domingo, 19 de enero de 2014

La pérdida


Todos somos producto de nuestra historia.
Gilles Paquet-Brenner, Serge Joncour

Hay ocasiones en que los presentimientos se nos echan encima con la fuerza de un alud de nieve que se acerca a sepultarnos la piel, bajo su rancia cáscara de tristeza. Pensaba esto mientras salió del metro con la prisa del invierno en los andares. Quería llegar a casa lo antes posible, darse una ducha caliente, meterse dentro de la comodidad que proporciona el pijama, y tomarse como relajante para conciliar el sueño un vaso de leche con miel y galletas. Hacía poco que había alquilado ese piso y, aunque no tenía decidido qué haría después, no pensaba quedarse ahí por mucho tiempo. Quizá al finalizar la temporada de verano, cuando el número de turistas en la capital disminuyera, cambiaría de ciudad o de provincia.
            Licenciada en Historia del Arte, trabajaba actualmente como guía turística. Es decir: Los hoteles la contrataban para pasear a los guiris del museo a la Catedral, de los Jardines de Sabatini a las zonas típicas de chateo, o del mismísimo teatro de la Ópera a las típicas tiendas de souvenir… Ejerció de maestra durante años. Disfrutaba haciéndolo. Sus clases eran dinámicas, participativas, y los alumnos valoraban mucho que tuviera en consideración sus opiniones. Sin embargo, el día en que su familia perdió la vida en un accidente de tráfico todo cambió bruscamente, transformándose en una nómada con miedo a echar raíces en algún lugar.
            Aquella fatídica mañana de febrero amaneció un día muy despejado y con temperatura bastante agradable. Decidió quedarse en casa para preparar a fondo la clase de prácticas que esa misma tarde tendría con los chicos. Sabía que ahí se concentraría mucho mejor que en el despacho de la Facultad. Así que, bajo el marco de la puerta de entrada al precioso chalé que habitaban cerca de la playa, despidió a su marido y a una sobrina que vivía con ellos desde hacía más de siete años y a la que trataban como a una hija. Arriba, en la buhardilla, habían instalado la zona de trabajo partida en dos grandes dependencias. En la suya, atestada de libros, folletos, apuntes y pinceles, tenía un caballete sobre el que siempre descansaba un lienzo en blanco. Nada más quedarse sola conectó la alarma, comprobó que todo estaba bien cerrado, cogió algunos cd’s que tenía por la cocina y  un recipiente con agua hirviendo para el té, silenció los teléfonos, y dejó al perro en el jardín, disfrutando a sus anchas.
            La clase a preparar trataba sobre la edad de oro de la pintura holandesa, por lo que era imprescindible centrarla en Rembrandt, del que quería despertar entre los estudiantes el interés por su faceta de retratista, que consideraba especialmente interesante. Y para eso se iba a valer de una excursión que harían al centro de la ciudad, donde captar a lápiz lo quieto y lo que circula. Eligió para relajarse y empezar a trabajar las Suites para orquesta de Bach. Dos horas y media después, estaba tan concentrada que no vio parpadear la luz del contestador automático, ni que en la pantalla del móvil aparecían varias llamadas perdidas. No fue consciente de nada hasta que el timbre del telefonillo y los ladridos del perro la trajeron de vuelta al mundo real. Una realidad que vestía uniforme de policía y tragedia. Con gran incertidumbre por la escueta información que le dieron, se trasladó con ellos al lugar del accidente, acordonado hasta la llegada del juez.
            Según se acercaban al lugar del siniestro, y a pesar de que no sabía muy bien a lo que se iba a enfrentar, comenzó a caminar muy deprisa, como si flotara, como si dibujara círculos donde encerrarse en el lomo del suelo. Llevaba las manos sobre la cabeza, la mandíbula desencajada y las entrañas a punto de quebrarse, hasta que en el interior del hospital de campaña, que el Samur instaló en la cuneta, el equipo de psicólogos desplazados al lugar del suceso se hicieron cargo de ella, atendiendo también al conductor del camión, contra el que, presuntamente por un fallo humano, su marido había colisionado el automóvil. Y aunque tuvo que identificar a los cadáveres –algo que jamás superaría–, fue uno de sus hermanos, venido desde el norte del país, quien se ocupara de llamar a los padres de la chica, para darles la terrible noticia.
            Pasados los primeros años el sentimiento de culpa seguía oliendo a cerrado, a preguntas de difícil respuesta, a continuos enfados con el destino, un destino con tan mala leche que aquella mañana terrible de febrero la situó fuera del coche donde viajaba su familia. Tampoco ayudó mucho a suavizar la agonía trasladarse a menudo de ciudad, de provincia, cambiar de trabajo, vender la casa, no apegarse a ningún lugar, ni significarse con el entorno. No sirvió, porque las cosas que duelen, igual que las que no tienen remedio, se parecen a ese tren que pone frialdad y distancia entre quien se va y quien se queda. Sin embargo, de esa otra vida que tuvo con ellos conserva la memoria que, a fin de cuentas, es el refugio al que volvemos para reescribir nuestra propia historia.
            A veces en mitad de la noche, cuando el insomnio empapa de sudor, la soledad araña y el silencio se parece a un mapa mundi sin trazado ni ruta, pensaba en ellos. En la evolución que habrían tenido como personas, ajustadas a los fracasos y aciertos que van implícitos en el ser humano. Era entonces cuando se le humedecían los ojos y repetía para sí una de las frases que su  marido decía con frecuencia: “Poner el pie en la calle de tu nombre es tener al alcance de la mano las cosas que verdaderamente importan”.
            Puede que llegue el día en el que no tenga más remedio que elegir un sitio para quedarse, cuatro paredes levantadas en mitad de la nada que le den cobijo cuando estalla la tormenta, pero mientras eso no ocurra, mientras todo el hogar que posee le quepa dentro de la maleta, seguirá siendo la mujer misteriosa, la persona rara, la vecina distante y seca en palabras, que acaba de alquilar el apartamento de arriba: Segunda puerta del octavo izquierda.

