domingo, 20 de diciembre de 2020

No puedo respirar

8.

Son las 5 a.m. cuando los faros del taxi que viene a recogerme iluminan la fachada de la casa quedándose fijos en las macetas con violetas que adornan la ventana de la cocina, trasplantadas por Alaia y que yo mantengo vivas tras su muerte. Antes de cerrar la puerta compruebo que todo esté en orden: los grifos bien ajustados, las persianas bajas y la alarma del garaje conectada. Afuera, el frío me golpea en el rostro mientras que el chófer guarda en el maletero la bolsa con el escaso equipaje que llevo. Dentro del auto, Georgia Hardin apoya la cabeza en el respaldo de cuero que parece recién tapizado. ‘Good morning, darling’. ‘Hola, Markel’. ‘¿Lista?’. ‘¿Lo estás tú?’. La miro, y asiento un par de veces buscando quizá refugio en la comisura de su media sonrisa que intuyo forzada. Del inminente viaje que vamos a emprender a Nueva Orleans me preocupan fundamentalmente dos aspectos: mi parte emocional que gestionaré lo mejor que sepa y pueda, y la rivalidad cada vez más acentuada entre dos compañeros del equipo. ‘¿Sabes si Jeff Blocker preparó los gráficos comparativos con otras “zonas muertas”, además de la del Golfo de México adónde vamos?’. ‘Pues no lo sé –responde ella–, pero conociéndole lo habrá hecho con todo lujo de detalles’. ‘¿Hay algo de tu medicación que deba saber en caso de emergencia?’. ‘Nada que no pueda manejar yo misma. Oye, relájate, por favor. Y cuida de este –refiriéndose a mi corazón–. ¿Glenn nos espera allí?’. ‘Sí, vuela desde Aconcagua’. ‘¡Qué tío, cómo se lo monta!’. ‘Cambiando de tema. ¿Tu hija qué tal se ha tomado tener que irse con su padre?’. ‘Bueno, es pequeña para entenderlo y no sé qué pensará, aunque creo que está enfadadísima conmigo’. ‘¿Entonces no saben que vienes con nosotros?’. ‘Pues no. Evitar problemas, complicaciones y compromisos significa dar las menos explicaciones posibles’. ‘Esa lección la tengo aprendida’. ‘Mira cómo están nuestros chicos –dice, entrando en la terminal–, cada uno por su lado’. ‘Ya, últimamente no tienen comunicación’. ‘¿Y qué ha pasado con la selección de estudiantes?’. ‘Pues que el intermediario que recaudaba fondos para la expedición se ha echado atrás y ahora viajamos con un presupuesto ajustadísimo’. ‘Es decir que vamos jodidos de plata’. ‘No lo podría haber resumido mejor’.
          Hace meses que Nelson Baez y William Harrison no se soportan, y eso, quieras que no, afecta al conjunto del equipo. El año anterior The Climate Reality Proyect promocionó unos cursos en Houston para promover una cultura sostenible que neutralice los mensajes materialistas lanzados a la sociedad desde distintos ángulos. Así como la proyección del documental “Una verdad incómoda”, cuyo guionista es el exvicepresidente Al Gore, fundador, como se sabe, de la organización en la que trabajamos. La competición estaba servida, y las solicitudes para participar llegaban sin cesar de todas las oficinas repartidas en los diferentes estados. En la nuestra teníamos claro que ambos daban el perfil y estaban perfectamente cualificados. Sin embargo, desaprovecharon la oportunidad y jugaron sucio obligando a los jefes a eliminarlos de la lista de candidatos. Desde entonces cualquier iniciativa se ha convertido en una campaña de desprestigio del uno hacia el otro. Una vez, al poco tiempo de haber ocurrido esto, les pedí que me acompañaran a dar una charla muy sencilla a niños entre 6 y 7 años que versaban en torno al conocimiento de la naturaleza y su cuidado. Quedé como un idiota delante de los asistentes, puesto que mis colegas ofrecieron una sangrienta batalla campal entre ellos.
