domingo, 26 de marzo de 2017

Andy

No sé si la abuela Olivia, de la que tanto he oído hablar y a quien imagino cercana, cariñosa, con suaves tonos de maquillaje realzando su belleza y prendas muy sencillas, hubiera querido conocer el sudoeste de Inglaterra, y más concretamente la ciudad de Bath, fundada por los romanos como un complejo termal en el condado de Somerset, pero por si acaso la traigo conmigo en el corazón, como al resto de los que ya no tengo al lado. Siguiendo la tradición familiar que nos define con espíritu algo nómada, extiendo sobre la tabla donde se trazan las rutas el mapa configurado con los sitios que voy a visitar, haciendo acopio de cuantas notas he recopilado respecto a costumbres, cultura y lugares más emblemáticos, que no famosos. Destacando, por supuesto, el Teatro Royal, en Saw Close, donde pienso disfrutar del mejor Shakespeare −soy de gustos bohemios− y del impresionante salón en el que, a su hora, sirven el té mayordomos idénticos a los que había en el siglo XIX.
          Me muevo por las calles de esta ciudad con suelo de adoquines en las peatonales y amuralladas por edificios prácticamente de tres alturas, de estilo georgiano y característicos por sus piedras color miel extraídas de las canteras de la región. Casi todo el cielo en Reino Unido es una película gris aislante que no deja penetrar el buen humor que aportan los rayos del sol. Quizá de ahí venga el hermetismo británico que, según mi opinión, les hace ser tan rancios. En el tiempo escaso que llevo he comprobado que los botanienses son de trato seco, chocante para un tipo como yo que ha crecido en lo coloquial y rodeado de calorcito. Antes de hacer el “check-in” en el albergue Backpackers −que no está mal para pasar algunas noches si no eres muy exigente−, la parada obligatoria, según me indicaron en el aeropuerto, es deleitar el paladar con un manjar típico de esta tierra: los “Sally Lunn buns” −bollos cuya receta de horneado mantienen en secreto−. ¡Cómo le habrían gustado a mi vieja! Sé que estoy preparado y abierto a cuanto me depare esta aventura. Hoy mis circunstancias son muy distintas a cuando viajé solo por primera vez para cumplir los últimos deseos de mamá. Sin embargo, por miedo a que la adrenalina que segregan las emociones solape el recuerdo de los míos, traigo una serie de amuletos que harán mi periplo mucho más ligero: La navaja multiusos de Miguel, la foto de El Malecón en la que Mirta aparece con una postura como si estuviera flotando, la funda billetero de tela impermeable donde mami, cuando salía por ahí, guardaba la documentación y el dinero por si le robaban el bolso, una carta que me escribió Eloy estando ya muy malito y el prendedor para el pelo de la abuela Olivia.
          He madrugado bastante. En el desayuno sirven “baked bens” −tostadas que llevan por encima alubias cocinadas en salsa de tomate−. A mí, que soy de chocolate con churros, me dan ganas de salir corriendo al váter y regalarle los jugos de mis últimos lustros, pero me adapto si no quiero desfallecer. Siento gran curiosidad por conocer el puente Pulteney, que se hizo para atravesar el río Avon. Así que, ataviado con el equipo completo de caminante, me dirijo hacía él. Fue diseñado por Robert Adam y finalizaron sus obras allá en 1773. Es habitable, y forma parte de los únicos cinco existentes en el mundo que también lo son. Visto desde el lado norte parece un suburbio suspendido por grandes columnas que surgen del fondo del agua, tan distinto de la cara sur que, si se mira de lejos, da la impresión de ser un pequeño pueblo elegante con torreones y campanarios. La realidad es que atravesarlo es impresionante, ya que a lo largo de toda la estructura hay tiendas de antigüedades, un bar de zumos y diversos comercios de los que al abuelo Miguel y a mami tendríamos que haber sacado a empujones. Me quedo un rato mirando a un mimo transformado en Estatua de la Libertad. ¡Qué bien lo hace! Y cuando cae una moneda en su cajón de hojalata parpadea una luz en la antorcha.
