Nocturno, en el estado de Nevada

A mi querido amigo Pedro Bermejo:
siempre vivirá en mi corazón.

1.
Me llamo Allison Morgan. Soy abogada, tengo un amante y acabo de cumplir sesenta años, de los cuales he vivido la mitad en el estado de Nevada, en Carson City, desde que me incorporé al bufete WILSON, ANDERSON & SMITH, propiedad del esposo de mi madre y sus socios. Aunque es uno de los despachos más importantes de la capital, perteneciendo a la clase alta la mayoría de sus clientes, también aceptan casos de menor relevancia, acogiéndose a uno de los principios básicos que los miembros fundadores supieron transmitir tan bien: “nunca rechaces aquello que pueda dejarte un dólar para gastar en cerveza”. A diferencia de los proyectos que la mayoría de las personas tienen a la hora de jubilarse, como por ejemplo viajar a otros continentes, los míos son austeros y sencillos, ya que tengo el deseo de regresar a Jackson, en el condado de Teton, Wyoming, donde nací acunada por paisajes rocosos y la solemnidad del río Snake. Crecer rodeada de la naturaleza que tiempo atrás fue el territorio donde las primeras tribus americanas asentaron sus campamentos, y ser hija única, con lo negativo y lo positivo que eso conlleva, fueron pilares fundamentales para que disfrutara de una infancia bastante feliz. Sin embargo, la adolescencia se afeó por las continuas peleas y la separación de mis padres, haciendo de mí una chica fría y desobediente. Así que, en cuanto pude acceder a la universidad, opté por hacer Derecho en Las Vegas, una manera como otra cualquiera de poner distancia con los problemas conyugales que no iban conmigo. Al fin había encontrado mi lugar en el mundo: disfrutaba metiendo las narices entre las páginas de aquellos libros tan serios y gruesos en los que tanto me gustaba indagar para entender las cosas. Defender y acatar la Constitución de los Estados Unidos de América, memorizar datos del tipo “El estado de Alabama contra Crawford”, o el de “Jones contra Lewis, en 1970”, y muchos más, dejaron un pozo profundo en mi interior del que aún saco agua. Pero, estando en tercero, papá cayó enfermo, por lo que abandoné la carrera, que retomaría más adelante estudiando por mi cuenta, para ir a cuidarle hasta el final de sus días, trayecto durísimo y agotador que haríamos juntos y del que en ningún momento me he arrepentido, aun habiendo pasado ratos de soledad y desesperación.
          Cuando él murió seguí en el rancho hasta decidir qué hacer con el poco ganado que todavía aguantaba: el viejo caballo, un par de vacas que yo misma ordeñaba y apenas daban leche y el perro vagabundo que encontré en un cruce de caminos y que se acopló a nuestras costumbres sin protestar. Los días me parecían interminables, monótonos, calcado uno del otro. Consciente de que urgía salir de allí lo más pronto posible, me hacía la remolona sin poner remedio a ese asunto. Una tarde, tapada hasta las cejas, mientras recogía leña para encender la chimenea, vi acercarse el carro de mi padrastro, un Chevrolet rojo, antiguo, elegante, inconfundible, como de coleccionista. Se apeó del auto y me explicó que el motivo de la visita era ofrecerme el trabajo que aún desempeño. No lo pensé dos veces y quise probar fortuna. Cogí algo de ropa, dejé las novelas del oeste que leía papá tal y como él las había colocado, regalé a cada vecino el animal que quiso, tapé los muebles con sábanas rotas y me sentí profundamente agradecida a aquel hombre que siempre me trató como a una hija más de su sangre y que me ayudó a que tomara una de las decisiones más importantes de toda mi vida. Sin embargo, al poco de instalarme, empezó a tener trastornos neurológicos, y sus hijos tomaron el testigo del negocio con la condición de seguir la misma línea. No obstante, ya se sabe, otra generación, otra manera de gestionar, otros principios y muchos cambios… La función que realizo es enteramente de oficina, nunca se me ha dado la oportunidad como letrada de estar en los tribunales. Tampoco es que yo haya puesto mucho empeño en conseguirlo, pero según pasan los años caigo en la cuenta de que he perdido ocasiones maravillosas de exponer mis alegatos. Nunca he destacado en nada, quizá por comodidad cuando era joven, y después, en la edad adulta, no me he manifestado en la calle a favor de causas justas que tarde o temprano a todos nos atañen. Pero la vida a veces prueba nuestra capacidad de compromiso con los demás, mostrándote una realidad que desmonta tu zona de confort cuando menos te lo esperas… 
          Richard, el marido de mamá, quince años mayor que ella, vivió atormentado durante la Primera Guerra Mundial por el monstruo que vendría de madrugada a llevarse a los varones de su familia para combatir en el frente. Recibió una educación conservadora, orientada hacia lo estricto con perfil militar, aunque muy pronto demostraría que sus expectativas no iban precisamente encaminadas a llevar uniforme con galones, más bien prefería mezclarse entre rateros y adinerados, entendiendo que interpretar las leyes y tener autoridad para indicar cómo hacerlas cumplir guardaba en sí el poder y la facultad de discernir lo correcto de lo ilícito. Era un buen hombre, algo quisquilloso, campechano y nada egoísta. Es decir, con un fondo de buena gente que le convirtió en un anciano entrañable. Recién divorciado de su tercera mujer −las dos anteriores murieron en los partos junto a los bebés− fue a mi pueblo a reconstruir el escenario de un crimen, a cuyo presunto asesino representaba y, por consiguiente, tenía que demostrar su inocencia. Fue entonces cuando mi madre y él se conocieron en el George Washington Memorial Park. Pensativo uno, cabizbaja la otra, ambos contemplaban la figura que hay en el centro conmemorando al explorador John Colter, comerciante de pieles, guía y trampero. Ya muy entrada la noche, cenando en el Million Dollar Cowboy Bar, supieron que se habían enamorado conversando entre risas. Tres meses después, Madeline Morgan cambió el lugar de residencia y el apellido por el de Smith, consiguiendo el estatus que siempre aspiró tener: formar parte de lo más selecto y granado de la sociedad estadounidense de la época, acudir a fiestas de postín y ser la más admirada y fotografiada por los exclusivos vestidos diseñados para ella. Lástima que la alegría se esfumara tan deprisa, como sus apariciones ya en solitario. Ninguneada por los falsos amigos, y despreciada por los descendientes de Richard, entró en tal depresión que nunca más salió a la calle.
          El día que arranca la historia que voy a contar me quedé a trabajar hasta muy tarde. Teníamos un complicadísimo juicio entre manos y necesitábamos preparar minuciosamente el interrogatorio de los testigos, ya que el fiscal pedía la ejecución por inyección letal, y nosotros la absolución de todos los cargos, puesto que el único error cometido por nuestro cliente fue pararse a repostar en mitad de la carretera, en la misma gasolinera donde varios tipos, tras violar a la empleada, descerrajaron cuatro tiros a quemarropa contra ella y el dueño del establecimiento. Los asesinos huyeron en su furgoneta sin percatarse de que dejaban un cabo suelto: alguien lo había visto todo agazapado detrás de un stand. Cuando llegó la policía le encontró de pie derecho, temblándole las piernas, con el envoltorio de una chocolatina sujeto con los dedos, mirando fijamente al vacío y la suela de los zapatos manchada de sangre. Le introdujeron en la parte trasera del vehículo con violencia y esposado. A partir de ese momento toda una cadena de negligencias, descuidos, falsos testimonios y ocultación a la defensa de las imágenes captadas por la cámara de seguridad, donde se veía claramente a quienes empuñaban las armas, han situado la cabeza de un inocente en el centro de la diana. Por alguna razón indescifrable, yo intuía que habíamos pasado por alto detalles cruciales para la clarificación de los hechos, así que, terminado lo pendiente para la próxima vista que se celebraría una semana después, me dispuse a releer los más de doscientos folios de la declaración hecha por el acusado. La oficina, ya en silencio, todavía conservaba el eco de la fotocopiadora que yo había estado utilizando. Apagadas las luces en los demás despachos, parpadeaban de vez en cuando los pilotos rojos de las líneas telefónicas. Podía escuchar perfectamente mi respiración, y el roce de una hoja con otra al pasarlas, o el rotulador chirriante al subrayar frases. Pensé cerrar por dentro para no llevarme algún susto, pero no lo hice. Saqué del cajón del mueble anexo a otro con estanterías atestadas de carpetas una bolsa de papel marrón donde guardaba la cena: sándwich de pollo braseado, con pepinillos, aros de cebolla y mucha mostaza. El primer bocado me supo a gloria, el segundo a rancio, así que mastiqué y tragué sin saborearlo. Dos golpes suaves de nudillo rompieron el rumbo de mis pensamientos. ‘Perdone. ¿Se puede?’. ‘Lo siento, no estamos en horario de visita. Llame mañana a este número de teléfono −le doy una tarjeta− y pida cita’. ‘Ayúdeme, por favor. Se lo ruego… Por lo que más quiera. Ya no sé adónde acudir’.  ‘Está bien −Insistió tanto que fui incapaz de negarme−. Usted dirá’. La mujer, toda vestida de negro, de edad avanzada, pelo blanco y acento hispano, se arrodilló en el suelo, tragó saliva, me miró fijamente a los ojos y, antes de convertirse los suyos en un desfiladero de lágrimas, dijo: ‘Me la han matado. Me la han matado, señora. Me la han matado’. ‘Tranquilícese. ¿A quién?’. ‘A mi nieta, abogada. Y pido justicia…’.


2.
Imaginé que la noche iba a ser complicada, por lo que indiqué a Mayalen que me acompañara a la sala de reuniones, donde estaríamos más cómodas y podría hacer café. ‘Cuénteme qué ha pasado con su nieta’. ‘Ay, doña 
−Sacó un pañuelo del bolsillo de la chaqueta y se limpió la comisura de los labios−. Es una larga historia. ‘Entonces, será mejor que empiece por el principio −la mujer sólo hablaba en español, pero comprendía un poco el inglés. Menos mal que mi compañera de habitación en Las Vegas era venezolana y aprendí el idioma−. Y, por favor, llámeme Allison’.  Es una larga historia’.  ‘Me la echó a perder. Lo presentí en cuanto se casaron. Aunque a la criatura la mala suerte le viene de muy atrás −se tomó unos segundos para poner en orden los pensamientos−. Seis meses antes de cumplir siete años, sus padres murieron en el incendio de la fábrica textil donde trabajaban, lo que me convirtió en su único familiar vivo. Me hice cargo de ella, saliendo adelante con muchos sacrificios. He sido planchadora, fregona, canguro…, cualquier cosa con tal de que a la niña no le faltase lo más básico, pero debo de haber fallado en lo esencial, porque el destino siempre le ha cruzado con relaciones difíciles y posesivas. Una vez, estando de cocinera en un restaurante pegado a un club nocturno, fue a buscarme, y el hijo del dueño, un golfo borracho y putero, se encaprichó y estuvo acosándola hasta que intervino la oficina del sheriff. Perdone, sin querer me desvío del tema, son tantos recuerdos agolpados en la memoria que…’. ‘No se preocupe, lo comprendo. Pero todavía no me queda claro cuál es el motivo real de su visita’. ‘Tiene usted razón’. ‘¿Quiere un vaso de agua?’. Negó con la cabeza, y siguió mezclando las fiestas de cumpleaños, el primer desencuentro entre ambas, la reconciliación, la brecha generacional que las separaba, las ausencias de varios días sin saber dónde ni con quién estaría, el aborto sanguinario que le practicaron y casi se la lleva por delante... ‘La ha matado, doña Allison. Sé que el Johnny la ha matado’. Me quedé fría. No esperaba una acusación tan tajante. ‘Bueno, tranquilícese. Es una afirmación bastante grave. De momento, la presunción de inocencia ampara a todo aquel que las pruebas no determinen lo contrario. Debo redactar unas notas para pasar el caso a un colega del despacho. Es criminólogo y cuenta con gran experiencia en ese campo’. ‘No, la quiero a usted. Si he llegado hasta aquí es para que nos represente. Confío en su criterio e integridad. Como puede suponer no busco venganza, ni protagonismo, tampoco ser “prime time” en la CNN. Lo único que busco es que se haga justicia, y solamente usted es capaz de conseguirlo’. ‘Agradezco su confianza, pero…’, −imposible acabar−. ‘Podrá, ya lo creo que podrá’.
         Amaneció, y los rayos del sol reflejaban la palidez de nuestras caras legañosas. Noté mucha presión en el cuello e hinchazón en los pies por no haber descansado. De repente, al girarme, la observé y vi que, después de desahogarse conmigo, había envejecido considerablemente, aunque su mirada mantenía la nitidez y la viveza de quien consigue aquello que se propone. Prometí pensarlo y darle una respuesta lo antes posible. Nos despedimos con un apretón de manos, sellando mayor complicidad de la que imaginé. No sabía muy bien la magnitud del problema al que me enfrentaba. En los archivos del bufete no encontré referencia de nada parecido, como tampoco si se disponía de apoyos locales, sociales o estatales en cuanto a ayudar a las víctimas y sus familias. Pero, aún con todas las adversidades que acarrearía aceptar, por primera vez a lo largo de toda mi profesión, tras vivir situaciones desagradables y otras tantas de satisfacción personal y profesional, tenía la oportunidad de ser yo quien llevase algo importante a la reunión con la que cada día arrancábamos la jornada. ‘No falta nadie, ¿verdad?’, −preguntaron−. ‘No, estamos todos’, −respondió la secretaria−. Aguardé hasta que mis compañeros terminaron sus propuestas y las discutiéramos. Entonces, empecé a hablar. Y lo hice como si fuera mi alegato final delante del jurado para convencerles de la inocencia del representado. Provoqué algunas pausas, como había visto hacer en los procesos judiciales. Decían que así calaba el discurso y los oyentes podían meditar. Debió de surtir efecto porque, antes de que mi jefe se pronunciase en contra, movido por la envidia que nos tenía a todos, a los herederos ahora al mando de Wilson, Anderson y Smith se les despertó la curiosidad y me dieron algunas semanas para preparar algo sólido que presentar en la junta. Después decidirían si se aceptaba o no…
         Richard comentaba divertido que mamá le conquistó contándole una historia impresionante sobre los pintorescos arcos de asta de alce repartidos por todo Jackson. ‘¿Y tú te lo creíste?’, −le decía para seguir conversando−. ‘Pues claro. Cualquiera le lleva la contraria a tu madre. Ya sabes lo brava que se pone’, −reímos a carcajadas−. La cuestión es que Mrs. Morgan, como él la llamaba cuando quería enfadarla, se inventó que era ella la dueña de los mamíferos que suministraban a la ciudad el material con el que se construían las estructuras curvas ubicadas a la entrada de los parques y en los cruces de calles, como seña de identidad. Pero en realidad es que en mi pueblo existe un sitio espectacular: National Elk Refuge, donde cada año la manada suelta la cornamenta que sirve para fabricar aquellos ornamentos. Y son los Boy Scouts de América los encargados de recogerla, y venderla posteriormente en subasta, con la condición de que las ganancias retornen al refugio para el mantenimiento de las especies y la mejora de las instalaciones. Enmarcada dentro de un paisaje montañoso, la carretera te introduce hacia un inabarcable terreno llano, de suelo nevado, donde sopla el viento, pían los pájaros, pastan los animales y se conjuga una paz interior tan inexplicable que destapa las claves de un hábitat universal delante de los ojos…
          No se me ocurre mejor manera para poner en marcha la imaginación y mayor felicidad que la de pasar la infancia jugando en trineo. Yo he gozado de dicho privilegio. Primero por absoluto placer, y segundo por la esperanza de encontrarme con el mismísimo Santa Claus, y abroncarle porque nunca dejaba en la chimenea aquellas cosas que yo le pedía, salvo la misma camisa de leñador y los calcetines gordos de cada año. Por entonces yo no tenía capacidad para entender la difícil situación económica por la que atravesábamos, pero, en compensación a esas penurias que me hacían sentir la más desgraciada del mundo, participaba de los preparativos para recibir al viajero Abraham Thomas, con quien cada invierno, además de traernos whisky y tabaco de contrabando que nosotros luego vendíamos a los lugareños, también ganábamos algunos dólares con cada expedición. Experto en cruzar estas tierras hasta la Reserva india de los Blackfeet, en Montana, al este del Parque Nacional de los Glaciares y pegando casi a la frontera canadiense, guiaba grupos de personas interesadas en hacer esa ruta por el mero hecho de experimentar algo diferente, aunque en ocasiones encerrara más peligro que aventura. A lo largo del itinerario tenía concertados distintos puntos de hospedaje donde descansar los perros de raza husky y los excursionistas, doce como mucho. Uno de ellos era nuestro rancho, con espacio más que suficiente para todos. Papá y él, simpatizantes del partido demócrata, y por consiguiente defensores a ultranza del Presidente Lyndon B. Johnson, caracterizado por su Guerra contra la Pobreza, fumaban puros a la caída de la tarde y bebían hasta el amanecer. Yo me encargaba de mantener vivo el fuego, rellenar de licor los vasos, y cortar los puros, y así de paso escuchaba sus conversaciones como convidada de piedra. Cuando reiniciaba el camino, el eco de las andanzas perduraba en nuestros corazones hasta su vuelta. Durante bastante tiempo quedaba hipnotizada, tanto que deseaba dedicarme a lo mismo que Mr. Thomas…
          Mayalen sufre de artritis en ambas rodillas y tiene un hombro casi inmovilizado a consecuencia de una fractura mal soldada, lo cual impide que siga trabajando y le ha obligado a minimizar gastos, ya que subsiste con la paga que recibe del Gobierno, y algún extra por hacer compañía a su vecino encamado desde hace años, si la nuera sale a comprar. Nació en Colima, México. Era la mayor de diez hermanos y, siendo muy joven, emigró a Carson City con un bebé de meses y otros compatriotas que, como ella, buscaban un futuro más saludable. Algunos prosperaron montando pequeños negocios que después crecieron, pero la mayoría sólo consiguieron mantenerse a flote y no desfallecer. Cuando la situación se le hizo insostenible, tras la muerte de la chica, un paisano suyo, encargado en Las María’s Restaurant. Authentic Mexican food, le ofreció, a cambio de una cantidad simbólica, un modesto cuarto pegado al garaje de su casa. Sobre una repisa de madera atornillada a la pared tiene el pequeño altar con dos velas flanqueando la fotografía más reciente de Alexa, su nieta, y algunas estampas religiosas. Arrodillada, siempre que entraba o se iba a acostar, decía: ‘Todo irá bien, mi niña. Todo irá bien’.
          Date un baño, querida. Se te nota cansada −sentenció mi amante al verme aparecer por un lateral del porche−. Enseguida estará la cena’. ‘Gracias, pero no tengo apetito. Además, he de terminar de leer unos documentos para mañana’. Le besé en la frente y entré en el dormitorio cerrando la puerta. Me gustaba hacer balance del día mirando por la ventana que da al noroeste, desde la que se pueden ver las montañas. Hacía una noche espectacular, pero mi cabeza no paraba de dar vueltas al encuentro con la abuela. Fue entonces cuando caí en la cuenta del olor a naftalina que desprendían sus ropas, evidenciando que se había puesto las prendas reservadas para ocasiones importantes. Saqué de la cartera el montón de folios que había impreso a la hora del almuerzo. En ellos recopilaba información respecto al número de mujeres asesinadas en mi país a manos de sus parejas sentimentales. Juro que era escalofriante: el dato de la última estadística, desglosada por Estados, alcanzaba casi las dos mil, figurando Nevada entre los tres primeros de la lista. Sentí vergüenza por mi ignorancia y por no ver más allá de mis asuntos. Era intolerable. Pensé también en los centenares de huérfanos que estaba dejando ese genocidio. Se me revolvieron las tripas. Algo dentro de mí puso luces donde antes sólo había sombras. Reaccioné y, cayéndoseme las lágrimas, supe que aceptaría el caso. Entonces, el calor de unos brazos que conocían muy bien mis debilidades empezó a darme cobijo desde la espalda…


3.
Papá, ¿cómo fue aquello de tu primer rodeo?’, −le decía por las tardes mientras aguardábamos a que se ocultase el sol−. ‘Ay, hija, no seas pesada. Si te lo sabes mejor que yo’. ‘No importa −le pellizcaba la mejilla−, me gusta cómo lo cuentas’. ‘Zalamera’. ‘Presumido’. Entonces, muy solemne… ‘Cuando nací, Calvin Coolidge, del Partido Republicano, era el trigésimo presidente de los Estados Unidos de América. Los libros de Historia recogen que, en su etapa de Gobernador, se ganó el respeto de los conservadores al enfrentarse a la gran huelga de policías de Boston. Pero la mayoría de la gente le recuerda por perjudicar a campesinos y a determinadas industrias, al no consentir que mejoraran las condiciones de trabajo en esos sectores’. ‘¿Y en Jackson qué pasaba? Vamos, no te hagas de rogar’, −se quedaba ausente unos segundos hasta que arrancaba la narración, cada vez de manera diferente, supongo que para mantener mi atención−. ‘Wyoming siempre ha sido una tierra introvertida, de gente muy callada y dedicada a la ganadería’. ‘Vale, estupendo. Y ahora, Brayden Morgan, quieres hacer el puñetero favor de no irte por las ramas y responder la pregunta’. ‘Muchacha, tienes el temperamento del Far West −reía a carcajadas−. ¡Está bien! Con catorce años el abuelo me llevó a “Cheyenne Frontier Days”, un espectáculo de diez días al aire libre que se celebraba a finales de julio. La noche anterior no pude dormir por los nervios, así que aguardé la llegada del alba vestido con el traje vaquero prestado por el tío James, y el paladar hecho agua pensando en los panqueques que comería. Partimos y, una vez allí, nos inscribimos. Llegó el turno de los cadetes y me sentaron sobre un potrillo salvaje. Éste se envalentonó, caí y me rompí tres costillas’. ‘Es una verdadera brutalidad lo que hacemos a los animales −sabía que dicho comentario sacaría su lado más sensato−. ¿Cómo te sentirías tú si te ataran una cuerda al abdomen y a los genitales?’. ‘Impotente. Por eso no participé nunca más’. ‘Y te asociaste a “People for an Ethical Treatment of Animals”, para defender a todas las especies vivas −frunció el ceño−. No te hagas de nuevas. Sabes perfectamente que de pequeña revisaba tu correo, por eso lo supe’, −le guiñé un ojo−. ‘Empieza a refrescar. ¿Entramos dentro?’. ‘Claro. ¿Quieres ponerte algo de más abrigo?’. Vi en su expresión demasiada nostalgia…
          Una voz masculina con acento mexicano respondió al teléfono: era el casero de Mayalen. Pregunté por ella y dos horas después me esperaba en Comma Coffee. Con igual complicidad que manifestarían dos viejas amigas que acabaran de encontrarse, nos sentamos frente a la barra, en la mesa redonda que nos pareció más apartada del bullicio de la clientela que empezaba a llegar. Confesó, fascinada por la decoración, recargadísima para mi gusto, que nunca había estado en un sitio similar. Entre los muchos detalles, se quedó embelesada por el guiñol de un pianista sobre su taburete, con las manos a punto de rozar las teclas, colgado en la pared y dando casi con el techo. El conjunto del local recreaba una típica cantina al más puro estilo del oeste americano. Pidió un batido de naranja y vainilla, yo una cerveza Anchor Porter, una de mis preferidas por la cuidada elaboración con productos naturales. Dentro de una bolsa de papel del supermarket traía bastantes manuscritos, con la caligrafía grande y asimétrica de quien apenas ha ido a la escuela. Los sacó y observé que estaban ordenados por fechas: anotaciones en servilletas con restos de grasa, tarjetas grapadas a recortes de periódico, panfletos de propaganda aprovechados para escribir por detrás, algunos informes con el membrete del Carson Tahoe Specialty Medical Center, −intuí que serían partes de lesiones−, otros de la oficina del Sheriff −denuncias− y diversos más. También sacó varias radiografías con su correspondiente folio sujeto con cinta adhesiva donde quedaba constancia de qué hueso presentaba fractura. En definitiva, la biografía de Alexa recopilada por su abuela. ‘Perdone la invasión, doña Allison −prepara cuaderno y lápiz−, es que una ya no tiene la memoria fresca y he de apuntar las cosas’. ‘No se preocupe, querida’. ‘Como verá no soy muy culta, pero tuve la precaución de guardarlo todo. Sabía que algún día sería de utilidad’. ‘Es admirable. ¿Desde cuándo lo hace?’. ‘Aunque esté feo decirlo, se lo quitaba a la niña registrando su mochila cada vez que se peleaba con el Johnny y regresaba conmigo. Eso duraba hasta que él la engatusaba, y vuelta a empezar…’. ‘Necesitamos construir una defensa con argumentos muy sólidos, de lo contrario perderemos. Ha de tener claro que no será fácil ya que los abogados del acusado desplegarán toda su artillería pesada para desprestigiar así la imagen de la víctima. De momento no he encontrado jurisprudencia −me percaté de que escribía la palabra con cierta dificultad e intenté vocalizar más despacio−. Tiene que haberla, estoy en ello’. ‘Bueno, encontrará eso que dice. No hemos hablado de sus honorarios, tengo que echar cuentas’. ‘Lo veremos más adelante. Por cierto, ¿cuál es el nombre completo del chico? −me dio los datos y la descripción−. 
          ¡Dime que tienes algún hilo del que tirar, por favor!’, −dije a Michelle, la becaria que elegí de ayudante−. ‘Pues sí. En Memphis, en 1984, Donnie Johnson asesinó a su esposa introduciéndole una bolsa de plástico por la garganta. En Frederick, Colorado, en 2018, Chris Watts, tras estrangular a su compañera sentimental, embarazada de pocos meses, hizo lo mismo con las dos hijas de corta edad. Y en el condado de Hopkins, Texas, en el 2000, Daniel Acker discutió con su novia, después estuvo toda la noche buscándola, y cuando dio con ella la metió en el vehículo a la fuerza, recorrieron varias millas y la arrojó de éste en marcha. Resumiendo: el primero y el tercero han sido ejecutados. El segundo cumple cadena perpetua en la cárcel del condado de Weld’. ‘Buen trabajo. Consígueme un vuelo a Denver y una entrevista con el recluso’. Salió del despacho para volver a entrar pasados unos minutos. ‘Le han trasladado a otro centro penitenciario, que no hacen público por motivos de seguridad’. ‘Da igual, iré de todos modos. Quizá los compañeros cuenten cosas: ya sabes que se suelta la lengua en cuanto compartes cama. Supongo que será lo mismo con la pastilla de jabón y la celda, −reacciona y se parte de la risa−. Averigua también si hay asociaciones o casas de acogida a mujeres maltratadas. Indaga en los movimientos estudiantiles, en las ONG. No sé, lo que se te ocurra. Tengo la sensación de que esto es un grito silencioso al que nadie quiere poner voz, porque afea la imagen de sociedad perfecta que transmitimos al mundo. Pero ahí está, solidificándose a pasos lentos como la marea que sube y sube, imposible ya de achicar. Sin embargo, cuando por fortuna tropieza con personas sencillas y a su vez potentes, como Mayalen, los cimientos tiemblan bajo los pies descalzos. Así que, muévete’. ‘Voy, jefa…’.
          Conduje durante treinta minutos hasta llegar al Aeropuerto Internacional de Reno-Tahoe. Me gustaba en especial un tramo de la US-395 donde sólo hay horizonte, carretera y la sensación de ser, en mitad de la nada, un punto invisible que se desplaza sin perspectiva. A menudo, recorrer millas con la camioneta, sin trazar un rumbo fijo, era un ejercicio que me relajaba y ayudaba a poner los pensamientos en orden, sin desatender el volante ni un solo segundo. Eso mismo traté de hacer tras finalizar las indicaciones de la azafata y su ofrecimiento a los pasajeros de zumo y café. En el bolso llevaba algunos ejemplares atrasados de Las Vegas Review-Journal, que ojeé por encima. Imposible concentrarme, aunque sí señalé un par de artículos para leer más adelante. Entre tanto, demasiadas preguntas impedían que alcanzase un mínimo relajo. ¿Qué habría hecho mi padrastro en iguales circunstancias? ¿Cuál sería, en su opinión, el primer paso a dar? ¿A cuánto personal reclutaría para formar equipo? ¿Cómo demostraría que la versión contada por la abuela no era fruto del despecho, si no fundamentada en la realidad de lo que pasó? ¡Le echaba tanto de menos…! Recuerdo una vez estando de vacaciones con mamá y él en Minnesota, hospedados en el hotel Torre Foshay, de Saint Paul, que me empeñé en visitar Xcel Energy Center, el estadio de hockey sobre hielo. Ambos accedieron. Cuando casi íbamos a salir alguien nos abordó. ‘¿Mr. Smith?’. ‘’. ‘¿De Wilson, Anderson y Smith, de Carson City?’. ‘Exacto. ¿Qué desea?’. ‘Su ayuda para luchar por una causa justa’. ‘Muy bien. Con mucho gusto le atenderé encantado. Tenga una tarjeta y concerté una cita con mi secretario’. ‘Ya, es que no puedo esperar. Es muy urgente’. ‘Señora, ¿no ve que voy con la familia?’, −soltó, todo paciente−. ‘Lo siento, de veras que lo siento, señoría −eso bastó para convencerle y que sonriera−. Pero, si tuviera la bondad de escuchar lo que quiero decir, tal vez…’. Total, fuimos solas al partido, y después a tomar una hamburguesa. En cambio, él, impactado con la historia que oía, movilizó hasta allí a su gente de confianza. Meses más tarde ganó el juicio a favor de la mujer contra la empresa cárnica que había ejercido sobre ella un despido improcedente. Aceptar aquel caso provocó un auténtico revuelo en la oficina, porque, además de renunciar a la minuta, costeó de su propio bolsillo los gastos ocasionados, con el consiguiente pánico de que dicho acto de solidaridad marcara precedente en lo sucesivo. Así que, me hago una idea aproximada de cómo sería su comportamiento en el drama de Alexa.
      Dos horas después aterrizamos en la capital de Colorado. Fui directa a reunirme con un colega que formó parte de la defensa de Shanann Cathryn Watts e hijas, quien puso a mi disposición todos los detalles, informes y declaraciones del juicio que condenó al asesino de sus clientes a permanecer en prisión hasta el final de sus días. En otro punto del país, alumbrada con velas para no gastar electricidad, Mayalen cantaba bajito una nana que aprendió de su madre, mientras tejía la chaqueta de lana gruesa que hacía para mí…


4.
Atravesar el Civic Center Park, en Denver, cuyo apodo es la Ciudad de la Milla de Altura, hasta llegar al 16th de Mall Street, la zona peatonal donde en una de las mesas al aire libre, con tablero para jugar a damas o ajedrez, esperaría mi llegada el colega con quien tenía una cita, fue toda una aventura, puesto que centenares de personas se manifestaban frente al Capitolio al grito de: ‘Si matan a una, morimos todas. Si matan a una, morimos todas. Si matan a una, morimos todas…’. Como pude me abrí paso entre la gente, casi a empujones. A lo lejos alguien agitaba una mano llamándome. ‘Pensé que no llegaba. Perdone el retraso. Soy Allison Morgan’. ‘Steven, a secas −se metió un caramelo en la boca−. Dice mi esposa que si el tabaco no acabó conmigo ahora lo hará el azúcar’, −chascó la lengua−. ‘Gracias por atenderme’. ‘No hay de qué’. ‘Represento a una chica asesinada presuntamente por su novio, y pensé que, habiendo encontrado alguna similitud con el caso en el que usted participó, podría servirme de mucha ayuda su punto de vista y experiencia’. ‘Aquello me dejó tan tocado que abandoné la profesión. Hoy en día vendo pólizas de seguro y estoy ajeno a todo aquello’, −me pareció vislumbrar un destello fugaz de nostalgia en sus ojos−. ‘¿Y no lo echa de menos?’. −Se quedó un instante pensativo, pero cambió el rumbo de la conversación−. ‘En aquel proceso duro y doloroso, los familiares de la acusación sufrieron mucho, y nosotros también. Recuerdo cómo tragábamos lágrimas y controlábamos la rabia cuando al principio, con toda la sangre fría del mundo, aquel hombre inculpó a su mujer alegando que, para vengarse de él por haberle pedido el divorcio, asfixió a las niñas, de 3 y 4 años, dejó el anillo de casada encima de una repisa y se quitó la vida’. ‘Me deja helada. He leído que lo vivido en la sala fue espeluznante’. ‘Claro, tenga en cuenta que, según avanzaba el tiempo, esa versión se cayó, hasta que no pudo más y, dando todo tipo de detalles, confesó que, tras deshacerse de los tres cadáveres, regresó al lugar de los hechos, limpió a fondo y dejó la alianza en un sitio visible’. ‘Desgarrador’. ‘Nunca he sentido tanto rechazo y asco por un ser humano como entonces’. Camino del aeropuerto, y tras haber anulado la visita programada a la prisión del condado, comprendí que cada historia tiene una idiosincrasia diferente, y que tendría que actuar en consecuencia para que se aplicase la fuerza de la ley en la vista que se iniciaría en breve…
          Mayalen se quitaba y ponía continuamente una horquilla en el pelo. Durante la última semana había recibido amenazas telefónicas del entorno del Johnny, de ahí que estuviese desquiciada y a la defensiva. Se lo noté nada más verla. ‘Coja el bolso que nos vamos’, −dije−. ‘¿Adónde?’. ‘¿Conoce Secret Cove?’. ‘No, nunca lo había oído’. Me siguió con pasos cortos y rápidos, salimos a la calle y una vez en la furgoneta, comentando cosas insignificantes, recorrimos las diecisiete millas y pico que distan hasta el destino elegido. Aparqué en la carretera y descendimos con sumo cuidado por un terreno angosto, cuyo tramo final son unas escaleras que conducen a uno de los paisajes más impresionante de todo Carson City. Se quedó con la boca abierta contemplando la extensión del lago, la vegetación, el sonido de las aves, el de reptiles muy silenciosos, algunas risas y complicidades que no se sabía muy bien de dónde venían y aquel azul intenso del cielo con las montañas al fondo nevadas en los picos. Al poco, se dejó caer de rodillas en el suelo. Yo me senté con las piernas cruzadas junto a ella. Entonces empezó a relatarme uno de los episodios vejatorios sufridos por su nieta. ‘Llevaba meses sin saber de Alexa, pero no me pareció extraño, ya que a veces pasaba largas temporadas desaparecida. Yo había encontrado un buen empleo al servicio de un matrimonio afroamericano, con cinco hijos, un perro, varios sobrinos y dos ancianos que se orinaban en cualquier rincón de la casa. La faena era agotadora, pero pagaban bien y eso me importaba. Un día, según me acercaba, vi un coche patrulla estacionado en la puerta y a dos agente hablando con la señora −según narraba se le llenaban los ojos de lágrimas−. Alguien les daría referencias mías y esa dirección. Me llevaron al hospital, donde acababan de extirparle un ovario a consecuencia de la brutal paliza recibida. Estuve en la cabecera de la cama cuarenta y ocho horas sin moverme salvo para ir al lavabo. Cuando despertó, él entró en la habitación tan arrepentido que ella le abrió los brazos. Comprendí que sobraba y marché rota por dentro. Volví al trabajo. Los pequeños jugaban en la parte de atrás. La pareja alegó el mal ejemplo que era para la comunidad negra si se repetía la visita de la policía buscándome. No tuve valor para suplicar que no me despidieran. Así pues, bajé la cabeza y, apenada, retrocedí lo caminado. Meses después mi nieta volvió a ingresar, esa vez con una pierna rota y desprendimiento de retina. −estaba consternada y no supe qué decir−. Por orden expresa de su compañero me prohibieron la entrada, pero en un descuido la besé en la frente. Fue la última vez que vi esa sonrisa suya tan melancólica…’.
          El 8 de junio de 1972 un avión survietnamita lanzó una bomba de gasolina gelatinosa sobre la población de Trang Bang. Fue entonces cuando la fotografía de La Niña del Napalm dio la vuelta al mundo, mostrando los horrores de la contienda reflejados en el rostro aterrorizado, dolorido, de Kim Phuc, mientras corría gravemente herida quitándose trozos de ropa que aún ardían pegados a su cuerpo. El fotógrafo Nick Ut se encontraba allí e inmortalizó con su cámara la imagen para la posteridad. Meses después Nixon dijo que ya estaba bien de tanta tontería y que los Estados Unidos de América aniquilarían la mayor parte de los efectivos de Vietnam del Norte, comenzando así la sangrienta Operación Linebacker. Faltaba algo más de dos años para el final de la guerra, y la mayoría de la opinión pública estaba en contra de seguir masacrando a civiles inocentes e indefensos. Sin embargo, el tío James se alistó al Ejército, asegurando que todo hombre de bien debería hacer lo mismo por respeto y agradecimiento a la patria. La despedida fue rara, o al menos así la viví yo. La noche anterior a su partida papá y él ensillaron dos caballos y los dejaron preparados con los odres llenas de agua, las escopetas de caza cargadas, mantas para dormir al raso y el banyo con el que siempre deleitaban nuestras veladas sujeto a un lado entre las alforjas. Cenamos, más pronto de lo habitual, un pastel de carne magra de bisonte que el abuelo estuvo cocinando, y lo hicimos tan callados como si asistiéramos a un funeral. El galope, que ya se intuía muy alejado, me despertó de repente. Pasados nueve días mi padre regresó solo. Desde ese momento, el abuelo no se levantó de la cama…