          Siempre intuí que al dominicano Nelson Baez le tentaba la posibilidad de unirse al grupo ecologista Friends of the Earth. Más aún desde que se puso en marcha la máquina del activismo, en 2014, cuando se dio a conocer la noticia de la construcción del oleoducto de combustibles fósiles: Atlantic Coast Pipeline, cuyas tuberías atravesarían desde Virginia Occidental hasta Carolina del Norte, alcanzando también territorio de Carolina del Sur, lo cual ocasionando tal contaminación de dimensiones y consecuencias incalculables, por no hablar del daño al Sendero de los Apalaches, la cima de las montañas, tierras de cultico, bosques y toda la fauna animal que transita libremente por allí. Pero, por suerte, tras largos años de lucha constante han conseguido frenar la obra, así que, las aspiraciones de nuestro compañero para incorporarse a sus filas son cada vez más atractivas, teniendo en cuenta también que nunca ha estado integrado del todo en las cosas que hacemos, es como si un muro invisible le separase de nosotros. En el avión que nos lleva rumbo a Luisiana se sienta conmigo, mientras que Georgia y William van tres filas detrás. ‘¿Piensas dejarnos?’. ‘No sé de qué me hablas, Markel –contesta–. ¿Acaso estás invitándome a hacerlo?’. ‘Por supuesto que no, y lo sabes. Perdería a una excelente persona y a un gran profesional’. ‘Lástima que los demás no opinen igual’. ‘Todavía recuerdo el día que os encontré en Mayo Civic Center y tu seguridad para convencerme de que asistiera con vosotros a la conferencia de Lois Gibbs, a partir de ese momento cambió mi vida, y eso, en parte, te lo debo a ti. ¿Dime qué puedo hacer para que te quedes?’. ‘Nada’. Gira la cabeza hacia la ventanilla y se recoge en el monasterio de su silencio.
          De familia humilde, nació en el corazón de un suburbio en Santo Domingo, cerca del barrio Mandinga. Al igual que sus amigos se crio en la calle buscando una manera de escapar de aquel escenario deslucido y sin futuro del que no quería formar parte. Sobre todo, viendo a su padre, de oficio plomero, volver deslomado cada noche de la dura jornada y después recorrer a pie algo más de cinco millas. Y, a su madre, ama de casa, haciendo malabarismos para darles de comer un apetitoso plato de La Bandera, que, en ocasiones, servía tan sólo con arroz blanco y habichuelas, a falta de la carne guisada, ingrediente estrella que no siempre podía comprar. Alcanzando la mayoría de edad, consiguió dinero y emigró a USA. Primero, a través de unos conocidos fue a Lenoir City, en el estado de Tennessee, pero no encajaba bien en el sitio, así que, cuando supo que en algunas estaciones del ferrocarril de Minnesota necesitaban gente, vio el cielo abierto para lanzarse y probar fortuna. No obstante, al final, terminó de camarero en Rochester. En esa época en Century High School, me dejaron un aula que nadie usaba para dar clases nocturnas de español a personas con dificultades económicas. Aunque él manejaba bien el idioma se convirtió en alumno mío para ampliar el vocabulario y entender mejor a los clientes latinos que frecuentaban el restaurante. Una compañera nuestra de la organización comía allí, entablaron amistad y, Nelson Baez pasó de servir cervezas a solitarios maleducados, a recorrer Estados Unidos hablando de problemas medioambientales.