          Con una botella de agua y dos recipientes de comida asiática que he comprado en un punto de venta callejera, me siento en el césped frente al “Royal Crescent”, que es un conjunto de viviendas pareadas como en cuarto creciente y con una fachada que crea una instantánea que da aspecto de palacio. Después de esa franja reservada al “Afternoon Tea” −té de la tarde− con “scones” −panecillos típicos de Escocia con “clotted cream” una nata densa típica de Inglaterra−, visito el “Postal Museum”, que está alojado en el sótano de la oficina de correos. Contiene exposiciones de plumas y sellos, buzones, vestidos de época y toda clase de complementos del cartero. Mientras que un guía trata de despertar el olfato a tinta y papel que allí planea, por alguna extraña razón, delante de la vitrina que protege los sellos de caucho, me viene a la memoria La Habana y el abuelo Eloy. Mamá contaba que en el Hospital Universitario General Calixto García, donde trabajaba como enfermero, los pacientes pedían que fuera él quien los bajara a las pruebas médicas, porque decían que deslizaba la camilla con tanta delicadeza como lo haría un trasatlántico de seda a toda máquina por los pasillos. Cada semana el abuelo nos escribía, a veces para contar chismorreos y otras para insistir que se encontraba animado, pero sabíamos que no era así. De pequeño, en el colegio, fantaseaba con mis compañeros afirmando que algún día me iría a mi castillo en el imperio de Cuba…
          Costwolds es un distrito no metropolitano cuya zona típicamente inglesa se halla ensamblada entre lomas verdes y pequeños pueblos. De todo su perímetro elijo la aldea lanera de Painswick −desde Bath merece la pena hacer el trayecto en tren−, estampada sobre una colina que mira a los valles Stroud. Antes de introducirme por los prados, en honor de mami que tan presente la tengo en este viaje, hago un alto en “The Royal Oak”, un pub restaurante del siglo XVI con decorados medievales y una chimenea de leña que invita a quedarse. Bean Howard es el hijo del encargado. Calculo que sea aproximadamente de mi edad, o puede que algo mayor. Es educado, solo bebe cerveza y se maneja bien al otro lado de la barra. No hay más clientes, así que le hago un par de preguntas, y por suerte para mí la conversación se prolonga. Descubro a una persona misteriosa, inconformista, que se lo guarda todo para sí −mi carácter latino-caribeño es más dado a expresar−, con un desagradable a veces humor ácido que a mí desde luego me descoloca y desvela, desde mi punto de vista, esa imagen tan anglosajona de creerse superiores al resto de la humanidad. Aunque claro, después uno profundiza y…
          Es la primera vez que me emborracho y, para ser del todo sincero, no sé por qué lo hago. Claro que, a quien se le diga que con media pinta de cerveza rubia estoy al borde del coma etílico, se parte de la risa. En casa siempre había una botella de ron de la marca “Legendario. Añejo Blanco” −producido en Santiago de Cuba−, que mamá mantenía precintada y tan sólo en ocasiones especiales ponía de adorno en la mesa junto a unos platicos −muy a su manera− con picadillos de queso, jamón, aceitunas, y a veces, dándome gusto, añadía unos saliditos con pedacitos de pizza. Recuerdo que el abuelo Miguel, guiñándome un ojo e imitando el acento cubano, decía, señalando con un dedo al frasco de vidrio: ‘Mijita, ¿pero que tú no comprendes que esto es una tentación para las tripas y una pena dejarlo así, echadito a perder?’. Entonces, pasados unos minutos de silencio, nosotros dos rompíamos a carcajadas, mientras que ella, enfadadísima, refunfuñaba llamándonos tontos de remate. Painswick invita al recogimiento, o eso es lo que yo percibo. Me impresiona la belleza de la antigua iglesia de St. Mary, con sus 99 árboles del tejo −cuentan que cada septiembre se recortan y que las partes más frescas se utilizan para elaborar el “paclitexel”, fármaco para el tratamiento del cáncer− entre tumbas que datan del siglo XVIII. Y no me voy sin visitar Art Couture Gallery, donde encuentro una amplia gama de cerámica de artistas locales, joyas hechas a mano y muchas obras de arte “wearable−vestidos que cambian de color y de tamaño, por ejemplo−.
