domingo, 18 de diciembre de 2011

Primavera de abril de 1997


Hasta la primavera de abril de 1997, fecha en que conoció a su gran amor, la vida de Juan Ulloa se desarrolló bajo la influencia de la duda y el arrepentimiento. Huérfano de padre y madre, fallecidos en accidente de tráfico, quedó al cuidado de su abuela materna, mujer de carácter pusilánime, de la que recibió una educación muy rigurosa. Justo cuando más necesitaba de sus padres, cuando el tránsito hacia la pubertad comenzó a ser complicado, le dejaron solo, sin referentes, pereciendo en aquella siniestra carretera, al amanecer de un uno de mayo. Pasó años siendo quien no era, y queriendo a quien no amaba. Se casó con una chica de provincias que limpiaba por horas en la Concejalía de Urbanismo en Villanueva de la Serena. Pasaron la noche de bodas, sin pena ni gloria, en un hotel del centro de Badajoz. Sentados a los pies de la cama, uno junto al otro, sin tocarse, al tiempo que las luces de neón encendían y apagaban sus caras de tristeza. Transcurridos diez años y medio de indiferencia, la chica le abandonó, regresando con el fracaso bordado en el traje de novia a su lugar de origen. Poco después, la abuela cayó enferma, se encamó y murió dos semanas más tarde. Entonces cerró la casa y, con lo puesto, se fue en un autocar de largo recorrido, buscando el preludio de una nueva vida, que arrancaría de manera satisfactoria a su llegada a Madrid.

Hasta la primavera de abril de 1997, fecha en que conoció a su gran amor, la vida de Fidel Garrido fue un absoluto engaño. Nacido en el seno de una familia barcelonesa de clase media alta, pronto asumió que debía prepararse a fondo, para satisfacer los expresos deseos de su padre: estudiar “Económicas”; desempeñar un cargo importante en banca, dar el perfil de un hombre de derechas, vivir en una zona residencial de chalés y, contraer matrimonio con una chica de buena posición. Bastaron tres décadas para alcanzar cada objetivo que se propuso sin grandes esfuerzos, pero le faltaba lo más esencial, lo fundamental para vivir: tener ganas. Ni los éxitos profesionales ni el reconocimiento de su gestión como ejecutivo, colmaron de paz su interior inquieto. Una mañana, harto de guardar las apariencias delante de los suyos, disfrazado con sus trajes de Armani, sus camisas de seda hechas a medida y sus corbatas italianas compradas en Roma, salió del dormitorio en tejanos y camiseta de algodón ante la desafiante mirada de su esposa. Besó al hijo mayor que andaba por allí, abrió la puerta de la casa que comunica con el garaje y partió en su viejo Volkswagen. Por primera vez, la excitación de lo no programado corrió por las venas de Fidel. Días después, arrastrando el cansancio de la carretera en su cuerpo, por fin visualizó el aeropuerto de Barajas. Madrid, señorial, generosa, lo recibía con los brazos abiertos.

En la primavera de abril de 1997, las Urgencias del Hospital Clínico San Carlos en Madrid estaban saturadas. Juan Ulloa y Fidel Garrido no se habían visto anteriormente, pero sus vidas, casualmente, iban a cruzarse. Al parecer acababa de producirse un gravísimo accidente en el Puerto de los Leones. La unidad móvil que la Cadena SER desplazó hasta allí, informó que el número de heridos graves se elevaba a más de veinte. Seguidamente, desde los estudios centrales, alentaron a la ciudadanía (siempre solidaria) para que donaran sangre. Juan Ulloa y Fidel Garrido, porque así lo quiso el destino, se presentaron por separado en el Clínico Allí estuvieron, uno frente al otro. Compungidos, expectantes, apocados, y esperando su turno para la donación. Cuando la enfermera jefe salió a la sala de espera, para decir que ya no necesitaban más plasma, ellos se marcharon conversando. Desde aquel momento ya no se separaron, y no sabría decir qué fue primero, si la mirada o el enamoramiento. Lo cierto es que encontraron aquello que tanto andaban buscando: el amor, la complicidad, la comprensión, el otro. Aquellas escapadas furtivas a la caída de la tarde, aquellos primeros abrazos y aquellos besos consentidos, cimentaron un colchón sobre el que apoyar su historia. Ya nada detendría la pasión. Ya nadie les haría el vacío. Ahora tenían motivos con qué llenar espacios importantes: ellos.