        Eran las nueve de la noche y apenas quedaba actividad en las casas de alrededor. Sentado en la mecedora del porche, mi amante saboreaba el brandy que tomaba con la intención de templar su paladar. Yo buscaba en el garaje cajas todavía sin clasificar donde guardaba cuadernos con apuntes de la etapa universitaria. Habíamos discutido. Me reprochaba que le dedicaba demasiado tiempo al trabajo y relativamente poco a otros espacios de la vida también importantes. Puede que tuviera razón, no lo niego, pero siempre fui sincera en el sentido de que nuestra relación nunca estaría enmarcada en lo convencional. El caso es que, no sé muy bien por qué, me costaba horrores ser cariñosa cuando teníamos esos desencuentros. Menos mal que la ronquera de un motor ahogado frenando en seco me trajo de vuelta a la realidad. Era Michelle, inconfundible por la manera de conducir tan impetuosa que tenía. ‘Hola. ¿Está Allison?’, −levantó el vaso, bebió un trago largo y señaló con el dedo en dirección a mí−. ‘¿Qué te trae por aquí, becaria?’. ‘Oye, creo que he venido en mal momento’. ‘No, qué va. Si lo dices por él, tranquila, es parco en palabras’. ‘Y por ti. ¡Menuda la que has montado!’. ‘Es que no encuentro las fotocopias que hice de VAWA’. ‘Esa ley fue aprobada en 1994 y firmada por Bill Clinton, ¿no?’. ‘Exacto. Violence Against Woman Act. Debe estar en alguno de estos paquetes, junto a un anexo interesantísimo que también guardé’. ‘Mira, he descubierto un par de cosas’. ‘Dime’. ‘Shade Tree, el mayor refugio para víctimas de violencia de género, en Nevada, cerró las puertas de su centro de transición por falta de recursos y presupuesto. Ahora se sienten desamparadas en un sistema que no les da cobertura ni medios para escapar’. ‘Entonces, ¿adónde acuden? ¿No hay nada?’. ‘Sí, varias ONG, como la Casa de la Esperanza, para las latinas, diversas asociaciones católicas y ciudadanos particulares que, voluntariamente, las acogen en sus viviendas. En otro ámbito están las Instituciones Públicas Federales. Pero piensa que muchas mujeres permanecen atrapadas en ese infierno porque no tienen dónde ir y la única alternativa factible sería mendigar en la calle, a lo que no todas están dispuestas. Además, las condiciona también el miedo a que el agresor tome represalias contra ellas y sus hijos. Este dato lo corrobora el FBI’. ‘Tremendo. Es decir, que callan y continúan como si tal, ¿verdad? Supongo que, por estadística, se dará más en familias con pocos ingresos o inmigrantes’. ‘Sin duda son más vulnerables y, por consiguiente, un factor de riesgo, pero los patrones del maltratador aparecen en cualquier nivel social. Lo único que los diferencia es que unos arreglan la falacia del remordimiento con caricias y otros con joyas de diseño’. ‘Bueno, sigue así. Por cierto, ¿y lo segundo?’. ‘Pues que un amigo policía ha introducido en la base de datos el nombre completo del Johnny y resulta que, antes de conocer a nuestro cliente, fue denunciado en varias ocasiones por acoso y violación’. ‘¡Qué cabrón!’. ‘Se ha hecho tarde. Nos vemos mañana en la oficina’. ‘Gracias por todo. Descansa. Y ve con cuidado’. Me sonrió y desapareció a gran velocidad entre las sombras. Dentro de casa un silencio de monasterio zumbó alrededor de mis orejas. El grifo de la cocina goteaba siempre que no se apretaba bien. Lo ajusté y, al girar la vista, encontré una nota que ponía: ‘No me esperes levantada, volveré tarde’. Segura de no conciliar ya el sueño, saqué los ingredientes que necesitaba para preparar una tarta de arándanos…


5.
Cuando Richard Smith, mi padrastro, y demás socios fundadores del bufete estaban al frente de la gerencia, de vez en cuando contrataban los servicios de un tipo duro, sin escrúpulos, eficiente y desaliñado, quien, por motivos personales que nunca transcendieron, cambió la placa de policía por una licencia de investigador privado con sede en la segunda planta de un edificio ruinoso. Creo que sus únicos ingresos se los proporcionábamos nosotros. Una vez le llevé documentos, y casi vomito en el descansillo por el fuerte y desagradable olor a orines y a carne en avanzado estado de descomposición que salía hasta el rellano de la escalera. Dentro había una sola ventana, de la que colgaban dos cortinas como almidonadas, supongo que por el humo que despedía el hornillo donde todo lo cocinaba con exceso de grasa, además del propio de los cigarrillos puros que no se quitaba de la boca. Michelle llegó a casa antes que Mayalen, a la que cité ahí porque me pareció un espacio menos desagradable que la sobriedad de la sala de reuniones. ‘¿Qué opinas del caso?’, −deseaba conocer su punto de vista−. ‘¿Sinceramente? Uf, lo veo bastante complicado. Todavía no tenemos un argumento sólido para sujetar la versión de la abuela’, −dijo, mientras cogía del bolso un par de libros de derecho que había sacado de Regional Library-The Blind−. ‘¿No la crees?’. ‘No, no he dicho eso. Pero si no iniciamos pronto una denuncia convincente, apoyada en hechos firmes, estaremos bien jodidas’. ‘Hace años conocí a un detective que puede que esté aún en activo. Era un magnífico experto en encontrar pistas donde antes nadie vio pruebas concluyentes’. ‘Pues eso nos vendría estupendo. Si me dices dónde, me pongo en contacto con él’. ‘No te preocupes, yo me encargo’. El resto del tiempo hasta que vino nuestra clienta hablamos de la inminente llegada a Washington del presidente Xi Jinping y de sus discrepancias con Barack Obama, que le reclamaba la detención de la construcción de instalaciones militares en aguas del Mar de China, mientras que el adversario reclamaba que los Estados Unidos devuelvan a cientos de fugitivos económicos huidos del país con sus fortunas. O de cualquier otro tema de candente actualidad, con tal de no estar calladas. En el porche crujieron las maderas delatoras anunciando visita, a la que siguió un suave toque de nudillos, cargados de timidez, que golpearon en la puerta…
          ¿Le apetece un poco de tarta de arándanos?’, −ofrecí a Mayalen, que negó respetuosa y agradecida−. ‘Gracias, pero tengo un nudo en el estómago que me impide comer. Lo siento. −A pesar de la negativa, puse una ración generosa en un envase y lo dejé visible para que se lo llevara al marcharse−. ¡Qué bonito está todo, doña Allison!’, −dijo, mirando cada rincón de arriba a abajo−. ‘Le presento a Michelle, una compañera’. ‘Encantada’. ‘Lo mismo’. ‘Ella se encarga de recopilar todo aquello que pueda servirnos para preparar una sólida defensa que convenza también a mis jefes y den luz verde para iniciar el procedimiento que nos conduzca a juicio. −Asintió muy interesada−. Se preguntará por qué nos reunimos aquí y no en el despacho’. ‘Donde digan, a mí me parece bien’. ‘Verá, necesitamos reconstruir los últimos pasos de su nieta: con quién se relacionaba, en qué situación vivía, cuáles fueron las circunstancias que rodearon su muerte y el modo en que ocurrió, qué persona descubrió el cadáver y dónde, cómo se lo comunicaron a usted, quién habló con ella por última vez. −Noté que se abrumaba e hice una breve pausa para traer bebidas gaseosas que ambas aceptaron sedientas−. Hemos de localizar a gente dispuesta a testificar a favor nuestro. Incluso puede que alguien presenciara peleas y discusiones entre ellos. Es fundamental que nos diga cuanto recuerde’. ‘Una amiga suya… Espere un momento, debo tener el nombre apuntado por aquí, en algún sitio’. ‘Luego lo busca. Ahora, continúe, por favor’. ‘A esa chica nunca le gustó el Johnny, porque decía que era un matón con traje de señorito. Ellas crecieron juntas, y en confianza se contaban sus cosas. Algunos domingos acompañaba a su abuela a la iglesia donde coincidían conmigo. Supongo que le inspiraba ternura, porque, sin preguntarle yo, me decía que la niña se encontraba bien y con proyectos a la vista. Aunque siempre sospeché que la letra pequeña de dicha afirmación era otra muy distinta. Meses después, una tarde de lluvia torrencial, mientras achicaba el agua que se colaba por el tejado, vino a verme. Traía los ojos húmedos y enrojecidos, me cogió por los hombros y confesó estar muy preocupada por Alexa, ya que no contestaba al teléfono, y eso le daba muy mala espina. Acudimos al sheriff, pero fue inútil, puesto que, al no convivir con nosotras, le correspondía a su pareja denunciar la desaparición’. ‘Aguardad un minuto, dejadme pensar −interrumpe la becaria vuelta hacia mí−: en California, en 2008, el sobrino de una mujer secuestrada y luego asesinada consiguió marcar jurisprudencia con algo parecido. Creo que era Walker contra Robinson, pero tengo que asegurarme’, −asentí−. ‘Fueron semanas de mucha angustia −continuó−, de no saber a quién acudir. Preguntamos en los sitios que frecuentaba, algunos nada recomendables: Unos decían no haberla visto, otros callaban’, −Michelle me hizo una seña y capté el mensaje de aflojar la presión. ¡Parecía tan frágil!−. ‘Quizá podríamos dejarlo aquí y continuar en otra ocasión. ¿Le parece?’. ‘No, quiero terminar de contarles. Por casualidad cayó en mis manos un periódico donde venía la fotografía borrosa de una mujer indocumentada, hallada muerta en la cuneta de una carretera poco transitable. Fui al depósito de cadáveres con la esperanza de que no fuera Alexa. La identifiqué, y comenzó una lucha descarnada que…’.
          Atravesaba un periodo emocional que situaba la relación con mi amante en esa zona gris del cerebro donde todo parece estar a punto de saltar en mil pedazos. Por esa razón, y de mutuo acuerdo, para no dañar aún más nuestra convivencia, decidimos transitar en solitario un tiempo indefinido. Sin rencor, y sospecho que aliviado, hizo la maleta y se despidió melancólico, igual que había venido. De mamá aprendí que, para superar trances parecidos a éste, y para no realimentar el sentimiento de culpa, lo mejor era limpiar a fondo las habitaciones, renovar las sábanas con estampados más alegres, abrir una botella de vino y escuchar las canciones del legendario intérprete country Willie Nelson. Cuando me disponía a hacerlo, sonó el teléfono. ‘Allison, ¿cómo llevas la revisión de la declaración del cliente de la gasolinera y el doble asesinato? ¿Has conseguido la prueba decisoria de la cámara de seguridad?’. ‘Lo tengo prácticamente acabado. −No era del todo cierto, porque el caso de Alexa me tenía completamente absorbida−. Mañana se lo doy’. ‘No, ven ahora mismo. Hay que preparar a los testigos y necesito que estés aquí…’.
          El termómetro se precipitaba para entrar en otoño con sus paisajes en tono tierra que traerían más humedad y la intrusión de frío en las cumbres y en las praderas. Papá experimentaba una leve mejoría que, en su caso, significaba recuperar bastante movilidad. Eso, lógicamente, inyectaba en él dosis de positivismo desmesurado. Recuerdo muy bien esa épica etapa como una de las mejores que pasamos juntos. Reíamos, tomábamos whisky después de la cena y prolongábamos la velada hasta las tantas sin importar el desgaste físico que pasaría factura al día siguiente. Así que, en una de esas, entre anécdotas de cuando conoció a mamá y creando en torno a mí un ambiente distendido, soltó, de buenas a primeras, cogiéndome desprevenida, el deseo de repetir uno de los viajes realizados con el tío James. ‘¡Estás loco, no podemos hacerlo!’, −dije con autoridad−. ‘¿Por qué razón?’, −preguntó, dejando entrever un hilo de tristeza−. ‘¿Pretendes dejarme sola, muerta de miedo, en alguna quebrada mientras tú te vas a echar una canita al aire?’, −respondí, destensando la cuerda−. ‘Lo has adivinado, ¡eh!’, −me alborotó el pelo−. ‘Ahora, en serio: es arriesgado, aún estás débil y podría haber complicaciones. Esperemos un poco más, ¿quieres?’. Después reflexioné y pensé que nadie tiene derecho a truncar los sueños de otros. Las setenta y dos horas siguientes a esa conversación fueron de mucha agitación para mí: seleccionar ropa de abrigo, víveres, nuestros rifles de caza, municiones y algunos medicamentos para mitigar sus dolores. Ensillé los caballos y elegí cuatro más de refresco, segura de que aguantarían sin crear problemas. Saldríamos de madrugada rumbo a Dakota del Sur, y, según la ruta prevista, tardaríamos en llegar de diez a doce jornadas, puede que, dependiendo de la duración de los descansos, fueran incluso algunas más. La primera parada importante la haríamos en la Reserva India de Wind River, ubicada en el Valle de los Vientos Cálidos, con sus dos tribus aborígenes haciendo de anfitrionas: los Shoshone del este, que entre sus tabúes destacables estaba el de prohibir a las mujeres que menstruaban ir a cazar, y los Arapaho del norte, comunidad muy organizada, capaces de levantar en menos de sesenta minutos un campamento entero por la sencillez de las tipis hechas con piel de bisonte. Abraham Thomas, aquel viajero que cada año visitaba nuestro rancho, también contaba historias interesantes sobre ellos. Eran buenos anfitriones, y nos agasajaron invitándonos a la espectacular asamblea de tambores, a las danzas en torno al fuego protegido con tres leños formando una pirámide y a una de sus ceremonias religiosas que nos encogió el corazón, viendo con qué vehemencia creían en el Hombre de Arriba y su poder sobrenatural. Si para cualquier persona en plena forma cabalgar resultaba duro, a Brayden Morgan, mi progenitor, a quien siempre admiraré por su poder de superación, le costaba muchísimo más. Cuando salimos de allí resultó bastante complicado atravesar el río Bighorn y seguir por un sendero abrupto, por eso decidí hacer un alto en la pequeña ciudad de Casper, donde nació Matthew Wayne Shepard, al que golpearon brutalmente hasta la muerte por la insignificante tontería de ser homosexual…  




6.
Tras dejar a los caballos en un establo de las afueras, nos hospedamos en The Royal Inn, uno de los hoteles más viejos y económicos de Casper, la única ciudad del condado de Natrona. Nuestra habitación, de contenido minimalista, era luminosa y daba al aparcamiento, casi siempre vacío. Papá llegó con los huesos molidos y un ataque de ciática que, por suerte, no fue a más. Apenas sin apetito por la dureza del camino, tomamos tan sólo los aperitivos y bebidas gaseosas que saqué de las máquinas expendedoras. Dormimos un día entero, o eso me pareció, y el hecho de hacerlo en una cama mullida nos congratuló con las comodidades de la vida que a veces infravaloramos. Hasta llegar a Dakota del Sur, nuestro destino final, necesitábamos recuperar la entereza física al máximo. Por eso, era conveniente quedarnos allí algo más de tiempo, y me correspondía a mí encontrar la manera de convencerle. ‘¿Sabes qué me gustaría? −dije, como el que no quiere la cosa−, visitar Fort Caspar Museum’. Y a Brayden Morgan, que se le llenaban rápidamente los ojos de curiosidad, le gustó tanto la idea que decidió venirse conmigo. ‘Vamos, ¿a qué estás esperando? Mueve el trasero de una vez, muchacha’, −soltó enérgico−. ‘¿No preferirías seguir tumbado? ¡Vale, vale! No me mires así, vayamos’. Recostados en la empalizada que rodeaba todo el Fuerte, nos asombró la perfecta recreación cuidando el pequeño detalle, tanto en los trajes del ejército de aquella época, como en la reproducción exacta de una diligencia de viajeros, llevando nuestra imaginación a orillas del Oeste americano, el mismo que John Ford dio a conocer a través de su cine, donde hombres de distinto color hacían tratados de paz y de entendimiento para que los pueblos convivieran entre sí. El interior de los barracones donde pernoctaba la compañía no se parecía en nada al aposento del general de turno: con su piel de oso por alfombra, la espada enfundada, un candil, telégrafo, tintero, pluma y el baúl donde guardaría sus objetos personales. Pero lo que más nos llamó la atención fue el mapa extendido sobre la mesa del escritorio, con sus soldaditos de plomo en posición de ataque y la derrota del adversario escenificada. ‘¡Grandes historias guardan estas paredes, Allison!’, −afirmó−. ‘Sí. ¡Lástima también de tanta sangre derramada por las decisiones ordenadas desde aquí!’. Terminamos el recorrido dando un largo paseo por Platte Bridge Station: el puente del viejo Oregón, que fue una de las sendas de los emigrantes. Observábamos a distancia las maravillas que dibuja la naturaleza en el lienzo del paisaje, la copia perfecta de las carretas, del pozo en mitad de la nada, de la cantina y los tipis impregnados de la cultura y costumbres de cada tribu. Al amanecer reanudamos la marcha. Llevé los caballos y cargué en uno la comida y otras cosas compradas para el viaje…
          He revisado las declaraciones de los testigos una por una −informé a mi jefe respecto al inminente juicio del atraco a la gasolinera, que últimamente había descuidado un tanto− y resulta que uno de ellos se contradice en varias ocasiones. Primero aseguró que nuestro cliente salió del lavabo con las manos ensangrentadas. Y después cambió la versión diciendo que entró a comprar cigarrillos y entonces le vio delante de los cadáveres empuñando el arma homicida’. ‘¿Y tú qué opinas?’. ‘Pues, no sé. Puede que sea un tipo buscando un poco de fama para salir por la tele. Aunque, a saber’. ‘¿Habéis preparado los interrogatorios?’. Bueno, no exactamente’. ‘¿Y a qué esperáis? No nos podemos permitir el lujo de pasar por alto algo que sirva para desmontar las mentiras creadas en torno a este asunto’. ‘La verdad es que me tiene bastante ocupada la historia que os comenté referente a la abuela’. ‘Ya veo, aunque de momento se te paga por los casos abiertos, no por uno que puede que ni siquiera llegue a serlo’. ‘Llevas razón. No obstante, estoy segura de que será un proceso importante. Lo verás muy pronto’. ‘Estupendo, −se quedó pensativo unos segundos−. Por ahora sigue husmeando en lo que nos interesa. Mañana, a primera hora, lo quiero todo detallado para la reunión de equipo’, −concluyó−. ‘Así lo haré’. −contesté, malhumorada y dolida, sospechando que no confiaba en mí para sacar adelante algo de mayor envergadura−. ‘No lo olvides: a primera hora. Luego, una vez que esto pase, dedicas todo el tiempo que necesites a lo que gustes’. Cumpliría con lo encargado, pero lo haría a mi manera. Por eso, tras guardar las notas en la cartera y copiar algunas carpetas del ordenador a un pen drive que siempre llevaba conmigo, me despedí de los compañeros hasta el día siguiente. ‘¿Ya te vas?’, −preguntó uno de ellos al cruzarnos en el ascensor−. ‘Sí, aquí no me concentro. Seguiré trabajando en casa’. ‘Muy bien. Pero no te mates, no merece la pena’. ‘Tienes mucha razón’.  Cogí la camioneta y durante largo rato conduje sin rumbo fijo, dudando entre escuchar al corazón o encerrarme entre papeles buscando una mota minúscula de la que tirar. Como siempre me ocurre cuando quiero pensar, detuve el motor frente al paisaje montañoso de Carson City. El horizonte lucía espectacular, sobrevolando las cimas una manada de buitres a la caza de sus presas. Eso me trajo el recuerdo de mi rancho en Jackson y el anhelo de volver al principio de mis raíces cuanto antes. Regresé a la realidad tomando aliento y continué el paseo. A los pocos minutos aparcaba delante de la oficina del detective privado.
          Habían pasado algunos años desde la última vez que estuve allí, pero reconocí el sitio sin problema, sobre todo por el intenso olor a podrido que salía hasta el rellano de la escalera, provocándome las mismas náuseas de entonces. Al otro lado de la puerta, la voz ronca y adormilada de Ethan Ross indicó que podía entrar. Lo hice con cautela, y observé que sufría una pérdida acelerada de pelo y que el volumen de la barriga alcanzaba dimensiones exageradas. Frunció el ceño, y señaló una butaca vacía donde poder sentarme. Supongo que mi rostro reflejó despiste cuando en realidad era intriga, ya que trataba de localizar un ruido parecido al de una grapadora, y que resultó ser un cortaúñas escondido por debajo del escritorio. En la oficina apenas noté cambios, ni siquiera estaba actualizado el retrato del presidente. En cambio, seguía intacta una instantánea de George W. Bush, padre, a punto de invadir Irak. ‘Se acuerda de mí?’, −pregunté−. ‘Claro, la chica de los Smith. ¿Cómo le va al viejo Richard?’. ‘Falleció. Ahora los hijos dirigen el negocio’. ‘¡Ajá! ¿Sigue con ellos?’. ‘Sí, realizo casi toda la parte administrativa’. ‘¿Y no ejerce? Él confiaba mucho en usted. Decía que llegaría lejos’. ‘Fue una gran persona y alguien muy importante para mí. A lo mejor ha llegado la hora de cumplir sus deseos’. ‘¿Y dígame? ¿A qué debo el honor de su visita?, −carraspeé. No sabía por dónde empezar. Del cajón que tenía abierto sacó una hamburguesa gigante−. La escucho’. Expliqué los verdaderos motivos que me habían llevado a él, y la urgencia por presentar argumentos sólidos y contundentes capaces de convencer a mis superiores. ‘Soy muy consciente de que no podemos ceñirnos a las sospechas de la abuela, porque cualquier tribunal diría que son infundadas, o motivadas por la emocionalidad, pero, de verdad, son tan creíbles que…’. ‘Bueno, a ver, no perdamos la calma. Lo primero de todo es hacerle un seguimiento al tal Johnny, ver con quienes se junta, qué tipo de vida lleva, cuál es su nivel adquisitivo, investigar si hay más denuncias, etcétera. Una vez tengamos claras todas estas cosas, el segundo paso es montar vigilancia. Piense que la mayoría de los maltratadores reinciden y, si tenemos la suerte de estar cerca: ¡zas!, lo habremos cazado’. ‘Ya sabía yo que no me equivocaba viniendo…’.
          Michelle se despertó en mitad de la noche empapada en sudor, se puso las lentes de lejos y sacudió la cabeza para ahuyentar los restos de la pesadilla. Todavía le temblaba el labio inferior al rodear la taza de té con los dedos. Avanzó unos centímetros y, recostándose en el lomo de la pared, comprobó que seguían esparcidas por la encimera las viejas fotografías que estuvo viendo la tarde anterior, en las que aparecía su infancia subida a un columpio, antes de que todo lo destrozase la hoja de la navaja, aquella vez después de regresar de la escuela. Ese día, como si presintiera la catástrofe que iba a vivir, estuvo tan inquieta en clase que le llamaron la atención en varias ocasiones. ‘¿Puedo ir al lavabo, por favor?’, −dijo−. ‘Sí, pero rapidito, que luego se te va el santo al cielo’. Pero la realidad era que los espacios cerrados la ahogaban, seguramente porque cuando sus padres discutían los cimientos retumbaban, los platos se caían y ella terminaba debajo del hueco que había en el fregadero con las piernas encogidas, el alma en vilo y la garganta reseca sujetando las lágrimas. En la puerta de entrada al colegio, su mejor amiga le hacía señas para que se acercara. ‘Dice mi madre que ha llamado la tuya para decir que te vengas con nosotras, porque ella no puede recogerte’. ‘Bueno, pero en el atajo os dejo y continúo sola’. Las otras asintieron. El perro dormía en la caseta, y eso la extrañó, porque siempre salía a recibirla. ‘Mamá, ya he llegado, ¿dónde estás?’. ‘Luego bajo, cariño. Me duele un poco la cabeza. En la cocina tienes la merienda’. ‘¿Subo?’. ‘No, no, déjalo’. Pasó una hora y se oyeron pasos: el padre llegaba con ese brillo caliente en los ojos que anunciaba pelea. Subió detrás de él y…
          Mayalen leía un pasaje de la Biblia mientras esperaba que la secadora terminase su colada. Eran cerca de las diez de la noche y en la sala sólo había tres personas más que dormitaban ayudadas por el zumbido de las máquinas. Afuera hacía frío, y apenas alumbraba las calles la delgada luna creciente. Minutos después una camioneta huía a gran velocidad rompiendo el silencio y perseguida por la policía. Unas cuadras más allá, acababa de producirse una violación múltiple. Una mujer de color, corriendo despavorida, alertaba del peligro de que uno de los presuntos agresores escapara a pie. La abuela de Alexa y quienes estaban con ella en la lavandería echaron el pestillo por dentro, apagaron la luz de la sala y pegaron sus caras al cristal del escaparate quedando al acecho. De repente, la sonrisa desdentada, temerosa y amenazante del Johnny, apareció desafiante delante de ellos. Tras un gesto de absoluta chulería tocándose la bragueta, les apuntó con el dedo índice y después sopló sobre él…


7.
¿Vendrás a la fiesta que daré por mi décimo cumpleaños?’, −dijo su amiga despidiéndose en el cruce de caminos que separaba sus casas−. ‘Creo que sí, pero ya te lo diré’. Retumbaban esas palabras en las sienes de Michelle mientras subía las escaleras detrás de su padre, como si agarrándose a ellas fuera suficiente para evadirse de la catástrofe que estaba a punto de venir. La madre, sentada en el borde de la cama y con un hematoma considerable en el pómulo derecho, dejó la puerta entreabierta y gritó: ‘Cariño, vete con la vecina, que después iré yo’. La niña, desconcertada, se quedó quieta y con los ojos clavados en la silueta de los adultos, que veía por la puerta entreabierta. Tras unos segundos, que se le hicieron interminables, en los que no supo si salir corriendo o tirarse al cuello de aquel energúmeno, reconoció el sonido de las bofetadas, el de los adornos cayendo al suelo, el golpe que sonó a hueco contra la espalda, la impotencia del llanto y el olor tan familiar a las burbujas de sangre que, igual a otras veces, acabaron empañándolo todo. Con pasos asustadizos se coló en el dormitorio, deslumbrada por destellos intermitentes que sólo ella veía y fantasmas que intentaban impedirle el paso. Fue entonces cuando el hombre, fuera de sí, cosió a navajazos el cuerpo rendido y sin aliento de su esposa. Ciego por el subidón de adrenalina empujó a la niña a un lado y huyó gritando: ‘Como te vayas de la lengua, vengo y te mato’. El personal de la ambulancia nada pudo hacer por ella, había fallecido cuando aún recibía puñaladas en el cuello. Los servicios sociales se hicieron cargo de la pequeña hasta determinar qué hacer. Días después, un confidente habitual de la policía encontró un coche accidentado en un terraplén. El cadáver del conductor coincidía con la descripción del presunto asesino al que buscaban. Según narraba esa historia, Michelle sollozaba entre tragos de vodka, recordando la frialdad de la morgue en la que tuvo que identificar a su padre…
          A pocas millas de Keystone, nuestro destino final, un pueblo del condado de Pennington, en el estado de Dakota del Sur, sugerí hacer una parada para descansar. Papá estaba muy pensativo desde que salimos de la Reserva India de Wind River. Fumaba en la pipa que le regaló un nativo, idéntica a la que usaran los antepasados de las tribus Shoshone y Arapaho para sellar tratados de paz. Improvisé un campamento alrededor del fuego, donde calenté unos frijoles horneados que llevaba en lata. Habíamos cabalgado sin descanso desde mucho antes del amanecer y lo suyo habría sido quedarnos ahí hasta el día siguiente. Pero los planes de Brayden Morgan eran muy diferentes, porque algo en él comenzaba a apagarse. ‘Ya puedes ir recogiendo todo lo que has montado −dijo, señalando a los sacos de dormir−. Comemos y nos vamos’. ‘Hombre, no me hagas esto. Mira cómo estamos de extenuados’. ‘Habla por ti, yo no lo estoy. Quiero que veas una cosa única, y el mejor momento para hacerlo es cuando las últimas luces del sol pasan por encima. Así que, andando’. ‘¿Por qué no lo dejamos para mañana? Digo yo que lo que quiera que sea no se moverá del sitio, ¿no?’. ‘Queda poco tiempo… ¡Venga!’. ‘Está bien’. −Transigí, porque no me atreví a contradecirle. Estaba tan vulnerable... Emprendimos el viaje: él metido en su mundo y yo refunfuñando. Pero, a falta de quince minutos para llegar al destino, rompió el silencio. ‘Ahora, ve muy atenta, porque puede que nunca más vuelvas a vivir algo similar’. Nos adentramos en una zona arbolada y de suelo irregular, donde las ramas caídas crujían bajo las herraduras de los caballos. A pesar de no haber turistas por la zona, y estar como perdidos en medio del universo, no tuve miedo ni sensación de soledad, sino todo lo contrario, porque me sentía arropada por más de un siglo de historia. Según nos adentramos en un terreno mucho más empinado, un viento especial nos daba la bienvenida con agradecimiento y caricia. ‘¡Guau! Es espectacular, tenías razón, viejo’, −solté impresionada−. ‘Te presento al Monte Rushmore’, −expresó, al borde de las lágrimas−. Llegados a un punto, proseguimos a pie por una pasarela de láminas de madera horizontales que bordeaban la montaña, con tramos planos y otros tantos en escalera. Hasta alcanzar el mirador mi padre necesitó hacer varios descansos. Una vez allí, recostado en la barandilla, echó su brazo por mis hombros y me contó que, entre 1927 y el 31 de octubre de 1941, el escultor Gutzon Borglum y un total de 400 trabajadores, terminaron de tallar los bustos de los presidentes Washington, Jefferson, Roosevelt y Lincoln en la cima de esta cordillera de granito. ‘No tengo palabras, papá’. ‘Lo sé, cariño. Me pasó igual cuando vine con el tío James. ¿A que es maravilloso? Podríamos detenerlo todo e inmortalizarnos aquí, ¿qué te parece?, junto a estos cuatro que contemplan el horizonte de una nación que no ha sucumbido en el tiempo’. Además de sentirme afortunada, estaba muy orgullosa de él, porque, entre otras muchas cosas, quiso compartir conmigo aquella página irrepetible de sus recuerdos. Regresamos a Jackson más despacio de lo pensado. Desde ese momento su salud se complicó todavía más, desembocando en la irreversible recta final…
          A primera hora de la mañana, y al ritmo de las tazas de café y los murmullos entrelazados con risas nerviosas, fluía la actividad en la sala de juntas, hasta que alguno de los socios daba un toque de atención para arrancar con el orden del día. ‘¿Qué nos traes de nuevo?’, −dijo el yerno de mi padrastro−. ‘Ahí tenéis las conclusiones a las que he llegado tras releer las declaraciones varias veces’, −repartí entre los presentes unos cuadernillos de diez folios cada uno−. ‘Oye querida, haznos un resumen, que vamos con prisa’. −Miré de reojo a mi jefe, que salió al paso preguntándome−: ‘¿Qué has averiguado sobre el testigo que se contradice?’. ‘Pues que no vio a nuestro cliente salir del lavabo, como tampoco era verdad que entrase a comprar cigarrillos. Sencillamente, nunca estuvo allí’. ‘¿Entonces a quién corresponde la imagen de las cámaras de seguridad?’. −Dejé pasar unos segundos por aquello de mantener la intriga−. ‘A su hermano gemelo’. −Eso les cogió desprevenidos, y creo que más de uno lo tomó como un golpe bajo por mi parte−. ‘¿Cómo coño hemos pasado un detalle tan importante por alto? −preguntó uno de ellos−. Que alguien contacte con el sheriff para que le interroguen’. ‘Perdonad −interrumpí−, me he tomado la libertad de hacerlo yo’. −Ya me iba y escuché−: ‘Morgan’. ‘’. ‘Buen trabajo. Te felicito’. ‘Gracias’. ‘Ponte de lleno con el caso de la abuela. Te lo has ganado a pulso, muchacha’. ‘Estoy en ello’. Le guiñé un ojo y cerré tras de mí. Ya en el despacho, con tanta satisfacción que no me cabía dentro del pecho, marqué un número de teléfono, pero respondió una voz desconocida y corté la comunicación. Era mejor dejar las cosas tal y como estaban…