          Horas antes de abandonar Reino Unido, y con síntomas de estar incubando un fuerte resfriado, regreso a Bath entrada la media noche. He dejado para el final una de las visitas estrella que ofrece esta ciudad: los jardines Parade Gardens, donde me sorprenden unas bellísimas estatuas florales. Sentado en una hamaca, bien abrigado, a pie de césped y a nivel del río Avon, repaso tramo a tramo lo que ha dado de sí el viaje. Las cosas que inevitablemente van a quedar atrás y cuantas me llevo instaladas por debajo de la piel en pequeñas partículas. Ahora no sabría precisar en cuál de mis cumpleaños el abuelo Miguel, que entonces salía poquísimo a la calle, no me compró ningún regalo material. Pero cuando llegué del colegio tenía en los pies de la cama un paquete. Lo abrí y corrí a darle un abrazo. Con lágrimas en los ojos dijo que era uno de los libros de poesía preferidos de la abuela Olivia, y que a ella le hubiese encantado que lo tuviera yo. Así que sin grandes esfuerzos vienen frescos a mi memoria los siguientes versos de la estadounidense Elizabeth Bishop, poetisa laureada nacida en 1911 en Massachusetts: “Perdí mi tierra, mi rumbo y aguanto/de lo más bien tanta pérdida. Es cosa/de acostumbrarse: no, no es para tanto”. Cierro los ojos y reflexiono sobre mi futuro, ultimando detalles hasta dar el paso definitivo que cambiará mi vida por completo. Cuando los vuelvo a abrir tengo a Bean Howard delante, maquillado y pidiéndome ayuda para ponerse el traje que le convertirá en Estatua de la Libertad
          La vez que mami volvió de La Habana de enterrar al abuelo Eloy, la sorprendí con la nariz rastreando los muebles, las cortinas, las servilletas, las estanterías a rebosar de revistas, de papeles que llevan ahí siglos, de discos de vinilo… Fue también al cajón de las servilletas, al otro donde guardamos la ropa de cama, a la despensa y por último a la cocina… ‘¿Pero, ¿qué haces?’, pregunté alarmado y pensando que había perdido la cabeza. Me contestó muy sería: ‘Reconocer los olores del hogar es volver a los instantes de amor y de diferencias que se establecen en toda relación’. No dudo que sea así, pero en cualquiera de los casos acabo de abrir la puerta de mi casa y de momento solo huele a cerrado…

domingo, 12 de marzo de 2017

Alina

Alina, mi madre, sufrió mucho por no poder sacar a Eloy de La Habana y traerlo aquí con nosotros cuando la recta final de su vida, por edad y degeneración, parecía estar cada vez más próxima. Pero el abuelo, de quien hemos heredado la testarudez, entre otras muchas cosas, era un tipo con las ideas bastante claras, muy suyo, que decía que hasta el último aliento sus pies no pisarían más suelo que el habanero. Los exámenes finales me tenían como un zombi deambulando por la casa, por eso no escuché el móvil de mamá, con su dichoso “Let it be" como tono de llamada personalizado. Así que no pude reaccionar hasta verla desplomarse en la silla, temiéndome que no había recibido buenas noticias. Compramos el billete de avión por Internet y se fue esa misma noche con el corazón en un puño por si no llegaba a tiempo de ver a su padre. Semana y media después regresó sumida en una profunda depresión, de la que ya no saldría. Como tampoco la sonrisa, esa que tanto iluminaba el sitio donde ella estuviera, asomaría nunca más a balconear por la comisura de sus labios.
