domingo, 23 de junio de 2019

Beirut, Puerta de Atocha

20.

Apenas medio centenar de aviones circulaban elegantes por la pista de rodaje en el Aeropuerto Internacional Rafic Hariri, como si de un desfile de alta costura se tratara. Siete u ocho hombres corpulentos, con gafas negras, trajes oscuros, corbatas discretas y un auricular pendiendo de la oreja izquierda, vigilaban el recinto sin perder de vista a todo aquel que pudiera ser sospechoso de algo. Frente a la cristalera, en el otro extremo, donde había muchísima más aglomeración de gente, una pareja, rodeada de niños, lloraba desconsolada tras despedirse de dos ancianos que partían compungidos. Karim y Ahmad Abu-Abbad no apartaban la mirada del Airbus de Aerolíneas Vueling donde imaginaban a Ismael sentado y enfadadísimo con ambos. Minutos después, un pájaro de alta gama, equipado con la última tecnología para que los pasajeros realizasen un viaje a todo confort, levantó el morro rumbo a España. ‘Ahora que ha despegado tenemos que irnos ya’, −dijo el joven, el otro se giró hacia él y asintió resignado−. El chófer, fumando un cigarrillo recostado sobre el capó, vio que salían y se apresuró a tirarlo mientras les abría la puerta. ‘Señores, ¿en marcha?’. ‘Sí, por favor. Vámonos’, −dijeron−. ‘Quiero llegar cuanto antes a Damasco, visitaremos la prisión de Saydnaya’. ‘Pero −saltó alarmado el muchacho−, es muy peligroso, aquí las cosas no funcionan con preguntas como en Occidente. Esa fortaleza es infranqueable. De estar allí tu hijo puede que se encuentre en una de las celdas subterráneas donde mantienen a los presos congelados de frío hasta que deciden sacarlos’. ‘Bueno, pero iremos de todas formas. Quién sabe si damos también con el paradero de su esposa. Sé que en la ciudad de Tadmur hay muchas personas reclutadas’. ‘No lo sé. Correremos mucho riesgo y tal vez nos maten. Busquemos otras alternativas’. ‘Pare el vehículo −ordenó el beirutí−. Muy bien. Entonces será mejor que te bajes del auto, porque si continúas conmigo lo haremos a mi manera. Y si resulta que, por minúsculo que sea el rastro hallado, implica arriesgarnos, estoy dispuesto a asumir las consecuencias. Espero haber sido lo suficientemente claro’. Permanecieron tan pensativos que apenas se oían la respiración agitada. ‘Tengo tanto interés como tú en encontrar a mi tía. Acepto las condiciones que pones y te aseguro que no seré un obstáculo. Sin embargo, yo conozco mejor el terreno y en algún momento tendrás que dejarte aconsejar, ¿no crees?’, −asintió y dijo−: ‘Vayamos pues’. De repente se había borrado de su memoria lo caótica que llegaba a ser la circulación en el Líbano, con tipos temerarios encaramados al volante y cruzándose los unos con los otros sin hacer uso de los intermitentes o alguna otra señal que indique un cambio de carril. El mal estado de las carreteras, y los camiones de gran tonelaje que por ellas transitan, provocando largas colas para pasar los puestos fronterizos, lo complican todo todavía más. Faltaba poco para llegar a Al Dimas cuando sufrieron la emboscada que desencadenaría el principio del fin. Dos todoterreno surgidos de la nada, con sus guerrilleros a bordo y armados hasta los dientes, les obligaron a echarse a un lado. El conductor, un turco afincado en Beirut desde hacía dos años, salió del coche con total tranquilidad, empuñó un juguetito de fabricación búlgara con balas de 9 milímetros y apuntó hacia el asiento donde iban los clientes, petrificados. ¡Fuera del coche! ¡Vamos, fuera!, −gritaba una voz que para Ahmad no era del todo desconocida…
          El inicio de fin de semana, junto al arranque de las vacaciones de verano que asoman a la vuelta de la esquina, son una conjunción idónea para quedarse en la playa disfrutando de ese paisaje incomparable que todos sentimos un poco nuestro. Desde que la oficina es un absoluto caos y está tomada por los auditores, Binta se pasa los días haciendo deporte por la orilla del mar, sin atender las alarmas de agotamiento que su cuerpo va manifestando, hasta que un calambre en la pantorrilla la obliga a pararse en seco. Con la marcha de Kesia las cosas a su alrededor parece estar patas arriba o a punto de desmoronarse. La fecha de la despedida ninguna pegó ojo, salvo el niño que dormía a pierna suelta, succionando el chupete y ajeno a las penurias de los mayores. Un solo bulto por equipaje, con algo de comida, pañales