          Mrs. Morgan, preguntan por usted’, −me avisaron de recepción−. ‘¿Quién es?’. ‘Esa mujer −noté que tapaba un poco el auricular con la mano−, la vieja’, −tuve ganas de bajar y abofetearla−. ‘Hazla subir inmediatamente. Y no se te ocurra volver a faltarle al respeto. La próxima vez que no espere, la traes sin más. ¿Entendido?’. ‘Claro, lo que tú mandes’, −respondió avergonzada−. Mayalen parecía enferma por las chapas de las mejillas y unas pronunciadas ojeras negras cayéndole por el rostro. ‘Siéntese’. ‘Agradecida’, −tan educada ella−. ‘¿Le apetece beber algo?’. ‘No, muchas gracias’. ‘¿Se encuentra bien?’. ‘Nunca había estado mejor. Sobre todo, porque cuando esto acabe podré morir en paz −esa frase me dejó noqueada−. ‘Ya tengo autorización para poner en marcha el proceso. Haré lo posible para dejar bien alto el nombre de su nieta’. ‘No lo dudo. ¿Ha oído lo de la violación de la otra noche?’. ‘Sí, salió la noticia en televisión’. Entonces narró el episodio vivido en la lavandería. ‘Se lo juro por la memoria de mi nieta: era el Johnny’. ‘Pero así no nos sirve. Necesitamos pruebas. Además, sólo nos podemos limitar meramente a la denuncia que usted ponga. Después, si llegamos a juicio, que yo creo que sí por la gravedad de los hechos, trataremos de vincularle al resto de delitos que pueda haber cometido. De momento nuestras herramientas son las que son’. ‘Lo que usted diga, doña. En mi casa he encontrado esto, lo escondí tan bien que no lo recordaba. Parece la letra de la niña, está en inglés y no lo entiendo’. Me dio un manuscrito donde se detallaban vejaciones, secuelas físicas y psicológicas, sufridas por la chica a manos de su pareja. ‘¿Por casualidad no guardará algún escrito de ella?: felicitaciones de navidad, postales de verano, trabajos de la escuela, no sé. Piense, es muy importante’. ‘De más joven anotaba en este bloc lo pendiente por hacer. ¿Puede servir?’, −asentí con la cabeza mientras marcaba la extensión interna de la becaria−.  ¿Puedes venir al despacho, por favor?, −lo hizo rápido−. Localiza al grafólogo que colabora a veces con nosotros y que compruebe esto. A ver si la letra pertenece a la misma persona’. ‘Ahora mismo’. Comprendí que la anciana no entendía nada y le expliqué que era un experto en analizar la letra de las personas, así sabríamos si ambas pertenecían a Alexa…
          Allison, hemos de vernos. Tengo una información interesante que atañe al Johnny’. ‘Perfecto, Ethan. ¿A las ocho en tu oficina?’. ‘En punto’. Llevo las cervezas’. ‘No seré yo quien las rechace’. Fui a la mesa de Michelle y me indicó que esperara un instante. ‘Perdona, hablaba con un amigo policía a ver si me pasaba alguna información sobre lo de la otra noche’. ‘Estupendo. Oye, ha llamado el detective y he quedado con él. ¿Vienes conmigo?’. ‘Claro. ¿A qué hora y dónde?’. ‘¿Te parece a las seis en el aparcamiento?’ ‘Vale’. ‘Así vamos tranquilas. Además, si no te importa, he de pasar por mi casa a recoger un par de cajas y acercarlas unas cuadras más allá’. ‘No hay inconveniente, ya sabes que nadie me espera’. Lo dijo con un tono de amargura y no supe qué contestar, porque me sentía tocada emocionalmente. Llevaba varias noches durmiendo mal, y embalando los objetos personales que mi amante aún no se había llevado. Últimamente la relación no funcionaba bien y acordamos separarnos. Eso me produjo alivio y tristeza, pero creímos necesario oxigenar los sentimientos dándonos una tregua y descubrir si seguíamos construyendo un proyecto juntos o si era preciso hallar nuestro espacio en solitario…


8.
Madeline Smith finalizó su ciclo vital en una residencia privada en Minden, condado de Douglas, aquí, en Nevada. Las veces que fui a visitarla siempre la encontraba alejada de los demás compañeros, sentada en los butacones de mimbre en la galería, frente a la cristalera que daba al jardín, con la vista perdida en el infinito de su quebrada memoria y esa expresión de soberbia tan suya que echaba para atrás. ‘Hola, mamá. ¿Cómo estás? –me miró desafiante–. He visto un cartel a la entrada donde anuncian que va a haber una fiesta para la noche de Halloween, organizada por los trabajadores de aquí. ¿Te apetece que venga y vamos juntas?’. ‘Métete en tus asuntos, y déjame de tonterías’. No supe qué decir, salvo permanecer en silencio durante una hora larga, levantando entre las dos un muro cuya grieta fronteriza se hacía cada vez más ancha. Con el tiempo comprendí que su actitud conmigo se fundamentaba en los celos que tenía de mi padre y en la frustración de vida que ella arrastraba desde muy joven, principalmente por casarse con un hombre del que no estaba enamorada, que, por otra parte, le duró muy poco por su débil salud. Continuamos así, observándonos de soslayo y sin cruzar palabra, hasta que se me agotó la paciencia, la besé en la mejilla y apresuré el paso para salir a respirar aire fresco. Pero, casi en la calle, me llamó el director del centro y tuve que entrar a su despacho. ‘Tome asiento, por favor. –dijo, muy educado–. Hemos observado en su madre algunos cambios de comportamiento y quiero ponerla al corriente’. ‘Pues, dígame’. ‘La otra tarde agredió a la persona encargada en repartir el desayuno y tiró de los pelos a su vecina de la habitación contigua. Pero ahí no queda todo: ahora se dedica a robar pendientes, sortijas, collares, y otros complementos que hemos encontrado en sus cajones. Como comprenderá estoy en un compromiso, porque si continúa en esa línea me veré obligado a expulsarla’. ‘Entiendo su postura y malestar, sin embargo, habría que investigar las causas de dicha conducta. Puede que sea un problema neurológico, de desubicación, o para llamar la atención. No lo sé. ¿Han consultado con un especialista?’. ‘No, mi deber es informar antes a la familia y que sea ésta quién decida’. Activaron un protocolo de seguimiento, pero empeoraba tan deprisa que, de repente, el cuarto jueves de noviembre, Día de Acción de Gracias, se le paró el corazón. Hoy recuerdo esa etapa mirando de soslayo las antigüedades que compré en Red Barn Antique, un lugar muy especial de Minden, donde las manos artesanas de quienes llevan el negocio crean verdaderas obras de arte reutilizando maderas de viejos establos.
          Había encontrado un clavo ardiendo al que me agarraría como un náufrago. Resulta que, en 2012, en el estado de California, y más concretamente en la ciudad de Los Ángeles, Brown contra Hedison llegaron a los tribunales por agresión, acoso y violación tras la denuncia presentada por la víctima, quién, intentando huir del verdugo, recibió una tunda de golpes en la espalda con un bate de beisbol, fracturándole algunas vértebras. Pero las triquiñuelas manejadas por el abogado del acusado tambalearon la historia, consiguiendo que desestimaran el caso. Dos años después, la familia luchó para que lo reabrieran, gracias al testimonio de una de las hermanas, inquieta tras la desaparición de la mujer, a la que hallaron degollada en la habitación de un motel abandonado. El proceso fue desagradable, sobre todo para los padres, que tuvieron que escuchar la narración de los hechos macabros que acabaron con la vida de su pequeña. Al final, por la empatía de una jueza de la Corte Superior, se rearmaron los testimonios y declararon culpable al asesino, sentenciándole a cadena perpetua. 
          Aquello me sirvió de brújula, porque se asemejaba mucho a la situación de la abuela. Llenaba de notas un bloc cuando Michelle me asustó entrando eufórica. ‘Allison, estamos de enhorabuena’. ‘¿Y eso?’. ‘Tengo el informe técnico del grafólogo: hay un margen de error mínimo, las caligrafías coinciden en un noventa y siete por ciento. Así que, con toda seguridad pertenecen a Alexa’. ‘Lo sabía. Regístralo como prueba número 1 para el juicio. ¡Ah!, y llama a Mayalen para que te facilite los originales que tiene, escanéalos y abre una carpeta con todo. Otra cosa –retrocedió desde la puerta–, si necesitas a alguien más en el equipo, dímelo’. ‘De momento puedo arreglármelas sola, gracias’. ‘De acuerdo, como quieras. Busca esta información –le di un papel escrito con apellidos, un año concreto y dos barrios de Miami–: Rodríguez y Díaz, 2017, Liberty City y Coral Gables’. ‘¿Ricos y pobres? ¿Buenos y malos? ¿Exitosos y vulnerables? ¿Qué son?’. ‘No estoy segura, pero encuentra conexiones. El más insignificante de los detalles puede ser importante’. ‘Ahora mismo me pongo con todo, no te preocupes’. ‘Tenemos un largo camino por delante y te quiero fuerte, ¡eh! Ya habrá tiempo de llorar. Oye, acuérdate que nos espera el detective’. ‘Sí, no me olvido. A las seis en el aparcamiento’. ‘Eso es. Espera –le di unos folios impresos con lo que había encontrado–, pon esto también en la carpeta’. Asintió, y silenciosamente cerró la puerta y se marchó.
          Según subíamos las escaleras oímos a Ethan silbar una canción que aún no he sido capaz de identificar. ‘Sentaos, queridas. ¿Una copita?’. ‘No, gracias. Vayamos al grano, hemos tenido un día complicado y estamos cansadas’. ‘Un momento, Allison, que lo importante ha de saborearse despacio’. ‘Como el buen vino y los libros profundos, ¿verdad?’, –soltó la becaria–. ‘¿Nos centramos, por favor?’. Desde donde estaba en la mesa me lanzó un sobre abultado que cogí al vuelo. ‘Ábrelo y mira lo que hay dentro. Este Johnny no tiene ningún desperdicio: múltiples denuncias por robo con arma de fuego, órdenes de alejamiento, tráfico de drogas, proxeneta, sospechoso de la muerte de su primera esposa, involucrado en el secuestro de una menor en Montana. Lástima que archivaran la causa, ya que el principal sospecho era el hijo de un pez gordo. Como veis, el tipo tiene un currículum completito’. ‘¡Le tenemos! ¿Con todo eso podemos enviar al muy cabrón a la cárcel?’, –dijo Michelle encolerizada–. ‘No tan deprisa. Los jóvenes sois muy impulsivos y lo queréis todo de inmediato, –aclaró el hombre sobrado de sabiduría–. Por lo pronto tomamos posiciones para situarnos en el punto de salida. Durante unos días le he seguido y creo que está metido en algo sucio. Fijaos en el testimonio de una de sus novias, lo tengo por aquí –buscó un magnetofón y lo puso en marcha–. Escuchad –así lo hicimos. La chica narraba una sesión de sadomasoquismo intenso que al parecer practicaban en una nave–. Sufrió desgarros vaginales por la introducción de objetos agresivos, y cuando quiso abandonar, porque aquello no le satisfacía, nuestro amigo se lo impidió. Pero logró escapar y ahora anda escondiéndose, convencida de que en cualquier momento aparecerá muerta y mutilada’. ‘¿Dónde has contactado con ella?’, –le pregunté, esperando la respuesta sin sorpresas–. ‘Ese dato no te lo puedo revelar. ¿Por qué me lo preguntas?’. ‘Me gustaría interrogarla’. ‘Imposible’. ‘Entonces, ofrécele protección y todo cuanto necesite hasta el juicio. Si crees oportuno que cambie de estado, por su seguridad, no lo dudes y facilítaselo. –Saqué del monedero el dinero que llevaba encima y se lo di–. Toma, para cubrir sus gastos. Mañana iré al banco y te daré más’. –Ambos me miraron incrédulos–. ‘No tienes por qué hacerlo. Pídeselo a WILSON, ANDERSON & SMITH, tenían un apartado para estas cosas’. –No le hice caso. El móvil de mi compañera sonó, era su amigo el policía–. ‘¿Recuerdas el episodio que nos contó la abuela cuando estaba en la lavandería? Han revisado las cámaras de seguridad y, adivina…: se ve claramente al Johnny…’.
          Aunque si tuviera que elegir preferiría una sabrosa hamburguesa de buey, al más puro estilo de Wyoming, gigante y en su punto, me había aficionado últimamente a la cocina italiana, disfrutándola en sitios donde apenas me conocían, lo cual era una ventaja para pensar sin interrupciones. Mayalen pasó por delante del escaparate de Flat Earth Pizza, donde yo estaba comiendo, mientras contemplaba ensimismada las nevadas cumbres de las montañas que veía al fondo. La llamé con los nudillos por el cristal y entró pusilánime. ‘Siéntese. ¿Desea alguna cosa?’. ‘No, muy amable. Ya almorcé’. ‘Lo supongo. ¿Quizá un té o café? Empieza a refrescar –antes de que se opusiera pedí para ella un vaso de leche caliente y una buena ración de bizcocho–. ¿Cómo está?’. ‘Voy tirando, a ratos: unos mejores y otros peores, ya sabe’. ‘No se desespere, paso a paso se hace el camino’. ‘Me ha citado su ayudante. ¿Qué ocurre?’. –No quise adelantar lo que habíamos descubierto, por si acaso–. ‘Nada por lo que deba preocuparse. Es sólo que necesitamos hacer copias de algunos de sus documentos’. No pareció muy convencida, sin embargo, se dedicó en cuerpo y alma a saborear esa especie de merienda elegida por mí. ‘Se preguntará que hago por aquí’. ‘No, ni mucho menos’, –mentía–. ‘Esta zona está repleta de restaurantes, y yo soy buena lavando platos, fregando suelos, limpiando retretes… Busco trabajo, porque ahora tendré más gastos. Ustedes tienen que cobrar y con lo que gano no me llega. Por cierto, ¿Cómo va lo de mi niña?’. ‘Por nosotros no se preocupe, hasta el final no nos habremos ganado el sueldo. Y con respecto a la pregunta que me hace, hemos adelantado bastante’. ‘Sea sincera conmigo, doña Allison’. ‘Lo soy. Le doy mi palabra. Verá, estamos en el proceso de reunir pruebas concluyentes y, aunque parezca que no avanzamos, cuando menos se lo espere la llamaremos para iniciar el procedimiento por vía judicial. Sólo ha de tener un poquitín más de paciencia’. ‘Dios la oiga, doñita’. Abandonamos el establecimiento y me ofrecí a acercarla en coche, pero no quiso y no insistí. Desde el interior de la furgoneta la observé ir cabizbaja, introduciéndose en un mundo ajeno a la realidad, un espacio o dimensión fagocitada por el sufrimiento de su pena.
          Dejé encendida la luz del porche. El viento soplaba entre las ramas de los árboles creando una melodía de suspense. Tenía el corazón en Jackson: podía sentir la presencia de los borregos cimarrones, oír el rugido de los lobos, notar el revuelo de los coyotes al acecho de su presa, el galope de los caballos, el vaivén del río Snake, el descanso de la vaca cuando la ordeñaba y la voz de mi padre discutiendo con el herrero. Podía recorrer de memoria cada acre de tierra, y hacer que la esencia de mis raíces tomase forma...


9.
¿Puede rebobinar la cinta hasta el principio y pasarla otra vez, por favor?’, –pregunté al policía, amigo de la becaria–. ‘Claro’. En los primeros minutos de la grabación apenas se apreciaban sombras, tan sólo un gato sigiloso colándose por un agujero y algún mendigo invisible rebuscando entre las basuras algo que llevarse de cena. Diez minutos después de ese episodio surgió de la nada una mujer portando bolsas con la compra del supermarket. Avanzó unos centímetros y se vio rodeada por varios individuos que le cortaron el paso hasta bloquearla. Sujetándola con fuerza, le metieron un pañuelo en la boca para amortiguar los gritos y, uno a uno, con chulería y agresividad, eyacularon alardeando de su hombría. Cuando el último terminó, se giró y miró fijo a la cámara, desafiándola. ‘¡Ahí! ¡Pare, pare! Congele la imagen y, si no le importa, amplíela un poco. Perfecto –saqué el móvil y tiré una foto–. ¿Sería posible darme una copia?’. ‘No. Sin una orden judicial, imposible. Además, si los de arriba se enteran de que está usted aquí se me cae el pelo. Esto lo hago por Michelle’. ‘Una cosa más: ¿qué antecedentes pone en su ficha?’. ‘Sabe que tampoco puedo facilitarle esa información sin que…’, –le interrumpí antes de acabar–. ‘Ya, ya. Sin el papelito con la firma del juez’. De debajo de un montón de expedientes extrajo uno y lo dejó visible. Se levantó y dijo que volvía enseguida. El nombre del Johnny destacaba en la portada. Lo ojeé deprisa, tomé algunas notas y un par de instantáneas. El texto no tenía desperdicio. Regresó secándose las manos con un pañuelo y, como si nada, volvió a ponerlo en su sitio. Nos despedimos. Puse la camioneta en marcha y decidí visitar al detective.
          Ethan Ross no era persona de respuesta rápida ni opiniones a la ligera. Se guiaba por los tiempos que le marcaba su reloj interno. Por eso, mientras veía el material y yo añadía mis comentarios, se pasó una mano por la frente, cruzó ambas alrededor de la nuca y, tras beber unos tragos de cerveza arrojando la lata a la papelera, dijo: ‘Sabes que nunca podrás utilizar esto delante de un jurado. Ninguna sala lo admitiría, porque no se ha conseguido legalmente’. ‘Ya lo sé. Pero te gustaría ver al tipejo entre rejas, ¿sí o no?’. ‘¡Ya lo creo!, y que recaiga sobre él todo el peso de la ley. No obstante, hemos de ser cuidadosos con estos asuntos, ya que, a veces, lo visceral nos ciega el sentido común’. ‘Eso díselo a quiénes han perdido a sus seres queridos por culpa de un desalmado y verás lo que te contestan’. ‘Lo sé. Sin embargo, ¿dónde situamos el discurso de la reinserción que tanto proclamamos con traje de activistas?’. ‘Coño, es que hay asesinos en serie que, por mucho esfuerzo que se haga, no tienen cabida en la sociedad. Y no pienses que hablo de emplear sus mismos métodos, si no de aplicarles la cadena perpetua’. Esos comentarios suyos me cabrearon bastante, porque buscaba apoyo y no una lección de moralidad. ‘¿Qué diferencia hay entre privar a alguien de libertad y quitarle la vida? ¿Acaso no es una forma de morir lentamente con los ojos abiertos? Explícamelo, porque no lo entiendo’. ‘Fíjate que ese fue uno de los principales motivos que me empujaron a entregar mi placa de policía. No soportaba los envíos masivos al corredor de la muerte sin haber evaluado el delito cometido por cada uno’. ‘Mira, lo único que quiero es que mi cliente duerma tranquila, sabiendo que ha honrado la memoria de su nieta. Y, por supuesto, hacer justicia’. ‘¿Y piensas que yo no, Allison? Eres una buena abogada, y no quiero que te pase como a muchos que se han quedado anclados en la soberbia del éxito. Tienes una historia muy delicada y has de manejar bien las estrategias’. ‘Vale. ¿Entonces me ayudarás o qué?’. ‘Lo dudas? Estudiaré la manera de usar esta información. Y vete planteando que la denuncia hay que ponerla ya’. ‘Por cierto, ¿y la chica del sadomasoquismo?’. ‘A salvo’, –más tarde supe que le dio cobijo en su casa hasta finalizar el juicio–. ‘¿Cuándo podré verla?’. ‘Pronto’. ‘¿Querrá declarar en contra del Johnny? ¿Se lo has insinuado?’. ‘Llegado el momento lo sabremos’. ‘Está bien, no más preguntas. Hablaré con la abuela’. Antes de meterme en el automóvil, observé las montañas. Vi que la niebla que descendía desde los picos eclipsaba las últimas luces del día. Silbaba el viento, el mismo que espabiló en la lejanía a los fantasmas, mientras que el jadeo de dos perros apareándose tres cuadras más allá preludiaba los cambios que estaban por llegar…
          El día que Michelle compartió conmigo las tremendas vivencias de su pasado, nos bebimos botella y media de vino, sin algo sólido en el estómago. Según avanzaban las horas me sentía cada vez más ridícula, aturdida y con una pesadez grandísima en los párpados que me impedía fijar la vista en un punto concreto. Además, tenía la lengua pastosa y un calor sofocante que dejaba al descubierto ronchones rojos en mis mejillas. Ella, tambaleándose, fue hasta el váter, donde vomitó y orinó. Regresó muy pálida, pero aún así sacó fuerzas para seguir conversando. ‘¿Sabes qué concepto tenía de mí cuando presenciaba el parricidio?’. ‘No, ni idea’, –respondí–. ‘Pues que era una auténtica mierda. Piénsalo: papá mata a mamá, luego él se estrella y a mí, todavía una adolescente con la personalidad no definida y en shock, me llevan a identificar su cadáver. A continuación, se desencadena una serie de tsunamis que me revuelven las tripas’. ‘Esto último no lo entiendo, ¿a qué te refieres?’, –obvió el comentario–. ‘¿Crees en Dios?’. ‘No. Nunca he sido la típica americana de domingo de misa y Biblia con párrafos subrayados, que se tira la tarde anterior haciendo una tarta de queso para el ágape en la parroquia. Mi apuesta se fundamenta en las cosas que puedo ver y palpar. El más allá no es más que una maniobra para engordar determinados intereses’. ‘A mí me gustaría que existiera para curiosear lo que ocurre en la tierra’. ‘¿Puedo hacerte una pregunta?’. ‘’. ‘¿Qué pasó después de quedarte huérfana?’. ‘Pues que llegó el tiempo de orfanato, de familias de acogida, discriminación, maltrato y vuelta a empezar, hasta que ingresé en un correccional donde comprendí que urgía hacer algo con mi futuro’. ‘¿Y estudiaste Derecho?’. ‘No’. ‘¿Entonces?’. ‘Faltaba menos de un mes para acabar la condena –no me atreví a preguntar los motivos– cuando un matrimonio de avanzada edad fue a los servicios sociales porque querían colaborar. Tras explicarles mi delicada situación les propusieron adoptarme. Aceptaron y, como ves, no desaproveché la oportunidad. He llegado aquí gracias a ellos, a su generosidad y valentía, arriesgándose a que la jugada les saliera mal. Me dieron un techo, herramientas para formarme académicamente y, sobre todo, mucho cariño’. ‘¿Viven aún?’. ‘Qué va. Murieron hace poco en una residencia a la que fueron por voluntad propia. Les visitaba a diario y esperaba hasta que les acostaban y se dormían. Una mañana que amaneció con un sol espléndido no despertaron más’. No soy consciente del momento exacto en que nos quedamos dormidas, pero sí de la resaca del día después.
          Había pasado toda la noche en el bufete. Eran las seis a.m. cuando el termostato de la calefacción se conectó con su habitual rugido mientras leía sobresaltada lo siguiente: Estados Unidos se preparaba para celebrar a lo grande el 4 de julio. Corría el año 2017, y en el Diario de las Américas, en páginas interiores, apenas visible, aparecía la noticia de que el ejecutivo Nelson Díaz, residente en el barrio de clase media alta Coral Gables, en Miami, había sido detenido acusándole del asesinato en 2015 de la hija de Carmela Rodríguez, su empleada de hogar, natural de Santa Clara, Cuba. En el informe general figuraba que la adolescente vio abortadas sus expectativas de futuro, mientras caminaba por el área de suburbios donde vivía, en Liberty City. Entonces, un coche elegante se detuvo en la acera de enfrente. El conductor bajó la ventanilla y dijo que era el jefe de su madre, y que venía a buscarla porque ella había sufrido un desfallecimiento trabajando. Angustiada, tiró al suelo la carpeta con los apuntes de la escuela secundaria Northwestern donde estudiaba y entró en el vehículo sin saber que lo hacía en el mismísimo infierno. Forzada a practicar en numerosas ocasiones sexo sin consentimiento hasta quedar inconsciente, perdió la vida de forma tan salvaje que aún no se han hallado los miembros superiores e inferiores desmembrados del cuerpo, tan sólo el tronco y la cabeza aparecieron en un vertedero, ya casi descompuestos. Sin embargo, la perseverancia de los padres, y la empatía del abogado defensor público que les asignaron fueron determinantes para capturar al verdugo de su pequeña, quien cumple condena en el condado de Bradford, en Florida State Prison, una de las cárceles más grandes del estado, donde espera la inyección letal. ‘Pues sí que madrugas. Good morning –dijo el yerno de mi padrastro, recostado en el quicio de la puerta–. ‘Es que todavía no me he acostado’, –respondí–. ‘¿Hace una taza de cacao caliente?’. ‘¡Venga! Echa un vistazo a esto –giré el monitor para que lo viera más cómodo– y dame tu opinión’. Se tomó su tiempo. Era un hombre muy tranquilo que apenas se alteraba, con buen carácter y demasiado bueno como para pelear con algunos individuos que a veces le tocaban en suerte. ‘¿Has contrastado que los datos sean correctos?’. ‘Sí, por eso no he dormido. Tanto Brown contra Hedison, en Los Ángeles, como en el último caso que reseño, fueron los familiares quienes llegaron a los tribunales en representación de las víctimas muertas’. ‘Digamos pues que el caso de Mayalen tiene el mismo perfil, ¿me equivoco?’. ‘No, en absoluto. Por eso necesito disponer de la maquinaria para empezar’. ‘¿Qué harás primero?’. ‘Pues ir con la abuela para que presente la denuncia correspondiente aportando las pruebas que vamos consiguiendo. El tipejo tiene un buen historial’. ‘Está bien. Adelante, pero mira qué te digo: no tomes ninguna decisión sin consultarlo antes conmigo’. ‘¿Desconfías de mí?’. ‘No, coño, pero, por si se te ha olvidado, soy tu superior’, –reímos con ganas–. En cuanto se fue descolgué el teléfono y marqué un número…


10.
Hello’, –dijeron con acento latino–. ‘Quisiera hablar con Ms Mayalen, please’. ‘¿De parte de quién, por favor?’, –preguntó desganada–. ‘De su abogada’. ‘No se retire. Enseguida se pone al teléfono’, –dijo, ya con tono emocionado–. ‘Dígame. ¿Qué ha pasado?’. ‘Escúcheme con atención: en treinta minutos pasaré a recogerla. Por fin ha llegado el momento. Todo irá bien, confíe en nosotros’. Un tímido sollozo y algunas palabras difíciles de descifrar, fue lo único que oí. A punto de salir repasé de memoria el sumario que habíamos elaborado. Estaba lista. Cogí una libreta nueva y unos lápices y puse rumbo a su casa. No sabría concretar la razón que me incitó a subir las ventanillas y accionar los seguros de las puertas cuando pasé el límite de las calles que tan bien conocía y me adentré en zona hispana, cuya música estridente, sus restaurantes con griterío y el olor a comida grasienta no formaban parte de mi hábitat natural. Giré por una esquina a la derecha, otra a la izquierda, de frente y aflojé la velocidad. Entonces, como de la nada, apareció la anciana, tirando de la pesada losa de su existencia y la misma expresión de esperanza de quién cree haberse librado del exterminio. Apartó del camino un balón de fútbol y alborotó el pelo de los pequeños que se le abalanzaron con los brazos extendidos, buscando el caramelo que siempre les daba. Se sentó en el lado del copiloto y me sonrió desdentada. ‘Buenos días. Perdone la tardanza de esta torpe vieja’. ‘Pero si es muy puntual. Además, no se apure, tenemos tiempo’. ‘¿A dónde? Disculpe la indiscreción’. ‘Tranquila, está en su derecho. ¿No se lo imagina?’. ‘No, soy muy corta’. ‘Vamos a poner la primera piedra que encausará al Johnny en el asesinato de Alexa’. ‘No comprendo’. ‘Enseguida lo entenderá’. ‘¡Ay, doña Allison, por fin! Si me lo hubiera dicho le habría puesto una velita al Altísimo’. ‘Bueno, así ha estado más relajada’. Callé para no decir que de nada servirían sus rezos, si el juez que nos tocara no era empático. ‘Espero no dejarla en ridículo’. ‘No diga tonterías, mujer’. Me concentré en el volante y, reconociendo ya el paisaje urbano, recuperé el control de las cosas…
          El edificio donde se ubican las dependencias del sheriff de Carson City estaba semioscuro, porque, a última hora de la mañana, se produjo un cortocircuito que el equipo de mantenimiento aún no había podido resolver. Con lo cual, el caos informático era también considerable. Apenas media docena de personas esperaban para ser atendidas por el agente que, al otro lado del mostrador y con absoluta parsimonia, entregaba el formulario de denuncias. Mayalen subió los escalones de entrada cogida de mi brazo, mientras que en la otra mano llevaba una fotografía de su niña pegaba al pecho. Estaba nerviosa y caminaba como tirando hacia atrás al temblarle todo el cuerpo. Aunque intentamos pasar con sigilo, fue inevitable atraer las miradas hacia nosotras. ‘Perdón’, –dije, pero nadie se dio por aludido–. Me dieron un impreso y lo rellené con los datos de la denunciante, su parentesco con la víctima y los hechos ocurridos detalladamente. Adjunté las fotocopias que llevábamos, añadí la fecha, ella lo firmó y se lo entregué al Law Enforcement Officer que, malhumorado, maldecía por seguir todavía allí. Estampó el sello y, entre dientes mascando chicle, entendí que aguardáramos junto al resto. Poco a poco nos fuimos quedando solas, hasta que, una hora y cuarenta y nueve minutos después, subimos a la planta de arriba y buscamos el tercer despacho donde Adam Walker, segundo responsable del departamento de investigación, estaba de guardia. He de decir que la primera impresión que tuve fue muy positiva. Sin embargo, había que esforzarse, porque era a él al primero que tenía que convencer con argumentos contundentes sobre la culpabilidad de nuestro sospechoso y su conexión con la reciente violación ocurrida de noche en Carson City y la práctica de sadomasoquismo sufrida por nuestra principal testigo. Es decir, constatar que había indicios suficientes para tirar del hilo. ‘¿Y dice usted que Johnny García mató a su nieta hace unos meses?’. ‘’. ‘¿Y por qué no lo denunció en su momento?’. ‘Lo hice’. ‘En la página once, párrafo cuarto –intervine yo–, se explican los motivos’. ‘¿Por qué lo archivaron? –se dirigió a mí–. ‘Según consta, por falta de pruebas, aunque no me lo creo’. ‘¿En qué fundamenta su duda?’. ‘Hombre, pues es muy sencillo: mujer de avanzada edad, inmigrante, con ingresos mínimos y peleando por sacar a la luz un suceso de violencia de género’. ‘No obstante, y suponiendo que fuera verdad lo que dice, ¿cómo puede asegurar que la muerte de su nieta y los delitos recientes han sido cometidos por la misma persona?’. Describimos la escena de la lavandería, así como el testimonio de nuestra protegida, a la que Ethan ya había convencido para ir a la policía y contar lo suyo. Y, por supuesto, la intuición, que nunca me había fallado. ‘No seré yo quien le diga cómo ha de hacer su trabajo, pero si pide las grabaciones de las cámaras de seguridad comprobará que no mentimos’. Nos marchamos de allí optimistas, con buenas vibraciones y con la certeza de que nos había tocado alguien dispuesto a implicarse y que contactaría rápidamente con la oficina del fiscal del distrito, para poner en marcha el protocolo que nos llevaría a la cumbre de nuestros propósitos. Acompañé a Mayalen y me fui directa al bufete, donde encontré al yerno de Richard apoyado en el escritorio, con el teléfono aún descolgado, la mirada perdida y una extraña palidez que le había dejado el rostro como de cera…
          Dos años después de morir mi padre regresé a Jackson en vacaciones. Acababa de comprar una camioneta de segunda mano y quería comprobar que no me habían dado gato por liebre. Así que, planifiqué ese viaje para disfrutar del entorno y reconciliarme conmigo, ya que los últimos meses, en todos los sentidos, habían sido bastante convulsos, tanto que llegué incluso a pensar que no podría responder a las expectativas que se tenían sobre mí. Por eso, supuse que, enmarcada en el paisaje de mis raíces, ahuyentaría las preocupaciones que tanto me inquietaban. Como no tenía prisa hice noche en la ciudad de Twin Falls, a menos de doscientas cincuenta millas de mi destino final. Alquilé una modesta habitación en Capri Motel, y a la mañana siguiente, muy temprano, visité las Cascadas Shoshone, en la parte más salvaje del río Snake. Había leído en una revista que surgieron tras la catástrofe conocida como Boneville Flood, ocurrida a finales de la última Era de Hielo, cuando se inundó buena parte del sur de Idaho y la gran ola erosionó el valle dejándolo como ahora está. Dicen que son más altas que las del Niágara, y no me extraña en absoluto, porque para alguien como yo, que se ha relacionado básicamente en ambientes muy rurales, la espectacularidad de esa belleza es una estampa única. Desde el mirador, tal y como contó una vez el tío James, pude escuchar la música country del cowboy que por ahí se despeñó en su caballo persiguiendo a su diosa. Respiré profundamente, retomé mi camino, y llegué al rancho no muy entrada la tarde. En el comedor tuve cuidado de no pisar sobre la tabla rota que dio más de un disgusto a quienes venían a visitarnos. Todo estaba como lo dejé, excepto que se había caído la mitad del tejado del establo. Ya lo arreglaría. Me senté en el porche. La niebla rozaba los picos de las montañas como si fuera la melodía que surge de las cuerdas del arpa. A lo lejos, los aullidos de los lobos me daban la bienvenida. Inconscientemente, volví la cabeza hacia la butaca vacía de papá y le ofrecí tabaco. Desde ese día no he vuelto…
          Tendrías que comer un poco más, hija’, –dijo Ethan con preocupación a la muchacha que testificaría en contra del Johnny–. ‘Ya no tengo apetito. Quizá más tarde lo haga. Lo prometo’. ‘Estás floja y lo sabes. El mareo de ayer fue por debilidad, y ahora es cuando necesitas estar más fuerte que nunca, porque en cuanto comience el juicio esto será un no parar’. ‘No sé qué hacer, me asaltan muchísimas dudas’. ‘Haces lo correcto. ¿Acaso no quieres que pague por el daño que te hizo? Recuerda que sufriste desgarros vaginales, palizas y humillación’. ‘Decía que me quería’. ‘¿Tú crees?’. ‘Tengo miedo, usted no sabe cómo es en realidad. Es capaz de torturar hasta los límites del dolor’. ‘Pero nosotros no lo vamos a permitir. Además, una vez que todo acabe, entrarás en el “Programa de Protección de Testigos”, con lo cual las posibilidades de dar contigo son cero’. ‘¿En qué consiste exactamente?’. ‘Finalizado el proceso, tendrás una identidad anónima, integrándote en otro Estado o, si lo prefieres, en un país diferente. Si fuera así, te aconsejo Canadá, no es mal lugar para empezar una nueva vida. Se incluye también un empleo, salario digno, vivienda, apoyo psicológico. En fin, cosas básicas y fundamentales para partir desde cero’. ‘Ya, pero no ver más a mi familia es un punto discordante entre dar el paso o no’. ‘Eso se puede estudiar. A veces, si se considera que peligra la seguridad de los que quedan, hay posibilidad de que entren en el mismo proyecto’. ‘No le quepa duda de que irían a por ellos con tal de hacerme regresar y retractarme de lo dicho. Hay mucha gente a su alrededor que delinque y se ocupan del trabajo sucio con tal de no defraudarle’. ‘Se puede intentar. Deja que lo comente con la abogada que lleva el caso, a ver qué opina ella’. ‘Hágalo, y dígale que, si no les garantizan a los míos lo mismo que a mí, desapareceré para siempre’. ‘Bueno, no adelantes acontecimientos. Quiero que trates de dormir. Mañana te tomarán declaración y has de estar bien despejada. Cualquier cosa que precises estoy en la habitación de al lado. Que descanses’. ‘Buena noche, señor Ethan’. Al detective le conmovieron esas palabras y se dejó llevar por la ternura, besándola en la frente. La puerta de la habitación quedó un poco abierta, viéndose una luz de emergencia encendida en el pasillo. Entonces, de repente, recordó un dato que leyó en algún sitio, una similitud que les ayudaría.
          Michelle llevaba una semana encamada con molestias en el estómago. A menudo padecía crisis por el estilo, pero esta vez se le complicó con un virus intestinal que la estaba deshidratando. En la oficina la echaba de menos, todo iba manga por hombro, por no hablar del caos que reinaba encima de mi mesa. En los ratos libres la visitaba con botes de zumo recién exprimidos, ya que para esos males la mejor medicina era beber mucho. Nos habíamos hecho grandes amigas. ‘¿Qué tal te encuentras?’. ‘Igual que si una manada de bueyes me hubiera arrullado durante un siglo entero’, –reímos a carcajadas–. ‘Te traigo un batido de limón con aguacate y remolacha. Tómatelo entero, dicen que es muy bueno’. ‘Pero si están todos asquerosos’. ‘Anda, anda. No seas quejica’. ‘¿Cómo va todo?’, –preguntó–. ‘Bueno, ya sabes’. Le conté los últimos avances y lo del bufete. ‘Joder, ¿entonces se ha suicidado la mujer de Anderson hijo?’. ‘Eso me dijo el jefe la otra noche cuando fui al despacho. Tenías que haberle visto, estaba desencajado’. ‘¿Se conocen los motivos que la empujaron a hacerlo?’. ‘No, solo rumores. Supongo que abrirán una investigación, o puede que los socios prefieran mantenerlo en secreto para que no trascienda a la opinión pública’. ‘Uy, más vale que me incorpore lo antes posible, porque esto se pone interesantísimo’.