          William Harrison nace en Minneapolis, la Ciudad de los Lagos. Desde pequeño tuvo todo tipo de oportunidades para seguir los pasos profesionales de sus padres, pediatras en Children`s Minnesota y, por tanto, miembros de la American Academy of Pediatrics –después se trasladaron a Rochester Northwest Clinic para tener una vida mucho más tranquila–. Sin embargo, esa no era la vocación del niño. Así que, en una de aquellas cenas donde se chupaban los dedos con el hotdish que mamá Evelyn, abuela materna, preparaba con tanto mimo, anunció que se iba a Ecuador a trabajar en una fábrica exportadora de madera. Alguien de su familia era pariente lejano de la directora de mi escuela, de manera que, como favor personal hacia ella, acepté darle clases intensivas de español para que se defendiera en Sudamérica. El único hueco libre que encontré en mi agenda fue los domingo por la mañana, aceptó y eso me costó más de un enfado con Alaia. Muy pronto me di cuenta de que le costaba muchísimo desnudar sus pensamientos, quizá por miedo a la vulnerabilidad, no lo sé, aunque lo que sí puedo asegurar es que posee una inteligencia superior a la de muchos de nosotros. Durante su estancia en Portoviejo se acercó al Movimiento de Izquierda Revolucionaria compartiendo tertulias con exdirigentes marxistas-leninistas de Chile, Venezuela o Perú, tentándole para formar parte de sus filas. Sin embargo, al conocer que la ONG Global Witness luchaba para proteger la explotación de los recursos naturales y denunciar, a su vez, los asesinatos de las personas defensoras de la tierra, optó por unirse a ellos. Una noche, en un debate televisivo entre “negacionistas” del cambio, del Heartland Institute, y, “ambientalistas” próximos a la escultora Rachel Binah, quien protagonizara en 1998 la protesta contra la explotación petrolera en alta mar frente a la costa norte de California, comprendió que debía cerrar la etapa de cortador de tablones y volver al punto de inicio. Es decir, a Rochester, donde contactó de nuevo conmigo uniéndose al equipo de estrechos colaboradores.
          Al bajar del avión en el Aeropuerto Internacional Louis Armstrong, tan diferente de aquel otro con las pistas llenas de aeronaves del ejército y hospitales de campaña, cuando el huracán Katrina, me sobrecoge la espesura de una niebla que se adentra por todos los poros de mi piel tanteando los acelerados latidos del corazón. Como si me hubiera perdido en el tiempo, busco entre las caras de los pasajeros las de aquellos militares que se abrían paso evacuando a los heridos, náufragos de una catástrofe anunciada. Cierro los ojos y no consigo que desaparezcan las imágenes de la gente pidiendo auxilio, ni la de Iker y Sira diciéndome adiós desde el taxi que nunca más les traería de regreso, como tampoco se me va de la memoria del gusto aquí todavía más acentuado el sabor del último beso de Alaia. I can't breath. I can't breath. I can't breath, susurro. Georgia Hardin se apoya en mi hombro. ‘¿Estás bien, Markel?’. ‘Sí, tan sólo algo aturdido’. ‘Será por la presión’. ‘Será’. Los dos sabemos que no. ‘Mirad quien está allí –señala Nelson hacia la izquierda–: Glenn Clemmons'. ‘Ah, sí. ¿No te dije que nos acompaña?’. ‘Pues no, como siempre soy el último en enterarme de las decisiones’. Perdona, la culpa es mía –digo, apesadumbrado–, ando despistado y se me pasan las cosas. Creí haberlo hablado con todos. Su opinión, como experto, va a ser fundamental para orientar nuestra tarea, por eso le pedí que viniera’. No termino la frase cuando el cálido abrazo de mi amigo científico reconforta la amargura que siento. ‘¿Qué tal, compañeros? Cuánto tiempo sin vernos. ¿Cómo os va?’. ‘Bien, ¿y a ti? –responden educados–. ¿Has tenido buen vuelo?’. ‘El viaje desde Aconcagua hasta el Aeropuerto Internacional Ezeiza ha sido complicado. De ahí, a Houston, estupendo. Pero la escala de tres horas y cuarto se ha convertido en casi siete, luego sesenta minutos más y aquí. Total, que estoy molido’.
          A pocas cuadras de Bourbon Street, adonde William Harrison quiere ir a escuchar jazz en directo tomando una copa, nos hospedamos en The Andrew Jackson Hotel, ubicado en una preciosa casa de dos plantas, de estilo sureño, que ofrece calidad y confort para alguien que, como yo, apuesta por permanecer alejado del ruido. Nos asignan las habitaciones, y dejamos a Georgia la de mayor encanto para que disfrute de las vistas a la calle Royal por donde transitan los carruajes tirados por caballos que pasean a los turistas durante todo el día. ‘¿Entonces no te animas a venir conmigo? – me dice–. Te iría bien despejarte’. ‘No. Además, Jeff Blocker va a hacer una videollamada para concretar detalles. Diviértete y no bebas mucho’. Creo que es la primera vez que me ha guiñado un ojo. El agotamiento cayó a plomo sobre mí. Tendido en la cama, y sin haberlo planeado, Nueva Orleans me ofreció sus brazos…

domingo, 6 de diciembre de 2020

No puedo respirar

 7.