          Mami se metió en médicos, porque no se encontraba bien. Tras muchas pruebas diagnosticaron que padecía una enfermedad hereditaria llamada anemia drepanocítica, que en Cuba se conoce como sicklemia, y que produce una destrucción de los glóbulos rojos más rápida de lo normal. Crisis de dolor, órganos dañados y trastornos neurofaciales, son síntomas que se dan frecuentemente. Por tanto, ante tamaña perspectiva, pospuse la selectividad y me dediqué a cuidarla. Pasó dieciocho meses de la cama al sillón y viceversa, escuchando sus óperas favoritas: Katia Kabanová, de Leoš Janáček, o Rigoletto, de Verdi, entre otras, alternándolas con la música de Noel Nicola o Amaury Perez, seguramente para sentirse más cerca de su patria. Aquello fue todo un revés, porque además del sufrimiento de mamá, que fue mucho y muy severo, es que también quedaron en papeles de estraza ajados nuestros planes y la tradición de recorrer el mundo, desmoronándose ante nosotros el castillo de naipes sobre el que íbamos a construir el futuro. Sin contar que el destino, cabrón y traicionero, posee la potestad de manejarlo todo a su antojo… Si se cumplía el pronóstico, cuya respuesta era más bien afirmativa, me quedaba solo y con la brújula de los sentimientos bastante tocada…
          Eran las fiestas del barrio y mamá quería que me despejara y divirtiera un rato, pero no lo necesitaba, y sí pasar el mayor tiempo posible con ella. Esa noche había luna llena y nos gustaba mirar por la ventana, encontrarla más reluciente o mate, fea o bonita, misteriosa o evidente…, según estuviera también nuestro estado de ánimo. Nací en plenilunio y siempre me han contado que ese día el abuelo Eloy fue a contemplarla desde El Malecón… Tendido en la cama a su lado, un mes después de haber pasado uno de los episodios más difíciles que recuerdo durante su enfermedad, cogió unos álbumes de fotos y me enseñó algunas que nunca había visto del lago Ülemiste en Estonia, del Cabo de Rama en India, tomando mojitos en La Bodeguita del Medio, tumbados al sol en la playa, subiendo un monte, cruzando un río, abrazada a un muñeco de nieve con una pierna en suspensión, regateando en los mercadillos hippies, o pintando mi habitación en rojo, porque había leído un artículo sobre Reiki donde decía que dicho color proporcionaba ganas de vivir y fuerza para llevarlo a cabo… Entendí que así, sin palabras, solo con imágenes, me decía muchas cosas, y resumía parte de las biografías de los abuelos, de Mirta, del tiempo vivido con mi padre, de los recuerdos de Olivia tan presentes, de las oportunidades para llevar a cabo determinados sueños, de mis chaladuras de infancia, de los amigos que tanto la han querido, y de ella, que es para mí la mujer más hermosa del mundo... Recostó la cabeza sobre mi pecho y pensé en lo corto que es todo…
          A finales del otoño, cuando los días tienen menos horas de luz, mamá murió. Yo estaba hecho un mar de dudas porque pronto tendría que tomar ciertas decisiones. No sabía si buscar trabajo en Madrid, o emigrar a Canadá, país que me sedujo desde niño −no en vano me he criado entre mapas−. Pero lo primero era cumplir las últimas voluntades que Alina dejó detalladas, igual que hicieran sus antepasados. Disponía del dinero recibido en herencia, cantidad que, distribuyéndola bien, para alguien como yo acostumbrado a gastar lo imprescindible, daría para mucho. Llegué a la zona de Peñalara, en la cara norte de Cuerda Larga, y como pude, sin ninguna experiencia, accedí al Risco de los Pájaros, cuya altitud −de pánico− era de 2334 metros. Y desde ahí, las postales que descolgaba el horizonte nevado y montañoso eran espectaculares. Mami dejó instrucciones muy claras: ‘Estoy segura que el sitio te enamorará, justo donde lo verás puntiagudo y sobresaliente. También asistirás al vuelo magistral de las águilas y buitres, escapándose de la vegetación cuando presienten que acecha algún peligro. Lleva hasta ahí mis cenizas y unos pétalos de narciso amarillos – ese color es el de la sabiduría, y conecta a uno de los siete chakras− o de crocus violeta, cuya textura es como la de la cáscara de huevo. Arrójalo todo al vacío, que el sentido del viento se encargará de orientar la caída…’. Así lo hice, paso a paso, en el mismo lugar donde ella tiró las del abuelo Miguel…