11.

En la oficina del sheriff de Carson City llevaban meses doblando turno dos veces en semana, algo que al agente Adam Walker no le suponía mayor esfuerzo, ya que adoraba su trabajo de servicio público a la comunidad. Sin embargo, esa noche llegó a casa más abatido que otras veces. Su esposa le esperaba junto a la chimenea tejiendo el jersey que iba a regalarle por su veinticinco aniversario de boda. Alejada del centro de la ciudad, la zona donde vivían era muy tranquila, con un vecindario de gente mayor que nunca había protagonizado ninguna clase de escándalo, pero en el que, tal y como estaba aumentando la delincuencia en todos los estados, cualquier precaución que se tomara era poca. ‘Hola, querido. En el horno te he dejado un trozo de pastel de carne, puede que aún esté caliente’, –dijo–. ‘Gracias, se me ha quitado el apetito. Bebí unas cervezas con los compañeros y no me apetece comer nada’, –mintió él–. ‘Como quieras’. ‘Prefiero acostarme. Hemos tenido un día bastante complicado’. ‘Entonces, descansa’. Hasta mañana’, –agachó la cabeza, se detuvo, volvió a mirarla y con resignación entristecida se dedicaron mutuas sonrisas–. Se quitó los calcetines, los metió arrugados dentro de las botas y fingió dormir cuando ella entró sigilosa al dormitorio y, para no despertarle, se tendió con mucho cuidado a su lado, ajena al desvelo de su marido, que no pegó ojo en toda la noche, dándole vueltas al asesinato de Alexa y su complicada historia personal narrada por la abuela Mayalen y su abogada Mrs. Morgan. Repasaba de memoria cada detalle, visualizando la escena del crimen, las presuntas negligencias que según la letrada se cometieron en los primeros registros, así como la pérdida de una muestra de tejido del agresor entre las uñas de la víctima, que aparece en un primer informe y después ya no. Por su experiencia, sabía que, conforme pasaba el tiempo, se hacía más difícil localizar ADN en entornos expuestos a diversas inclemencias, o que hayan sido limpiados concienzudamente. A la mañana siguiente, mientras tomaba un café negro en la cocina y con el expediente abierto sobre la mesa, retuvo los rasgos de la joven dentro de sí e imaginó el sufrimiento que pasaría esa diminuta persona durante su trágico final. Fue entonces que un gélido escalofrío le recorrió la espalda, pensando que sus hijas de 15 y 16 años podrían haber corrido una suerte parecida. De vuelta al despacho, y tras poner al corriente a sus superiores, activó el protocolo de investigación que comenzaría con el interrogatorio del presunto culpable.
          En el taller mecánico propiedad de su familia, Johnny García realizaba trabajos eventuales sólo cuando necesitaba dinero para saldar las deudas que adquiría en el juego o en sus trapicheos de contrabando. Manchado de grasa hasta las cejas y hurgando en las tripas de un Ford Thunderbird de los años setenta, reconoció la voz del padre gritándole desde la calle. ‘Ya voy, coño. Espera un momento. ¿No ves que estoy ocupado? ¿A qué tantas prisas, viejo tonto?’, –masculló, lanzando un trapo sucio contra las herramientas–. Del coche patrulla, estacionado en la puerta del local, se apearon dos policías musculosos, con una de las manos sobre la culata del arma enfundada en el cinto, y la otra mostrando la placa. ‘A ver: ¿qué has hecho esta vez, desgraciado? Siempre nos traes problemas, chico’, –exclamó uno de los hermanos que dirigía el negocio–. ‘Buenos días, agentes’, –le devolvieron el saludo y llamaron por su nombre y apellido–. ‘Tiene que acompañarnos’. ‘¿De qué se me acusa?’. ‘Nosotros cumplimos órdenes’. ‘Pues no pienso moverme de aquí, ni ir a ningún sitio, mientras no se me dé una explicación’. ‘Eso tendrá que hacerlo el inspector encargado. Apresúrese y no nos obligué a llevarle por la fuerza’. ‘Al menos dejen que me cambie de ropa’. ‘Bueno, pero sin demora’, –respondieron–. ‘Si yo fuera ustedes no me fiaría de éste. Es probable que se escape’, –dijeron desde dentro–. ‘Dejadle en paz y ocupaos de vuestras cosas’. ‘No te preocupes, mamá. Enseguida vuelvo’, –dijo, besando la mejilla de la mujer–. ‘¡Eh!, ustedes. Mucho cuidado con lo que le hacen al muchacho’. ‘¿Nos está amenazando, señora?’. La miraron con temeridad e indiferencia y se metieron en el auto sin más.
          Allison, la chica no declarará contra el Johnny. Además, amenaza con destruir la grabación que guarda de una sesión de sadomasoquismo si no sacamos también a los suyos del país’. ‘Ya, pero eso no depende de nosotros. Tú lo sabes y tendrás que hacérselo comprender’. ‘¿Recordáis el caso de Morris contra Rogers?’, –dijo Michelle–. ‘En estos momentos no, refréscanos la memoria’, –contesté yo–. ‘Pues que nos llamó muchísimo la atención el jaleo que se formó en Salem, la capital del estado de Oregón, cuando la prensa sacó a la luz el caso del tiroteo que se produjo en un instituto en el que resultó muerto uno de los profesores. El jardinero del centro, que andaba por allí, lo vio todo, con lo que su testimonio era crucial para acusar al exalumno que sembró el pánico con una recortada. Sin embargo, el hombre puso como condición que lo haría siempre que su esposa e hijos entraran en el mismo programa que él. Las autoridades se resistieron hasta que, fue tal la presión ciudadana, terminaron accediendo’. ‘Es verdad. Hubo grandes manifestaciones a lo largo del valle de Willamette apoyando a la familia’. ‘Joder, letrada. Esta mujer parece que tiene una computadora en la cabeza’, –soltó el detective–. ‘Ahora que lo refieres, hay muchos puntos de conexión entre aquello y esto. Investiga lo que puedas al respecto –indiqué a la becaria–. Habla con alguien del entorno de la víctima y que te cuenten, así como con el abogado defensor y el director de la escuela. En cuanto lo tengas les hacemos una visita’. ‘Perfecto, jefa. Me pongo a ello’. ‘Os invito a unas cervezas’, –me salió de repente, supongo que lo dije por no quedarme sola–. ‘Venga’. ‘Vamos’.
          The Beer City, en el cruce de S Curry St con W 5th St, conservaba el ambiente del viejo oeste concentrado en un espacio para solitarios al final de la jornada. Una de las paredes estaba cubierta de pantallas de televisión emitiendo cada una de ellas canales diferentes que embobaban al grupo de granjeros en edad fértil que hacían tiempo para acudir a la cita semanal en el burdel. Enfrente de ellos, los más ancianos, exentos ya de cualquier necesidad erótica, acodaban su soledad sobre la frágil cuerda de la nostalgia mientras la vida se esfumaba delante de sus narices. Había también una de aquellas máquinas de discos en las que, introduciendo una moneda de menos de cincuenta centavos, uno elegía canción. Me acerqué a ella, y, tras pensarlo un buen rato, seleccioné Unwound, de George Strait, uno de los más grandes intérpretes country contemporáneos. La camarera, sujetando el lápiz en el borde de la oreja y asomando el cuaderno de comandas por el bolsillo del delantal, mascaba chicle enfurecida. Nos sirvió tres generosas jarras de cerveza y unas hamburguesas gigantes con pepinillos, cebolla y doble ración de mostaza y kétchup. ‘¿Cuándo crees que comenzará el juicio?’, –pregunté a Ethan cogiéndole desprevenido–. ‘Uy, pues no sé. Con un poco de suerte a finales de año, creo yo’. ‘¡No es posible! ¿Tanto?’, –clamó la becaria–. ‘No sé si Mayalen podrá soportarlo entero. Ya sabes las estrategias que utilizamos para destruir a la parte contraria, y con ella lo harán’. Sí, pero es una mujer muy fuerte –soltó Michelle, a la vez que le hincaba el diente a la porción de carne jugosa y braseada–, lo ha demostrado llegando hasta aquí’. ‘Estoy de acuerdo. Sin embargo, escuchará cosas desagradables respecto a su nieta’. ‘En fin, confiemos en que todo salga bien’. La conversación dio un giro radical cuando se enredaron en la discusión sobre abolir o no la pertenencia de armas de fuego en civiles, ya que uno decía que prohibirlas iba contra la Segunda Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos de América, que blinda el derecho de cada individuo a adquirirlas libremente, estableciendo que el gobierno federal, al igual que los estatales y los locales no pueden infringir dicho privilegio. El otro, más contestario, argumentaba que su posesión era un atentado contra la vida. ‘No te equivoques, querida –gritó el detective–, gracias a la National Rifle Association se han evitado múltiples desgracias’. ‘Muy bien, es tu opinión y la respeto, pero discrepo contigo rotundamente porque, estando las armas fácilmente al alcance de todos, cualquier desequilibrado, fusil en mano, ejerce de mensajero de la justicia’. ‘Bueno, eso sólo pasa de vez en cuando. ¿Acaso si te atacaran de noche no irías más segura con una pistola en el bolso?’. ‘Sinceramente: no. Son elementos peligrosos que alteran la convivencia entre personas. ¿Imaginas que se te acerque un inocente, que tú sospeches de él por lo que sea y dispares…?’. Me mantuve al margen del debate porque nunca tuve una postura clara al respecto, ni siquiera cuando papá y el tío James trataban de convencerse el uno al otro.
          Charlotte Bennett, persona muy competente y ordenada en su trabajo, era una prestigiosa profesional que formaba parte del equipo de la Oficina del Fiscal del Distrito de Carson City, extendiéndose su fama a todo el país por la defensa a ultranza que hizo del sistema de salud universal durante el mandato de Bill Clinton. Por su perfil próximo al Partido Demócrata, la solidez y fidelidad a sus principios, le adjudicaban casi siempre casos con fuerte peso social. Adam Walker, que la conocía muy bien, se alegró muchísimo cuando supo que sería ella la encargada del proceso. ‘¿Y dices que la abuela de la víctima es quien pone la denuncia?’. ‘Sí. Vino con su abogada’, –respondió el inspector–. ‘Espera un momento que vea quién es –buscó el nombre de la letrada en las páginas del expediente–. ¿Allison Morgan?, no me suena de nada. ¿Y a ti?’. ‘Ella puede que no, pero el bufete donde está verás cómo sí’. ‘¿Cuál?’. ‘WILSON, ANDERSON & SMITH’. ‘¡Acabáramos! De los selectos del estado de Nevada. Aunque puede que de mí no guarden un buen recuerdo’. ‘¿Por qué?’. ‘Perdieron un juicio de mucho dinero. Su cliente era un tipo importante del sector del petróleo y el denunciante un pobre hombre que sufrió repetidas intoxicaciones. Cuando el juez anunció la indemnización a pagar, se llevaron las manos a la cabeza, y uno de los socios fundadores dijo que jamás me perdonaría’. ‘Me acuerdo de aquello, pero ahora es diferente, jugáis en el mismo campo’. ‘Centrémonos, pues’. El inspector compartió con ella la información que tenía. ‘Supongo que ya estará todo en marcha. ¿No?’. ‘Sí. Una patrulla va de camino…’.
          Desde que Mayalen se quedó sola, la noche de Santa Claus era muy triste. Alexa nunca la vivió con intensidad, ni apreció los esfuerzos que hacía su abuela por complacerla de niña. Los recuerdos de entonces que acudían a su memoria eran distorsionados o quizá irreales. Pero, aún ahora sabiendo que ya nunca volvería, seguía poniendo bajo el árbol un paquete para ella.


12.
Señor García, tome asiento, por favor’, –dijo Adam Walker haciéndolo también él–. ‘A ver, explíqueme de qué va todo esto, porque yo no he hecho nada. Soy un ciudadano honrado que paga sus impuestos, ama a su patria y a Dios’. ‘No se ponga a la defensiva, hombre. Tan sólo ha de responder a unas cuantas preguntas’. ‘¿Sobre qué?’. ‘Verá. Investigamos el asesinato de Alexa Valdés, que fue pareja suya’. ‘¡Uy!, no, no. Por ahí sí que no paso, ¡eh!, –se levantó y caminó de un lado para otro con violencia, producto del nerviosismo y de las sustancias que llevaba en el organismo–. Hacía muchísimo tiempo que nosotros ya no estábamos juntos. Así que, dejemos clara una cosa: no me van a cargar el muerto a mí’. ‘Bueno, de momento nadie le está acusando, sólo que, como comprenderá, necesitamos barajar todas las hipótesis posibles hasta dar con el autor de los hechos. Dice que habían roto la relación. ¿Cuánto hace de eso?’. ‘No sé, ¿seis, siete años?’. ‘Entonces, ¿cómo se explica que unos meses antes de morir, y estando hospitalizada por desprendimiento de retina y una pierna rota, fuera usted personalmente quien impidió que su abuela entrara en la habitación a verla?’. ‘¿Pero qué coño está diciendo? –soltó una fuerte carcajada–. No hagan caso de esa vieja loca. Aunque… Ahora lo comprendo, en realidad no saben qué ha pasado y piensan que el Johnny es perfecto como cobaya, ¿verdad?’. El detective vigilaba de cerca el cenicero donde ya había dos cigarrillos recién apagados. ‘¿Recuerda esto?’, –le muestra un parte de lesiones–. ‘No, pero seguro que me lo dirá enseguida. ¿A qué sí?’. ‘Léalo, si es tan amable, y verá que su nombre figura en él’. ‘Claro, sí. Es que lo di en admisión, porque cuando la llevé a urgencias la había encontrado tirada en la calle. Fíjese la diferencia: yo la auxilio y encima estoy aquí’. ‘Mire la fecha, resulta que transcurrieron solamente veinte días hasta su fallecimiento. No lo entiendo. Acláremelo, si es tan amable’. ‘Ya, bueno, es que me lío un poco, pero si me permite hacer memoria…’. –no le dejó terminar la frase–. ‘¿Dónde se encontraba el 24 de enero del presente año?’. ‘No pienso decir nada más si no es en presencia de un abogado’. ‘Está en su derecho. No obstante, si no tiene nada que perder… Perfecto, recibirá entonces la citación para venir a declarar. De todas formas, le aconsejo que no salga de la ciudad’. En cuanto se quedó solo en el despacho, abrió un cajón del escritorio, sacó una pequeña bolsa de plástico con cierre, volcó las colillas y salió disparado hacia el laboratorio donde extraerían el ADN del presunto asesino.
          La tarde cayó de golpe como una túnica por la falda de las montañas. Empezaba a refrescar, y un sol ya turbio, de color casi enfermizo, confundía el final del ocaso con la caravana de nubes que descendía hasta las cumbres. Desde la ventana, papá observaba el cielo levantando la vista de vez en cuando de la novela que leía: “Arde el Cañón del Colorado”. ‘Mira lo alterado que está el ganado, algo anuncian’, –dijo, señalando hacia el establo–. ‘Te conozco bien y tú no acostumbras a hacer comentarios a la ligera –en respuesta a su afirmación–. ¿Qué piensas exactamente?’. ‘¿Ves aquello que pasa tan veloz como el ferrocarril y apenas se distingue?’. ‘Sí, es verdad, parece un convoy cruzando en las alturas’, –dije– ‘Puede ser una manada de bisontes o de alces huyendo hacia un lugar seguro’. ‘¿En qué te basas?’. ‘Bueno, ya sabes que la amenaza de que la caldera de Yellowstone estalle, provocando la mayor catástrofe global nunca vista hasta el momento, es algo que planea siempre sobre Wyoming. Es posible que ahora haya más movimientos y ellos lo intuyan’. ‘Sin embargo, importantes geofísicos aseguran lo contrario’, –expresé convencida– ‘¿Recuerdas lo ocurrido al noroeste de Washington, cuando el Monte Santa Helena entró en erupción?’. ‘Claro, han pasado pocos años desde entonces, pero creo que las circunstancias que se dieron entonces son muy distintas respecto a las de nuestro supervolcán’. ‘¿Ah, sí? ¿Cuáles? Anda, listilla. Pon ejemplos’. ‘Oye, oye, Brayden Morgan, que tengo muchas cosas que hacer como para perder el tiempo, así como así’, –reímos tanto que nos dolió la barriga–. ‘Ven, siéntate aquí conmigo, y conversemos’. Eso hicimos, porque a él, a pesar de no ser un hombre instruido, le gustaba aprender y opinar de cuánto sucedía en los Estados Unidos. ‘¿Echo más leña? Sólo quedan brasas’. ‘Como quieras, aunque creo que no es necesario. Se mantendrá bien el calor’. Ignoré la apreciación que hizo y busqué unos troncos no muy grandes para reavivar la chimenea. ‘Me ha dejado preocupada el comentario que has hecho. ¿De verdad sospechas similitudes entre esa catástrofe y la que pueda ocurrir aquí?’. ‘En mi opinión, en esta vida, todo tiene conexiones internas. Hagamos memoria y situémonos en aquel momento’. ‘Vale: mamá vivía con Richard, tú estabas solo y yo estudiando en Las Vegas. Lo que se dice una familia unida –solté de carrerilla, guiñándole un ojo para relajar la presión de sus labios–. Era el 18 de mayo de 1980’. ‘Exacto. Y, justo dos días antes, un grupo de geólogos advertía de la poca actividad del volcán, aun habiéndose producido algunos leves sismos y alteraciones en el cráter’. ‘Es decir, que alertaban del peligro inminente, pero nadie les escuchó’. ‘Eso es, hasta que un terremoto de 5.1 grados de magnitud provocó el desplome de la cara norte de la montaña, causando más de medio centenar de muertes, cuantiosos daños medioambientales e incalculables edificaciones destruidas’. ‘Quienes –le pisé la palabra– hicieron oídos sordos a los avisos de los profesionales distorsionaron la realidad, argumentando que eran fenómenos normales a los que no había que dar mayor importancia’. ‘Allison, lo que quiero decir es que hemos de escuchar más y entender mejor el lenguaje del mundo animal y el de la naturaleza, porque continuamente nos están comunicando cosas’. Aquellas palabras me hicieron caer en la cuenta.
          Mayalen se ganaba unos dólares extras cuidando al suegro de su vecina mientras ella hacía gestiones fuera. Desde que se quedó viuda y a cargo del abuelo, tenía que ocupase de todo, y eso, a menudo, ponía a prueba su capacidad de aguante. El anciano, a partir de que su hijo sufriera un infarto y muriera al poco tiempo, se abandonó de tal manera que se aceleró su deterioro físico, llegando incluso a perder el habla. Así que, cuando quería cualquier cosa, señalaba con la vista hacia el objeto deseado o emitía sonidos difíciles de descifrar. ‘A ver, estese quietito, que le voy a poner un babero para que no se manche. Traje compota de manzana, esa que le gusta tanto. Verá qué rica está’, –aseguraba, a la vez que le levantaba los brazos para pasar las cintas del pechero por debajo de ellos–. ‘¿Cómo va lo suyo, querida?’, –preguntó la nuera–. ‘La señora abogada dice que esté tranquila, que el caso sigue su curso. Pero yo, ¿qué quiere que le diga?, los nervios se me agarran aquí –cerró los puños sobre el estómago– y me desespero’. ‘Tenga confianza, seguro que se soluciona muy pronto. Aquí dejo la medicina. Si no he vuelto a las seis se la da con un batido de cacao que hay en la nevera, así la traga mejor’. ‘Descuide. Marche despreocupada’. Los dos octogenarios quedaron solos, con la sensación de habitar un espacio dentro de la vida que fluye que ya no les pertenecía. Él, con esa mirada cristalina que transparentaba el cercano final, tomaba las cucharadas que ella le iba dando con absoluta ternura. ‘Ande, no tuerza la boca y saboréelo –pareció sonreírla–. No le gusta que salga, ¿verdad? Es joven, tiene que hacerse a la idea de que el día menos pensado viene con otro marido. Que sí, que ya lo sé. A usted le preocupa realmente que ande por ahí hasta las tantas, ¿no? Y que puedan hacerla daño’. Arrimó una silla junto a la cama del hombre y les venció el sueño. A las tres de la mañana les sobresaltó un frenazo en seco contra el bordillo de la acera. Encendió la luz de la mesilla, miraron hacia la puerta, pensando que se abriría, y oyeron los tacones de la mujer subir por la escalera, acompañada de otros pasos, y llegar hasta al dormitorio con la premura que da la lujuria. Refrescó los labios del hombre con una gasa húmeda, le apartó de la frente un mechón blanco de pelo y dijo: ‘Ay, viejito. Son cosas que pasan’.
          Cuando Michelle y yo aterrizamos en el Aeropuerto Internacional de Portland, en Oregón, todavía nos quedaba por delante un trayecto de algo más de una hora para llegar a la ciudad de Salem. Nos llamó mucho la atención la originalidad del edificio que albergaba la terminal, que estaba dividida en cinco vestíbulos en forma de letra “H”. Teníamos varias citas programadas: una, con la directora de la escuela donde el exalumno disparó a su profesor asesinándole en el acto, y otras con familiares lejanos y conocidos del jardinero que lo presenció todo y declaró con la condición de que su esposa e hijos entraran también en el Programa de Protección de Testigos. El día anterior habíamos estado con Ethan preparando los encuentros, y nos dio algunas pautas a seguir. ‘Contesta la llamada, por favor. El móvil está en mi bolso’, –pedí a la becaria, mientras seguía conduciendo–. ‘Es el detective, –dijo–. ¿Cómo te va, compañero?, –silencio– Sí, hemos llegado hace treinta minutos. Todo bien. –silencio–. ¡Ah, sí!, –silencio–. ¿Estás completamente seguro? –silencio–. Aguarda un segundo que informo a la jefa. Allison, ha descubierto el lugar del crimen’. ‘¿Cuál?’, –pregunté, totalmente despistada–. ‘Coño, letrada, ¿qué te pasa?, pues el de Alexa. Se lo ha soplado un colega que tiene contactos muy importantes’. ‘Estupendo. Dile que no quiero saber los métodos oscuros que haya empleado, pero que me envíe por correo electrónico la información, así podré ponerla en conocimiento del inspector Walker. ¡Ah!, y que averigüe el nombre del fiscal que llevará el caso’, –transmitió mis órdenes con sarcasmo–. ‘¿Has entendido? –silencio–. Espera. Dice que irá a echar un vistazo’. ‘Óyeme lo que te digo –grité, sin dejar de vigilar la carretera–: no se te ocurra hasta que nosotras no estemos allí’. Colgó el teléfono y nos quedamos algo pensativas. ‘¿Se lo dirás a la abuela?’, –apareció un visillo de tristeza por la cara de mi ayudante–. ‘Claro, sobre todo si encontramos algún efecto personal que tenga que identificar. Pobre, queda lo más duro, si es que sacamos algo en limpio’. ‘Que nos pasamos. Gira a la izquierda y métete por donde indica la flecha’. ‘No la veo’. ‘Es esa, donde pone Distrito Escolar Salem-Keizer’.

13.
La carretera secundaria que conducía a la escuela era un camino angosto, de unas quince millas aproximadamente, y flanqueado a ambos lados por abetos Douglas que le daban al conjunto del paisaje un aire misterioso. El edificio, de cuatro plantas de altura, fachada gris y sin apenas ventanas, bien podía confundirse con un monasterio deshabitado en mitad de la nada. Alrededor había amplias zonas ajardinadas y un pabellón anexo, de reciente construcción, para eventos y actividades deportivas. La directora, con cara de pocos amigos, nos esperaba en el zaguán de entrada, arriba de las escaleras. ‘Síganme’. En las paredes a lo largo del pasillo, cuyo suelo crujía según avanzábamos, había colgadas fotografías de todos los presidentes de los Estados Unidos de América. Cuando llegamos al final giramos a la derecha y pasamos a una habitación austera. ‘¿Y bien?, –rompió el silencio a la vez que nos ofreció asiento–. ¿Qué puedo hacer por ustedes?’. ‘Antes de nada, gracias por recibirnos’. ‘Déjese de formalismos y vaya al grano de una vez’. ‘El caso del cliente al que representamos –en realidad la chica del sadomasoquismo no lo era, pero preferimos no dar demasiadas explicaciones– tiene alguna similitud con lo ocurrido aquí, cuando el jardinero presenció el asesinato del profesor por un exalumno. El caso es muy complejo, y la jurisprudencia escasa’. ‘Entiendo, pero cuando ocurrieron los hechos yo todavía no estaba en el centro. Así que, lamento no poder ayudarles’. ‘Bueno, aunque no podrá negarnos estar al corriente del asunto. A nosotras lo que nos interesa es lo concerniente al arranque del protocolo del Testigo Protegido’. ‘Les he dicho que vine mucho después –dijo, molesta con nuestra presencia–. Y ahora, si me disculpan, he de atender otras obligaciones, –nos levantamos con rapidez–. Aguarden un segundo que las acompañe’. ‘No se moleste’. Nos fuimos de allí con la desagradable sensación de haber perdido el tiempo, y con la esperanza de que nos fuera mejor en las otras citas.
          La cuñada del jardinero venía del supermarket cargada de bolsas. ‘Disculpen el desorden, pero con cinco niños de corta edad no doy abasto’, –dijo, mientras nos invitaba a pasar a la cocina–. ‘¿Les apetece un café, cerveza, bebida de cola? No sé…’. ‘Un poco de agua sí, por favor’. ‘Supongo que vienen por lo del hermano de mi esposo, ¿verdad? Él se encuentra de viaje en Houston y me ha pedido que les atienda en su nombre’. ‘Muchísimas gracias. Seremos breves, no queremos entretenerla. ¿Cómo fueron para la familia los días previos al juicio?’. ‘Una auténtica locura. Teníamos a las televisiones apostadas en la entrada de nuestras casas, incluso de noche. Movimiento que hacíamos, allá que iban micrófono y cámara en mano, con tal de conseguir la mejor exclusiva. Fue un agobio. –Hizo un paréntesis, picó piedra en los muros de su memoria y continuó–. Mi suegra perdió la cabeza, sufrió tormentosas alucinaciones y hubo que recluirla en un centro psiquiátrico. Y ajena siempre a la suerte que corrieron su hijo y nietos, abandonó la dimensión de la realidad para instalarse en un mundo desconocido para el resto’. ‘¿Recibieron del entorno del asesino algún tipo de amenazas?’. ‘Nosotros concretamente, no. Pero a uno de los sobrinos le hicieron la vida imposible. Hace tiempo que perdimos el contacto y no sé si aún seguirán. –Enseguida me di cuenta de que con ella tampoco sacaríamos mucho en claro. Quizá fue una pérdida de tiempo hacer ese viaje, y por la expresión de la becaria creo que pensaba lo mismo–. Si están interesados puedo preguntar’. ‘No se preocupe, su testimonio nos ha servido de gran ayuda’. El carro que alquilamos era potente, así que nos alejamos de allí a gran velocidad. ‘¿Y ahora qué, jefa?’. ‘Volvamos a Nevada’.
          Allison, el nombre de la ayudante del Fiscal del Distrito que nos ha tocado es Charlotte Bennett’, –dijo Ethan Ross, con los pies encima de mi mesa–. ‘¿Puedes quitar tus sucios zapatos de mis papeles, por favor? Gracias. Michelle, busca en los archivos a ver si alguien del bufete ha coincidido con ella. Más que nada para saber cómo se desenvuelve’. ‘A lo mejor te suena porque, durante el mandato de Bill Clinton –interrumpió el detective–, ella defendió el sistema de salud universal. Vamos, lo que se dice toda una activista afín al Partido Demócrata’. ‘Cierto, y ahora que lo dices, recuerdo también haber leído en alguna entrevista que admiraba a Madeleine Albright –dije–, y su ya famosa frase “que hay un lugar especial en el infierno para las mujeres que no apoyan a otras mujeres”. Por lo que tengo la impresión de que esa empatía suya juega a nuestro favor. ¿No crees?’, –pregunté al detective–. ‘Hombre, también hay que contar con que es perfeccionista y muy rigurosa. Pero los elementos que rodean nuestra historia son muy sensibles: abuela que reclama justicia respecto al asesinato de su nieta, huérfana desde muy temprana edad. Y si además añadimos que Mayalen es inmigrante mexicana, con todo lo que eso conlleva, me parece que podemos estar ante un gran proceso. No obstante, deja que indague un poco’.
          Estaba tan pensativo que ni siquiera se dio cuenta de que llevaba una mancha de mermelada en la corbata. Como tampoco reparó, cuando llegó a primera hora, en el grupo de personas que se manifestaban frente a la oficina del sheriff, reclamando justicia para las mujeres asesinadas, en su mayoría latinas. Le preocupaba algo que había visto o leído, pero no recordaba exactamente el qué. ‘¿Da su permiso?’, –preguntó el agente entreabriendo la puerta del despacho–. ‘Por supuesto. Adelante. Pase, por favor’. ‘Ha llegado esto para usted, lo envía el laboratorio’, –le entregó un sobre donde se suponía que venía el ADN de Johnny García, sacado de las colillas que el inspector recogió del cenicero–. ‘Gracias’. ‘Si no manda nada más, vuelvo a mi puesto’. ‘No, puede retirarse’. Adam Walker era un hombre muy meticuloso al que no se le escapaba ningún detalle. Llevaba una cronología exhaustiva de cada caso en el que trabajaba, desde el comportamiento individual de las partes implicadas, hasta los cambios de humor. También le parecía importante destacar el lenguaje de las manos: si accionaban con ellas, no sabían dónde ponerlas o presentaban sudoración. En fin, aquellos detalles que, por insignificantes o llamativos que fueran, servirían para configurar la personalidad de cada individuo. Rasgó la solapa adhesiva con el abrecartas y comprobó que el documento venía correcto. Así que, sacó del cajón la carpeta con el expediente de Alexa Valdés para adjuntarlo dentro, y entonces vio lo que le había desconcentrado: la carta de despedida que la chica escribió sin destinatario y en la que daba casi todas las claves respecto al presentimiento de ser asesinada por su pareja sentimental, y el tardío arrepentimiento de haber hecho sufrir a quienes estuvieron a su alrededor. Buscó la tarjeta de la abogada y marcó el número de teléfono. ‘Buenos días. Wilson, Anderson y Smith, asociados. Dígame’. ‘¿Quisiera hablar con Mrs. Morgan, si es tan amable?’. ‘¿De parte de quién?’. ‘De Adam Walker, segundo responsable del departamento de investigación en Carson City Sheriff's Office’, –lo pronunció con solemnidad en perfecto inglés–. ‘Un momento. No cuelgue’. ‘Allison. ¿En qué puedo ayudarle?’. ‘Verá, estoy revisando los papeles que trajo su cliente y hay una cosa que choca bastante’. ‘¿Cuál?’. ‘Pues que la firma de la misiva escrita por la víctima no parece la misma que la del pasaporte’.
          A pesar de que la semana había sido muy dura, cuando llegó el viernes y terminé de redactar unas notas, no me apetecía meterme en casa derramando la solitaria nostalgia por el vapor caliente de la ducha. Así que, decidí cenar en Duke's Steakhouse, un tranquilo y elegante restaurante ubicado dentro del Casino Fandango. ‘¿A dónde vas tan corriendo, querida?’, –dijo mi jefe–. ‘Uy, perdona. No te había visto. Es que tengo la camioneta aparcada una cuadra más abajo y ando distraída’. ‘Qué casualidad, yo también voy en esa dirección. ¿Cómo va todo?’. ‘Bien. Ya tenemos casi montada la estructura del caso’. ‘Pues quiero que me informes antes de que des ningún paso, te lo advertí al principio –lo que me faltaba, un discurso paternalista–’. ‘Cuenta con ello’. ‘¿Ya sabemos a quién han asignado de la oficina del fiscal?’. ‘Sí, pero no recuerdo su nombre –evité así alargar más la conversación–. El lunes, sin falta, tendrás el nombre sobre tu mesa’. ‘Oye, letrada, no te pases de lista, que me la estoy jugando contigo. Si te he dado esta oportunidad es por la memoria de Richard, pero que conste que tengo en contra al resto de socios’. ‘No te arrepentirás, lo prometo. Y ahora, si me disculpas, he de irme’. ‘Faltaría más. Disfruta de tu cita’. Obvié el comentario pensando en la sabrosa carne, hecha al punto, que comería enseguida.