Queremos que dirijas una expedición muy importante –los jefes me citaron en Cooke Park evitando así la intromisión de chismosos–. Tienes libertad para elegir a tu equipo y también al pequeño grupo de estudiantes que os acompañarán. Esto último no es negociable ya que el intermediario que recauda fondos para nosotros lo pone como condición’. ‘¿Dónde es?’. ‘Esa es la cuestión, que somos conscientes del esfuerzo que te vamos a pedir’. ‘Soy todo oídos –me pongo nervioso–. No me gustan los misterios ni las sorpresas, así que: al grano’. ‘Viajaréis a Luisiana’. ‘La respuesta es no’. ‘Markel, por favor. Deja que nos expliquemos y después decides, ¿de acuerdo?’. ‘Vale’. ‘Hemos elaborado un estudio donde se cuantifica el aumento de la “zona muerta” del Golfo de México que, como bien sabes, se sitúa en la desembocadura del río Misisipi, entre las costas de…’. ‘Conozco perfectamente la ubicación’. ‘Descubrimos que la escorrentía que campa libremente arrastrando al mar fertilizantes generosos en nitrógeno y fósforo, así como también aguas residuales, han trazado en esa área específica del continente una franja contaminada que cada vez se hace más amplia. Este fenómeno cíclico sucede en primavera y conlleva un aumento importante de algas, las cuales, al descomponerse por el calor, disminuyen el nivel de hipoxia, lo que implica la asfixia para los animales que andan por allí’. ‘Vuestra propuesta es muy tentadora, os lo digo sinceramente, pero no puedo aceptarlo, es doloroso para mí’. ‘Nos hacemos cargo. No obstante, medítalo. Nombra a un codirector de tu confianza que te ayude y así no recaerá toda la responsabilidad en ti’. ‘Lo voy a pensar. Ya os daré una respuesta’. ‘Sólo tienes cuarenta y ocho horas, hay que partir de inmediato’.
          Aquella noche medité la propuesta y decidí contactar con Glenn Clemmons, científico canadiense al que conocí en 2016, en la sección de mascotas de un supermercado eligiendo comida ecológica para perros. Me fijé en el pin que llevaba sujeto en la solapa The Reality Climate Proyect. ‘Yo trabajo ahí –dije, señalando la chapa–. Nunca habíamos coincidido’. Se presentó y dijo que sus participaciones en la organización eran puntuales. Así comenzamos una estrecha amistad que nos ha conducido también a emprender varias iniciativas juntos. Nació en la isla de Baffil y, a los veintidós años, tras ganar en un concurso de la tele un viaje a la Antártida, cuyo paisaje le impresionó, decidió dedicarse a la investigación para la conservación de la Tierra, registrando en gráficos el continuo desprendimiento de las planchas de hielo. Lleva meses perdido en Aconcagua, la mayor de la cordillera de los Andes, al oeste de la República Argentina, con un grupo de alpinistas, antropólogos y expertos en la interacción humana, para valorar el estado de las cumbres y la accesibilidad de las rutas, causando el menor daño posible a la naturaleza. Así que, haciendo un cálculo de tiempo, intento comunicar con él cuando comprendo que estará en el campamento descansando de la agotadora jornada. ‘Markel, ¿eres tú? No escucho bien’. ‘Glenn, ¿me oyes?’. ‘Aguarda un momento que salgo de la tienda, a ver si hay mejor cobertura’. ‘Hola’. ‘Ahora, sí. ¿Cómo estás, amigo?’. ‘Echándote de menos. ¿Cuándo vuelves?’. ‘Uf, no tengo ninguna gana. Esto es espectacular. Te habría encantado venir. Y por allí, ¿cómo van las cosas?’. ‘Pues, más o menos, sin novedades. En permanente campaña electoral, ya sabes. Oye, quiero proponerte algo’. ‘Dime’. Termino de narrar la propuesta de los jefes y espero a que responda. En realidad, a que se quiten las molestas interferencias. ‘¿Has entendido lo que he dicho?’. ‘Sí, todo’. ‘¿Y?’. ‘Pues que… Si tú vas, yo voy’.