y leche en polvo, para biberones, separaba del comedor, ese espacio que tantas veces habían compartido en lo cotidiano y en las confidencias, la zona donde la mujer africana pintaba cuadros. Transcurrían los minutos lentamente, clavando sus espinas afiladas en las gargantas mudas. Los más madrugadores de la vecindad aportaban la primera claridad al patio de luces, con sus lámparas led resplandecientes en las cocinas. Había amanecido por completo cuando el timbre del telefonillo las sobresaltó de tal manera que dieron un respingo del sillón. Con el corazón encogido, las lágrimas brotando, lo impersonal de la calle y la certeza de un adiós probablemente definitivo, se abrazaron con instinto protector, mientras que uno de los hombres enviados por el Consulado de la República Federal de Alemania comparaba los datos en un dispositivo móvil, y otro guardaba en el maletero el equipaje. ‘¿Prometes ir a vernos?’. ‘Claro que sí. Llámame una vez que estés instalada, y cualquier cosa que necesites no dudes en decírmelo. Ten mucho cuidado, cariño. Y cuídate, por favor’, −dijo la senegalesa, a la vez que besaba la frente del pequeño−. ‘Despídeme de los demás, y explícales las razones que me empujan a partir, especialmente al señor Ismael, que tan bien se ha portado siempre conmigo’. ‘Lo haré, no te preocupes…’.
          Siete y media de la tarde. Desierto de Mauritania. Ráfagas de viento de harmatán levantan cortinas de arena, cegando a todo aquel que se interponga en su camino, incluso dejando en algunos tramos las vías del ferrocarril semienterradas. La estación de Zuérate era un simple refugio de tres paredes, que siempre estaba lleno de gente y de bultos envueltos en telas de colores y atados con cuerdas. Los pasajeros sin billetes tenían que esperar hasta que la fábrica encargada de procesar el mineral concluyese la labor y lo cargase en el Tren del Hierro. Jamal Kundu, ataviado con prendas cómodas, la brújula del misionero en el bolsillo y el tuareg obsequio de un compañero de la mina, se mordía las uñas impaciente por dejar atrás las dificultades sufridas y ponerle fin al largo peregrinaje. Pero la desesperación empezaba a hacer estragos entre los presentes, pensando que tampoco esa vez partirían, hasta que se corrió la voz de que los vagones ya estaban listos con la materia prima a bordo, que también serviría de cama a cientos de personas. De lejos era un verdadero espectáculo ver cómo familias enteras trepaban hasta las tolvas que les proporcionarían el viaje hacia la libertad tan deseada. Primero lo harían los más jóvenes y fuertes físicamente, después, ayudados por éstos, los niños y los ancianos. El miedo y la emoción, lo desconocido y la perseverancia, la ilusión y lo prudente. Y todo junto, o, además de esto, las ganas de abolir de sus propias carnes la pobreza vivida… El convoy, de dos kilómetros y medio de longitud, iba tan despacio que podían bajarse, realizar compras y volverse a subir sin problema. Pero el bangladesí prefería no hacerlo, ya que conseguir luego el mismo sitio sería muy complicado. Así que disfrutaba del espectacular paisaje, descubriendo cada diferente palmo del universo y asombrándose con las manadas de camellos salvajes que salían al encuentro. Sin embargo, ese deleite duró poco, ya que, víctima del cansancio y del relajo proporcionado por las tazas de té que gentilmente le ofrecían una abuela y sus nietos, se durmió, perdiéndose la belleza del cielo estrellado más hermoso que jamás hubiera visto. Transcurridas unas dieciocho horas, cuando abrió los ojos, se puso en pie como pudo y asomó la cabeza: el puerto de Nuadibú le dio la bienvenida. Saltó de un brinco y reanudó a pie su éxodo en busca del barco que le cruzaría aquellas pocas millas del Atlántico…