          ¿Dónde siempre, señora? Hacía mucho que no disfrutábamos de su presencia, tan grata siempre para nosotros’, –dijo el camarero que suele atenderme–. ‘Tiene mucha razón, es que estoy muy ocupada y apenas tengo tiempo para salir’. Si me lo permite, hoy le recomiendo la ensalada de langosta, después un rack de cordero, con una pinta espectacular, y, por supuesto, su tinto preferido. El postre corre de mi cuenta, deje que la sorprenda’. ‘Perfecto, Anthony. Me pongo en sus manos’. Una de las cosas que más me gustaba de aquel local, además del trato exquisito que te daba el personal y de la gran calidad de productos con los que elaboraban cada plato, era que ningún comensal alzaba la voz por encima de otros y que se respetaba el anonimato de cada uno. ‘¿Te importa que me siente contigo?’, –levanté la vista y encontré aquellos ojos azules, aterciopelados, serenos y expresivos de mi amante–. ‘Claro que no, encantada’.


14.
A Ethan Ross le gustaba ir por libre e inspeccionar el terreno a su manera, sin que ningún tocapelotas le soplase en el cogote. Por eso, llegó una hora antes de que lo hicieran los demás a husmear en la nave abandonada, donde se supone que hallaron el cuerpo sin vida de Alexa Valdés. El candado y la cadena que en su momento colocara la policía, para aislar el escenario del crimen, habían sido forzados. Quizá por vagabundos que pasaban allí la noche, o tal vez por alguien interesado en recuperar algo que pudiera incriminarle. Aunque la puerta parecía no estar encajada, le costó bastante abrirla. Sacó el móvil e hizo varias fotos, sobre todo del camastro que se veía al fondo. Se acercó con cautela y estudió el terreno detenidamente: cigarrillos apagados a la mitad, latas de conserva, botellas vacías, más de una cuarta de soga deshilachada, una zapatilla deportiva sin pareja, un trozo de panecillo con moho, dos bragas que por el roto fueron arrancadas y un triciclo infantil al que le faltaban las ruedas. Colocaba cada objeto dentro de su cabeza como las piezas de un puzzle difíciles de encajar, cuando a lo lejos oyó el motor de los coches que se acercaban. Entonces, metiéndose en su carro, se hizo el traspuesto. ‘Buenos días’, –dije, y contestaron todos–. ‘Procedamos. No toquen nada, porque pueden contaminar las pruebas –pidió Adam Walker–. Limítense a mirar, nosotros nos encargamos del resto’. ‘Tranquilo, amigo, no somos novatos en protocolo’, –contestó el detective muy irritado–. ‘Venga, que cuanto antes empecemos más pronto terminamos’, –apacigüé–. ‘Inspector, aquí hay algo. Mire –gritó un agente sosteniendo con unas pinzas algo extraño–. ‘¿Pero, y esto de quién coño es? Michelle, dame el informe de la autopsia a ver si hemos pasado por alto que a la víctima le seccionaron un dedo de la mano. Te juro que no lo recuerdo’. ‘No lo tenemos, jefa’. ‘¿En la documentación que nos entregó nuestro cliente no estaba?’. ‘Pues no’. ‘¿Usted tampoco lo tiene?’, –pregunté a Adam Walker–. ‘No, letrada. Pensaba pedirles una copia’. ‘A ver, que me estoy poniendo de muy mala leche. ¿Quiere decir que nadie ha visto ese documento?’. ‘Al menos en mi departamento, no’. ‘Allison, –intervino Ethan–, es posible que a la abuela se le olvidara dártelo. ¿Por qué no le preguntas?’. ‘Bueno. Pero hasta que resolvamos dicho asunto, ¿qué tal si seguimos con la investigación?’, –zanjó al inspector–. Recogieron muestras inverosímiles, que a los profanos jamás se nos hubiese ocurrido, y las enumeraron una a una, en bolsas de plástico selladas, para enviar al laboratorio. Acabado su trabajo, los agentes se marcharon, quedándonos solos nosotros tres. ‘¿No te parece raro?’, –pregunté al detective–. ‘No es la primera vez que se traspapela algo parecido y luego aparece en el fondo de cualquier archivador. Lo que me choca es que Walker, antes de venir hasta aquí, no tratase de localizarlo a través de la policía judicial y el médico forense que levantó el cadáver. Contactaré con un colega muy hábil en dar con el paradero de cosas extraviadas’, –dijo, guiñando un ojo.
          Mayalen preparaba la salsa pico de gallo, para los tacos mexicanos que iba a hacer con carne de pollo asado, cuando el casero fue a decirle que tenía una llamada. ‘Hola. ¿Qué ocurre, doña Allison?’. ‘Hola. Nada, tranquila. Es que necesito otra vez la carpeta donde guarda las cosas de Alexa. Nos faltan algunas fotocopias y me gustaría hacerlas’, –puse esa excusa por no alarmarla–. ‘Si le parece puedo llevársela ahora o esta tarde’. ‘Perfecto. ¿A qué hora le viene bien?’. ‘A la que usted me diga’. ‘¿Dieciocho treinta en mi despacho?’. ‘Ahí estaré’. Repasaba las notas tomadas en mi cuaderno, entendiéndolas ahora como los mimbres con los que armaría la acusación particular que pensaba ejercer, pero la entrada en avalancha de la becaria dio al traste con mis planes de concentración. ‘¿A qué no sabes con quién se las vio en los tribunales la fiscal que nos ha tocado?’. ‘Dímelo’. ‘Pues nada más y nada menos que con Richard Smith, tu padrastro. Por lo visto el bufete representaba a un alto cargo de la industria del petróleo, y ella consiguió una indemnización con muchos ceros para uno de los trabajadores que sufría repetidas intoxicaciones’. ‘Bueno, al menos esta vez remamos en la misma dirección’. ‘¿Has contactado con la anciana?’. ‘Sí, la he citado luego. No hace falta que te quedes, creo que así se sentirá mucho más cómoda’. –Resumí la conversación telefónica mantenida con ella y el pretexto que puse para no preocuparla–. ‘Sin problema. Aunque pienso que sería mejor contarle la verdad. Total, se enterará igualmente si no aparece. Aunque reconozco que los hilos los mueves tú’. Sin embargo, Mayalen tampoco la tenía…
          Desde que Charlotte Bennett enviudó, los hijos volaron y la casa se convirtió en un santuario donde rendirle culto al silencio, se hizo construir, alejada del resto, en un extremo del jardín, con vistas al Carson River y a las montañas, una habitación acristalada y espaciosa. Allí, además de escuchar la música que formaba parte de la banda sonora de su vida, preparaba las intervenciones de las causas aún abiertas y la veracidad de las acusaciones. Sobre varios volúmenes de Derecho que a menudo consultaba, reposaba el expediente de Johnny García. Ahí, en un par de folios y a doble espacio, se resumían las veces que fue detenido y puesto en libertad por falta de pruebas: Atracos con intimidación, tráfico de estupefacientes, órdenes de alejamiento vulneradas, múltiples peleas, escándalo público y enfrentamientos con la autoridad por conducir borracho. Es decir, un largo listado de tropelías que la mayoría de las veces quedaba en nada. Así que, según estudiaba la poca información de la que disponía, un dato bastante importante le hizo retroceder en la lectura. Era un manuscrito de la víctima donde detallaba las veces que su pareja la maltrató física y psicológicamente, ocasionándole numerosas fracturas cuyas secuelas arrastró hasta el día de su muerte. Aunque lo más extraño era que no constara ninguna denuncia por la vía oficial. Por eso, levantó el auricular y marcó un número de teléfono. Segundos después uno de los asistentes que trabajaban con ella, acataba las órdenes que le daba. ‘Me importa un bledo que levantes al sheriff de la cama, como si es al mismísimo presidente de los Estados Unidos de América, pero quiero saber las razones por las que han dejado siempre en libertad sin cargos a este individuo’. Su larga experiencia precisando el olfato como ayudante del Fiscal del Distrito y peleando contra los arrogantes tiburones de la abogacía, le daban a entender que, en esta ocasión, para sostener la veracidad de los hechos y pedir la pena máxima para el imputado, tendría que escarbar a fondo en la dolorosa cloaca de lo que a su entender era un homicidio en primer grado. No obstante, la clave fundamental estaría también en la correcta elección de los miembros del jurado, de lo contrario podrían fracasar sus buenas intenciones. Inmersa en esos pensamientos, no se percató de que el Concierto para la mano izquierda, de Ravel, sonaba a toda pastilla.
          Hasta donde me alcanza el recuerdo, todos los septiembres, a mediados, íbamos al centro de Jackson a comprar un saco de harina, pastillas de jabón y el regalo que le haríamos a mamá por su cumpleaños. En la acogedora tienda, como lo eran sus dueños, un matrimonio de octogenarios que la heredaron de sus antepasados, podías encontrar piezas de telas con las que hacerse un traje o un vestido, porciones de tocino recién salado, municiones, medicinas o tabaco. Cada otoño, en la misma fecha, una de las últimas familias que quedaban de la tribu Gros Ventres, ubicada en Montana, atravesaba el estado hasta nuestro pueblo, a cambiar rifles y pieles de búfalo curtidas por algún pura sangre y víveres, reanudando el camino de vuelta antes de que el invierno les cogiese en ruta. Los Morgan, es decir, nosotros, que nacimos con el don de la oportunidad, coincidíamos con ellos. Así que, para una chica de mi edad era muy emocionante relacionarse con personas tan peculiares como aquellas. Hombres y mujeres capaces de transmitir a las nuevas generaciones la importancia de preservar sus creencias, cultura y costumbres, que a fin de cuentas era la verdadera esencia de los campamentos. El tío James, nato charlatán y conocedor de medio mundo, conversaba con Trueno Veloz, el gran jefe de la reserva, mientras que Nube Pálida, su hijo, de pie junto a la carreta, a la vez que sujetaba los caballos, no perdía de vista a los miembros más ancianos y se sonrojaba si yo pasaba por delante de él. En los ranchos del condado, los vaqueros habían recibido el jornal de la semana, con lo cual la cantina y el prostíbulo estaban a tope. Papá y otros vecinos ayudaban a nuestros amigos a cargar la mercancía sin demora, ya que allí no eran bien recibidos por todos. Los hermanos Foster, dueños de la mayor finca de crianza de vacunos en muchas millas a la redonda, les tenían declarada la guerra, ya que, cuando trasladaban el ganado de un sitio a otro, cruzaban en plan salvaje por territorio indio, llevándose cualquier obstáculo, material o humano, que ralentizase su bravuconada. La última vez que la tribu vino a nuestro pueblo ocurrió un hecho desagradable: Una de las abuelas, desorientada, entró en el salón de belleza, completo en ese momento por las esposas de los capataces, quienes, intolerantes a la hora de aceptar la existencia de otras razas, se mofaron de ella echándola a patadas hasta tirarla al suelo. Sentí tanta vergüenza ajena y rabia que, sin pensar en las consecuencias que podría acarrearnos, me enfrenté al grupo de señoras ordinarias y racistas. Supongo que ahí se me despertó el oficio, posicionándome siempre al lado de la justicia. Cuando la caravana partió, una comitiva de nosotros les acompañamos hasta las afueras. Yo iba a la grupa con papá en su caballo, pegados a la carreta principal. La anciana lloriqueaba medio escondida, aunque buscándome con la mirada cargada de agradecimiento. Entonces, Nube Pálida, ese adolescente que sería mi primer enamorado, alargó la mano y me dio un collar de plumas que aún conservo. Desde ese desagradable incidente nunca más volvieron, o al menos yo no tuve constancia.
          ¿A dónde han llevado al presunto asesino?’, –preguntó el inspector Adam Walker–. ‘Está en uno de los despachos, ha venido con su abogado, –respondió el agente que atendía en el mostrador–. Para mí que no tiene ni idea. O sea: que está recién salidito del cascarón’. ‘Estupendo. Dejémosles solos un pelín más y que se pongan nerviosos, a ver si así aflojan y nos vamos pronto a casa. Dentro de veinte minutos que los lleven a la sala de interrogatorios, después iré yo’. ‘A sus órdenes, señor’.


15.
La sala de interrogatorios donde estaban Johnny García y su abogado, que no parecía tan recién salido del cascarón como aparentaba, era un espacio frío y austero que olía a desinfectante barato. Cuatro sillas alrededor de una mesa alargada componían todo el mobiliario, además de un trípode con la cámara de video lista para grabar y el típico espejo, desde donde, al otro lado, puede seguirse el desarrollo de la escena. Precisamente ahí, en breves minutos, la chica del sadomasoquismo, estableciendo la relación que une su historia con la de la joven asesinada que nos ocupa, identificaría a quien practicó con ella, en contra de su voluntad, conductas sexuales dentro del marco del sufrimiento físico y psicológico. De quedar contrastada esa coincidencia, entraría a formar parte del “Programa de Protección de Testigos”. Tras llevar allí más de una hora sin que nadie apareciese, la paciencia tocaba techo. ‘Se supone que usted me representa y que vela por mis intereses. Salga y que le digan a ver por qué coño nos tienen encerrados en este asqueroso lugar’. ‘Tranquilícese. ¿No se da cuenta de que lo que buscan es que piquemos en el anzuelo de los nervios? Y, otra cosa: aquí el que dice qué preguntas ha de responder y cuáles no, soy yo. Para mí usted es inocente, creo su versión, me paga para ello. Pero un solo paso en falso, una palabra de más y la defensa se va a hacer puñetas. Le van a triturar. Mi trabajo consiste también en convencer al resto de personas para que su veredicto sea favorable, y le aseguro que, si las circunstancias apuntan en dirección contraria, no será tarea fácil’. Johnny sabía muy bien los delitos que había cometido a lo largo de toda su vida, y de las veces que, violando las reglas de conducta y de convivencia con sus semejantes, expandió el pánico en torno suyo. Sin embargo, negaría todo cuanto le atribuyeran. Nadie, conociéndole, tendría agallas suficientes para denunciarle. Oyeron pasos cada vez más cerca, aguantaron la respiración y miraron al suelo, como si nunca hubieran roto un plato. El letrado se colocó el nudo de la corbata mientras que él, ausente o placentero, se rascó con obscenidad en la bragueta. 
          Adam Walker entró en la sala llevando una botella de agua de litro y medio bajo el brazo izquierdo, le habían detectado una disfunción en los riñones y necesitaba beber mucho líquido. ‘Buenas tardes –se sirvió un vaso y, de reojo, observó cómo le sudaban las manos al presunto culpable–. Por favor, diga, mirando a la cámara, su nombre completo, edad, profesión y residencia actual para que quede constancia’. ‘Perdone, agente, me gustaría saber qué tienen contra mi cliente para tenernos confinados desde hace más de doce horas. Acláremelo, porque le juro que no lo entiendo’. ‘Bueno, sencillamente es que el otro día el señor García no quiso responder a las preguntas que le formulábamos si no era en presencia de su abogado’. ‘Vale, eso lo sé, ¿pero en base a qué?’. ‘Investigamos el asesinato de Alexa Valdés, su pareja sentimental’. ‘¡Eh!, un momento. Ya le dije que habíamos dejado de salir hacía seis o siete años, así que no me vayan a cargar ahora a mí con ese muerto’, –soltó todo indignado–. ‘Reconstruimos los últimos meses de la vida de ella para reducir el círculo descartando sospechosos. Como sabe, esta práctica es habitual y obligatoria por nuestra parte’, –le dijo al letrado–. ‘Sí, aunque no lo es traer por la fuerza a un ciudadano y tratarle igual que a un vil delincuente’. ‘En fin, si les parece, procedemos. ¿Dónde se encontraba exactamente a las cinco de la madrugada el 24 de enero del presente año?’. ‘Conteste sólo si está seguro’, –subrayó el picapleitos–. ‘En Carson Tahoe Regional Medical Center, cuidando de mi madre que ingresó con fiebre alta’. ‘¿Lo puede demostrar? –transcurrieron algunos segundos en silencio–. Por cierto, escriba el número de la matrícula de su coche, marca, color y modelo, por favor, –le dio un trozo de papel–. Perdonen, enseguida vuelvo’. Después de vaciar la vejiga, dio instrucciones a un miembro de su equipo para que averiguase si la descripción del automóvil aparecía en las cámaras de seguridad del recinto hospitalario, así como el ingreso al que hacía referencia. No obstante, algo le decía que la clave para tejer la tela de araña estaba más cerca de lo que imaginaba. Antes de volver, le informaron de que la testigo reconoció al tipo y declaró que, en una sesión de sadomasoquismo en la que él estaba muy borracho, alardeó de haber matado a su novia sin que pusiera resistencia. ‘¿Crees que dice la verdad o será más bien el testimonio de una mujer despechada?’, –preguntó al compañero–. ‘No miente, estamos casi seguros’. ‘Pues, si es así, activar el protocolo. ¡Ah!, y pedid una orden judicial para efectuar un registro en su casa, a ver qué sorpresas encontramos’. Mientras tanto, en la otra habitación se desencadenó una fuerte discusión. ‘Dese cuenta de que les ha proporcionado una información que previamente yo desconocía. Entiéndalo, así no se hacen las cosas porque me deja sin argumento para rebatir’. ‘No me joda más con sus sermoncitos y pelee para que esta pesadilla acabe lo más rápido posible’. El inspector regresó muy serio y reanudó el interrogatorio. ‘Dígame una cosa, señor García: si, como dice, estaban separados, ¿cómo explica que unos meses antes fuera usted el que la llevara a urgencias en estado lamentable?’. ‘¿Otra vez con lo mismo? Que la encontré tirada en la carretera y la auxilié’. ‘¿Conoce a alguna de estas mujeres?’, –entre las fotos mostradas coló una de la chica que declaraba contra él–. ‘Pues no, jamás las he visto’, –dijo, visiblemente alterado–. ‘¿Ha participado con otras personas en orgías violentas y sádicas?’. ‘¡Eh!, aguarde un momento, solicito hablar a solas con mi cliente’. ‘Por supuesto’. Cinco horas después los dos hombres estaban agotados y hambrientos. Dos policías uniformados abrieron la puerta y detrás de ellos se presentó el sheriff. ‘John Alexander García, queda detenido por el presunto asesinato de Alexa Valdés. Tiene derecho a guardar silencio. Cualquier cosa que diga será usada en su contra en un tribunal de justicia. Tiene derecho a un abogado. Si no puede pagarlo, se le asignará uno de oficio. Tiene derecho a realizar una llamada’. ‘No hables con nadie. No digas nada. Te sacaré, lo prometo’. ‘Bájenlo a calabozos hasta que tramiten su traslado al Centro Correccional del Norte de Nevada’.
          El comportamiento violento del Johnny cuando lo sacaban trajo a la memoria de Adam Walker un episodio que marcó un antes y un después en su carrera. Hasta ese momento no contaba en su currículum con nada relevante que dejar para la posteridad, ya que tan sólo se hacinaban sobre su mesa las diligencias para gestionar asuntos de poca monta: reyertas entre prostitutas y proxenetas, pequeños robos o leves accidentes de tráfico. Sin embargo, todo cambió cuando… Había tenido un turno de doce horas seguidas, jornada que resultó tranquila excepto por una pelea de borrachos a los que detuvieron a punto de abrirse la cabeza con un bate de beisbol. Bien entrada la luz del día, terminada la redacción del parte de incidencias y vestido con ropa cómoda, fue a desayunar a un restaurante de la cadena de comida rápida Ihop. Aquella mañana del 6 de septiembre de 2011, que si no recuerdo mal era martes, tenía planes para hacer una excursión con la familia por las rutas más bellas de la ciudad. Así que, mientras esperaba a su mujer y a las niñas, tomaba café negro, beicon, huevos revueltos y panecillos de harina blanca. En el mismo local, con la barriga llena, cinco oficiales de la Guardia Nacional de los Estados Unidos conversaban distendidamente. De forma sorpresiva entró un individuo disparando con una automática. Tres de los militares murieron en el acto, así como una mujer que acababa de encargar la comanda. También resultaron heridas otras siete personas y el presunto agresor, un hombre de 32 años diagnosticado con esquizofrenia paranoide. A los investigadores les desconcertó muchísimo que el agresor no tuviera antecedentes penales ni vinculación alguna con las víctimas. Poco después de huir, y tras un intento de suicidio, murió, a pesar de los ejercicios de reanimación por parte del equipo médico. La rápida actuación del agente sirvió para salvar a la mayoría de los clientes, evitando que la masacre fuera aún mucho mayor. Además de ejercer de guía a policías y sanitarios, informándoles en tiempo real de la delicada situación en la que se encontraban dentro, tuvo bastante entereza y calmó los nervios de los presentes. A partir de entonces, Adam Walker fue consciente de la fragilidad del ser humano cuando se rompe el hilo que sujeta la cometa de la cordura y de todo lo que creíamos tener seguro.
          A pesar de la dolorosa artritis en las rodillas, Mayalen recorría a pie la distancia que separaba su casa de Corriage Squeare Park, donde pasó tantos veranos en la zona infantil viendo cómo su nieta, junto a otros niños y niñas del vecindario, subía y bajaba de los toboganes a gran velocidad compitiendo por llegar siempre la primera. Cada tarde, a la salida de la escuela, cargando con la cartera repleta de lápices de colores, cuadernos rayados y resto de material, empezaba el ritual de aquel universo que se hizo añicos con la llegada de la adolescencia, la influencia de algunas malas compañías y el enfado con el mundo por haber perdido tan pronto a sus padres. Para la pequeña, descubrir qué sorpresa escondía el bocadillo de la merienda, era todo un acontecimiento, más aún si tocaba sándwich de crema de cacahuete, que devoraba con absoluta ansiedad. Díscola, y cruel a la hora de jugar y relacionarse con los compañeros, marcaba las aristas del fracasado destino que ya conocemos. ‘Si se le ocurre a su nieta morder otra vez a mi hija, le pego un bofetón. ¿Queda claro?’. ‘¿Por qué no la educa?’. ‘Eso, que está incivilizada y no queremos verlas por aquí’. ‘¡Largo!’. La abuela aguantaba esos comentarios y otros por el estilo, pero tenía miedo de su reacción si le decía algo. Ahora que Alexa ya no está, y convive con los remordimientos tan humanos de no haber hecho las cosas de otra manera, se sienta fatigosa en el viejo banco de madera donde siempre la esperaba y alza los ojos hasta la copa de los árboles buscando un resquicio de luz. El sonido de los pájaros ayuda a acentuar su somnolencia.


16.
Una flota de cinco coches patrulla, con cuatro policías en cada uno de ellos, más un automóvil privado luciendo la sirena en lo alto del techo, se detuvo en el área casi despoblada y pegada a las montañas donde Johnny García ocupaba un apartamento cuyo interior ofrecía el paisaje asilvestrado del desorden. Apenas unos pocos vecinos, cada uno desde sus respectivas viviendas, se atrevieron a descorrer las cortinas, asomando por el cristal la desconfianza de unos rostros pixelados de anonimato. Era viernes, el aire se notaba ligero, y la señora de la limpieza, sudando la gota gorda, pasaba la fregona en las zonas comunes, a la vez que un pequeño aparato, colgando del bolsillo de la bata, reproducía a toda pastilla una selección de música salsa, flexibilizando sus movimientos. Adam Walker, flanqueado por los agentes, empujó con la punta del pie la puerta semiabierta. Dentro, emergiendo entre mugre y capas de desperdicios amontonadas en el suelo, saltó de la cama una joven en tanga y sujetador. ‘¿Qué coño pasa? Menudo susto, podían haber llamado, ¿no?’. El inspector, ignorando el comentario, además de mostrar su placa, sacó también la orden de registro. ‘Documentación, –se la dio, y él continuó hablando–. Ahora calladita y a sentarse ahí’, –sugirió, mientras echaba un vistazo rápido al entorno–. ‘Oiga, que estoy de paso. Voy camino de Arizona. Me dijo un colega que podía quedarme un par de días aquí porque no había nadie, pero si ustedes quieren recojo mis cosas y me largo ya mismo, ¿eh?’. ‘Cállese y póngase esto, –gritó un miembro de la científica al tiempo que le lanzó las primeras prendas que encontró– ¡Mire qué sorpresa, jefe, menudo regalito que nos han dejado ahí! –exclamó, dirigiéndose al responsable de la operativa–: estupefacientes como para tumbar a una manada entera de osos negros, cadenas, ataduras para muñecas, pinzas de pezones, fustas, látigos… En fin, que podemos montar una orgía ahora mismo, ¿verdad bonita?’. Ella, atrapada en la tela de araña de las drogas, trató de desmarcarse de aquello que no le incumbía. ‘Yo les juro que no tengo nada que ver con eso. Recorro el país haciendo autostop y es la primera vez que vengo a Carson City’. ‘Qué sí, encanto. Lo que tú digas, pero ahora te quedas un ratito muda y en cuanto acabemos nos acompañas para tomarte declaración, ¿de acuerdo?’. Probablemente no mentía y fue el destino quien la trajo al lugar equivocado. Todo siguió según lo previsto: tomaron muestras del coctel de huellas repartidas en cada rincón y fotografías que inmortalizaron el listado de cosas que se llevaban. ‘Señor, ¿podría venir un momento?’, –se oyó desde el patio trasero–. ‘¿Dónde estaba la bolsa de deporte?’. ‘Ahí, oculta detrás de esos tubos de hierro inservibles, ruedas de bicicleta desinfladas y el cubo de la basura’. ‘Ábranla, –lo hicieron–. Bueno, bueno. Parece que nuestro sospechoso disputó una durísima pelea. Adjunten la ropa ensangrentada y el machete como pruebas por separado, y que analicen el ADN y lo cotejen en nuestra base de datos, igual con un poco de suerte hasta está fichado. Quédense el tiempo que haga falta y que nadie se vaya sin escudriñar hasta la última raya de baldosa’. ‘A sus órdenes’. ‘Deja de lloriquear y vente con nosotros’. ‘¿A dónde me llevan?’, –preguntó la chica bastante alarmada–. ‘A las Cataratas del Niágara, ¡no te digo!’, –apuntaron entre risas.
          En el asiento del copiloto llevaba el sobre con la copia de la autopsia de Alexa que Ethan Ross me había dejado en el buzón de casa. Conducía despacio, recreándome en la memoria de los paisajes de Wyoming, que corrían fluidos por mis venas como la sangre que bombea el corazón y aporta las coordenadas para seguir respirando sin dificultad. Añoraba casi todo lo que apuntaló la primera etapa que tuve en la vida: mi pueblo de Jackson, el rancho con sus maravillosas vistas convertidas en refugio exento de problemas, donde la mayor complicación consistía en ordeñar la vaca con destreza sin derramar una sola gota de leche, y la figura tranquilizadora de mi padre, Brayden Morgan, quien, en noches de tormenta, se tumbaba a mi lado durmiéndonos al vaivén de la conversación. El frenazo en seco que dio la camioneta que llevaba detrás me trajo de vuelta a la realidad. Y menos mal que tuvo reflejos para hacerlo, ya que yo había girado sin poner el intermitente. Bajo la sombra de los árboles, en la esplanada frente al edificio acristalado The Carson City Justice and Municipal Court, encontré aparcamiento. Tenía una cita con Charlotte Bennett, la ayudante del Fiscal del Distrito asignada a nuestro caso. Su canosa melena rizada, marcando el compás de hombro a hombro, descendía irregular por la espalda recta, mientras caminaba de punta a punta por la galería acristalada, guardando el equilibrio encima de los zapatos de aguja que resaltaban aún más el traje de chaqueta gris con botonadura cruzada que lucía elegante. ‘Siento el retraso –le tendí la mano cortésmente para estrechárnosla–. Me entretuve en casa recogiendo esto’, –mostré la carta–. ‘Sígame, por favor. Busquemos un lugar más tranquilo’. Hacía un sol radiante que invitaba a olvidarse de todo y disfrutar del sonido de los pájaros al aire libre. Sin embargo, nos encerramos entre cuatro paredes cubiertas con libros de Derecho. Ojeó el papel que le di, sacó su estilográfica, rodeó algunas palabras dentro de un círculo perfecto y dijo: ‘Está claro que la necropsia realizada a la víctima se hizo sin el amparo del marco de la denuncia actual, por eso es tan elemental respecto a datos específicos. ¿Por qué no se presentó antes?’. ‘Bueno, mi cliente es una abuela desesperada que quiere honrar la memoria de su nieta buscando la verdad sobre su asesinato y poniendo al culpable en el lugar que corresponde: la cárcel. Una noche, cuando estaba a punto de irme, apareció con una bolsa llena de partes médicos en los que quedaba constancia de algunas lesiones que sufrió, así como fechas, impresiones personales y sospechas que fue anotando en cualquier hoja. Se plantó delante del despacho segura de convencerme para demostrar la autoría del crimen cometido por Johnny García, y aquí estoy’. ‘¿Y por qué el prestigioso bufete WILSON, ANDERSON & SMITH apuesta por esta débil historia y despliega a parte de su artillería pudiendo estar peleando en los tribunales la legalidad de algunas grandes fortunas de sospechosa procedencia?’, –percibí en sus palabras una pincelada de rencor–. ‘Supongo que aprendimos de los socios fundadores aquella máxima tan suya: “nunca rechaces nada que pueda dejarte un dólar para gastar en cerveza”. Todo ser humano merece una defensa justa por encima de su raza, condición social o género’, –dije, zanjando así posibles dudas en cuanto a los intereses que pudieran movernos–. ‘Perdone si la he ofendido, esa no era mi intención’. ‘No pasa nada’. Compartí todo cuanto sabía y, como si de un secreto de confesión se tratara, dije que, a diferencia de haber defendido siempre la reinserción de la mayoría de los convictos, ante la posibilidad de cumplir una cadena perpetua o ir directamente al corredor de la muerte, llegado el momento pediría la ejecución inmediata. En ese sentido, y para mi sosiego, estaba de acuerdo conmigo. También debatimos respecto a cómo nos gustaría que fuese el perfil de los miembros del jurado: mujeres y hombres que remaran en nuestra misma dirección, convergiendo así en la finalidad de nuestros propósitos. Reconozco que Charlotte era muy tratable en la distancia corta, alguien con quien se podía hablar de lo divino y de lo humano sin caer en la demagogia que, se mire por donde como se mire, es mala compañera de viaje.
          Ethan Ross y la becaria colaboraban a pleno rendimiento en la preparación del caso, lo cual, traducido a complicidad, me dejaba al margen. Sentía envidia de la capacidad de aguante de ella, propia de una edad que aún no le pasaba factura con arrugas en la piel. Y de él, ese instinto sabueso, tan útil para desenvolverse hurgando en el centro de cualquier investigación. Convertidos uno en el apéndice del otro, despertaron en mí unos celos que, en lugar de hacerme mala sangre, canalicé en beneficio del juicio que estaba segura de ganar. ‘A partir de ahora te quiero pegado a Mayalen, –dije al detective–. No la pierdas de vista, vigila cada uno de sus pasos y filtra a todo aquel que intente acercarse. No podemos fiarnos de las influencias que la gente ejerce aun estando en la cárcel’. ‘Lo que tú mandes, jefa. Pero mira qué te digo: la factura de café y caramelos pienso pasártela’, –dijo, guiñándole un ojo a ella. Eso me jodió–. ‘Michelle, habla con alguien de la oficina del sheriff, y entérate si han trasladado ya al preso. Si fuera así, solicita autorización para hacerle una visita. Será interesante ver qué cara pone cuando se entere que nos presentamos como acusación particular’. ‘Cuidado con dar un paso precipitado, abogada, no sea que se vuelva en tu contra’, –el hombre me advirtió–. ‘¿Por qué lo dices?’, –solté, agujereada de contrariedad–. ‘Bueno, pues, porque, a veces, ir por delante de los movimientos del fiscal supone tirar piedras contra el tejado de nuestro cliente. No es recomendable que descubras tus cartas. Deja que el reo se lleve la sorpresa cuando ya estemos en la sala. Ahora, lo fundamental es centrarse en la defensa y probar los hechos. Lo demás queda en manos del transcurrir de las cosas’. Me convenció. Así que, asentí agachando las orejas. Ofrecí llevarlos en coche, pero lo rechazaron, preferían estirar las piernas. ‘Hasta mañana’. ‘Adiós’, –contestaron–. Sabía que olvidaba algo, pero quise salir detrás de ellos. ‘Allison’. ‘Sí. Perdona, tengo un poco de prisa’, –escupí esas palabras casi en la cara pasmada de mi jefe–. ‘Serán sólo unos minutos. Entra, por favor’, –me precedió en su despacho–. ‘Pues, tú dirás’. ‘Acabo de recibir la llamada de una de mis fuentes, y me ha dicho que a Johnny García lo trasladan esta misma noche al Centro Correccional del Norte de Nevada. Además, corre el rumor de que la familia hará lo posible para que la vista sea en otro Estado, y a nosotros eso no nos beneficia en absoluto. Pero no tienes de qué preocuparte, voy a intentar que no ocurra. Me deben favores y es hora de cobrar alguno’. ‘Ah, pues te lo agradezco muchísimo, porque no sabría cómo hacérselo entender a nuestro cliente’. ‘Buenas noches’. Tenía remordimiento, así que dije desde la puerta: ‘¿Te apetece tomar una copa?’. ‘Gracias. En otra ocasión. Es el cumpleaños de mi hija y me esperan en casa’.
        Como el objetivo de seguir a hurtadillas a mis colaboradores se había esfumado y ya no tenía sentido echar a correr para ver dónde se habían metido, cambié de opinión y regresé al despacho, porque, de todas formas, la amenaza de un cambio de tribunal a otra ciudad me iba a desvelar.