Después de compartir muchos años de gloria y penuria, recién estrenada la jubilación, y con las ganas de vivir fuertes como al principio, emprendieron un viaje que duraría siete meses por distintos países del mundo. En el avión, con los ojos cerrados por la congoja que suele entrar, justo cuando está despegando el aparato, Juan recuerda a su abuela y lo desventurado que habría sido si se hubiese quedado en el pueblo; a aquella chica de provincias que se casó con él y lo desdichada que habría sido si hubiese permanecido a su lado. También, tuvo un recuerdo especial para sus padres; lo felices y orgullosos que estarían al verle, aunque al principio les hubiese costado asimilar su homosexualidad. Fidel, por su parte, sobrelleva el alejamiento y el rechazo de sus hijos desde que presentó oficialmente a Juan como su pareja. En fin, todo ello, fotogramas que, en días señalados como hoy, recorren de lado a lado la memoria de ambos.

Ahora saben que la prisa no es más que una maleta olvidadiza en el tiempo, y el placer un horizonte de colores vivos en la mirada del otro. Ahora saben que morir y renacer es fácil mientras se tengan y que, pese al frío, al dolor, a la vejez, a los obstáculos y a las ausencias, seguirán siempre juntos con la sabiduría de lo pasado y la incógnita de lo que venga. Por eso, hoy más que nunca, evocan aquella primavera de abril de 1997, cuando la rebeldía de su amor, rompió prejuicios demodé, encorsetados y establecidos.

domingo, 4 de diciembre de 2011

A todas las personas que viven bajo presión y miedo


Un mes después de alcanzar la mayoría de edad, Flora Peña quería salir por piernas de su aldea y de la dictadura que en aquella prisión ejercía el padre que la había tocado en suerte. Era hija de un déspota salvaje que, además de humillarla, la explotaba y maltrataba con brutales palizas. Igual que a su madre, que en más de una ocasión acababa con un brazo o pierna rotos. Cuando empezaba a caer la tarde por el horizonte, y el único vecino que tenían andaba preparándose la cena, Flora salía a quemar adrenalina por los senderos fantasma que rodeaban las casas destruidas y abandonadas. Sofocada por la subida, se sentaba en lo alto del cerro a recuperar aliento y repasar uno a uno, los detalles que la llevarían al abordaje de su sueño: echarle arrestos para pasar al otro lado de las montañas, donde la aguardaría una vida mejor.
      Desde pequeña demostró una gran capacidad para los estudios; era inteligente y muy rápida. Aprendió a leer y a escribir gracias a la mujer del médico, que acompañaba a su marido una vez al mes, desde A Coruña, a pasar consulta por las aldeas y pueblos que tenía a su cargo. Entretanto él administraba medicinas, auscultaba pechos, exploraba gargantas y aconsejaba métodos para no preñarse tan seguido, su esposa, bajo el cobertizo del herrero, improvisaba un aula al aire libre con los niños que no habían enfermado ni andaban trabajando en las tierras. Flora Peña pronto destacó de sus compañeros, convirtiéndose en una alumna aplicada, hasta que su padre, montando en cólera, prohibió que asistiera a la eventual escuela y, por supuesto, la obligó a deshacerse de todo material escolar que tuviera.
      Tras recibir una de las palizas más violentas que recordaba, la mano del delirio le tendió una trampa, sirviéndole de amarre para no dejarse morir. Durante un largo periodo de tiempo, casi incalculable, estuvo inmovilizada en el lecho, esperando a que soldara la rotura de pelvis provocada por los golpes que, esta vez, la había asestado su padre con el mango de la azada. Sin embargo, en ese trance, y aun siendo todo producto de la imaginación, vivió los mejores momentos de su existencia: los más vehementes, eróticos, supremos, excitantes, genuinos… En alguna ocasión había oído hablar a la maestra del hotel Bahía Costa, lugar paradisíaco situado en el litoral mediterráneo, cuyo acceso estaba casi limitado a clientes muy selectos. Gracias a que Flora trasladó hasta allí la fantasía de su desvarío, no cayó en la demencia a la que bien podría haberla llevado su situación de obligada inmovilidad. Es por ello que se embarcó a vivir una vida que jamás tendría a este lado de la realidad.
      Además de dirigir el hotel con estricta intolerancia, la Flora Peña inventada que ahora nos ocupa, llevaba una doble vida que desarrolla dentro de la habitación quince veintidós. Por la cama de esa suite pasaron hombres adinerados que trajeron vinos gran reserva, conspiraciones de gobierno, diamantes muy caros y traiciones a empresas que finalmente arruinaron. Flora guardaba un amplio archivo con las debilidades de sus amantes, por si, dado el caso, tenía que utilizarlo en su defensa. Buscaba siempre el perfil de hombre débil, manipulable, pazguato. Hombres fáciles de dominar en la cama y permisivos con la humillación, también en público. Con absoluta crueldad jugaba con los sentimientos de las personas, reportándola una satisfacción tal, que a veces la alarmaba. Iba de diva, de diosa, y disfrutaba denigrando a los, obreros, que tenía absolutamente explotados. Incluso llegó en una ocasión a abofetear a una camarera del restaurante, por montar un mantel descuadrado delante de los clientes. Esta Flora perversa, que en nada se asemejaba a la de la aldea, fortaleció por dentro a aquella, según tomaba conciencia de su situación.
      Hacia el final de la convalecencia, el sueño del hotel se desvanecía y la austera cruda realidad tomaba fuerza. Ya podía ponerse en pie y caminar, aunque de forma lenta, encorvada. Una mañana de primavera salió un rato a tomar el sol; hacía un día precioso, saludable, un día con luces y sombras que no olvidaría jamás. A lo lejos divisó una silueta que, por los andares, bien podría ser la de su padre. Era. Venía cargado de aguardiente, más que de costumbre. Al momento supo que la tomaría con una de ellas. Un segundo antes de presentir un golpe en la cabeza, que bien podría haberla dejado en el sitio, se giró reaccionando a tiempo. Entonces, la otra Flora, la inventada, la tomó de la mano y se apoderó de ella, allanándola el camino, para tomar una decisión: huir inmediatamente de aquel horrible lugar, lo que significaba, por otro lado, entregar a cambio la vida de su madre, o matar con sus propias manos a aquel ser despreciable, a aquel monstruo inhumano, que había arrancado, una a una, todas las pieles de su esperanza. No le quedaba otra.
      (Afortunadamente, la frontera que separa la ficción de la realidad, cuenta con herramientas legales para luchar contra ese terrorismo: Denunciar, casas de acogida, protección policial más o menos permanente, órdenes de alejamiento, dispositivo electrónico de seguimiento y que consiste en: pulsera que porta el agresor y un receptor la víctima, teléfono especial, etcétera. Y, sobre todo, por favor, cuando alguien tenga constancia de un maltrato, que no calle. Hágalo saber a la autoridad competente.)