          El abogado de Ismael le comunicó que la venta del piso cercano a la Gran Vía estaba casi cerrada, a falta tan sólo de su firma y conformidad de las condiciones recogidas en el precontrato. Por ese motivo, procedente de Oriente Próximo y tras hacer escala en el Aeropuerto de El Prat para cumplir así con la promesa hecha a Ahmad de entregarle a Jasmin la carta, aterrizó en Barajas con el extraño sabor debajo de lengua de sentirse fuera de lugar. Un Mercedes Benz, negro y brillante, lujoso e impoluto, de la plataforma Cabify, le llevó hasta el hotel H10 donde tenía una reserva. La almendra del barrio de Salamanca bullía a pleno pulmón en la intersección de las boutiques más selectas e internacionales, mientras que, en las calles interiores, conserjes uniformados y empleadas de hogar acarreando niños a la hora del colegio, ponían la nota de rutina en la esencia del distrito. Su habitación, elegante y con suelo de madera, era tranquila y bastante confortable, al igual que el baño, guarnecido con todo cuanto se necesita para el aseo personal. Venía agotado, así que decidió darse una ducha y subir a la azotea de la octava planta, donde se encuentra la Terraza El Cielo de Alcalá, de la que tanto había oído hablar, con su plunge pool incluida. Las vistas, espectaculares, le reconciliaron con la capital y fue enumerándolas para sí una a una: el Parque del Retiro, la Casa Árabe ubicada en la antigua Escuela Aguirre, la estatua de Esparteros, el collage de tejados de todo el casco viejo o la cúpula de la basílica de Nuestra Señora de la Concepción, en Goya con Núñez de Balboa. Giró la cabeza hacia el noroeste y se dio de cara con la sierra nevada, cuya silueta quedaba recortada por el skyline de la metrópoli. Eligió uno de los veladores junto al jardín vertical y pidió, antes de degustar algo ligero, un cóctel, y después otro, y un tercero, y cuando iban a servirle el cuarto le sobrevino un bajón emocional, y con ello el recuerdo de aquellos que habían quedado lejos…
          Querida hija: no me guardes rencor. Juntos hemos vivido momentos inolvidables. Me he sentido cuidado y muy querido, puedo decir que soy un hombre afortunado. Pero ahora, que quizá el final de mis días está cerca, no puedo irme de aquí sin averiguar dónde está tu hermano. Eres generosa y una gran persona, sé que lo comprenderás. Sigue el camino que te has marcado, estoy seguro de que llegará un momento en que lideres la gran marcha hacia la paz. Y jamás dejes de pelear por tus principios, esos que hacen de ti un ser especial. Tu padre, que te quiere, para mi activista gruñona’. Jasmin caminaba hacia el puerto buscando con la mirada el barco Sin Muros. Una vez localizado, frente a él se sentó en el suelo y, cayéndosele las lágrimas, releyó la nota escrita en árabe…

domingo, 9 de junio de 2019

Beirut, Puerta de Atocha

19.

En la profundidad de la galería, varias plantas por debajo de la superficie, el aire era irrespirable. Apenas contaban con cascos de seguridad para todos los obreros, y el resto del equipamiento, precario y obsoleto, complicaba bastante la labor a la hora de desenvolverse en aquellos tramos más peligrosos de la mina. Jamal Kundu se hallaba en una de esas zonas, cargando en las carretillas el mineral extraído de la roca. Jornadas durísimas, de catorce horas diarias sin ver la luz del sol, le sensibilizaron tanto los ojos que, una vez fuera, se protegía la cabeza con su pañuelo palestino, dejando tan sólo al descubierto una pequeña abertura por donde mirar. Deslomado y al límite de las fuerzas, le mantenía en pie el deseo de conseguir la meta propuesta, que reanudaría en cuanto juntara algo más de dinero. ‘¿Qué proyectos tienes? −preguntó al compañero mientras comían una torta de harina con arroz cocido, a la vez que exclamaba−: ¡Esto es un asco, la verdad!’. ‘Ninguno. Las ganas de prosperar y la ilusión por vivir se me han quedado adheridas a las grietas de estas cuatro paredes, y ya no hay forma de recuperarlas. Así que acabaré mis días aquí, enfermo y desahuciado. ¿Y tú?’. ‘Llegar a España, aunque todavía queda mucho camino. Pero bueno, poco a poco. El siguiente paso será hacer a pie la distancia que separa F’dérick, donde estamos, de Zuérate, nada menos que 5 horas y 38 minutos aproximadamente’. ‘¿Y eso?’. ‘Ya sabes que de ahí sale el Tren del Hierro con destino a Nuadibú. Y, aunque el trayecto es incómodo, puedes viajar gratis en los vagones de carga’, −el otro le interrumpe−.¿Y ya está? ¡Valiente tontería!’. Qué va, una vez que llegue al Sahara Occidental comenzará la cuenta atrás hacia Barcelona, a casa de mi tío, la meta final’. Cuando regresaron a la faena se produjo un derrumbe al otro extremo. Media docena de heridos en estado crítico aguardaban la llegada del médico, entre ellos el capataz, un buen hombre con poca madera de jefe. El bangladesí, ante tanta adversidad, se hizo de corazón duro y, en lugar de llorar por los rincones, contaba monedas en la intimidad. ‘Cuatrocientos, quinientos, ochenta y… Nueve semanas más, y me largo’.