          En la última reunión anual de antiguos alumnos del Jefferson Elementary School, en Winona, a la que asistió Georgia Hardin, coincidió en la misma mesa con un viejo compañero al que no veía desde la graduación. ‘¡No me lo puedo creer! ¿Robin?’. ‘¿Y tú eres…? –aunque trató de hacerse el escurridizo lo cierto es que aquella chica tenía algo especial que le atraía muchísimo–. ¿Qué tal, querida? ¡Cuánto tiempo!’. ‘Bastante, sí. ¿Cómo te va?’. ‘Estupendamente’. ‘¿Al final conseguiste tu sueño de ser arquitecto?’. ‘Me costó, pero sí. Tengo el despacho cerca de aquí, no me he mudado de ciudad. ¿Y tú?’. ‘Mi familia se trasladó a Rochester, y allí encontré otra escuela tan buena como ésta. Ahora trabajo en una fábrica de suministros industriales, pero quiero dejarlo y dedicarme a la cultura medioambiental’. ‘¿A la qué?’. ‘Es el estudio de la relación de los seres humanos con el ecosistema haciendo un uso racional de las cosas naturales que nos rodean’. ‘Muy idílico y bonito, pero la realidad es diferente’. ‘¿Tú crees? Desde tu profesión, por ejemplo, se pueden realizar cambios muy importantes’. ‘¡Ah, sí! ¿Cómo cuáles?’. ‘Sustituir el tejado de pizarra por uno fabricado con gomas de neumáticos, colocar paneles solares para general electricidad, aislar las paredes con un material que incluye en su elaboración un cincuenta por ciento de soja, instalar un sistema de cisternas subterráneo que recoja el agua de lluvia…’. ‘Coño, me dejas impresionado. Aunque, de hacerlo, dispararía el presupuesto para nuestros clientes abocando al sector a una pérdida inevitable de empleos’. La conversación terminó enmarcada en Sugar Loaf, un acantilado impresionante que se encuentra por encima del cruce de la ruta 61 con la autopista estatal 43. Ahora las cosas habían cambiado para ellos, estaban divorciados y sólo les unía la hija de seis años que tenían en común.
          ¿Vendrás a la reunión de esta noche? –pregunta Georgia Hardin, quien nos cautiva siempre que cuenta algo personal–. Nelson, Glenn y yo no nos queremos perder la cara de Deanna Leone cuando vea el alto porcentaje que hay de jóvenes conservadores opinando que el gobierno federal, está haciendo poco o nada por frenar los problemas medioambientales, lo cual puede desembocar en un más que probable vuelco electoral’. ‘¿Eso piensas?’. ‘Sí, no me cabe ninguna duda’. Pues yo no estoy tan seguro –contesto–. Ya sabes que ella niega el calentamiento global fundamentándose en el capítulo 8 del Génesis, donde dice que, tras acabar el diluvio, Dios promete que habrá inviernos y veranos tranquilos, noches y días normales, y que nada volverá a alterar a la naturaleza’. ‘¡Qué bobada!, es la actividad del hombre sobre la Tierra la que provoca, con su mala actuación, la aparición de fenómenos atmosféricos adversos. Nosotros no buscamos el enfrentamiento, apostamos por el diálogo como herramienta para mejorar las cosas, entendiendo que, cuidando el entorno, por minúsculo que ´éste sea, preservamos el ecosistema ayudando a la repoblación de todas las especies y por supuesto aquellas que están en peligro de extinción. Reciclar no se ciñe sólo a cumplir con la campaña publicitaria de turno hecha por las administraciones con fines electoralistas, es de sentido común asimilar que la mayoría de las cosas son reutilizables. Es decir: un compromiso personal contraído con aquello que sea susceptible de ser fuente de energía, de lo contrario, a las generaciones venideras les va a quedar la perspectiva de un futuro ignoto’. ‘Estoy de acuerdo, pero para llevarlo a cabo necesitamos un amplio despliegue y, sobre todo, muchísima mano izquierda y toneladas de paciencia’. ‘A veces me pregunto si lo que hacemos sirve para algo’. ‘¿No te lo parece?’. ‘Según’. ‘A mí me pasa igual. ¿Le has dicho ya a la niña que se va una temporada con su papá?’. ‘No, todavía no’. ‘¿A qué esperar?’. ‘A tener fuerzas’. Y vaya si las tuvo. Esa misma noche realizó una de las llamadas más difíciles de su vida. ‘Hola, Robin. Necesito que vengas a por Elizabeth, me han detectado un tumor maligno y voy a entrar en el ensayo clínico de una quimioterapia experimental’. Imaginó, al otro lado del teléfono, palidecer la cara de su exmarido, temblarle las piernas y venírsele encima una avalancha de incertidumbre.