17.
Desde cualquier ángulo del Centro Correccional del Norte de Nevada, uno tiene la posibilidad de disfrutar de un horizonte perfilado por las cumbres de las montañas. Paisaje idílico para evadirse si no fuera porque quienes lo contemplan están privados, fundamentalmente, de libertad, y de otras cosas, ya que casi todo aislamiento va acompañado de pérdida de la realidad y de los espacios abiertos, así como de un cambio en los olores que se agrupan en la vida cotidiana, que pasan a ser una mezcla de condimentos aromáticos, sudores corporales, combustible quemado, vocerío y rincones corrompidos de orines que echan para atrás. La riada psicológica se lleva por delante la estabilidad mental de las personas más débiles. Por eso, se da el caso de reos que, aguardando con mayor o menor resignación el final de sus días o un traslado inmediato a otro penal, sueñan con adentrarse en la vegetación paseando a la luz de la luna. Sin duda, dichas emociones eran nuevas para Johnny García, quien llegó en mitad de la noche, en un furgón blindado, con otros reclusos recogidos en distintos puntos y a los que aplicaron el protocolo de seguridad y distanciamiento, para que los demás prisioneros no les recibieran con esa ley interna que tienen contra los violadores. La primera impresión que le causó la celda fue positiva, ya que estaba convencido de que pasaría allí sólo unos cuantos días, los justos hasta que aclarasen la equivocación cometida con él, un indefenso e inocente ciudadano. Sin embargo, no sabía que alguien con muchas influencias se había ocupado de acelerar el proceso que le conduciría directamente a…
          La hija mediana del casero de mi cliente se casó con un compañero de instituto después de cinco años de noviazgo. El banquete de boda, dándole gusto a su padre, lo celebraron en Las María’s. Authentic Mexican food, donde él trabajaba de encargado. Como ya he dicho en otras ocasiones, una de las condiciones para que Mayalen ocupase el modesto cuarto pegado al garaje de la casa de este hombre era limpiar el restaurante siempre que hubiera un evento, y cuando a la comunidad mexicana ubicada en Carson City se le antojara reunirse y almorzar al más puro estilo de su país, lo cual sucedía casi a diario. Aunque la distancia entre la vivienda y el local distaba apenas de unas pocas cuadras, para ella dicho recorrido resultaba agotador, pero lo hacía agradecida a los paisanos que la acogieron con cariño. Despistada, como de costumbre, tropezó con los bordes de un alcorque que estaban levantados. ‘¡Abuela, que se va a dar usted una leche!’, –exclamaron dos que iban en moto, fumados y muertos de la risa–. ‘Gracias’. Tenía la costumbre de entrar por la puerta trasera, así que rodeó la calle hasta llegar al callejón donde dejaban los cubos de basura, de los que rescató varios alimentos aún envasados pensando que con eso se podría dar de comer a más de una familia. Amontonó algunos cartones desperdigados y tocó con los nudillos en el cristal de la ventana, por si había alguien dentro. En vistas de que nadie contestó, abrió y, con exquisita sensibilidad, pasó para no romper de golpe el himen de los espacios en silencio. En el salón principal convivían solitarios: copas medio llenas, platos de usar y tirar con trozos de tarta intactos, un lazo amarillo que pudo haber rodeado unas flores nupciales, la partitura de un vals caída junto al piano y un antifaz colgado en el respaldo de una silla. Antes de empezar con la faena, sentada en el borde del escenario, se cubrió el pelo con un pañuelo y, ocultando el rostro entre las manos, soñó que aquella fiesta era en honor a Alexa. Por eso la imaginó descendiendo de una limusina blanca, soltando al viento el vestido de lino mientras atravesaba la alfombra roja como si fuera una actriz de Hollywood. Sin embargo, aquellos pensamientos no se parecían en nada a la vida perra que le había tocado vivir a su nieta. Entonces, arribaron las lágrimas e hicieron un alto en el alfeizar de la boca, dejando ahí el sabor salado del océano Pacífico. Cuántas promesas quedaron apagadas, como cuando, siendo pequeña, dijo: ‘Abuela, ¿tú de dónde eres?’. ‘De Colima, una preciosa ciudad de México’. ‘¿Me llevarás algún día?’. ‘Claro. Y al Volcán del Fuego, cerca de Jalisco’. Eso, ya nunca podría hacerse realidad. Se sobresaltó porque llamaban insistentemente a la puerta. ‘Hola. Ha dicho mi tío que venga a ayudarte’. ‘¿Y de quién eres sobrina?’. ‘Del cocinero... Joder, ¿todavía no has empezado? ¡Madre mía! Aquí nos van a dar las mil y monas como no espabilemos’, –protestó aquella rubia con pinta de hippie.
          Michelle, por favor: Averigua cuántos juicios, en Carson City, de casos cuyos patrones sean parecidos al nuestro, han sido juzgados en otros estados y por qué. Busca similitudes con la acusación particular, el nombre del juez, del fiscal, del abogado, el veredicto. En fin, todo aquello que pueda servirnos de orientación. ¡Ah!, espera un momento. Me gustaría que esta noche vinieras con Ethan a cenar a casa, para acordar la línea de trabajo que más nos convendría seguir. ¿Se lo dices tú?’. ‘Cuenta con ello’. ‘Prometo sorprenderos con un plato típico de Wyoming’. ‘Calla, por Dios, que me crujen las tripas. ¿A qué hora vamos?’, –preguntó entre risas–. ‘¿Te parece bien a las seis?’. ‘Perfecto. Estoy deseando saborear la comida del viejo oeste’. ‘De acuerdo, aunque no te hagas demasiadas ilusiones, porque como chef no doy la talla, –abrió mucho los ojos–. Nos vemos pues. Ahora, terminaré de redactar un informe y saldré un poco antes. Si por casualidad el jefe te pregunta por mí, dile que fui a resolver un asunto, pero que no sabes exactamente cual’. ‘Allison’. ‘Dime’. ‘No te olvides de tu especialidad en postres’. ‘¿Te refieres al maravilloso “cheesecake”?’, –pregunté en tono irónico–. Asintió, y regresó al refugio de libros y documentos esparcidos por su mesa. De vuelta a mi despacho repasaba mentalmente el protocolo de la puesta en escena de la barbacoa portátil Char-Guiller, la mejor del mercado, y los accesorios que necesitaría. Un verdadero lío, ya que de eso siempre se encargaba mi amante. Lo mío era el suministro de cervezas, pepinillos picantes, botes gigantes de mostaza y muchas cajetillas de tabaco, para que no nos faltara. Bueno, lo primero era elegir qué comprar: ¿bistecs o costillas de bisonte? Mejor ambas cosas, más vale que sobre.
          Estoy aquí, en la parte de atrás. Entrad’, –grité, contrariada porque vinieron demasiado pronto–. Me peleaba con la bandeja de acero para las brasas, no ajustaba bien y tampoco era capaz de encajar las parrillas. Igual se habían oxidado de no usarlas. ‘¿Necesitas ayuda?’, –se ofreció el detective–. ‘Sí, por favor. A ver si tú tienes más suerte’. ‘Mira, he traído este vino. ¿La abrimos para ir calentando motores?’, –dijo la becaria con guasa–. ‘Cógete las copas de la cocina, están en el mueble de arriba, segunda puerta’, –indiqué–. ‘Chinchín’, –propusimos los tres a la vez–. ‘Bueno, esto está listo. Si quieres puedes traer ya la carne, –así lo hice–. ¿A las señoras les gusta poco hecha, mucho o en su punto?’, –soltó, con los brazos en jarras, y nosotras elegimos–. No recordaba haber disfrutado tanto últimamente de una velada. Estaba siendo especial porque mis invitados eran buenos comensales y grandes conversadores que no rellenaban los huecos de la charla con estupideces. Aprovechamos, como habíamos previsto, para marcar las directrices de por dónde dirigiríamos la defensa. La segunda botella que nos bebimos era un Roserock Drouhin, de Oregón, de los viñedos que crecen en las regiones frías del extremo sur de las colinas Eola-Amity, en Willamette, y en su variedad de uva Pinot Noir, de racimo negro y apretado. Supongo que la guardaba para ocasiones especiales. Sin duda ésta lo era, ya que trajo consigo idéntico efecto de paz al que queda cuando escampa tras una fortísima tormenta y reaparecen la luna y las estrellas con total claridad, como si ya no hubiera un mañana. ‘Joder, que sólo trato de ponerme en la piel del acusado. ¿Acaso no elegiríais con exquisitez una a una a las personas que van a decidir vuestro destino?’. ‘Coño, Ethan, no es lo mismo. Pintas a un tipo débil que nunca ha roto un plato, y, que sepamos, es el asesino de Alexa Valdés’. ‘Cuidado cómo te expresas, letrada. Si olvidas anteponer “presunto” puede que te desautoricen y no sigas en la sala. Has de ceñirte a los hechos probados, y no a intuiciones que, por muy certeras que sean, carezcan de fundamento a aportar’. ‘Bien dicho’, –corroboró la otra–. ‘Reconozco que llevas razón. Es la primera vez que me enfrento sola ante un tribunal, por eso temo no desenvolverme con soltura’. ‘Tengo una buena amiga en el Departamento de Justicia. Se encarga de enviar la carta a los candidatos que van a formar parte del llamado “Jury Pool”, de donde saldrán después elegidos los 12 miembros del jurado. Si quieres le pregunto, a lo mejor sabe qué perfil triunfa más’, –aquellas palabras suyas me aquietaron bastante–. ‘Oíd, ¿no os parece que lo ideal sería que hubiera más mujeres que hombres? Lo digo por la complicidad hacia la víctima –expresó mi ayudante–, y, por supuesto, con la abuela’. ‘Es probable’, –añadí–. ‘No estoy de acuerdo, –resonó ronca su voz de macho–. Lo masculino no tiene por qué estar reñido con la objetividad. Lo que ocurre es que las hembras nos veis muy lineales. ¡Ojo!, que lo somos, seguro, pero sería interesante que nos dierais una oportunidad para expresarnos con libertad. Desde mi punto de vista, tiene mucho más valor convencer al que duda, o al que trae predeterminado votar inocente para acabar temprano, que al compatriota entregado a su deber con la sociedad, lo cual desembocaría en una deliberación más larga en el tiempo, aunque sepamos que el alegato calará en su corazón. No sé si me explico’. ‘Perfectamente. Quizá latinos y personas de color empatizarían con facilidad’. ‘Pues claro. Allison, debes de estar muy segura de los espectadores a los que te quieres dirigir: el estado civil, los estudios, la edad, el sexo, la profesión. Si conviniesen más ateos que creyentes, demócratas que republicanos, nativos que inmigrantes. Confecciona tu propio casting y después sólo tendrás que decir: este sí, este no’. Rozaba el reloj las tres de la madrugada cuando ellos se fueron. Los efectos del alcohol provocaron en mí tal somnolencia que, casi al final de los surcos de un vinilo de Joan Baez, caí rendida en el sofá.
          Charlotte Bennett trabajaba en la habitación construida en el jardín de su casa con vistas al Carson River y a las montañas. Acababa de quitarse las zapatillas. Puso los pies encima de la mesa. Miraba ensimismada el paisaje. Sonó el teléfono. ‘Hello’. ‘¿Mamá? Soy Linda. Mañana llegaré con los niños’. ‘Vale, cariño. Qué alegría. ¿Y Steven?’. ‘No, él no nos acompaña…’.


18. 
Con diecisiete años recién cumplidos, Linda se casó, embarazada de cinco meses, con Steven, un veinteañero que acababa de abandonar los estudios para trabajar en una gasolinera de la que le echaron por no cumplir las expectativas deseadas por la empresa. Al acto sólo acudió la familia directa. Charlotte Bennett y su marido se opusieron al enlace, sobre todo porque sabían que aquel chico haría sufrir muchísimo a su niña, y porque ésta, dadas las circunstancias, tiraría por la borda un futuro prometedor en el mundo del Derecho. Sin embargo, cedieron ante el chantaje de no hablarles y de prohibirles conocer al nieto que venía en camino. Semanas antes de parir metieron lo más básico en la camioneta de segunda mano que a menudo les dejaba tirados, y, junto a otros amigos, se marcharon a vivir a Rose Peak Rd, en Dayton, a 12,7 millas de Carson City, por la US-50 E, donde compartirían una granja espaciosa y cultivarían la huerta que pronto dejaría de darles de comer. Endeudados hasta los huesos y atrapados en las garras de un futuro nada halagüeño, el segundo hijo nació a los doce meses del primero, y para cuando llegó la tercera, una preciosidad rubia de ojos grandes y verdosos, subsistían gracias a los servicios sociales y a la asignación enviada puntualmente por los padres de ella. La relación en la pareja se deterioraba cada vez más: insultos, infidelidades, broncas y peleas que en ocasiones precisaron de la intervención de la policía. Así que un día, con la pequeña todavía sin andarse, unos cuántos dólares prestados y el hormigón del fracaso macerando encima de los hombros, abrazó muy fuerte a los dos mayores y les dijo que a la mañana siguiente harían una larga excursión hasta la casa de los abuelos, a los que vieron el Día de Acción de Gracias. Esa fue la primera vez que se separaron. Después, volvieron a juntarse y puede que ahora fuera... Veremos. ‘¿Qué ha pasado, cariño?’. ‘Pues que no aguanto más mentiras ni chanchullos, mamá’. ‘¿Te ha pegado?’. ‘No’. ‘¿Recuerdas que en el funeral de papá tus hermanos le apartaron de la gente porque estaba borracho y temían que formara un escándalo?’. ‘’. ‘¿Y también que te dijimos que no volvieras con él? Pero, claro, tú, como siempre, hiciste lo que te vino en gana’. ‘Joder, ¿y qué querías? El ultimátum era quitarme a los niños o agachar. Y, como comprenderás, no iba a consentir que me separara de mis hijos’. ‘Por supuesto que no. Bueno, ahora estáis aquí y eso es lo que importa. Esto es muy grande para mí sola. Nos las arreglaremos bien’. ‘Gracias, aunque será solamente hasta que encuentre un trabajo y un alquiler barato. Mañana iré a la tienda de ropa de segunda mano que hay a la entrada de la carretera. Al venir vi un anuncio para cajera. Igual tengo suerte y me cogen’. ‘¿Por qué no esperas a ver si surge algo mejor?’. ‘No, necesito hacer algo cuanto antes’. ‘¿Preparamos la cena? ¿Qué te parece si hacemos pollo a la plancha con brócoli y las alubias Great Northern que tanto te gustan?’. ‘Perfecto, no las he vuelto a comer desde que me fui’. ‘¿Y eso?’. ‘Porque no las encontré. Y, además, es que nadie las hace como tú’. Recibió el halago acariciándole la barbilla. Para Charlotte Bennett gestionar la nueva situación doméstica era todo un reto, ya que estaba acostumbrada a que el silencio le proporcionara la máxima complicidad para concentrarse en el estudio de cada caso, y ahora se vería alterado por el jaleo de los nietos alrededor del cuidado jardín. ‘Abuela, mamá, –gritaban los chicos disfrazados de indios y americanos–. ¡Coged el teléfono!’. Era el Fiscal del Distrito, que se disculpó por la hora, pero necesitaba que fuera urgentemente para la oficina. Se puso un pantalón de hilo, una blusa de seda estampada y lamentó dejar a medio hacer su plato estrella.
          Adam Walker, como cada mañana antes de ir a la oficina, salió a correr temprano. Necesitaba poner en orden su cabeza, sobre todo para no precipitarse en la decisión que estaba a punto de tomar y que cambiaría numerosos aspectos de la vida pública y privada, tanto suya como de su familia. Faltaba poco para terminar de estructurar el equipo con el que llevaría a cabo la campaña de presentación de la candidatura a sheriff de Carson City, compitiendo con el que había entonces y con un tipo descerebrado que, a cambio de un puñado de votos, ofrecía medidas tan grotescas como que exterminaría a los homosexuales y lesbianas, entendiendo que eran un rebaño amenazante para el resto de la especie. O que, sin miramiento ni escrúpulo, a pie de las montañas, lapidaría a las prostitutas para resarcir el despecho desgarrado de los más puritanos. Por eso, la propuesta que él ofrecía, además de reposar sobre una base sensata y próxima a la línea seguida por Barack Obama, necesitaría ser dotada con la transparencia de quien experimenta iguales problemas a los de cualquier otro ciudadano, y que aspira a las mismas cosas sencillas de crecimiento y prosperidad. Sin embargo, como sucedía a menudo, el chivato del reloj Apple Watch, con correa negra ajustable, le obligó a retrasar los planes. ‘Oye, desayuna algo, ¿no?’, –dijo su mujer–. ‘Llego tarde. Pero, bueno. Anda, no te haré el feo’. Zanjó la conversación cogiendo una tostada con mantequilla y dando dos sorbos de café que, por las prisas, casi le atragantan. Mientras conducía por las calles desiertas recordó que una de las hijastras de su cuñado participó en la campaña presidencial de Hillary Clinton, en 2016, para conseguir delegados en el estado de Nevada. Incluso viajó a Philadelphia a la Convención Nacional Demócrata, donde la candidata fue proclamada oficialmente. Lo último que supo de ella, cuando coincidieron en el entierro de su suegra, es que se involucró en la organización Onward Together, creada por la ex Primera Dama en oposición al gobierno de Donald Trump. Tenía que localizarla, para que le orientara sobre cómo ilusionar al tejido sensible de la sociedad. Pasó directamente al despacho y creó un nuevo evento en el calendario: Llamar a la activista. ‘Menos mal que has llegado. Tenemos un problema gordísimo y tienes que venir conmigo’, –interrumpió uno de los agentes.
          Aunque era el cumpleaños de Michelle no lo supe hasta que aparecí por el bufete al final del día. Había acompañado a Mayalen al cementerio. Era el primer aniversario del fallecimiento de Alexa y, una de las veces que hablé con ella, manifestó su deseo de visitar la tumba. Me ofrecí a llevarla y así, de paso, le diría que se fuera preparando, porque el juicio estaba muy cerca. Antes de recogerla compré unas flores, y, también, no sabría decir muy bien por qué, unas chocolatinas. The Walton’s Chapel of the Valley es un lugar que está bien cuidado por el personal encargado, pero no siempre a gusto de todos. La anciana se arrodilló y arrancó con fuerza la maleza que sobresalía y afeaba el césped, relajó los ojos cegados en la frontera que separa el horizonte de la imagen real y, con una mano sobre la foto de la nieta y la otra en su corazón, permaneció el rato suficiente como para verme a mí misma en Aspen Hill Cemetery, aún en pleno duelo, una de esas crudas mañanas de invierno que suele hacer en Jackson, limpiando la inscripción que encargué para la lápida de papá, y cuyo coste corrió a cargo de Richard, el segundo marido de mamá. Comprendí el abatimiento de la mujer y esa mezcla impotente que todo lo descoloca dentro de uno. Entonces, guardando distancia entre su espacio y el mío, dejé que esparciera en la hierba los sentimientos que afloraron desde lo más profundo de sus entrañas. De vuelta a la rutina, y una vez establecidos los próximos contactos con mi cliente, encontré un post-it pegado en la pantalla del portátil y firmado por la becaria y el detective: pásate por la cantina Passing City, y no valen excusas. ‘¿Qué celebramos?’, –pregunté mientras bebía de un trago el maravilloso Dry Martini que preparaba el simpatiquísimo barman que nos obsequiaba con un cuenco repleto de cacahuetes–. ‘Pues que la nena cumple añitos, y la muy cabrona no nos había dicho nada. Así que, aquí estamos tú y yo, como dos gilipollas, y sin regalo’, –dijo Ethan algo cabreado–. ‘Es que no necesito nada, sólo a vosotros, mi familia de ahora’. El grandullón de Ross se emocionó y la abrazó. Paul, nuestro camarero, pegó la oreja y salió de la cocina con una tarta que nosotros devoramos. ‘Allison, ¿has estado con la abuela?’. ‘Sí, y cada vez la veo más frágil’. ‘¿Aguantará?’. ‘Esperemos’. ‘Querido, ¿cómo van tus contactos con las altas esferas?’, –quise saber–. ‘Mirad quién hay en la barra pidiendo un whisky’, –dijo mi ayudante a la vez que señalaba con el dedo–. ‘¿Quién?’, –preguntamos intrigados–. ‘¿Ese no es el juez Robert Franklin Jr.?’, –siguió Michelle como hablando para ella–. ‘Claro, coño. El mismo. Dicen que es un obstinado en sus planteamientos y que no pasa por alto ni un error. Tiene fama de haber protagonizado fuertes discusiones con otros colegas, –aseguró Ethan–. Pero también hablan de su perseverancia para llegar hasta el fondo de cada detalle sin importarle el tiempo’. ‘Pues mejor que nos toque él y no un espabilado al que le aburre su oficio y lo único que quiere es acabar temprano para reanudar la partida de póker. ¿No creéis?’. Cuánta razón tenía nuestra anfitriona. Yo estaba a punto de interesarme por la chica del sadomasoquismo a la que la policía mantenía oculta y bajo estricta protección, cuando el magistrado se acercó y nos saludó. ‘¿Qué tal todo por WILSON, ANDERSON & SMITH?’, –nos abordó extendiendo una mano arrugada que estreché con reparo–. ‘Bien, señoría. Ya sabe, luchando. No queda otra’. –torció el rictus–. ‘El viejo Anderson fue un cascarrabias, pero muy buena persona’, –dijo, alejándose de nosotros y dejándonos sin argumentos para continuar.
          La celda de aislamiento en la que Johnny García permaneció durante cuarenta y dos días, hasta que le trasladaron a uno de los pabellones menos masificados, era un rectángulo de no más de tres metros y medio por cinco. Con paredes de hormigón infranqueables, doble puerta, y una pequeña ventana por la que, a regañadientes, se colaba un rayo de sol generoso con la piel de los convictos. En una esquina tenía un inodoro y el lavabo. Las duchas, al encontrarse en las zonas comunes, las utilizaba mientras que los demás dormían. Aunque el Centro Correccional del Norte de Nevada no era una fortificación como la Penitenciaría de máxima seguridad de Florence, Colorado, conocida coloquialmente como la Alcatraz de las Rocosas, a nadie se le pasaba por la cabeza fugarse de allí, ya que sería una muerte segura. ‘Vamos. Muévete, basura. Ha venido tu abogado y quiere verte’. ‘Pero, si yo, no…’. ‘¡Qué camines, coño!’.



19.
Siento que sea tan tarde, Charlotte. ¿Un brandy?’. ‘No, que luego tengo que conducir’. ‘Tan recta como siempre’, –obvió el comentario–. Pues, tú dirás’. ‘Los de arriba quieren procesar a Johnny García enseguida. Parece un asunto turbio y temen que se nos eche encima la campaña, perjudicando la imagen de los candidatos a las presidenciales. Ya sabes que los nervios de los lugareños saltan por los aires si la palabra “caucus” planea por encima de los tejados’, –aseguró el fiscal del distrito–. ‘Oye, ¿y me has hecho venir en plena noche para comentar el sistema empleado en Nevada para elegir delegados?’. ‘Pues no. –Antes de continuar la miró sonriente–. Verás, no hay que tomarse a la ligera este asunto de la chica maltratada y asesinada presuntamente por el novio. Hiciste bastante hincapié en las reuniones de equipo respecto a que fue una muerte violenta y puede que premeditada. Por tanto, esa nieta y su abuela merecen un juicio justo, al margen de cualquier interés partidista. Así que, están de suerte por dos cosas: que seas tú quien va de la fiscalía y que le hayan asignado el caso al juez Robert Franklin Jr., lo cual garantiza mucha profesionalidad y poner en valor la verdad y la justicia’. ‘Casi es media noche y mañana madrugo, ¿podemos dejarlo para entonces?’. ‘Supongo que sí. No obstante, hacía mucho que no estábamos a solas y todavía no has contestado a la propuesta que te hice’. ‘De momento no estoy preparada para iniciar una nueva relación’. ‘Puedo esperar, no importa’. Desde que enviudó le llovían los pretendientes, a pesar de que todos sabían que el jefe iba detrás de ella, comentarios aumentados y fuera de tono por la tela de araña que teje con hilo de envidia las conspiraciones. ‘En veinticuatro horas os digo cómo voy a actuar. Me gustaría contar con algún apoyo que me ayude con la documentación’. ‘Coge a quien quieras’. ‘¿Tenemos ya fecha?’. ‘No, imagino que faltará poco’. Cuando volvió a casa reinaba el silencio. Linda y los niños dormían en la misma cama, dejando al descubierto un laberinto de piernas entrecruzadas. Entró en la cocina y vio el desorden con los ingredientes para las alubias Great Northern esparcidos por la encimera. Cogió una tarrina de helado de menta y chips de chocolate, salió al porche y, sentada en el columpio de estilo americano anclado en la pared bajo techo de madera, se dejó llevar por suaves remolinos de viento. Despertó con tanto frío en el paladar que apenas sentía la lengua. Delante de él, a poca distancia, majestuoso, el Carson River parecía invitarla al paseo. Pero, una mano diminuta, de piel blanca como la cera, se coló por la rendija de su escote y dijo: ‘Abu, ¿me cuentas un cuento?’.
          Cuando al juez Robert Franklin Jr. le llegó la orden jurisdiccional, recayendo en su sala el caso del estado de Nevada contra John Alexander García, acusado de asesinato, leía en profundidad el New York Times, recostado en el sillón de cuero marrón que tenía arrimado al ventanal del despacho. El secretario que le ayudaba tenía por costumbre dejarle sobre la carpeta del sumario un resumen de lo más destacado, para que le fuera más fácil familiarizarse con los nombres de las partes. Así que, tras doblar el diario y pedir otro café bien cargado, subrayó algunos datos que le parecieron importantes: fechas, apellidos, lugares…, fijándose especialmente en el nombre de la abogada que representaba a la acusación particular, nada más y nada menos que del bufete de WILSON, ANDERSON & SMITH. Entonces recordó haberse encontrado con alguien allí, días atrás, tomando unas copas en la cantina Passing City. ¡Tendría gracia que fuese la misma persona! Desde que a su mujer le detectaron un cáncer de colon con metástasis en el peritoneo, vivía las etapas durísimas de quimioterapia sumido en el alcohol y con una costra de insoportable impotencia viendo cómo se destruía aquel cuerpo que tantas veces exploró con la torpeza de un principiante. Nunca quisieron tener hijos, pero tampoco pusieron medios para evitarlo. Por eso, provocando fuertes carcajadas entre los amigos, solían decir que a uno de los dos se le había averiado la maquinaria. Ahora, que se definían náufragos abocados a lo irreversible de la situación que vivían, se comportaban como extraños evitándose en lo emocional. ‘Robert, ¿estás bien? –preguntó el encargado de que todo funcione en The Carson City Justice and Municipal Court. En quince minutos entras en sala. ¿Te ayudo con la capa?’. ‘No, gracias. Tú ve aclarando la voz para que sueltes con solemnidad aquello de: Preside el honorable juez…, que tanto intimida. ¿Qué tenemos?’, –preguntó, guardando en el cajón bajo llave la pistola que llevaba en la cinturilla del pantalón–. ‘Cosa fácil: dos atropellos y el robo de unos terneros, lo vas a despachar pronto. ¿Acabaste ayer muy tarde? Cuando me iba aún tenías luz’. ‘Sí, bueno. Es que ha entrado un caso complicado y quiero prepararlo bien’. –Aunque, en realidad, el verdadero motivo consistía en llegar lo más tarde posible a casa–. ‘¿Cómo sigue tu esposa?’. ‘Ahí va. Ya sabes lo jodido de esta enfermedad. Está muy bien cuidada por los médicos y enfermeras que contratamos. Hacen turnos de ocho horas para que siempre haya alguien, pero tiene momentos tan duros que desea acabar con todo para siempre. Es muy angustiosa la impotencia de no poder liberarla’. ‘¿Os habéis planteado la posibilidad de cambiar de estado?’. ‘Alguna vez pensé en mudarnos a Vermont o Washington, donde está permitida la muerte asistida, pero mi posición hizo que no continuase con los trámites’. ‘Bueno, pues si no quieres traicionar tus principios, ponte en contacto con “Compassion and choices”, y que sean ellos los que alivien su situación’. ‘No es fácil. Ya veremos…’. Volvió a quedarse solo. Sacó la petaca con la bandera de las barras y las estrellas tallada en la parte superior derecha, regalo de los compañeros de profesión en el veinticinco aniversario, dio dos tragos largos y salió taciturno.
          La madre del Johnny era la única persona de su entorno que creía en la inocencia de la pobre criatura, cautiva de un sistema incapaz de dar con el verdadero culpable, devolviendo la libertad a su hijo. Por esa razón empeñó la herencia recibida antes del matrimonio: dos apartamentos en Las Vegas, la mansión familiar en Carolina del Sur, los rifles con los que sus antepasados lucharon en la Guerra de Secesión, en bandos opuestos, y la amplia colección de joyas que fue comprando poco a poco, todo para tener liquidez y contratar al mejor letrado en mil millas a la redonda. En la galería que conectaba el pasillo de celdas de aislamiento con la zona de visitas en el Centro Correccional del Norte de Nevada, sólo había luces de emergencia, muy tenues. El funcionario de prisiones caminaba tan deprisa que obligaba al reo a dar pequeños saltos, haciéndole casi tropezar, por llevar los pies encadenados. ‘Siéntate, y echa la pierna derecha hacia atrás. ¡Vamos! –dijo el agente, malhumorado. Enganchó el grillete libre a una argolla del suelo y, resoplando, escupió la siguiente frase dirigiéndose al visitante–: Aquí lo tiene’. ‘¿Le puede soltar las manos para que esté más cómodo?’. ‘¿Qué quieres, que te arranque el pescuezo? Es un tipo peligroso. Si necesitas que le dé una hostia, estoy al otro lado de la puerta’. Puso el portafolios sobre la mesa y sacó un montón de papeles. ‘Soy su abogado’, –se presentó–. ‘¿Y dónde está el otro que estuvo conmigo en la sala de interrogatorios?’. ‘No tengo ni idea, no lo sé’.  ‘¿Quién te ha contratado? ¿Mi vieja?’, –silencio–. ‘Será mejor que me cuente desde el principio lo que ocurrió la madrugada del 24 de enero, ya que en su declaración afirma que estuvo en el Carson Tahoe Regional Medical Center, acompañando a su madre ingresada por fiebres altas. Y, sin embargo, según consta en la investigación previa, todo apunta a que se encontraba en el lugar del crimen donde hallaron el cuerpo sin vida de Alexa Valdés. Explíquemelo clarito, porque su familia me paga para creerle’. ‘¡Eh!, un momento, señoritingo, que me quieren cargar el muerto de esa putita yonqui y no tengo nada que ver, se lo juro. Fuimos novios por un tiempo, pero la dejé porque se traía muchos trapicheos y yo soy un tío formal que no quiere jaleos con la poli’. ‘¿Tiene alguna coartada que corrobore lo que dice? El testimonio de los suyos no sirve’. ‘Bueno, verá. Hay una enfermera en ese turno, con los pechos muy grandes. Nos hemos enrollado más de una vez. Esa noche estaba de guardia y nos escapamos un rato al almacén, ya me entiende. Siempre pone delante de mí el caramelo: ¡vente, canalla!, un polvo rápido, que he de administrar la medicación a los pacientes’. ‘Hablaré con ella’. ‘Oye, pues ya puestos, consígueme también un vis a vis, así recordará mucho mejor los detalles de aquella noche’, –le guiñó un ojo y se carcajeó, mostrando una dentadura desigual y amarillenta–. ‘No va a ser posible. Quizá más adelante…’. ‘¿Cuánto cobras por preguntar estas gilipolleces?’, –obvió la respuesta–. ‘¿Sabe realmente a lo que se enfrenta y cómo funciona esto, señor García?’. ‘Bueno, lo más importante es salir cuanto antes de este agujero y que mi nombre quede limpio de toda sospecha’. ‘Veo que no es consciente de la gravedad del asunto. Mire, le diré algo: al principio supuse que el suyo iba a ser un proceso corto, de los que se despachan en una sola sesión, con un jurado imparcial que no se fijase demasiado en el dolor ocasionado a la víctima y a sus allegados. Luego, al ver que su declaración se tambaleaba igual que un montículo de arena en mitad de una tormenta de viento, comprendí que, si queríamos tener alguna posibilidad de éxito, habría que levantar su inocencia estratégicamente de la nada. Además, el juez asignado, la fiscal y la abogada de la acusación particular son tiburones del Derecho insobornables. Así que, o colabora conmigo contándome lo que ocurrió o será usted mismo quién cave su propia tumba. Piénselo, y para la próxima reunión que tengamos sea más generoso con la verdad’, –metió en la cartera lo que había sacado y golpeó en la puerta para que abriera el guardia–. ‘Coño, picapleitos, ¿te has hartado ya de este desecho humano que da asco?’. Al presidiario le atronaba la pesadilla de los fantasmas que a menudo no le dejaban conciliar el sueño…
          Adam Walker no daba crédito a lo que escuchaban sus oídos. Apoyado en el armario del despacho del sheriff, observaba a las cuatro personas que intentaban convencerle de algo insólito: no cumplir con su deber. ‘No nos fastidies, hombre –dijo, uno de los presentes–. Lo único que te pedimos es que, cuando declares en el juicio de John García, te pongas un poco de su parte, y que suavices el informe que hiciste del registro en su casa. Nada más. No creo que sea tan difícil. El Gobernador no quiere que los medios le den mucha publicidad, y para eso tu colaboración es fundamental’. ‘No sé vosotros, pero yo me siento un policía al servicio de los ciudadanos, un defensor de la ley y del orden. Parecéis patéticos’. Cuando regresó a su sitio tenía un aviso de la centralita: ha llamado la hijastra de su cuñado, que lo volverá a intentar después del almuerzo…