domingo, 5 de enero de 2014

Kathie y el hipopótamo. Ana y la elegancia.

Somos lo que actuamos y lo que sentimos, pero también lo que soñamos.
La ficción es un ingrediente esencial de nuestra existencia.
Nadie está contento siendo solo lo que es.
Magüi Mira.

A Marta, Usua, Roberto, Bego, Alfredo, Gabriella y Lara.

El 22 de diciembre de 2013 hacía bastante frío en Madrid. Sin embargo, el calor y la emoción de lo que viviría en breve me colonizó por dentro. Tanto que apenas reparé en que los últimos flecos del atardecer iban desapareciendo al otro lado de las montañas, para dar paso a una lenta descarga que empedraba los adoquines de escarcha. Veinte minutos antes de las siete de la tarde, ya me encontraba en la plaza de Legazpi. Tenía una cita importantísima con “Kathie y el hipopótamo”, la obra de teatro de Mario Vargas Llosa que, hasta el 2 de febrero,  se representa en “Naves del Español”. Dirigida por Magüi Mira, con muy buen gusto, sentido del humor, chorro de inteligencia y mucha depuración escénica, cuenta con un reparto de lujo: Ana Belén, Ginés García Millán, Eva Rufo, Jorge Basanta y David San José, al piano.
            La zona de acceso al interior de “Matadero” me resultó demasiado solitaria. No sé muy bien si debido a las inclemencias del tiempo, a las dificultades económicas que atraviesan cada vez más personas para sufragar sus necesidades culturales y de ocio, o por la sencilla razón de ser unas instalaciones que están algo alejadas del centro urbano, pero la primera impresión que da es la de ser un conjunto de pabellones abandonados. Quince minutos antes de dar comienzo el espectáculo, abrieron la puerta de acceso a una galería ancha y compartimentada a la izquierda. Avanzamos unos metros y una acomodadora nos condujo por un pasillo estrecho, encajado entre paredes negras, que desemboca en la Sala 2, donde otra segunda nos acompañó hasta nuestros asientos. El aforo cuenta con algo más de cien butacas situadas entre gradas y sin escenario, lo que da a las primeras filas una cercanía irrepetible en otros coliseos.
            Ladies and gentlemen: welcome. In a few moments the show will begin. We remind you that taking photos or video is not allowed… Lo bien que suenan estas cosas en inglés y que por mi desconocimiento no me entere de nada... ¡Hay que ver!, –pensé–. Faltaban tres minutos para que Kathie Kennety, una dama de la alta sociedad limeña, pelín frustrada, y Santiago Zavala –que en realidad soñaba con ser Víctor Hugo–, profesor universitario contratado a sueldo dos horas diarias por ella para escribir las aventuras de los viajes de ésta por Asia y África, nos invitaran a participar en el juego de las verdades y de las mentiras, de la vida real y de la inventada, de lo aburrido del día a día, de las diversas caras del enamoramiento, y de la marca de pesar que deja en nosotros descubrir que quizá hemos elegido a la persona equivocada y lo bien que nos habría ido con otra. Pero lo que yo no podía imaginar era que encontraría un texto absolutamente rico, difícil de decir para los actores por el continuo desdoblamiento de personajes, y fácil de llegar al espectador que enseguida se mete en la trama. Una pieza literaria de la que aprendería la capacidad que tiene el autor para modificar una idea original. Es decir, la diferencia que hay entre lo que le cuentan respecto del resultado final donde éste introduce puntadas de ficción que adornan la historia.