          Desde las nueve horas del día de hoy, por seguridad y hasta nuevo aviso, quedan suspendidos los vuelos de Beirut a Damasco. Así rezaba en diversos avisos disponibles por la ciudad. Este contratiempo obligó a Ahmad Abu-Abbad a cambiar un cómodo trayecto en avión de unos cuarenta y cinco minutos por otro en automóvil de seis horas y pico, además de los trámites que conlleva eso en sí: alquiler del vehículo con chófer, rutas alternativas poco transitadas y deshacerse de Ismael, lo más peliagudo de todo. ‘Oye, compadre, conste que no apruebo este viajecito tuyo tan clandestino, y menos aún el empeño, por pelotas, de empaquetarme para España’, −dice malhumorado a la vez que mete en el neceser las cosas de aseo−. ‘Debo continuar solo. En el fondo lo sabes, pero te gusta hacerme de rabiar’, −suelta guiñándole un ojo−. ‘No es mi intención. ¿Imaginas la cara de gilipollas que se me va a quedar cuando tu hija vea que no regresas conmigo?’. ‘Pues por eso no te preocupes. ¡Toma! −rozan sus dedos sabiendo que probablemente no lo hagan nunca más−. En esta carta explico los motivos que me empujan a seguir aquí’. ‘Ah, cojonudo. ¿Y ya está? ¿Con este papelito −agita la hoja− lo justificas? De verdad, de verdad…’. ‘Deja de gruñir y apresúrate, no lleguemos tarde’. El Aeropuerto Internacional Rafic Hariri estaba colapsado. Pasajeros esperando poder partir convivían entre olores a humanidad y a basura orgánica. Las horas se hacían interminables y la desesperación el peor de los aliados. Sólo despegaban algunas líneas cuyos destinos eran Europa o Estados Unidos. El resto aparecía cancelado en el panel. La desordenada fila de información se perdía en el horizonte de bultos y maletas que aparentemente estaban sin dueño. Puestos al final de la cola, el beirutí y el español agotaban silenciosos el puñado de minutos irrepetibles que les quedaba de estar juntos. ‘¿Ustedes adónde van?’, −alguien le pregunta a un grupo de chicas jóvenes que armaban bastante jaleo−. ‘Nosotras, a Helsinki. ¿Por?’, −pero el curioso se evaporó como la espuma−. Al borde del agotamiento llegó la hora de la despedida. Tras abrazar al amigo, que parecía ya un anciano, y besarle tres veces en la mejilla, Ismael se colocó, con rabia, impotencia y dolor, en la zona de embarque. El sobrino de la nuera de Ahmad, que estuvo todo el tiempo en un segundo plano, se acercó a él y dijo: ‘Ahora, que ya estás solo, cuanto antes partamos mejor’. ‘No hasta que despegue el avión’. ‘Como prefieras. Por cierto, me llamo Karim y voy contigo a Siria…’.
          Desde que Salma Kundu murió casi en sus brazos, y no hay noticias sobre el paradero de Jamal, Abul Khan se muestra taciturno y abatido. Al atardecer, cuando la ciudadanía barcelonesa acostumbra a inundar las calles con sus lenguas universales y el color de las pieles charnegas, la tetería se llena de gente atraída por la brisa del mar, cargada de partículas de salitre, la mezcla de infusiones en su punto de cocción y la amabilidad del gerente. Jasmin y Binta, ocupando la mesa que tiene mejores vistas, reservada en exclusiva para los amigos, hablaban de la vida, de los amores imposibles y de los desengaños, mientras redactaban un manifiesto que después firmarían todos los compañeros, y donde repudiaban el episodio de desvío de dinero acontecido recientemente. Y es que, cuando el entramado de la corrupción en la ONG Sin Muros salió a la luz, vertebrado en torno al refugio de exóticos paraísos fiscales y manejado por personas sin escrúpulos ni ética, ellos, los trabajadores, iniciaron diversas jornadas de protesta para desmarcarse del capitán del barco que, a fin de cuentas, fue solamente la pieza más insignificante del mosaico. Es decir, un pelele en manos de los mismos buitres que le habían devorado. ‘¿Qué os apetece, chicas?’, −pregunta el bangladesí−. ‘Para mí un té con menta, por favor’, −responde rauda la senegalesa−. ‘Pues yo quiero uno de esos especiales que tú haces, a ver si me animo un poco, que no levanto cabeza’, −contesta la otra−. ‘¿Cuándo vuelve tu padre? Se le echa de menos’. ‘Pues espero que sea pronto. Llevo días sin poder contactar con ellos, las comunicaciones están cortadas’. ‘Bueno, ya sabes que a veces es complicado hacerlo desde nuestros países. Pero no te preocupes, seguro que están bien’. ‘Ojalá. ¿Qué tal tú? ¿Cómo estás?’. ‘Jodido, bastante jodido, pero estoy, que ya es bastante’, −el hombre se retira cabizbajo−. ‘El pobre, ¡menuda racha que lleva!’. ‘Bueno, es que a veces nos las dan en el mismo carrillo’. ‘¿Sabes qué te digo?, que en cuanto acabemos esto nos vamos a la playa. No sabes lo que un bañito a estas horas purifica el cabreo que tenemos’, −ríen a carcajadas−. ‘Lo siento, otro día, ¿sí? Quiero llegar pronto a casa, el niño está muy alterado y necesita mucho de sus padres’. ‘¿Cómo lo lleva Adrián? Es tan reservado que nunca sabes si haces bien preguntándole o no’. ‘Es tímido y se lo come todo por dentro para no hacernos sufrir, sin embargo, algunas noches le oigo llorar en el baño’.