20.
Pensé que no llegabas. ¡Vamos, démonos prisa! Apenas falta hora y media para que empiece el juicio y te quiero poner al corriente’, –dijo Adam Walker a la hijastra de su cuñado–. ‘Perdona, vengo conduciendo desde California y, a la altura de la ciudad de Stockton, había mucho tráfico. No sé por qué se forma ahí tanto atasco. Fui a Santa Rosa, a unas jornadas convocadas por la organización “Onward Together”, la que fundó Hillary, y ya sabes cómo son estos encuentros: a la salida te pones a hablar de política y no ves la hora de irte’. ‘Bueno, lo importante es que ahora ya estás aquí. Mira, una cafetería, ¿tomamos algo?’. ‘Sí, estoy hambrienta. –Pidieron café americano, huevos con beicon, tortas de maíz con sirope de arce y unas fresas naturales–. ¿Qué tal la familia?’. ‘Todos bien. Las niñas creciendo muy deprisa y nosotros más viejos. Lo normal’. ‘¿Cuánto hacía que no nos veíamos? ¿Desde la boda de mi hermana?’. ‘No, fue en el entierro de la abuela’. ‘Cierto’. Oye, si no te importa, el tiempo se nos echa encima y me gustaría…’. El inspector llevó la conversación a donde le interesaba: eludir la propuesta de sus superiores respecto a maquillar la declaración sobre los indicios que apuntaban directamente al acusado como presunto autor del asesinato por el que se le incriminaba. ‘Ya, pero si lo haces seguro que te arrepentirás’, –intervino ella–. ‘Eso no me quita el sueño –afirmó–, me gusta llevar la contraria a la autoridad. Ahora lo que me interesa saber es tu opinión’. ‘Venga, dispara’, –rieron con ganas–. Resumió lo más que pudo la escena del crimen, y las especiales circunstancias que empujaron a la abuela a librar la batalla contra el asesino de su nieta. ‘Además, te digo que, si de algo sirve esta profesión, ahora tengo la oportunidad de demostrarlo’. ‘Intuyo que vas a cooperar con la fiscal del distrito, ¿me equivoco?’. ‘Hemos tenido un primer contacto. Es una gran profesional, y sí, estoy a su servicio, como no podía ser de otra manera’. Cuando entraron en la sala se quedaron en la parte de atrás. La zona donde se sitúa el preso aún estaba vacía. Las mesas de los principales intervinientes, cargadas con su material de trabajo, eran un panal de abejas endulzando la cara y la cruz del laberinto de pesquisas hechas. Adam Walker se acercó a Charlotte Bennett y le entregó una hoja doblada donde había escrito los posibles candidatos a jurado. Ella le apretó el brazo en señal de agradecimiento y se la guardó en el bolso.
          Mayalen, con su silla pegada a la mía, llevaba la ropa de los domingos, la misma que lucía en cada ceremonia de la iglesia. El reverendo, mexicano también, y afincado en Carson City desde hacía más de sesenta años, le dio una pequeña postal, a modo de amuleto, del Templo de San José, en Colima, un hermoso lugar de torres puntiagudas, con aire gótico, y que incluye el bellísimo jardín donde, a la caída del sol, los lugareños platicaban en la rinconada que acoge el Pocito Santo o Charco de la Higuera. La guardó en una funda de plástico, junto a otras estampas, y recordó las veces que había transitado por allí llevando consigo a alguno de sus nueve hermanos, feliz con las pocas pertenencias que tenían, inocente y ajena al sufrimiento que se cebaría en sus entrañas, hasta el final de sus días. Las manos huesudas, temblorosas, desfiguradas por la tarea doméstica, agrietadas y huérfanas de afectos, iban de los pliegues de la falda al borde de la mesa, buscando el amparo de un solar donde enfoscar la tristeza. Nos miraba, y parecía pedir a gritos una fórmula mágica para anestesiar el miedo a lo desconocido, un inmediato presente que abriría las puertas del proceso a punto de iniciarse. Me molestaba que inspirara ternura, porque esa arma la quería manejar yo con los miembros del jurado. En algún momento de aquella larga espera, no sabría precisar, nos confesó que sentía ganas de abandonar y salir corriendo, pero el recuerdo del incendio de la fábrica textil, donde murieron los padres de la niña, y la responsabilidad que adquirió criándola, fueron más fuertes. Así que, con las palabras cargadas de bondad, dijo en voz baja: ‘Doña Allison, ¿cuándo empezamos?’. ‘Pronto. Primero ha de entrar el presunto culpable. A continuación, el juez. Y por último hemos de elegir a las doce personas que decidirán el veredicto. Tenga un poco de paciencia, ya casi estamos’. ‘¿Y si me estoy equivocando?’. ‘Querida, si yo fuera familia suya, estaría orgullosa de usted’.
          Michelle se retrasó bastante, así que ocupó la silla vacante a mi derecha, posición que la situaba prácticamente frente al estrado. Con prominentes ojeras y una delgadez acelerada que nos tenía a todos muy preocupados, se había pasado el fin de semana extrayendo jurisprudencia, de libros de consulta, con la que contextualizar nuestros argumentos. No sé qué habría hecho sin su ayuda, pero la verdad es que tanta implicación rozaba los límites. Traté de inculcarle aquello que afirmaba Richard, mi padrastro, durante el tiempo que formé parte de su equipo: ‘No hagas tuyos los fracasos de otros, pero tampoco te apoderes de sus aciertos. Tú sólo eres ese tren de mercancía que traslada equipaje con el embalaje de la verdad, aunque ésta sea mentira’. ‘Echa un vistazo a esto –dijo, dándome unas hojas impresas–. Lo encontré antes de venir’. ‘Entonces, según pone aquí –le hablaba al oído–, en 1989, en Newton, un pueblo del condado de Sussex, en New Jersey, Graham contra Seals, se consiguió que al violador y asesino de su esposa le juzgaran y condenaran al corredor de la muerte por los delitos imputados’. ‘Así es. Resulta que, una mañana, a mediados de agosto –la becaria lo había memorizado–, la mujer, como cada día, atravesó un campo para acortar distancia hasta su lugar de trabajo. Un hombre corpulento silbaba una melodía pegadiza mientras pedaleaba. Cuando llegó a su altura, se abalanzó contra ella y la forzó detrás de unos matorrales. Ella opuso resistencia y él la golpeó en la sien con algo contundente. Así que, sobre un cuerpo ya inerte, finalizó el desahogo’. ‘Es fabuloso porque ese mismo modelo nos servirá para apoyar la denuncia que presenta nuestro cliente. Buen trabajo, querida. Guárdalo como un comodín en la manga’. ‘Aún no has oído lo mejor. Esto sí que, en todo caso, es un póker de ases –de la cartera sacó otras fotocopias y me las dio–: el estado de Pensilvania contra Harvey Watson…’. Consulté el reloj y vi que todavía faltaban quince minutos. La inconfundible respiración del detective sonaba detrás de nosotras. Alargó el brazo y nos dio una carta cerrada.
          Para Ethan Ross, haber colaborado estrechamente en el caso del asesinato de Alexa Valdés, le sirvió para reciclar el olfato de sabueso rastreador, tan envidiado por los colegas de la profesión. Pero también, y lo más importante, con ello recuperó la confianza en sí mismo, esa forma honrada de trabajar en pos de la justicia. Aguardaba impaciente la llegada de la chica del sadomasoquismo, a la que no veía desde que los ayudantes del sheriff la llevaron a un lugar seguro. Le preocupaba que, durante el interrogatorio, usaran técnicas de desestabilización emocional, peligrando el pacto que hizo para contar la verdad, a cambio de ingresar en el Programa de Protección de Testigos. Sin embargo, confiaba en su palabra e imaginaba las ganas que tendría de salir a la calle sin miedo a ser descubierta, aunque el precio fuera empezar de cero en otro país. ‘¿Nervioso?’, –le pregunté–. ‘Impaciente. Ojalá que acabe cuanto antes y nos vayamos a tomar unas cervezas’, –bromeó–. ‘Eso de ahí te va a interesar’, –señaló el regalito que nos había dejado–. ‘Sí, supongo. ¿Qué es?’. ‘La guinda del pastel. Una información tan valiosa que cambiará el rumbo del juicio’. ‘Michelle, léelo, –pero llegué tarde, la becaria ya lo hacía–. Oye, esto huele a despedida y ahora no nos puedes dejar solas, ¿eh?’. ‘¡Anda!, céntrate en lo tuyo. Respira hondo. Confío en ti, lo vas a hacer muy bien’. ‘Uy, no estoy tan segura’. Se recostó en el banco y comenzó a escribir en su desgastada libreta. Cuando, por diversos motivos, decidió abandonar la policía, prometió luchar para erradicar la pena de muerte, porque había visto a demasiados inocentes perder la vida, pero esta vez le asaltaban todas las dudas juntas y quería condenar a aquel individuo a la pena máxima. Eso, o que la edad, los kilos de más, la pérdida de horizonte o el agotamiento mental, fueran suficientes razones para descolgar la placa de investigador privado y rociar la tea de resina suficiente para que no se apague la llama.
          El silencio en la sala era mayúsculo, plomizo, como los días de calor que merman las ganas de levantarse de la cama. Hacía algunos días que la opinión pública izaba la bandera de las revueltas, y los medios de comunicación un juicio paralelo sin haber comenzado el oficial. Había para todos los gustos: Quienes se inclinaban por la inocencia del prisionero, a punto de aparecer, mostraban su apoyo a los allegados con declaraciones de alabanza y críticas a un sistema que para algunos tocaba fondo. Mientras que otros se nombraron verdugos para empujar, sin contemplación, el émbolo de la jeringa, planeando elevar la protesta a nivel federal si quedaba en libertad. Unos y otros, cada cual con sus razones, removían los argumentos por encima de un charco de bilis que en nada contribuiría a mantener la calma entre los asistentes. Sin embargo, el jaleo de gente acercándose deprisa nos devolvió a la realidad. Un timbrazo seco procedente de la galería interior abrió la puerta lateral disimulada con maderas lisas. Precedido por cuatro guardias con chalecos antibalas, John Alexander García, arrastrando la cadena que acortaba sus pasos y disminuía el movimiento de las manos esposadas, irrumpió socarrón y desafiante, adoptando inmediatamente después el papel de víctima. Estaba más gordo. La madre se abalanzó a abrazarlo, pero los agentes la empujaron para atrás. ‘Mucho cuidado con ponerme la mano encima. ¡Ustedes todavía no saben con quién están tratando!’, –se defendió, a la desesperada–. El reo localizó a Mayalen y clavó sus ojos en ella, provocando una punzada en las tripas de la mujer que casi le hace vomitar.
          ¿Preparado señoría?’, –dijo el secretario–. ‘Déjate de coñas y abre de una vez’, –ordenó–. ‘A sus órdenes, jefe’, –soltó con complicidad–. Se arregló un poco la toga, comprobó que llevaba los zapatos abrochados, brillantes, y comentó: ‘¿Te he contado que una vez…?’. ‘Joder, ya estamos. Vamos, prepárate, y bebe un poco, anda’, –desenroscó la petaca y se echó un largo trago de alcohol–. ‘¿Entramos?’. Entonces, con solemnidad, irrumpió y dijo: ‘¡Todos en pie! Preside el honorable juez Robert Franklin Jr., titular de la sala 3 The Carson City Justicie and Municipal Court’, –se retiró y, pasados unos minutos, el magistrado tomó la palabra: ‘Letrados, procedan con sus argumentos’.



21.
Con la venia –intervino el abogado defensor–. Antes de que haga su aparición “The Jury Pool”, en nombre de John Alexander García, aquí presente –señaló en dirección al prisionero–, y en el mío propio, pedimos la nulidad del juicio al haberse cometido irregularidades en la obtención de determinadas pruebas que comprometen la fiabilidad y la inocencia del acusado’. Ese arranque nos descolocó. ‘Explíquese’, –ordenó el magistrado–. ‘Pues, por ejemplo, que se cometió allanamiento de domicilio, ya que se ejecutó el registro del mismo sin que mi cliente estuviera presente’. ‘¡Protesto, señoría! Eso no es verdad. La oficina del Fiscal del Distrito obtuvo una orden de registro y éste se llevó a cabo con todas las garantías. Aquí la tengo’. El magistrado la estudió, ajustó al puente de su nariz la gafa de media luna y respondió: ‘Denegado. Puede que no se hayan percatado, o tal vez sea la emoción de verse en tan solemne espacio, pero están en la sala 3 The Carson City Justicie and Municipal Court, donde soy la máxima autoridad. Así que, tales decisiones sólo las tomaré yo. De modo que, ahora, acérquense al estrado, porque, para lo sucesivo, vamos a dejar algunas normas muy claritas. Usted también, –dirigiéndose a mí. Apagó el interruptor del micrófono y, en voz baja, habló contundente–. No me toquen las pelotas nada más empezar, ¡eh! ¿Las partes tienen noticia de otras anomalías?’, –preguntó–. ‘No, no nos consta –contesté yo–. El inspector de la oficina del sheriff que ha llevado la investigación, y su equipo, son grandes profesionales que saben cómo realizar dicho trabajo. Confiamos plenamente en la trayectoria seguida con las pesquisas’. ‘¿El abogado de la defensa tiene algo más que añadir al respecto?’. ‘Pues sí, mire, ahora que lo dice. Aquí todo gira alrededor de las afirmaciones de una vieja chiflada con la sola pretensión de que mi cliente pague por lo que no hizo, sin reconocer que su nieta, presunta víctima, era una yonqui prostituta que por “un pico” era capaz de vender incluso a su propia abuela’. ‘¿Algo que objetar, letrada?’, –preguntó por rutina–. ‘Nada. Nosotros preferimos reservar nuestra opinión y no entrar en descalificaciones personales que no conducen a ningún sitio. Preferimos demostrar la verdad de lo ocurrido y que se aplique justicia’. ‘Entonces, dicho esto: ocupen sus asientos que hay mucha tarea por delante’. ‘No es justo. Si al menos permitiera que…’, –no terminó la frase, el juez alzó las cejas indicándole que se fuera–. ‘¿Algo va mal, doña Allison?’. ‘No, tranquila, Mayalen. No se preocupe’.
          Uno a uno, como si se tratara de un desfile de alta costura, entraron los candidatos a jurado bajo la atenta mirada de quienes no perdíamos detalle del atuendo, la expresión de ojos, la calidad de escucha, los movimientos de manos y la emoción o apatía que caracterizaba el cumplimiento del deber. Todo, con tal de hacernos una idea del tipo de personas sobre las que recaería el destino de la víctima y del acusado. Hombres y mujeres con problemas e inquietudes semejantes al resto de nosotros, con los mismos sueños y desvelos, iguales miedos y emociones, la misma carga de fracaso y de éxito que nos sostiene como seres racionales. Ojeé el listado: había electricistas, madres solteras, camioneros, cajeras y reponedores en supermercados, católicos, ortodoxos, ateos, viudas, empleados de banca, médicos, cocineros, emigrantes legales… En fin, una pequeña representación poblacional de los ciudadanos censados. Entre ellos se encontraba algún veterano que ya vivió la experiencia en convocatorias anteriores, pero la mayoría se enfrentaba por primera vez a la difícil tarea de decidir con objetividad. ‘Oiga, yo no tenía que estar aquí, ¿sabe usted? Este informe médico acredita la lesión de espalda que padezco’, –murmuró alguien a otro compañero–. ‘Pues, ¡anda que yo! –contestó éste–, con dos menores de doce años que dependen de mí, ya me dirá’. ‘Haberse excusado al “Jury commission”, que es el órgano encargado de liberarles. Y guarden silencio, que no me entero, coño’, –protestó malhumorada una señora mayor encantada de vivir dicha experiencia–. Mientras sucedía ese diálogo, Michelle subrayó lo más importante del documento que Ethan Ross nos había dejado sobre la mesa. Era, ni más ni menos, que la ficha policial de la madre del Johnny donde, además de desobediencia a la autoridad por escándalo público que le costó tres días de calabozo, evasión de impuestos penado con dos años de cárcel sin fianza, varias denuncias por adulterio y alguna que otra pelea de club nocturno, incluyendo la consabida brecha en la frente, figuraba su participación en una de las palizas propinada por su vástago a Alexa Valdés, negándole su derecho al auxilio. ‘¿Quizá presenciara también el asesinato de la chica y calla como una perra?’, –soltó de pronto la becaria a punto de llorar–. ‘Habrá que averiguarlo. En cualquiera de los casos, lee aquí’, –deslicé una hoja de papel amarillento. Richard, mi padrastro, me enseñó que había que tener amigos hasta en las alcantarillas, desde entonces he seguido su consejo–. ‘¿De dónde lo has sacado?’. ‘Un antiguo novio trabaja en el FBI. Ahora mantengo encuentros virtuales con él y su familia: una mujer espectacular y tres hijos encantadores. La otra noche, después de hablar por videollamada con su esposa, me llegó este fax’. ‘¿La información está contrastada?’. ‘¿Tú qué crees?’. ‘Pues, que, si se la involucra en un feo asunto de pederastia, del cuál se libró a saber cómo, no me extrañaría que…’. ‘Cuidado con afirmar hechos que no puedes probar, querida’. El detective, siguiendo mis indicaciones, fue a buscar un vínculo delictivo entre el descendiente y la progenitora. ‘Si lo encuentra será un logro para nosotros’, –afirmó mi ayudante.
          ‘Si dejan de secretear podremos empezar con la elección de jurado, ¿o prefieren que los desaloje a todos?, –dijo, con irónica resignación–. Así lo hicimos. Por intuición, más que otra cosa, no me resultó difícil, con arreglo a los patrones que elaboramos concienzudamente la noche anterior, elegir a los candidatos equilibrando la paridad, el nivel social, la media de edad en torno a los cuarenta y cinco años, el color de la piel y las diversas profesiones que desempeñaban. A priori, la ausencia de oposición entre mis adversarios repartió un caldo de transigencia que pronto se consumió, flotando en el ambiente nubes espesas y agrias, cuando el abogado defensor intervino. ‘Un momento, perdonen. Nosotros no queremos a tres de los seis negros que ya estarían admitidos. Opinamos que esta clase de gente viene con la palabra “culpable” escrita dentro del bolsillo’. ‘Exigimos que dicho comentario segregacionista sea retirado por la defensa, ya que es discriminatorio y no se ajusta a ningún precepto legal. –Michelle encontró lo siguiente, que me pasó avispada–: Les recuerdo que, hacer una recusación basándose en el color de la piel, viola la “Cláusula de Igual Protección” recogida en la Decimocuarta Enmienda’, –me puse de pie para dar mayor solemnidad al argumento–. Los comentarios en la bancada elevaron el tono tratando de interrumpir mi testimonio, pero la representante del gobierno terció a mi favor. ‘Magistrado, ruego dejé a la señora Morgan disertar sobre ese punto que nos parece muy interesante’, –fue bastante convincente–. ‘Prosiga’. ‘Gracias. Como saben, en 1986, en un tribunal del estado de Kentucky, un fiscal excluyó a unos miembros afroamericanos quedando sólo seis blancos’. ‘¿Letrada, acaso se refiere al caso Batson?’. ‘Exacto’. ‘Pues, como no lo aclare mejor, ya se puede ir olvidando, porque no admito supuestos ni divagaciones’ –dijo el juez–. ‘Continúo. Descartar la candidatura de cualquiera por meros prejuicios raciales es indigno e inhumano. Bien, en aquella ocasión la Corte Suprema de los Estados Unidos alegó que las motivaciones basadas en la raza no eran justificación coherente. Apelamos al buen criterio que nos consta de usted’. ‘Supongo que no querrá que le demos publicidad a un acto de marginación en el seno de esta sala, ¿verdad? –irrumpió Charlotte Bennett–. Sería un manchón bastante feo al final de su ilustre carrera’.
          Adam Walker no perdía detalle y pensó: ¡mira que son listas las jodías!, refiriéndose al cruce de diálogo anterior protagonizado entre ambas mujeres. Estaba satisfecho con la conversación ilustrativa mantenida con la hijastra de su cuñado, otra dama de altura, a la que ofreció también formar parte del equipo que le ayudaría con la candidatura de presentación a sheriff de Carson City, pero ella estaba volcada en otros asuntos y no le daba la vida para más. Quizá, él debería de hacer caso a su esposa, no complicarse y dejarlo estar. Sin embargo, a veces, según las circunstancias o necesidades de complicidad y servicio que cada cual tiene, prevalece la vocación por encima de los sentimientos. Un compañero de graduación, jefe superior de policía, residente en otro estado, con el que nunca perdió el contacto, se enfrentaba a la difícil tarea de desmantelar la oficina y detener a casi toda la plantilla por corrupción, malversación de fondos y prácticas violentas contra los detenidos. Afortunadamente, en su jurisdicción no se daban motivos semejantes, sino que optaba al cargo para cambiar algunas cosas o hacerlas de manera diferente, con mayor empatía y menos mano dura. No obstante, esa era una batalla que habría de librar más adelante, ahora…
          Señoras y señores miembros del jurado –el juez Robert Franklin Jr. se dirigió a ellos–. De acuerdo con las normas y leyes que rigen nuestro país, es mi obligación desafiar la buena voluntad que tengan ustedes de seguir hasta el final, informándoles de la gravedad del caso al que nos enfrentamos: “asesinato en segundo grado”. ¿Alguno no entiende bien dicho término?, –todos callaron–. Lo digo por si quieren abandonar antes de desgranar los detalles’. Nadie se movió del asiento y le aguantaron la mirada. A la pregunta de si tenían alguna relación con las partes, sus abogados o los testigos respondieron que no. Entonces, hizo una breve reseña del sumario, presentó a la víctima y al acusado, y se detuvo en la figura de Charlotte Bennett, de quien dijo ser la representante del gobierno y, por tanto, la máxima autoridad, por debajo de él, claro. Quedó callado, bebió agua del vaso que anteriormente se había servido y dejó que prosiguiera el secretario. ‘Pónganse en pie –los doce lo hicieron. Seis machos y seis hembras. Mitad negros y mitad blancos, ricos y pobres, humildes y arrogantes. Demócratas y Republicanos–. Alcen sus manos derechas: ¿juran emitir un veredicto con arreglo a la inocencia o culpabilidad del acusado según los hechos presentados y no en base a conjeturas formadas a través de opiniones fundamentadas en prejuicios incoherentes?’. ‘Sí, juramos’, –sonó a una sola voz–. ‘Se abre la sesión. Tiene el turno de palabra doña Charlotte Bennett. Cuando quiera, letrada’. ‘Gracias, señoría…’. 



22.
Rogamos suba al estrado nuestro primer testigo –Charlotte Bennett comenzó así de solemne cogiéndonos a todos por sorpresa y al que más al juez Robert Franklin Jr.–: el inspector Adam Walker, segundo responsable del departamento de investigación en la oficina del sheriff de Carson City’. ‘Levante su mano derecha –indicó el secretario, acercándose con la Biblia en la mano–: ¿Jura que el testimonio que va a aportar es la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad?’. ‘–pronunció convincente delante de la silla de cuero desgastado donde habría de sentarse–, lo juro’. ‘Diga a este tribunal su nombre completo y el cargo que ostenta, por favor –poco más y nos lee la hoja de servicios de los últimos veinte años–. ¿Reconoce al acusado –señaló con el dedo– aquí presente?’. ‘Claro, yo mismo le tomé declaración’. ‘¿Qué impresión le causó?’. ‘Ninguna en especial’. ‘¿Diría que es un hombre honrado, justo, patriótico?’. ‘No dispongo de información suficiente para emitir opinión al respecto’. ‘Cuál de estos perfiles cree que se ajusta más a la persona que hoy juzgamos: ¿el de Papá Noel cargado de regalos colándose por la chimenea en las casas de los niños o el de don Vito Corleone que hace correr la sangre inocente por las calles de la ciudad?’. ‘¡Protesto, señoría! –dijo el abogado defensor–. La fiscal coloca al testigo en un callejón sin salida’. ‘Se acepta. El jurado no tendrá en cuenta, para sus deliberaciones, esto último’. Sentí el vértigo de ir por mal camino, como el pánico que se agarra a la espalda cuando te roza el acero de la navaja poniéndote en peligro. ‘Permítanme formular la pregunta de otra manera –sugirió–: ¿Qué le indujo a enviarlo a prisión? ¿Acaso la sospecha de haber planeado con premeditación el asesinato de la víctima?’. ‘¡Protesto, señoría! Sigue coaccionando al testigo y dando por hecho lo que aún no se ha probado’. ‘No ha lugar. Conteste, por favor’. ‘Cuando la demandante –refiriéndose a Mayalen– fue a poner la denuncia, yo estaba de guardia. Recogí la hoja reglamentaria, adjuntando parte de la documentación que traía, y activé el protocolo correspondiente. La investigación posterior nos llevó a cursar la orden de busca y captura, así como al registro en la vivienda del sospechoso’. ‘¿Encontraron esto –le mostró la camiseta y el pantalón manchados de sangre– en casa de John Alexander García?’. ‘Oiga –saltó el abogado–, esa ropa puede pertenecer a cualquiera’. ‘Si lo que intenta decir es que protesta, no ha lugar –soltó el juez–. Y si la señora fiscal no aclara qué pretende demostrar con eso, irán a mi despacho’. ‘Facilito el análisis proporcionado por el laboratorio donde se demuestra que los restos de sangre hallados en las prendas pertenecen a la víctima’. ‘Lo cual no significa que mi cliente sea el autor del crimen’. ‘Pues yo diría que sí, caballero, ya que también hay del mismo grupo sanguíneo del encausado. Por tanto, lo presentamos como prueba número uno. No tengo más preguntas. Todo suyo, letrada’. ‘Adelante’ –me autorizó el magistrado.
          Si aquella mañana, de temperaturas bajo cero, Brayden Morgan hubiera escuchado la intervención que hice en la sala 3 The Carson City Justicie and Municipal Court, ante tan ilustre público, lo habría publicitado de punta a punta de Wyoming, festejándolo con la misma emoción que le envolvía cada 4 de julio, cuando montado a caballo lucía el envejecido traje de cowboy que estilizaba tantísimo su delgada figura, con la pipa apoyada en la comisura izquierda de los labios y aséptica de babas. Pero también estaría orgulloso Richard Smith, el segundo marido de mamá, que me dio la oportunidad de desarrollar mi intelecto dentro de esta hermosa profesión. Así que, mi profundo agradecimiento a ambos, que, desde perspectivas muy diferentes, supieron inocular en los cimientos el forjado del compromiso sobre el que se asienta la persona que hoy en día soy. ‘Además de lo que ha contado: ¿qué más encontraron en la vivienda?’. Antes de contestar el otro ambos se aclararon la garganta. ‘Todo estaba bastante revuelto’. ‘¿Hallaron objetos sexuales propiedad del procesado?’. ‘Protesto de nuevo. Aunque dichos juguetes estuviesen allí no se le puede atribuir –refiriéndose al Johnny– la propiedad al caballero’. ‘Se acepta’. ‘¿Podría concretar la clase de instrumentos que eran?’. ‘Por favor, letrada, su morbosidad traspasa los límites de la ética –dijo, seguro de triunfar–: protesto una vez más’. ‘No ha lugar –vocalizó desde el estrado Robert Franklin Jr.–. Conteste’. ‘Cadenas, ataduras para las muñecas, pinzas de pezones… No sé: látigos, fustas, lubricantes…’. ‘¿Es esto?’ –saqué una caja con todo y le di copias del inventario al secretario, que repartió entre el juez y los colegas–. ‘Sí, claro’. ‘Prueba número dos, y que conste en acta que el semen encontrado coincide con el ADN de John Alexander García’. ‘¿Tiene alguna otra pregunta, señora Morgan?’. ‘Sí, una más’. Ethan Ross escuchaba de pie, al fondo, en la parte de atrás. Había llegado poco después de empezar el interrogatorio, y la amplia sonrisa que me dedicó, cuando le miré, apaciguó los nervios del relajo que reaparecían dentro de mí. ‘Vamos, ¿a qué espera?’. ‘¿Dónde encontraron este machete –lo puse en alto para que el jurado lo viera bien– inspector Walker?’. ‘Detrás del cubo de basura, en una bolsa de deporte y envuelto en una toalla’. ‘El testigo lo ha identificado. Aportamos nuestra prueba número tres. –Concluí la intervención–. Su turno’.
          Tras alisar las solapas del traje de raya diplomática que marcaba la diferencia social con la mayoría de nosotros, el abogado defensor, con las manos en los bolsillos del pantalón, hizo uso de la palabra. ‘El puesto que desempeña es el de segundo responsable en el departamento de investigación de la oficina del sheriff, ¿cierto?’. ‘’. ‘Aunque en realidad planea estar ahí por poco tiempo y cambiarse al gran despacho, una planta por encima, ¿verdad?’. ‘Lo siento. No comprendo. Perdóneme’. ‘Claro que me entiende. ¿Niega acaso que prepara la candidatura para erigirse como máxima autoridad policial de la comarca?’. ‘¡Protesto, señoría! –saltó la fiscal enfurecida–. No guardan relación los proyectos profesionales del testigo con los hechos que abordamos’. ‘Admitida. Letrado –dirigiéndose al otro–, le recuerdo que Mr. Walker es un respetabilísimo funcionario público, por lo que no consentiré que quede en entredicho su honorabilidad. No sé si me entiende. Un desliz más y le acuso de desacato’. ‘Pido disculpas. –Se apoyó en la barandilla que aislaba la tribuna del jurado, impidiendo a sus miembros ver al acusado–. Acláreme lo siguiente: ¿por qué retuvieron a mi cliente en la sala de interrogatorios más de cinco horas?’. ‘Bueno, ya sabe que no se pueden activar los protocolos de forma rápida’. ‘¿Usted cree que ése fue el motivo, o más bien es que no tenían idea y les vino muy bien involucrar al señor García?’. ‘No tolero que se empleen afirmaciones de ese tipo que colocan en la cuerda floja a la oficina del sheriff –Charlotte estaba muy enfadada–. ‘Si se me permite argumentaré la teoría’. ‘Continúe –esta vez el juez parecía interesado en saber– por favor’. ‘Gracias –se giró hacia Adam y disparó–: ¿Es cierto que, al conocer los detalles referentes a cómo se produjo la muerte de la víctima, confesó a uno de sus compañeros que se le revolvieron las tripas sólo de pensar que eso mismo podría haberle pasado a una de sus hijas?’. ‘¡Protesto, señoría!’. ‘Denegada. Conteste el testigo a la pregunta’. ‘Es una reacción muy humana. Uno no cree en la vulnerabilidad de los suyos hasta que comprende que el peligro está al acecho de todos’. ‘Es decir: ¿dicho sentimiento supeditó el fondo y la forma?’. ‘Son sólo suposiciones de la defensa –interrumpí espontánea– que no se ajustan a la realidad’. ‘Contrólese, Ms. Allison, que no le corresponde ejercer el papel de la protesta –dijo, con tono y expresión cómplice–. ¿El testigo desea añadir algo al respecto?’. ‘Bueno, pues…, –titubeó–. Todo se hizo legalmente: alguien le reconoció y declaró que, una vez, en una práctica sexual a la que asistía con asiduidad, alardeó de haber asesinado a su novia mexicanita sin que ella opusiera resistencia’. Mayalen, en un acto reflejo, intentó levantarse, pero Michelle la detuvo. El Johnny continuó con su media sonrisa socarrona, enseñando los deslucidos y repugnantes dientes amarillentos que tanto rechazo me producían. ‘¿Cómo definiría psicológicamente a mi cliente?’. ‘Protesto –se levantó Charlotte–. La profesión del señor Walker no es analizar las conductas mentales de los seres humanos, sino buscar la verdad y que se haga justicia’. ‘Denegado. Sería interesante conocer la opinión del inspector’. ‘No sabría qué decir, sólo me limito a los hechos’. ‘¿Le parece agresivo, bipolar, peligroso, esquizofrénico, estratega…? –enumeró el abogado–. ¿O tal vez reconocería que es un mero damnificado del sistema?’. ‘¡Por el amor de Dios abogado –exclamó la fiscal– su actitud es intolerable!’. ‘No haré más preguntas’. El daño ya estaba hecho, y, si quería que comentarios de esa índole no calaran en la sala, tenía que espabilar. Así que, en contra de la opinión de Ethan y Michelle, que no eran partidarios de destapar una de nuestras cartas, pedí permiso para repreguntar. Caminé hacia el estrado y me detuve ahí, para que el juez escuchase bien la pregunta. ‘Nos ha quedado claro que es el segundo responsable en el departamento de investigación de la oficina del sheriff. Por tanto, es probable que pasen por sus manos casi todas las denuncias originadas en la ciudad’. ‘La mayoría, sí’. ‘¿Reconoce esta firma?’. ‘Sí, es la mía’. ‘¿Entonces, podría decirse que cursó la orden de busca y captura contra la madre de John Alexander García por –se movió inquieto en la silla– un feo asunto de pederastia?’. ‘Comprenderá que es imposible recordar exactamente la trayectoria de cada caso’. ‘No se preocupe, refrescaré su memoria. Usted, en cumplimiento del deber, envió una patrulla para que la detuvieran, pero enseguida recibió un comunicado interno para que paralizara la búsqueda. ¿Me equivoco?’. ‘Letrada, me estoy cansando. ¿A dónde quiere llegar?’. ‘Ya termino. Señor Walker: ¿No es verdad que la mujer en cuestión financió la campaña presidencial de un alto cargo del estado de Nevada, y que por esa razón borraron su nombre de aquel abuso a menores que se produjo meses antes?’. ‘No me consta –contestó muy apagado– eso que dice’. ‘¿Niega a este tribunal que, cuando saltó en la base de datos el nombre de la persona a la que hoy se juzga por asesinato, una voz anónima intentó hacer lo mismo para que quedase libre de culpas?’. ‘No me consta’. ‘¿Es cierto que usted lo impidió?’. ‘No me consta’. Abandonó el puesto de los declarantes guiñándonos un ojo. ‘Señora Charlotte Bennett, en la lista que ha entregado figura una testigo que, por motivos de seguridad, preferiría declarar detrás de un biombo. No tengo inconveniente’. ‘Gracias, señoría. Llamo a declarar a la chica del sadomasoquismo…’.