            En escena hay un piano, unos maniquís, colocados de tal forma que le sirven a Ana para cambiarse de ropa detrás de ellos, un escritorio, un diván, una silla, una maleta, botellas, un vaso de agua, una máquina de escribir antigua, un magnetófono y los cuadernos y hojas sueltas donde Santiago y Kathie repasan sus notas para el libro. Sin embargo, lo que le da un punto atractivo a todo el montaje es la posición de las luces: abuhardilladas de tal manera que, al reflejarse en el suelo, la sensación es la de estar metidos en el desván donde transcurre la historia. Cuando la oscuridad acomodó al silencio, roto tan sólo por los pasos de los actores entrando en la pista, una luz blanca muy potente enfocó a Ana Belén, sentada encima del piano de cola, interpretando Sous le ciel de Paris, con esa sensualidad innata en ella. La última nota del piano, en manos de David San José, de esta bellísima pieza dio la réplica a un Ginés García Millán que, camaleónico, adoptó  con muchísimas tablas la piel de escritor, la de amante, la de perfumista, la de marido flojo sexualmente, la de ser quien no era... En definitiva, la mezcla de Santiago Zavala con Mark Griffin.  Ana, que, además de ser Kathie Kennety, también es Adèle, la novia de Víctor Hugo, y la estudiante jovial y coqueta que vuelve loco al profesor, pone de manifiesto todos los registros de una actriz espectacular en plena madurez. Eva Rufo y Jorge Basanta, a los que no conocía, crecen en  el transcurso de la obra, mostrando unas dotes interpretativas extraordinarias. Él es Johnny Darling, marido de Kathie y banquero que ejerce de surfista – ¡vaya equilibrio el de Jorge a lomos del diván!–. Ella es Ana, esposa de Griffin y tal vez de Zavala, una mujer que permanece al lado del hombre que ya no la quiere y soporta sus infidelidades. Ambos después serán los hijos de Johnny y Kathie. Un embrollo de personajes perfectamente conectados. Por último, es de justicia destacar, desde mi humilde opinión, la sensibilidad y graciosa complicidad que David San José aporta a la función, enriquecedoras para la obra y para el público que lo percibe.
            Admiro a Ana Belén en todas y cada una de las cosas que hace. No es la primera vez que escribo sobre ella, o que reseño algo que la concierne. La sigo de muchos años atrás; yo diría que desde que tuve capacidad para distinguir lo que me gustaba de lo que no. A lo largo de los años se ha convertido para mí en alguien a quien  tengo un especial cariño. Así que, oírla cantar La vie en rose y Ne me quitte pas es de esas cosas que te regala la vida de forma privilegiada. Ese 22 de diciembre del que hablo, y por un off the record que ocurrió en la sala, vimos la parte más humana, generosa y cercana de Ana Belén.
            La hora y cuarenta minutos aproximados que dura la función se hacen muy cortos. Kathie Kennety baila Jattendrai, primero con Johnny Darling y después con Santiago Zavala, ¿o era con Mark Griffin?... ¡Ay, ya me he liado! El final, de quitarse el sombrero, lo ponen Ginés y Ana cantando a dúo Les feuilles mortes. Estoy segura de que en ese preciso momento vi sentados, en la fila VIP, a  Jacquel Brel y Edith Piaf, disfrutando.
            A la salida espero a Ana para saludarla. Viene a darme un beso, me coge de la mano, comentamos cuatro cosas, nos deseamos felices fiestas, y salgo de allí con la seguridad de haber crecido como persona y como escritora, y de llevarme un manojo de las palabras de Vargas Llosa por dentro del abrigo, y el calor de Ana Belén metido en el corazón. En la calle, aparte de las dos personas que han venido conmigo a ver la obra, casi no hay nadie. Sigo dando vueltas a los personajes, a la música, a los actores y a la posibilidad de cruzarme con Víctor Hugo y tomarnos unas copas en cualquier bar de las afueras. Ya es noche cerrada y, mientras aguardo a que venga el autobús, no consigo salirme de escena. Me veo tumbada en el diván, con el cuaderno y el pitillo en la misma mano, mirando al techo, o tal vez atrapando la punta de una idea para que no se escape. Esbozo una sonrisa, suelto el humo de la calada que acabo de dar, me incorporo, camino unos pocos centímetros y, sentada al lado del pianista, le susurro bajito al oído: ¡Tócala otra vez, David!

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