domingo, 20 de noviembre de 2011

20 de noviembre de 2011


Sebastián Abarca es un hombre de provincias acostumbrado a mantener la boca cerrada. Tiene ochenta y cuatro años, de los cuales ha pasado más de cincuenta buscando la fosa común donde podrían estar enterrados sus padres y su abuelo. Nacieron en Belchite, provincia de Zaragoza, y a finales de agosto de 1937, una noche clara de luna llena, vio como los sacaban a empujones del catre, desapareciendo sin más. Huérfano, atemorizado y con sus pertenencias envueltas en la toquilla de su abuela, le trasladaron a Madrid en un tren cargado de personas que, como él, iban solas y asustadas. Según se alejaba, consciente de la nueva e incierta situación que le esperaba, lloró en silencio, dejando entre aquellos adoquines las raíces de una infancia que no recuperará jamás.

En la estación de Mediodía (Atocha), una mujer entrada en años, con cara de pocos amigos y andares desganados, le recogió para llevarlo a casa de un familiar que no conocía. “¿Sebastián Abarca? El mismo… Ven conmigo. ¡Vamos, aligera, que no tengo todo el día para ti! Llegaron al número ochenta y tres de Don Ramón de la Cruz, en pleno barrio de Salamanca, y tras hacer el trayecto con la mujer adusta comprendió que, para sobrevivir en esa jungla de víboras, tenía que pasar desapercibido. Una vez dentro, lo recibió la prima de su abuelo; una señora alta, elegante, de andares refinados, delgada, con clase, vestida de negro, moño bajo, sin joyas ni maquillaje. En pocas palabras resumió sus tareas a realizar de aquí en adelante: mantener limpia y ordenada la habitación que compartía con otros hombres, hacer las camas, lavar su ropa y levantarse antes de la amanecida para bajar a la frutería de la calle Montesa, Frutas Tomás, donde lo emplearon como chico de los recados.

