por encima de todo, es sentirnos vivos, útiles, para consolidar que lo que hacemos sirve de algo. Después de la trágica experiencia ocurrida a bordo, la moral se nos ha caído al suelo’. ‘Señor −interrumpe el oficial−, una fortísima borrasca afecta de lleno a la costa nordeste española. Nosotros vamos en esa dirección. ¿Qué hacemos?’. ‘Volver a Barcelona en cuanto amaine’. Un compuesto viscoso de desolación quedó estibado de proa a popa sin escapatoria para nadie…
          El misionero descubrió la nota del muchacho sobre la cama, en el interior de la jaima. Sin terminar de leerla, contuvo las lágrimas, y comprendió que no sólo el viaje a la población de Tamanrasset fue en vano, sino también las recomendaciones de prudencia que le hizo. Pero como ya estaba curado de espanto, y no era la primera vez que un protegido suyo tomaba la decisión de irse antes de tiempo, se dispuso a poner todo a punto para la esperada llegada masiva de gente, que le dará nuevo oxígeno e infinitas ganas de seguir adelante. Por ellos, por él, por los compañeros y por las cosas palpables de la Tierra que, en definitiva, son las que verdaderamente cuentan. Mientras surgía ese sentimiento en Tinduf, algunas dunas más allá, Jamal Kundu reanudaba su periplo adentrándose en el paisaje desértico de Mauritania, barrido por las tormentas de arena y esos vientos de harmattan, de aire cálido y seco, para los que no se sentía preparado físicamente. Ajeno a la grave enfermedad que padecía su madre, con inevitable desenlace, volvió a ponerse en el cuello un amuleto de madera que ella le dio para ahuyentar a los saqueadores de caminos. Juntó las manos y repitió en bengalí la promesa, que hizo en el momento de marcharse, de telefonear desde la casa de su tío cuando estuviera a salvo…
          Jasmin encontró a su hijo sentado en el rellano de la escalera. ‘Cariño, ¿qué haces aquí? ¿Por qué no has entrado en casa?’. ‘Olvidé las llaves’, −aunque en realidad no las cogió por miedo a que se las robaran, como ya le había sucedido con otros objetos−. ‘Ay, esa cabecita’, −se agacha e introduce los dedos entre los rizos del chico−. ‘Tengo un poco de prisa, ¿abres o me vas a dar la charla?’. ‘Sí, ya voy’. Ese comentario arrancó toda esperanza de mantener un diálogo con él. Todavía faltaban dos días para la cita concertada con la tutora, cuarenta y ocho horas más con el corazón roto al verle sufrir, llorar de noche, notarle intranquilo, irascible, vulnerable, fuera de sí. Entró en el dormitorio sin llamar cuando el chaval se quitaba la ropa para ponerse otra más cómoda. Alarmada por lo que vio, amortiguó un grito llevándose las manos a la boca. ‘¿Qué tienes ahí? ¿Son cortes en la espalda? ¿Te has caído? ¿Te han pegado? Dime algo, por lo que más quieras. ¿Quién te lo ha hecho?’. ‘Vete’. La mirada de terror era tan evidente que quiso acunarle con ternura, pero el brusco rechazo la hizo retroceder. Entonces, antes de dejarle solo, como quería, y con la puerta semicerrada, vio que se aferraba a algo en posición fetal…
          Dos enfermeras y un médico, presumiblemente de guardia, corrían por el pasillo hasta llegar a la habitación de Salma Kundu, pero lo único que pudieron hacer fue certificar la hora de la muerte. Abul Khan se hizo cargo de todo y, como no había ninguna mujer de la familia para lavarla, en soledad llevó a cabo esa tradición. Colocaron el cuerpo frente a la Meca, leyó la primera Sura del Corán, siguió con las oraciones y, por último, lanzó tres puñados de tierra. A los pocos días de eso, desde el Aeropuerto Internacional Hazrat Shahjalal, mientras aguardaba para embarcar con destino a España, se despedía de Bangladés para siempre, con la certeza de no pisar aquel suelo nunca más, y dispuesto a, costase lo que costase, proporcionarle a su sobrino una vida mejor. Por fin, cuando todo apuntaba a aparecer la información de los vuelos, saltó intermitente en el panel la palabra cancelado. A su lado, alguien también contrariado desplegó un periódico donde pudo leer a doble página el siguiente titular: “Sangriento atentado en el Líbano”. Un mal presagio le hizo temer por sus amigos, de quienes apenas se tenían noticias…
          De fondo, el fuego artillero traía a la memoria de Ahmad Abu-Abbad aquel otro septiembre de 1976, cuando las tropas sirias, en la región montañosa de Sofar, se lanzaron contra los izquierdistas libaneses y palestinos. Ahora, los intereses que mueve la rueda bélica puede que sean distintos y el adversario también, aunque no lo es el sufrimiento de la sociedad civil usada como muro donde impactan los proyectiles. Siguiendo la recomendación de no abandonar las dependencias del hotel, permanecieron allí inactivos, pero impacientes por seguir con sus pesquisas. ‘En cuanto levanten el toque de queda, volveremos a casa de mi consuegra −comenta el beirutí−. Estoy seguro de que el muchacho oculta algo’. ‘Sí, eso me pareció. No obstante, creo que no soltará prenda’. ‘Entonces, no queda otra que viajar a Siria, ya que es allí donde confluyen la mayoría de las pistas que tenemos’. ‘Es muy peligroso, y lo sabes de sobra’. ‘Desde luego, por eso mismo quiero que regreses. Es mejor que me quede solo, así pasaré desapercibido’. ‘No lo sueñes, yo de aquí no me voy sin ti, −dice Ismael, tajante−’. Aunque lo cierto es que…