          El hijo de los libaneses venía del colegio con los zapatos llenos de barro, cogía de la nevera un zumo tropical y se encerraba en su habitación luchando contra la tentación de suicidarse, ya que el miedo a encontrarse cada mañana con sus acosadores era más potente que la opción de seguir padeciendo en este mundo. Y si resultaba doloroso soportar comentarios vejatorios sobre su país de origen, tachándoles a todos de yihadistas, si cabe era todavía más humillante que subieran a las redes sociales vídeos e imágenes suyas orinado en los pantalones después de haberle torturado psicológicamente. Con un toque suave de nudillos Adrián llamó a la puerta. ‘Cariño, ¿puedo pasar? −dice con el corazón en un puño y preparado para recibir un no por respuesta, en cambio oye el clic del cerrojo que desechan desde dentro−. ¿Estás estudiando?’. ‘No, ahora no hay exámenes’. ‘Hijo, ¿cómo va todo? ¿Quieres que hablemos?’. ‘No me apetece. Estoy bien, de verdad’. ‘Sabes que tanto a mamá como a mí nos puedes contar cualquier cosa que te preocupe’. No obstante, ninguno de los dos hizo alusión a la cantidad de problemas que estaban surgiendo, ni refirieron el bajo rendimiento escolar de las últimas evaluaciones. Él siempre estuvo dispuesto a salir a la pizarra cuando el profesor pedía voluntarios que resolvieran quebrados o completaran oraciones gramaticales, pero ahora no levantaba la mano, para esquivar los golpes bajos del insulto y evitar hacer el ridículo al tropezar con alguna zancadilla. Uno de los días que acudió a terapia con la psicóloga del centro, mientras esperaba, vio un póster en la pared que le llamó la atención, aunque una vez en consulta no preguntó por ello. ‘Papá, ¿qué es Save the Children?’. ‘Una fundación que vela por los derechos de los niños. ¿Por qué lo preguntas?’. ‘No sé, pues porque lo he oído, ¿no te parece suficiente razón?’. ‘Sí, por supuesto que sí, no te alteres. Me parece fenomenal que quieras conocer’. ‘¿Están en Barcelona?’. ‘Claro, por el barrio de Sant Antoni. ¿Lo busco en el mapa?’. ‘Quiero ir’. ‘Vale, pues lo organizamos para mañana, ya es un poco tarde’. ‘No te enteras: ¡ahora! Quiero ir ahora’. No sé si habrá alguien en la sede −lo pensó mejor y prefirió no turbarle más−. De acuerdo, aguarda un momento, que localizo a tu madre y se lo digo para que venga’. ‘Ya…’.
          Cuando Binta entró en su casa, al principio se asustó muchísimo. Después, viendo que Kesia trajinaba en la cocina como si nada, dijo: ‘¿Qué ha pasado aquí? ¿Por qué está toda tu ropa sobre la cama? ¿No es un poco tarde para limpiar el armario?’, −pregunta un tanto extrañada−. ‘Ya no la voy a necesitar. Si quieres llévatela a la oficina, seguro que alguien la aprovechará’, −responde la mujer africana a punto de llorar−. ‘¿Qué tontería es esa?’. ‘Siéntate, tenemos que hablar’.