Cuando falleció la dueña de la casa quedaron todos en la calle. Sebastián alquiló otra habitación dos portales más abajo a una clienta de la frutería que le tenía aprecio. Por entonces, trabajaba de chofer para una pequeña empresa familiar, dedicada al transporte urbano de viajeros. Uno de los compañeros, fichado por temas políticos, le invitó a asistir a una reunión clandestina del PCE. Así las cosas, entre uno y otros despertaron en él las ansias de saber, de buscar, de encontrar, de preguntar y de obtener respuesta. Poco a poco, recorrió España hasta dar en Medina de las Torres, Extremadura, con la fosa común donde podrían estar enterrados sus padres y su abuelo. Aún, a día de hoy, viejo y cansado, sigue atrapado en las telarañas de la burocracia, sin poder llevarlos a su pueblo.

Pasó el tiempo y se trasladó a una pensión en la plaza del Celenque, a escasos metros de La Puerta del Sol. Ahora lleva una vida tranquila: juega a dominó con los parroquianos del centro de mayores; da cortos paseos por Arenal y observar la vida, sentado  a la sombra desde los soportales de la plaza Mayor. Pero cuando recobra fuerza moral y física vuelve a la carga: Ministerio del Interior, papeleo, narrar por enésima vez la misma historia… Y vuelta a empezar. Empezar, continuar, resistir. Negarse a que tengan a los suyos indefinidamente vueltos de espalda en el paredón del olvido.

Sebastián Abarca es un hombre de provincias acostumbrado a mantener la boca cerrada pero cuando a alguien se le ocurre hablar lindezas del franquismo, o de los cuarenta años de represión que padecimos, se lo llevan los demonios. Por eso hoy, no cualquier domingo de noviembre, sino éste en concreto, se ha levantado antes de las seis de la mañana, ha calentado agua en el hornillo eléctrico que tiene y ha sacado de su vieja maleta, guardada bajo la cama, las pocas fotografías que conserva de Belchite: los abuelo, sus padres, el hermano mayor, que antes de nacer él no superó la tuberculosis, los rincones de su pueblo, su único amigo que montó en otro tren rumbo a Barcelona y la de Imperial, su perro guardián desde cachorro. Tantos y tantos recuerdos se agolpan en su memoria, pidiendo paso en un día como éste, tan especial.

Recién abiertas las puertas de los colegios electorales, portando los sobres al Congreso y al Senado en una mano y el bastón de apoyo en la otra, hizo cola para ejercer su derecho al voto, eligiendo libremente a los representantes de su opción política. Lo hacía por él, y también por todos aquellos hombres y mujeres, cuyas vidas fueron arrebatadas en el transcurso de la devastadora Guerra Civil Española. Temblaba la emoción entre sus labios cuando la voz de la presidenta de mesa, activando el protocolo a seguir, dijo: “Sebastián Abarca Martínez: ¡VOTA!”.

Una vez fuera, y a pesar de que una minoría de reaccionarios siguieran gritando vivas a Franco, la fiesta de la democracia que habla a través de las urnas, había conseguido en esta ocasión desmitificar la oscura fecha del 20-N. Democracia, dicho sea de paso, capaz de cauterizar el desencanto que tenemos muchos, convirtiéndolo en esperanza a pesar de todo.

Regresó contento a la pensión que era su hogar. La patrona, entrada en carnes, viuda, formal y exigente a la hora de admitir huéspedes, lo esperaba en la mesa camilla junto al balcón que da a la calle Arenas. Sobre la misma, tenía preparadas dos copas pequeñas y una botella de vino dulce. De fondo, sonaba Schubert. Sebastián llegó con paso cansino, se acercó a su lado, desenvolvió los pastelillos que acababa de comprar en La Mallorquina, la cogió del brazo ayudándola a ponerse en pie, y con la solemnidad que la ocasión requería, realizaron un brindis con la emoción reflejada en los ojos, esa que se adquiere tras haber pasado mucho, tras haber vivido mucho. Era, ni más ni menos, el brindis de dos viejos amigos, cuyo corazón republicano, sigue latiendo.

domingo, 13 de noviembre de 2011

En memoria


A la memoria de José Antonio L. A

El día que a mi hermano Ginés lo desahuciaron los médicos del Hospital Universitario de Alicante, lucía uno de esos soles intensos, penetrantes, característicos de esta tierra agraciada por la luz y el calor. Ese día, como digo, a punto estaba de bajar a la Playa del Postiguet con uno de mis nietos, cuando su padre, el mayor de mis tres hijos, que había pasado la noche en el hospital acompañando a mi hermano, llamó para darnos la triste noticia. Entonces, dejé al pequeño lloriqueando con su madre y, prometiéndole que haríamos la excursión a mi vuelta, partí en el taxi que mi nuera, leyéndome el pensamiento, había solicitado.