          Cariño –dice Georgia Hardin–, mami tiene que hacer un trabajo muy importante y voy a estar fuera algunos meses, por eso papá ha venido para llevarte con él, ya verás qué bien lo vais a pasar juntos’. ‘Oye, gatito, no te pongas triste, yo también quiero que estés conmigo. Además, con la llegada de tu hermanito –esperaba el primer hijo de su segunda esposa–, necesitamos de tu ayuda’. La niña, de apenas seis años, coge del brazo a su muñeca favorita y se mete en la cama. ‘Robin, ten paciencia, está desconcertada y lo manifiesta acentuando su carácter introvertido’. ‘Sabré estar a la altura, no te preocupes. ¿Cuándo empiezas el tratamiento?’. ‘A finales de semana me repiten la analítica y, si todo va bien, inmediatamente’. ‘¿Te acompaño? No me parece buena idea que vayas sola’. ‘Ya, pero lo prefiero’. ‘Testaruda’. Sentada en la parte trasera del auto, con el cinturón de seguridad presionándole la pena del pecho, las rodillas algo flexionadas, los auriculares encajados y una película de dibujos animados, la criatura se abstrae de eso tan raro e incomprensible que le pasa a su mamá. Ella, rota de dolor, arrima los labios a la mejilla de la pequeña y, abrazándola, pronuncia las tres palabras mágicas entre ellas: ‘I love you’.
          Georgia Hardin es una mujer de gran temperamento que nunca ha dejado de demostrar su fortaleza, tanto en el ámbito privado como en el profesional. Cuarta hija de un destacado miembro de la “National Rifle Association”, creció marcando distancias con los defensores de la Segunda Enmienda, protagonizando, a menudo, desagradables discusiones con su progenitor, quien propuso que la expulsaran de la iglesia pentecostal cuando se negó a ser rebautizada. Así que, fue un gran alivio para todos anunciar su matrimonio con un chico de buena posición, aunque la felicidad duró poco. Ahora la miro y me duele verla tan deteriorada. ‘¿Te sientes con ánimos para venir con nosotros? –digo, recostado en el mueble archivador–. Si lo prefieres, puedes incorporarte más adelante’. ‘Ni hablar, tengo efectos secundarios muy leves y no pienso compadecerme arrugada en un sillón, sólo tengo cáncer, no estoy inútil’. ‘Por mi perfecto. ¿Dónde os habéis metido, tíos? –pregunto a Jeff Blocker y William Harrison–.  Hace más de una hora que os esperamos. Voy a hacer unas fotocopias, enseguida vuelvo’. La puerta queda semi abierta y escucho sus murmullos en tono bajo: ‘¿Creéis que Markel ha aceptado este proyecto para ponerse a prueba?’. ‘Es un tipo bastante duro y han pasado muchos años desde que su mujer falleció –interviene Jeff–. Las cosas se suavizan’. ‘Tú le conoces mejor que nosotros, Georgia. Dinos qué opinas’. ‘Supongo que no será fácil volver a Nueva Orleans, pero al final el dolor de las tripas toma asiento’. ‘Sin embargo, una muerte así, tan trágica, deja secuelas’. ‘Bueno, lo importante es que se le nota entusiasmado’. ‘Ya, pero a veces tiene la mirada tan sumergida en el vacío –corta William– que parece hacer inmersiones en las anegadas calles de sus recuerdos’. Regreso y callan…