23.
Custodiada por cuatro agentes del FBI, colocados uno a cada lado de ella y dos por detrás, la chica del sadomasoquismo apareció con gafas oscuras de concha ancha, gorro de lana con cubreorejas y un abrigo hasta los pies que disimulaba la fragilidad de su estructura por haber permanecido escondida durante meses. Oculta, detrás del biombo, aunque con la suficiente visión como para buscar cobijo en Ethan Ross, deseaba que aquella pesadilla acabara cuanto antes y emprender la nueva vida prometida lejos de allí, a miles de millas de lo que había sido un auténtico calvario. Previo a su llegada, el juez Robert Franklin Jr., nos convocó en el despacho para recordarnos que, en la sala 3 The Carson City Justicie and Municipal Court, no se toleraba ninguna gilipollez y que tuviéramos mucho cuidado con descubrir la verdadera identidad de la declarante o mencionar su inmediato ingreso en el “Programa de Protección de Testigos”. Así que, para preservar el anonimato, la llamaríamos Nancy. ‘Cuéntenos la relación que ha tenido con el acusado –Charlotte comenzó así el interrogatorio– y cuánto duró’. ‘Sólo profesional. Nueve o diez meses. No sabría calcularlo’. ‘¿Podría ser más explícita?’. ‘Pues… Es que…’. ‘Conteste sin monosílabos para que este tribunal pueda entenderla’. ‘Yo trabajaba en un club de prácticas eróticas y él era de los habituales’. ‘Pero se veían también fuera del local, ¿me equivoco?’. ‘¡Protesto, señoría! –saltó el abogado defensor–. Con esa suposición la fiscal coloca la privacidad de mi cliente en un callejón sin salida’. ‘Denegada –indicó con autoridad–. Responda la testigo’. ‘Bueno. Sí. A veces. En su casa. En la mía. No sé. Ya me entienden’. ‘Reproduzca aquí lo que declaró al inspector Adam Walker’. ‘¡Protesto, señoría!’. ‘No ha lugar. Continúe’. ‘Habíamos bebido más de la cuenta. El Johnny estaba muy borracho y hablaba sin parar de los timos que hacían en el taller mecánico propiedad de su familia. Entonces, sin venir a cuento, dijo que había matado a su exesposa y que, haciéndolo, experimentó un placer sin igual. Yo me asusté tanto que desde ese día no volví a verle’. ‘Aguarde un instante. Eso no es válido si se ha expresado bajo los efectos de embriaguez. Por tanto, prot…’. ‘Ni lo intente –se oyó en tono contundente–, abogado’. ‘Señoría, permítame cederle los últimos minutos de esta intervención a Allison Morgan. No se arrepentirá’. Aunque accedió lo hizo con la condición de retirarme la palabra si lo veía oportuno. ‘Nancy, seré muy breve: ¿Identifica este teléfono móvil?’. ‘Sí, es mío–le enseñé el celular guardado en una bolsa de plástico–. Creí haberlo perdido’. ‘Por lo tanto: ¿es correcto afirmar que las fotos, videos y demás archivos que hay en el dispositivo están hechos por usted?’. ‘Supongo’. ‘Juez Franklin, señoras y señores del jurado, público en general, escuchen la grabación. –La voz inconfundible del reo reprodujo el regocijo de haber matado a Alexa–. Lo presentamos como prueba número cuatro. Todo suyo –dije con la boca pequeña al abogado defensor–, letrado’. ‘¿Qué entiende usted por “relación profesional”? ¿Acaso no rogó al señor García que la sacase de aquel mundo de lujuria, a cambio de convertirlo en su proxeneta?’. ‘¡Protesto, señoría! No juzgamos a la testigo y sí al procesado’. ‘Ms. Bennett, aunque tiene lógica que aceptara su protesta, creo que será enriquecedor para el caso conocer la opinión de Nancy. Adelante’. ‘Bueno, sí. Pero me prometió que sería por poco tiempo, el suficiente para ganar bastante dinero y marcharnos juntos a Los Ángeles –se puso tan nerviosa que Ethan Ross salió en su ayuda provocándose un ataque de tos–. Después supe lo del crimen y…’. ‘Conste que la testigo lo ha reconocido. No haré más preguntas. Llamo a declarar a John Alexander García’. Dentro de la sala se formó un gran revuelo, y me consta que fuera se vivieron momentos de verdadera ternura en la despedida del detective privado y la chica del sadomasoquismo.
          Caminaba con dificultad por las cadenas que limitaban las zancadas de sus pies. Las manos, a la altura de los genitales, esposadas y enganchadas a los eslabones de abajo, tampoco podía moverlas bien. Tanto es así que, de no ser por los guardias, casi se cae al subir un escalón. No obstante, una vez acoplado, clavó los ojos en la abuela e hizo un gesto como embistiéndola con unos cuernos imaginarios. ‘Diga a esta corte dónde se encontraba el 24 de enero del presente año’. ‘En el Carson Tahoe Regional Medical Center. Me llamó mi hermano por teléfono porque habían hospitalizado a mamá con fiebres altas. Así que, salí escopetado’. ‘¿Puede probarlo?’. ‘Sí. Hay una enfermera del turno de noche que es inconfundible, tiene los pechos más grandes que jamás haya visto. Le eché un polvo rápido en la escalera de incendios’. ‘¡Protesto, señoría! Y lo hago en nombre de todas las mujeres, porque esa clase de lenguaje atenta contra nosotras menospreciándonos como seres humanos y convirtiéndonos en meros objetos sexuales o imágenes obscenas para mentes calenturientas’. ‘Admitida. Letrado, aconseje a su cliente que cuide más el lenguaje’. ‘¿Es correcto decir que meses antes de la muerte de su ex, Alexa Valdés, se la encontró tirada en una carretera comarcal y la llevó a urgencias en estado grave?’. ‘Exacto. Con un infarto de miocardio’. ‘¿Y el pronóstico?’. ‘No lo sé. Ya no estábamos juntos, rellené los papeles en admisión y me fui’. ‘¿Se considera usted un asesino?’. ‘¡Protesto, señoría! –estalló mi colega–. Está desviando la atención del verdadero problema, ya que nadie en su sano juicio lo reconocería’. ‘Denegada’. ‘Por supuesto que no. Soy incapaz de matar una mosca’. ‘Ms. Bennett –le dijo a Charlotte–, su turno’. Michelle se me acercó al oído y dijo que el abogado defensor no se había lucido en las preguntas, lo que daba a entender como que quería perder el juicio. ‘Por qué se casó si tanto repudiaba a la difunta?’. ‘Porque la muy zorra me dijo que la había preñado, y yo quería hacerme cargo del niño’. ‘¿Podía explicar entonces por qué entregó este cheque a una famosa “abortera” de Reno, por la cantidad establecida en sus tarifas, y cuya práctica a Ms. Valdés por poco le cuesta la vida?’. ‘Esa rúbrica no es mía’. ‘Sí que lo es. Y lo aportamos como prueba número seis, junto a la copia del extracto The Bank of América que reconoce la firma como auténtica’. ‘Hay una cosa del sumario que no me ha quedado clara: Si encuentran el cuerpo de la víctima tirado en una cuneta, ¿cómo es posible que la policía científica hallara restos de ADN en el presunto lugar del crimen y huellas de usted por todos los lados?’. ‘Me acojo a la quinta enmienda –el abogado defensor tiró el lapicero sobre sus notas– una y mil veces’. ‘No haré más preguntas’.  
          Llamamos al estrado a nuestra siguiente testigo –quise sonar imponente–: doña Mayalen Valdés. ‘Levante su mano derecha, –intervino el secretario–: ¿jura que el testimonio que va a decir es la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad?’. ‘Sí, señor. Pues claro. Faltaría más’. ‘Ms. Morgan –interrumpió el juez–, indique a su representada la fórmula correcta con la que ha de responder’. ‘Por favor –indiqué a la anciana–, diga lo que habíamos acordado’. ‘Perdone, doña Allison. ¡Qué cabeza la mía! Lo juro’. ‘Tranquila –empecé suave ganando confianza–¿Qué parentesco le une a la víctima?’. ‘Soy la abuela –carraspeó y el magistrado le ofreció un vaso de agua que aceptó gustosa– de mi Alexa’. ‘¿Cómo recuerda a su nieta? ¿Era una persona introvertida o extrovertida? –Michelle me pasó una nota indicando que utilizara palabras sencillas. Lo hice–. ¿Cariñosa, enfadada…?’. ‘La niña fue muy feliz hasta poco antes de cumplir los siete años, cuando mi hijo y su mujer murieron en el incendio de la fábrica textil donde trabajaban y tuvo que venirse conmigo. A partir de ese momento todo fue muy difícil entre las dos’. ‘¿Por qué?’. ‘La orfandad siempre es un trauma y quizá yo no supe cubrir los huecos que dejaron sus progenitores. Además, las malas compañías influyeron alejándonos cada vez más –señaló al Johnny– y la suya la primera’. ‘¡Vieja loca! –estalló– Ojalá te pudras en el infierno’. ‘Abogado –amonestación severa–, controle a su cliente o le expulso de la sala. No se lo vuelvo a decir. Continúe’. ‘¿Cómo las definiría?’. ‘No comprendo?’. ‘Sí, lo lamento. ¿Calificaría dichas compañías como malas, buenas…?’. ‘¡Protesto, señoría! La abogada de la acusación divide en dos categorías a los miembros de la especie humana, borrando radicalmente el “término medio” que entendemos el común de los mortales’. ‘Admitida’. ‘Tras las fuertes discusiones con su pareja, ¿en qué estado volvía a casa?’. ‘Lesionada: fractura de muñeca, supuesto ataque de ciática, brecha en la frente que según ella se hizo con el pico de la ventana… Yo la cuidaba hasta que aparecía ése y se volvía a marchar’. ‘¿Cuándo la vio por última vez?’. ‘En la cama de un hospital. Dormida por los calmantes. Tenía una pierna escayolada y desprendimiento de retina a consecuencia de haber caído por las escaleras, pero seguro que el Johnny la empujó’. ‘¡Protesto, señoría! La testigo no está capacitada para asegurar algo así’. ‘Se acepta’. ‘¿Cómo supo del fallecimiento?’. ‘En las páginas de un periódico vi la fotografía borrosa de una mujer indocumentada que me pareció familiar. Fui al depósito de cadáveres con la esperanza de que no fuera ella, pero... La tenían en una habitación muy fría, desnudita y tapada sólo con una sábana. Mi tesoro, tanto sufrimiento para terminar así, tendida sobre la mesa de autopsias por culpa de un hijo de perra’. ‘Letrada, oriente a la testigo respecto a las pautas de comportamiento a seguir, tal y como indiqué que era la política que se sigue en esta sala’. ‘Claro, por supuesto. No volverá a pasar. Señora Mayalen: ¿Por qué guarda copia de los partes de lesiones, radiografías y denuncias puestas por su nieta?’. ‘Porque los pobres sólo tenemos la verdad como única herramienta de defensa?’. ‘Presentamos como prueba número cinco un manuscrito en el que Alexa Valdés narra, con todo lujo de detalles, las vejaciones y agresiones sufridas mientras vivió con el procesado. Junto a dicho documento adjuntamos el informe grafológico que acredita la autoría de la caligrafía como perteneciente a la persona antes citada. No tengo más preguntas’. Charlotte Bennet y yo acordamos que no la interrogaría, pero el abogado de la defensa sí lo hizo. ‘Con la venia. Esta buena mujer, de lágrima fácil, cuenta lo desgraciada que fue su nieta desde que se quedó huérfana a la temprana edad de siete años, pintando un cuadro donde se ve perfectamente a la chica cándida frente al ogro malvado que la deshonra y lleva por mal camino. Sin embargo, olvida detallar algo tan importante como que la muchachita era una yonqui que buscaba en mi representado el dinero fácil. ¿Es cierto, señora Mayalen, que le robó pequeñas cosas que luego vendía en el mercado negro para conseguir hachís?’. ‘¡Protesto, señoría! El terreno privado de la testigo con su familiar no es relevante’. ‘Denegada. Conteste al caballero –ordenó el juez–, por favor’. ‘No lo recuerdo’. ‘¿Ah no? ¿Entonces mintió en la oficina del sheriff cuando dijo que, a veces, la encontraba revolviendo entre los cajones y que echó en falta una medallita de la virgen de Guadalupe, regalo de un compatriota recién llegado de México que compró para usted en la Catedral de la Basílica Menor, en Colima?’. Miré a la anciana indicándole que debía contestar lo mismo. ‘Sí, lo dije’. ‘Que el jurado tenga en cuenta que la demandante ha reconocido el perfil ladrón de la fallecida’. ‘¿A lo mejor tampoco recuerda haberle confesado a alguien de su confianza los insultos que recibía cuando ella estaba bajo los efectos de las drogas? ¿O que la levantó la mano a la salida de la iglesia delante de los vecinos?’, Charlotte se quedó sentada, moviendo la cabeza de un lado para otro. ‘’. ‘No tengo más preguntas’. ‘Señoría: ¿permite que me acerque al estrado –pedí y lo hicimos los tres–. Quisiera hacer una última intervención’. ‘Está bien. Pero sea breve que tengo hambre’. Sabía por Richard que esa estrategia se usaba con el fin de hacer un receso entre los interrogatorios y el alegato final, para que el jurado tuviera tiempo más que suficiente de asimilar lo primero para encajar sobre una base sólida lo segundo. ‘Tranquila, que estamos acabando –la sosegué–. Diga qué ocurrió en la boda de Alexa con el señor García’. ‘Ya se lo dije, doña Allison. Se casaron en secreto, y la noche de bodas, en lugar de ser un acontecimiento de amor, experimentó el dolor de la fisura de costillas por los puñetazos –miré al estrado y vi la consternación en los rostros de los asistentes– y las patadas que recibió durante toda la noche’. ‘Hacemos un receso de dos horas para comer. Señoras y señores del jurado, en la sala de deliberaciones se les servirá un cáterin. Se levanta la sesión’.



24.
Cuando guste la señora fiscal doña Charlotte Bennet puede comenzar’. ‘Gracias caminó con paso firme sobre sus zapatos de aguja y dijo–: Juez Franklin. Señoras y señores del jurado. Distinguido público. Hasta aquí, el abogado de la defensa ha mostrado a su cliente como un mártir fortuito. Un pobre hombre acorralado e indefenso cuyo honor ha quedado damnificado por las corrientes de falsedades que arrastraron toda posibilidad de demostrar su no participación en el homicidio que hoy nos ocupa. Una cabeza de turco con la que rellenar las lagunas de un sistema judicial que nunca le fue favorable, bien por determinados elementos que han rodeado su existencia o quizá porque lo de enviar a un inocente a la silla eléctrica da una publicidad sin parangón, como han querido darnos a entender durante todo el proceso. Pero la realidad es muy diferente. Juzgamos a un asesino, un ser violento que, por la fuerza, acabó con la vida de Alexa Valdés, por la que no ha mostrado ningún afecto ni remordimiento. John Alexander García es un tipo que no se inmuta al escuchar la narración de cómo golpeó la espalda de la víctima la noche de bodas. Tampoco le duelen prendas si las pruebas presentadas le vinculan en el escenario del crimen como principal o único autor, simplemente lo niega, mira hacia otro lado, chasca la lengua, desafía con gestos eróticos u obscenos y ruega a Dios que esto acabe pronto para echarle el ojo a otra hembra rendida ante sus encantos. Valiéndose de falsas promesas, llevó engañada a su exesposa hasta la nave abandonada donde la apuñaló seccionando la arteria aorta abdominal, herida que produce la muerte en menos de un minuto. No conforme con eso, sacó el machete, rasgando más la carne, y volvió a hincarlo atravesando el hígado. Después, comprobando que ya no respiraba, se bajó los pantalones y abusó de ella. Seguido a este repugnante acto, cerró la puerta con un candado, metió el cuerpo en la parte trasera de su camioneta “Nissan Frontier” y lo tiró en una carretera comarcal donde apenas pasaban coches. Desde el enlace, hasta esa fatídica fecha, es interminable la lista de maltratos psicológicos y agresiones físicas sujetas a denuncias que, activada la orden de alejamiento, le obligaba a retirar camelándola. Posiblemente le aguarden muy pronto otras causas pendientes de juicio: extorsión a menores, participación en varias violaciones múltiples, venta de estupefacientes a la salida de las escuelas, tiroteo en un bar de copas hiriendo a tres personas una de gravedad, amenazas… Alexa Valdés, la madrugada del 24 de enero del presente año, se subió en el coche de su exmarido y se dejó llevar, y ustedes pueden limpiar su buen nombre haciendo justicia. Muchas gracias’.
          ‘Tiene la palabra doña Allison Morgan, abogada de la acusación particular’. ‘Con la venia. Ahí donde la ven –señalé a la anciana–: con la mirada clavada en el infinito, las manos entrelazadas encima de la falda, la ropa de color luto que mengua su figura, el labio inferior en temblor permanente y la doblez del pañuelo siempre preparada para impedir que las lágrimas resbalen por las mejillas, es una mujer fuerte, segura y meticulosa como jamás he conocido. Cuando Ms. Mayalen apareció por el bufete WILSON, ANDERSON & SMITH, rota de dolor, implorando que aceptase su caso arrodillándose bajo el marco de la puerta del despacho, a priori me incomodó su visita, porque finalizaba la jornada laboral y me moría de ganas por llegar temprano a casa, olvidar los problemas que surgen en el día a día y beber una cerveza bien fría que revitalizara mi agotada energía. Sin embargo, conforme avanzaba en la narración de la historia, supe que teníamos por delante no sólo el resto de la noche, sino una travesía incierta y ardua que decidí hacer juntas. Tras permanecer horas ante la tumba de la nieta, poniendo en orden las ideas, cogió la bolsa de plástico, que después me dio, donde traía organizada cronológicamente la biografía de Alexa Valdés, un collage de notas que fue tomando con caligrafía de primer curso de colegio según refrescaban los recuerdos en la memoria. A decir verdad, supongo que acepté el caso por compasión o, tal vez, porque sería mi debut y despedida de los tribunales. No lo sé. ¿No les parece cruel que, habiéndole matado a la nieta, tenga que oír con estoicidad las descalificaciones de su presunto asesino? Permítanme que señale los rasgos físicos de mi representada: una emigrante, como tantos otros, que pasó la frontera buscando la ansiada prosperidad del sueño americano diluido en la glucosa de su acento mexicano, truncado cuando su hijo y nuera murieron en el incendio de la fábrica textil donde trabajaban. Entonces, la vida de esta mujer dio un giro total, teniéndose que hacer cargo de la niña a la que apenas podía dedicar tiempo, porque había que comer y pagar las facturas. Cuando Mayalen Valdés regresaba con las rodillas enrojecidas y encalladas de fregar suelos, Alexa estaba dormida en el camastro que compartían para así ganar el espacio de la cama grande que alquilaban a los paisanos que entraban clandestinos en el país. Así pues, sin fuerzas para cenar las pocas sobras que quedaban en la cocina, se tumbaba al lado de la pequeña con la nariz pegada al pelo muy negro y ensortijado heredado de su marido, el abuelo al que nunca conoció. Piensen por un instante en el arrojo que ha tenido –me puse casi delante de ella, atrayendo la atención de quienes nos miraban atentamente– reuniendo conversaciones y confesiones que nos han servido para construir los mimbres del caso. ¿No les parece elogiable su empeño por restablecer la inocencia de la nieta, presentada aquí poco menos que como una delincuente? Señoras y señores del jurado, busquen la verdad dentro de ustedes, será la mejor manera de que puedan descansar cada noche. Muchísimas gracias’.
          El abogado de la defensa se puso en pie, avanzó unos pasos, giró sobre los talones y, frente a nosotras, enderezando el nudo de la corbata y los tirantes del pantalón, aplaudió calurosamente. ‘Bravo, queridas. Las dos me han conmovido muchísimo. ¡Vaya que sí! Magnífica interpretación, aunque no se distinga a la actriz protagonista de la secundaria. Y ahora que nos han hecho disfrutar del teatro, y su puesta en escena, vayamos a lo importante. Alexa Valdés no era ninguna mojigata, a pesar de que quieran hacernos creer que sí. Se manejaba muy bien siendo una profesional del trapicheo, del tráfico de drogas, de la prostitución a cambio de un pico, del engaño, del robo, del empujón, del contrabando. En definitiva, una persona desalmada que vendía a quien fuera y como fuese la piel del oso antes de cazarlo. El único pecado atribuible a John Alexander fue que, al enamorarse de ella, puso patas arribas todo a su alrededor. Durante el tiempo que duró la relación aguantó infidelidades y dolorosas mentiras, poniendo en la cuerda floja la paciencia de este hombre. Hemos escuchado durísimas acusaciones contra mi cliente, pero han ninguneado su lado generoso y desprendido, como que, mientras duró la relación y sin reparar en gastos, costeó una lujosa clínica de desintoxicación para su esposa. He sentido sus corazones acelerados mientras daban la lista de roturas, esguinces, ceguera… Sin embargo, nadie ha reparado en la angustia sufrida por el marido buscándola en los antros de la ciudad hasta localizarla drogada en la calle. ¿Se han preguntado qué ocurrió en verdad la noche de autos? Yo se lo voy a decir: un whisky de más en una fiesta de amigos retuvo a Mr. García, quien, muy alegre, recibió la noticia del ingreso de su madre. Allí, en el hospital, y comprobando que se hallaba fuera de peligro, fue a fumar un cigarrillo. Una cosa llevó a la otra, y terminó en los brazos de la fogosa enfermera. Mientras tanto, cincuenta millas más allá, uno de los numerosos amantes de Alexa Valdés acababa con su vida en el recinto donde hallaron el cadáver, un espacio al que mi cliente iba a menudo a hacer chapuzas de mecánica. De ahí que esté lleno de huellas suyas. Por último, sugiero que no se dejen llevar por el sentimentalismo que les inspire el caso y la anciana ahí sentada. Piensen que, mientras debaten la inocencia o culpabilidad del acusado, el verdadero asesino anda suelto. Muchas gracias, y que Dios guarde a los Estados Unidos de América’.
          Los miembros del jurado, tras las indicaciones del juez para que actuaran en libertad, sin hacer prejuicios y ciñéndose con sentido común a lo presentado, salieron a deliberar, aclarándoles que, en cualquier momento, podían hacer uso de las transcripciones si necesitaban aclarar, recordar o repasar algo. Michelle, Mayalen, Ethan y yo fuimos a uno de los reservados donde había café y pastelitos de crema. Pero, a excepción del detective que probó uno de cada sabor, a nosotras no nos entraba nada por el nudo que teníamos agarrado al estómago. ‘Perdón –dije, según sacaba el móvil del bolso–. Ahora vuelvo. Me llaman’. Treinta minutos más tarde regresé. ‘¿Todo bien? –soltó la becaria– Pareces descompuesta’. ‘Sí, estupendo. Era el jefe para felicitarnos por el trabajo’. Mentira. Oculté a mis compañeros lo descontentos que estaban con el desarrollo de los acontecimientos y el ofrecimiento para que me retirara al puesto de pasante. Charlotte Bennet, su equipo y Adam Walker ocupaban la habitación contigua. La ayudante del Fiscal del Distrito preparaba lo esencial para la apelación, por si el fallo no le era favorable. Entretanto, a Robert Franklin Jr. le trajeron un plato de sopa casero y una pechuga a la brasa que masticaba abstraído pensando en el empeoramiento de la enfermedad de su mujer, cuya metástasis minaba los principales órganos del ya malogrado cuerpo. Caían las últimas luces del crepúsculo y la anciana seguía rezando con un hilo de voz. Entonces, el alguacil nos indicó que se reanudaba la causa. ‘Ay, doña Allison: ¿y ahora qué…?’.
          ‘Póngase en pie el acusado. Miembros del jurado: ¿tienen ya un veredicto unánime?’. ‘Sí, señoría –respondió el portavoz–. Lo tenemos’. El secretario se acercó con la nota hasta el estrado. El juez la vio despacio, dobló de nuevo el papel y lo devolvió a su lugar de origen. ‘Adelante –dijo el magistrado–. Háganle saber a la sala su decisión’. ‘Nosotros, el jurado, encontramos a John Alexander García culpable del asesinato de Alexa Valdés, pidiendo para él la pena capital’. ‘Silencio. Silencio, o hago que desalojen la sala. De acuerdo con la Constitución de los Estados Unidos de América, le condeno a permanecer hasta su ejecución en la Prisión Estatal de Ely, en el Condado de White Pine, del estado de Nevada’. ‘Un momento, juez Franklin –interrumpió el abogado de la defensa–. Tenemos derecho al recurso de apelación y lo sabe’. ‘Señoría –intervino Charlotte–, no consta jurisprudencia al respecto’. ‘Silencio. No daré marcha atrás. Si alguna de las partes está en desacuerdo, usen los mecanismos legales para impugnar el juicio e intentarlo en otro sitio. De momento, que el preso regrese a prisión. Se levanta la sesión…’.


25.
A los pocos días de dar por concluido el juicio, el departamento de contabilidad del bufete contactó conmigo para informarme de que alguien anónimamente, a través de una entidad financiera que operaba desde el extranjero, escrupulosa en cuanto a mantener la privacidad de sus clientes, había pagado todos los gastos originados en el proceso. Cité a Mayalen en el despacho para darle la buena noticia y despedirnos con algo especial. Así que, aprovechando que un compañero estuvo de vacaciones en México, le pedí que me trajera algún pastel típico de allí. ‘Por favor, siéntese’. ‘Gracias, doña Allison’. ‘¿Qué le apetece: café, leche, té, bebida fría…?’. ‘No. Nada. No se moleste’. ‘Venga, mujer. Tómese algo conmigo. Mire lo que tengo –destapé la bandeja–. ¿Le gusta?’. ‘Claro que sí. “Las Alegrías” son las mejores galletas de mi país. ¿Sabe cuál es su base fundamental?’. ‘Ni idea’. ‘La semilla de amaranto. Es muy nutritiva porque contiene cantidad de proteínas, vitaminas y minerales que, junto a la miel, nueces y pasitas, hacen de este dulce una delicia para el paladar’. ‘Le confieso que me lo han traído de encargo –dije, contenta de haber atinado–, pero veo que he estado acertada. ¿Cómo está?’. ‘Vacía –nos subieron dos tazas de cacao bien caliente de una cafetería cercana– e intrigada por lo que cuenta de sus honorarios’. ‘Bueno, es normal. Suele ocurrir que, después de vivir una situación intensa, nos desinflemos. Pero verá que en breve todo vuelve a su ser. Y, con respecto a lo material, estoy tan sorprendida como usted’. Seguimos conversando, ella se esforzaba por mostrarse animada, pero intuí que apenas le quedaban motivaciones. ‘Desde el primer día que apareció por esa puerta tengo una curiosidad’. ‘Dígame’. ‘¿Por qué me eligió a mí?’. ‘Una vez la vi en el cementerio, a pocos metros de donde yo rezaba, y me gustó la delicadeza con la que quitaba la maleza de una tumba. Entonces pensé que era la persona adecuada para meter entre rejas al asesino de Alexa’. ‘Richard Smith, mi padrastro, está enterrado ahí –dije–. Fue un hombre extraordinario’. Con los ojos llenos de lágrimas, se limpió con el pico de la servilleta la comisura de los labios y preguntó: ‘¿Qué pasará ahora con el Johnny?’. ‘Pues que permanecerá en el Centro Correccional del Norte de Nevada hasta su traslado a la Prisión Estatal de Ely, donde se materializará la ejecución. Pero pueden pasar años. No se preocupe, ha hecho lo correcto’. La vi bajar por las escaleras con la derrota quebrando sus huesos y la pequeña bolsa con los dulces que sobraron. Meses más tarde perdió la memoria, lo supe por Michelle, y también que algunas noches dormía en un albergue para homeless, parecido a Midnight Mission, en el skid row de Los Ángeles, atendido por un grupo de voluntarios desbordados e impotentes…
          Charlotte Bennett abandonó la locura de los tribunales cuando saltó a la opinión pública un desagradable escándalo de soborno en una conocida multinacional, lo que desgastó su imagen a consecuencia de que determinados medios de comunicación trataron de vincularla con el blanqueo de capitales. Dedicada a cultivar rosas y a malcriar a los nietos, ahora ve aquello como un sueño desagradable del que despertó liberada. Sin embargo, lo más doloroso fue comprobar que nadie de la oficina del Fiscal del Distrito defendiera la honradez y el prestigio demostrado durante tantos años. Perdió el último caso. Un feo asunto de trata de personas destapado por un simpatizante del Partido Demócrata.  Los presuntos implicados en la operación, gente muy poderosa, compraron el silencio de posibles testigos a golpe de talonario. Fue ahí cuando comprendió que, luchar en primera línea contra magnates sin escrúpulos, no le merecía la pena, mejor recuperar el tiempo con los suyos. Linda se colocó en una gasolinera a las afueras de Carson City, y salía con un chico divorciado, perteneciente a una de las mejores familias de la ciudad. Iban despacio, sin precipitarse, y asumiendo que cada uno aportaba la complejidad de su propia descendencia. De Steven, su exmarido, nunca más se supo, aunque amigos comunes comentaron que se trasladó a La Florida. Los niños acudían a Jacks Valley Elementary School, una escuela muy peculiar rodeada de un prado verde, la espectacularidad de las montañas al fondo y una fachada cubierta de mosaicos con dibujos de colores: gatos, payasos, balones de beisbol, cohetes directos a la luna… A veces la convivencia entre todos se convertía en una batalla campal. Pero, a pesar de las muchas dificultades, los desencuentros, los enfados, los castigos y la rabia infantil que brota cuando hay que obedecer, prevalecía la generosidad siempre recíproca con el cariño del otro. Ahora, madre e hija, ambas adultas y obligadas a dar ejemplo a los pequeños, aprendían a aceptar su singularidad sin objeciones. Para Charlotte los días pasaban veloces. Por las noches, cuando los demás descansaban, acompañada por una copa de buen vino, leía los periódicos en aquella habitación acristalada y espaciosa que se hizo construir en un extremo del jardín. Recortaba artículos, recopilaba sentencias, consultaba su archivo y escribía a mano las conclusiones a las que llegaba. Y lo hacía por puro placer y deformación profesional. Otras veces releía allí, a media luz, la biografía de Madeline Albright, a quien tanto admiraba.
          Robert Franklin Jr. era un alcohólico encubierto, con grandes dificultades incluso para disimularlo en público. De no ser porque se había ganado el respeto de sus compañeros, probablemente su carrera estaría más que acabada y no hubiera durado tanto al frente de la sala 3 The Carson City Justicie and Municipal Court, embriagado como aparecía la mayoría de las veces. ‘Señoría, no puedes seguir así –decía el secretario mientras sacaba una camisa limpia de la funda–, que te estás matando, coño’. Pero el juez, hundido en el sillón de cuero, sin importarle nada y con los zapatos desatados, repetía cada vez: ‘Tú que eres un hombre de campo, ¿crees que este año habrá buena cosecha?’. Desde que ingresaron a su esposa en una clínica especializada en cuidados paliativos, ante la dificultad de seguir dándole en casa la cobertura médica para el avanzado cáncer de colon con metástasis en el peritoneo, el magistrado andaba perdido. El equipo de oncólogos, como el de aparato digestivo, acordaron sedarla evitando así un mayor sufrimiento psicológico. Por eso, la paciente, consciente de la gravedad y de lo irreversible de su estado, pidió la prórroga de unos minutos a solas con su marido. A partir de entonces no volvió, era muy doloroso ver aquel cuerpo inmóvil cuando lo recordaba como un tsunami debajo del suyo, y también porque fue su última voluntad. Pegaron sus rostros para solapar una piel con otra, y estando así, muy juntos, ella, con un hilo de voz, dijo: ‘No olvides ir a la barbería todos los meses, Bobbi. Y de paso haz el favor de cortarte esas greñas. ¡Mira qué pelos llevas! Ah, y deja las camisas en la tintorería, revisa el generador, riega las plantas y…’. ‘Qué sí, querida –interrumpió–. Lo que tú digas’. ‘Pues claro, viejo gruñón’. Se besaron en los labios con gran ternura, colocó las almohadas tal y como le indicó, y salió de allí convencido de que el fatal desenlace sería muy pronto. Las últimas noticias que tengo es que se volvió a casar.
          Adam Walker perdió las elecciones a sheriff frente al recomendado de un pez gordo de la Policía del Capitolio de Nevada. En la actualidad vive con su familia en el condado de Tarrant, Texas, donde su hija mayor aspira a ser una estrella del equipo de baloncesto femenino: Dallas Wings, perteneciente a la Women's National Basketball Association. Llevan una vida sencilla, fueron bien acogidos por el vecindario y están muy integrados en la iglesia baptista, colaborando estrechamente con el pastor y los grupos de oración. El inspector, abatido ante la imposibilidad de cambiar algunas cosas que no le gustaban de su ciudad, y lo desagradable de haber sufrido el comportamiento despreciable de personas que, sin motivos aparentes, arremetían contra él, pidió el traslado al Arlington County Police Department, en Arlington. Ahí se ocupa de diligencias internas, manteniendo bajo arresto su instinto investigador, ya que, cuando se incorporó al nuevo puesto, puso como condición no estar de cara al público. La principal tarea que desempeña es mirar con lupa la base de datos de las personas fichadas, ya que las agencias de inteligencia internacionales actualizan a diario la digitalización de huellas dactilares. Una vez que tiene constancia de la llegada al país de algún peligroso criminal, alerta a los distintos gobernadores, así como a sus homólogos canadienses y británicos, para que activen los protocolos de rastreo. En los últimos días del juicio al Johnny, coincidí con Charlotte Bennett en el lavabo, y recuerdo que comentamos, off the record, lo ausente que veíamos a Walker. Ella, que lo conocía mejor que yo, dijo que recibía muchas presiones y que le estaban haciendo la cama. Nunca sabremos cuál fue la gota que derramó el vaso, pero sí que, allá donde esté, el peso de la ley caerá sobre aquellos que la violen.
          Ethan Ross, el detective privado, y Michelle, la becaria, siguieron colaborando de manera puntual en distintos casos, hasta que una madrugada ella recibió la llamada de la policía comunicándole que habían encontrado el cadáver de él en la oficina, desplomado en la butaca, sobre un charco de sudor y orines, delante de una hamburguesa de tres pisos con exceso de pepinillos, aros de cebolla, mostaza derramada por los bordes y una cerveza a la mitad del contenido. La autopsia determinó que la muerte se produjo como consecuencia de un derrame cerebral, y que, de haberlo cogido a tiempo para aspirar el coágulo, continuaría vivo. Siempre fue un tipo reservado, por eso nunca supimos si tenía familia, o alguien próximo que, en circunstancias extremas, se hiciera cargo de todo. Aunque no asistí al entierro, corrí con los gastos del cementerio The Walton’s Chapel of the Valley, donde apenas se congregaron media docena de personas para despedir a un hombre bueno que se marchó en silencio, sin el ruido del protagonismo que adoptan otros.
          Michelle se quedó de adjunta en el bufete y, aunque participaba en juicios de poco brillo, fue creándose una reputación bastante positiva como futura gran promesa en los tribunales. Hizo varios intentos para mantener las pocas relaciones que iniciaba, pero huía cuando la sombra del pasado volvía recreando las palizas a mamá, las bofetadas de un padre descontrolado y el apuñalamiento del que fuera testigo. Lo peor era cuando del subconsciente surgía las malas experiencias en el orfanato, los fallidos intentos de acogida, el ingreso en el correccional y el maltrato que sufrió sin decir palabra. Todo muy desagradable hasta que aquel par de ancianos encantadores la adoptaron y pusieron a su alcance las herramientas para ser quien hoy es. Una mañana, mi antiguo jefe le comunicó excitado: ‘Vente echando leches, ha entrado un caso de homicidio en segundo grado y quiero que lo lleves tú’. ‘¿Estás seguro?’. ‘Completamente’. Lo seguí por la prensa, fue sonoro. Ganó ése, y, a continuación, cuantos cayeron en sus manos. Acudía a cenas de alto standing donde solicitaban sus servicios.  Viajó por los continentes americano y europeo, se hospedó en los mejores hoteles, ganó muchísimo dinero y, sin embargo, al llegar la noche, se convertía en la misma chica asustadiza de antaño, con el labio superior agrietado por los mocos y las lágrimas.
          Regresé a Jackson con todas las consecuencias, abandonando WILSON, ANDERSON & SMITH en el punto más exitoso de mi carrera. Pero la tentación de paz del río Snake, el recuerdo de los primeros nativos americanos que asentaron sus campamentos en este territorio, según narraba apasionado el tío James, y la suerte de contemplar desde el porche la silueta recortada de las Montañas Rocosas, pudieron más que todo el oro del mundo. La vida en el rancho es dura, pero la experiencia es muy placentera: cortar leña, ordeñar la vaca, cuidar del huerto, fumar a la caída del sol acompañada de un buen whisky y cabalgar a lomos del caballo al que he puesto por nombre Luna Pálida, en honor a aquel adolescente de la tribu Gros Ventres que me regaló un collar de plumas que aún conservo. Como aquí los inviernos son fríos, secos y ventosos, no invitan a salir más allá que para dar de comer al ganado. Así que, con la chimenea a pleno rendimiento, instalada frente a la ventana, en la mesa donde papá leía sus viejas novelas del oeste, he podido escribir esta historia antes de que la memoria me falle. Hoy es nochevieja y tengo a punto el pavo asado, alumbrado el pequeño pino, preparadas las galletas de jengibre y el ponche de huevo con su canela molida y los bastones de caramelo. Son las 23:45. En pocos minutos veré por televisión la caída de la bola de Times Square, anunciando la entrada del nuevo año. Sin embargo, antes de que acabe éste… ‘Hello’. ‘¿Allison?’. ‘’. ‘Soy Michelle’. ‘¿Qué tal? ¿Cómo te va? Qué sorpresa y qué alegría’. ‘¿Me invitas a comer mañana…?’.

En Wyoming, a 31 de diciembre de 2019.





















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