La sala de espera, como todas las salas de espera de los hospitales, era un espacio abierto donde a sus anchas circulaba libremente la vida y la muerte. Permanecí allí durante horas, con la mirada perdida en un horizonte que no auguraba nada bueno, y la certeza absoluta de que las cosas no volverían a ser lo mismo. Así pasé mucho tiempo, recomponiendo cada una de las piezas que, dentro de mí, habían quedado rotas.

Recién despuntado el alba, y con el cuerpo debilitado por la espera, intentaba llegar hasta la máquina de café cuando vinieron a decirme que Ginés había fallecido. Fuera de la habitación 309, según iban llegando, un grupo reducido de familiares componían el duelo. Hice un aparte con mis hijos y les pedí que se ocuparan de los trámites para el sepelio, porque yo me marchaba. No hizo falta dar explicaciones, tampoco las pidieron. Todos sabían que mi deber en esos momentos consistía en localizar a los hijos de mi hermano, abandonados por él cuando no levantaban un palmo del suelo. Nunca se lo perdoné, sin embargo, ninguno de nosotros movió un solo dedo para mantener con ellos, al menos, un mínimo contacto que a su vez generara cariño.

Atravesé Alicante de extremo a extremo, sin rumbo fijo, sin destino o, quizá, sabiendo perfectamente dónde conduciría la deriva de mis pasos. Lo sensato habría sido llegar a casa, ponerme en el balcón con vistas al Castillo de Santa Bárbara y, desde allí, teléfono en mano, averiguar el paradero de mis sobrinos; pero cogí la Gran Vía hasta el final del puente rojo, llegué al barrio de Alipark y, seguidamente, giré a la izquierda por instinto y, con un nudo que llevaba presionándome la garganta algunas calles atrás, me detuve delante de la casa de mis padres, en el barrio que nos vio crecer: Benalúa. Era una sencilla vivienda de dos plantas, cerrada a cal y canto desde que Ginés cayera en un pozo sin fondo, jugándose la vida a la ruleta de las drogas duras y otras locuras más. Aunque no parecía descuidada, lo estaba. Detrás de la puerta de calle, según se abre a la izquierda, pegado a un saliente de pared desconchada, palpé el interruptor de luz, cuyo embellecedor seguía roto a la mitad, como recordaba. Una tenue bombilla alumbró el tramo de escaleras, el mismo que llenamos con travesuras en nuestra infancia.

No fue fácil encontrarme a solas en aquellas habitaciones llenas de recuerdos, pero tenía que hacerlo: era la única que quedaba viva y sólo yo podía bajar persianas, cerrar puertas, apagar luces, sellar etapas... A tientas entré en el cuarto de Ginés, y sentada en el borde de la cama, prendí la lamparita del aplique y abrí el cajón de su mesilla de noche. Hallé pocas pertenencias: un reloj sin cuerda, un mechero sin lumbre, un llavero desalquilado y una vieja cartera con la foto de mis hijos, otra mía y la de una antigua novia. También, al fondo, medio caído por el hueco entre el cajón y la puerta, encontré un sobre cerrado a mi nombre. Metí los dedos con determinación hasta extraer un papel doblado en cuatro. La escritura nunca había sido su fuerte, no obstante, de su caligrafía de colegial, pude descifrar que dejaba todo a sus hijos.

En la cocina, que estaba muy desordenada, había una caja de cartón grande con botes de conserva caducados que tiré a la basura y la utilicé para guardar en ella las cosas de Ginés. En conjunto: un coche de carreras en miniatura, una guía rápida de iniciación a la mecánica, algunos discos de los Beatles, la documentación de su moto, el casco y poco más. Cuando acabé de meter en bolsas la ropa que me pareció en mejor uso, localicé a los chicos poniéndoles al corriente. Una hora y media más tarde, escaleras arriba, dos hombres corpulentos, guapos, morenos, el vivo retrato de su padre, como quien dice. Se abrazaron a mí y, por primera vez, sintieron que no estaban huérfanos. Juntos, con sensación agridulce y cargados de bultos, cerramos la casa de mis padres, quedando atrás, a buen recaudo, aquellos momentos felices que pasé de niña.