          A las nueve de la mañana de un miércoles a mitad de febrero, pisé tierra en el Aeropuerto Internacional de Santiago de Cuba. La parte de mi sangre habanera hervía de ganas empujándome a conocer el país a fondo, pero ese viaje relámpago tenía un único objetivo, y no podía perder mucho tiempo, quizá en un futuro no lejano… Lo primero que hice fue localizar el Hostal La Ceiba, en el centro de la ciudad −mismo nombre del árbol que en culturas prehistóricas se consideraba sagrado−. Desde la agencia tenía reservado un jeep con chófer que me llevaría hasta Parque Nacional Turquino, en el centro Oeste de la Sierra Maestra, donde un amabilísimo guía haría para mí el trayecto muy agradable. Cuando dejamos el carro y continuamos la subida a pie, algunas piedras estaban resbaladizas por la lluvia caída el día anterior. Yo buscaba un lugar muy concreto, cercano al puesto de Radio Rebelde: la emisora de la Revolución fundada por el comandante Ernesto Che Guevara el 17 de febrero de 1958. Sólo tenía como referencia del sitio una postal del abuelo que recibió mamá por su cumpleaños. El escenario visual no podía ser más majestuoso, porque jamás había visto un abanico de tonalidades igual. Me costó trabajo localizar el tronco al que le faltaba un determinado pedazo, como si alguna vez en la noche cerrada un peligroso mamífero le hubiera hincado el diente. Pero, mirado desde otro ángulo, lo que parecía era la entrada a un refugio. Saqué de la mochila un fular corto de lana y seda en color rojo, que mami no se quitó del cuello los últimos meses, y ahí lo dejé sujeto con una piedra encima. Sabía que, poco antes de derrocar al dictador cubano Fulgencio Batista, y que el líder del Ejército Guerrillero, Fidel Castro, tomara el poder, su padre anduvo junto a ellos por el monte. Seguramente ese simbolismo fue lo que empujó a mi madre a elegir el mismo o similar paisaje, para dejar algo suyo donde antaño un grupo de personas lucharon y creyeron que podían ofrecer un mundo mejor repartido: más justo, más equilibrado, menos discriminador… Aunque después la Historia pone a cada cual en su sitio implacablemente.
          Estoy muy orgulloso de la familia que he tenido. Responsable, profunda, variada, comprometida, aventurera, con espíritu viajero… Olivia, Miguel, Mirta, Eloy, Alina… Todos y cada uno de ellos, con su personalidad perfectamente estructurada, han sido para mí, y lo serán siempre, engranajes imprescindibles que fundamentan la maquinaria que me obliga a rodar, aun sin ganas, porque, como afirmaba uno de los abuelos: ‘De momento, si no cambio de opinión, darme por vencido no entra dentro de mis planes más inmediatos’. En mi hogar de Madrid, que se ha quedado tan grande, y donde presiento que voy a estar muy poco, he cerrado varias habitaciones, aunque el duelo continúa dentro de mí. Sentado en el suelo sobre una alfombra de Cachemira, elijo una recopilación de cantatas de Händel, mientras leo el libro de poesías de Eliseo Diego que compré en Cuba: “…un poema/no es más que unas palabras/que uno ha querido, y cambian/de sitio con el tiempo, y ya/no son más que una mancha,/una esperanza indecible…”. Paseo la vista por la vitrina donde está guardada la porcelana, y me doy cuenta de que nunca hasta ahora había reparado en ella, en las manos que la colocarían al principio guardando una cierta armonía, en las siguientes que retirarían el polvo de la dejadez en sus bordes, en las de mi madre que acariciarían aquellos platos y aquellas tazas admirándolas como ejemplares únicos. Junto a todo eso, comportándome como un recién llegado que empieza a descubrir los objetos de los muebles, observo que hay una pipa con tabaco, una pila de guías del mundo, billetes de avión caducados de fecha, y de distintos medios de transporte, una botella con agua del Caribe, recortes de prensa, y una bolsa de tela con agujas de tejer y ovillos, que son parte de alguna prenda incompleta para abrigar en invierno...
          Parece que estoy viendo al abuelo Miguel recortándose la barba, mientras me guiñaba un ojo y le decía a mamá: ‘¿A dónde vamos con el niño en primavera…? Ahí no, Alina, que los búfalos me asustan…’.