La vida, que a veces se me antoja caprichosa, me daba una segunda oportunidad: organizar una excursión a la playa con mi nieto y la nieta de mi hermano. ¿Qué mejor manera de dar cobijo a nuestra nueva vicisitud?

Agradecimientos:
A Yolanda M., que me ha facilitado datos concretos de la ciudad de Alicante.
A Esperanza que me lee antes que nadie.
A Miguel Ángel, por su paciencia y ayuda.

lunes, 31 de octubre de 2011

Give peace a chance (dale una oportunidad a la paz.) John Lennon.


A los que perdieron su vida inútilmente

Estiré cuanto pude el brazo para alcanzar la toalla grande y salir rápido de la bañera. Había tenido un día muy duro de trabajo: reuniones que siempre se complican, almuerzo con directivos de prolongada sobremesa, cita con delegados sindicales a quienes adelanté que la empresa barajaba despidos inminentes y un par de desagradables conversaciones telefónicas con mi madre y mi ex novio. Total, que aquel baño, con sus sales tonificantes y toda clase de potingues, sin duda me reconfortó. Cuando encendí el aparato de radio para escuchar el informativo de las nueve de la noche, tenía el bote de crema hidratante en la mano. Primero quedé perpleja, después confusa y seguidamente esperanzada. ETA emitía un comunicado anunciando el cese definitivo de la violencia. Rompí a llorar como no podía ser de otra manera; lágrimas de alegría y de tristeza se mezclaron dentro de mí. Alegría por la libertad para Euskadi, y tristeza por cuantos se quedaron en el camino para nada, víctimas de un terrorismo cruel y sin sentido. Sin embargo, bajo los efectos del momento histórico al que asistía, tomé el teléfono y calculando la diferencia horaria con Colombia, marqué todos los prefijos que me llevaban hasta Cartagena de Indias, mi lugar de destino.

Jon Iruñela juró ante la tumba de su padre —mi tío—, que no regresaría a España mientras no se erradicara el conflicto armado. Tenía trece años recién cumplidos y se preparaba para ir al colegio con sus hermanas pequeñas. Edurne, la mujer que cuidaba de todos, puso en las carteras el bocadillo correspondiente a cada uno. Esperaban de un momento a otro la llegada del coche oficial que traería al padre de vuelta, después de haber pasado toda la noche en el Ayuntamiento de Hernani, junto a sus compañeros de partido, preparando un acto recordatorio en memoria de Francisco Tomás y Valiente, asesinado por la banda terrorista hacía un año. Lo que nadie imaginaba era que mi tío engordaría esa misma mañana la lista de muertos a manos de los etarras. Cuando se produjo la explosión, la pequeña de las niñas corrió junto a Edurne. A continuación vino el silencio, la confusión, carreras de las gentes al lugar de los hechos, frío, sordera, impotencia, temblor de piernas temiéndose lo peor, y de nuevo silencio y frío y gritos de dolor, de rabia y silencio y frío y…

Colocaron la bomba en la parte delantera del automóvil, con lo cual chofer y escolta quedaron bastante irreconocibles. Por el balcón, cuyos cristales se hicieron añicos, la mayor de las chicas vio volar por los aires pedazos de chapa, metralla y materia humana, que caerían de nuevo sobre el suelo de un asfalto sembrado de horror y amasijos. Edurne, llevándose las manos a la boca para acallar su propio grito, no pudo reaccionar a tiempo, y cuando quiso darse cuenta, Jon ya estaba abajo, arrodillado ante el cuerpo mutilado de su padre.

Tras enviudar con tres hijos de corta edad, mi tío se casó de segundas con Itziar, quien, al poco, no pudo soportar el miedo a las amenazas que hacia ellos salía de una Herriko taberna, feudo de los radicales afines a Batasuna y próxima a su domicilio. Así fue, que el primer domingo de año nuevo, en su quinto aniversario de boda, Itziar dijo que bajaba a dar una vuelta… y ya no volvió. Así y todo, encariñada como estuvo con los niños, no dudó por un momento en regresar y llevárselos con ella a Colombia cuando se enteró del asesinato devenido. Años después, Jon y sus hermanas, se sentían en deuda con aquella mujer que hizo de ellos unas buenas personas. Educándoles en libertad, y fuera de todo odio y de todo rencor, nunca paró de recordarles quiénes eran y de dónde venían.

La voz de mi primo Jon al otro lado del teléfono, sonaba entrecortada. Recibieron directamente la noticia del Consulado de España en Cartagena de Indias y no podían creérselo. Entenderle, lo que se dice entenderle, tan sólo esto: “Llegamos a España en ocho días. ¿Tú podrías recogernos en el aeropuerto de Barajas?, luego, si te parece, iremos a Gipuzkoa.”  Tendré que alquilar una furgoneta para meternos todos, pensé mientras cortaba la comunicación.

Encontré a Itziar muy cambia físicamente y, aunque había trabajado como nadie para sacar adelante a aquellas tres criaturas a su cargo, ahora recibía como fruto el cariño y respeto de unos hijos que la adoraban. Estaba nerviosa, conmovida, y seguramente aún enamorada de mi tío, porque lo demostraba en cada elogio que de él hacía. Sin demora, procedió a darle sentido al verdadero motivo de tan largo viaje. Arropada por sus tres hijos, cuatro nietos y demás familiares, así como de viejos compañeros del Partido Socialista de Euskadi, levantó la copa de cava que sostenía su mano izquierda y, para que el resto hiciéramos lo mismo, pronunció: “Gora Euskadi askatuta.” (“Viva Euskadi libre.”)

Días después, en el avión que les llevaba de vuelta a Cartagena de Indias, Itziar tenía al nieto pequeño dormido sobre su regazo. En el asiento contiguo iba sentado Jon para no perderla de vista ni un instante. Conscientes de la emoción que acababan de vivir, echaban una parrafada apasionada sobre la posibilidad de volver a menudo a Hernani; incluso podrían rehabilitar la casa paterna que todavía conservaban, y, desde luego, inculcar a los niños la cultura y gastronomía vasca, algo que últimamente ellos habían desatendido. Pero cuando más eufóricos estaban y mejor se sentían por dentro, una cortina de tristeza cerró temporalmente la ventana de los proyectos, al recordar el sufrimiento y la barbarie de cada atentado.

(Ojalá que a partir de ahora todos los demócratas, gracias a la puerta recién abierta a la esperanza, sin excepción alguna, desde la periferia al centro, desde el sur al norte, desde la izquierda a la derecha. Es decir, toda la sociedad española en su conjunto, le demos una oportunidad a la paz, como bien dijo John Lennon.)

lunes, 17 de octubre de 2011

Asiento compartido


Cuevas del Ayllón, es un núcleo rural situado en la Serranía de Guadalajara, donde grandes mamíferos conviven a sus anchas, mientras la mano del hombre que urbaniza sin miramiento, no llegue hasta allí a embrutecer su natural belleza. Rodeados de jara, brezo y alguna encina, se enclava Rincones de la Alcarria, residencia de ancianos llevada por un equipo de profesionales que, con respeto, paciencia y cariño en su hacer vocacional, mantienen alta la autoestima de los residentes.

Alicia Miralles no está casada, es introvertida, enfermizamente solitaria, puntual al estilo británico, escrupulosa, insensible, fría y calculadora. Trabaja como funcionaria del Estado en el Ayuntamiento de Tamajón, municipio donde reside en un caserón mayúsculo, desde hace pocos meses para ella sola. A primera hora de la tarde, vestida de obligación con traje dos piezas de corte clásico, se desplaza hasta Rincones de la Alcarria a visitar a su madre, ingresada cuando la demencia senil pasó a una fase aguda y mermó sus facultades físicas e intelectuales, siendo difícil, por no decir casi imposible, atenderla en casa.

Lola Sotillos, segunda hembra de una bordadora que quedó viuda con cinco bocas a su cargo, no tiene descendientes, familiares conocidos ni nadie que vaya a verla en fechas señaladas. Nació en Torreperogil, corazón de la comarca de La Loma, limítrofe con Úbeda y no lejos de Sabiote. El 29 de enero de 1995, a la edad de setenta y dos años, durmió por primera vez en Rincones de la Alcarria, hasta el día de hoy no ha vuelto a salir de allí. Desde entonces, o a consecuencia de eso, tiene agujeros negros en la memoria, pérdidas de orina y de norte, fantasmas que acechan por su espalda, miseria económica y sequedad en los afectos. Pero también conserva recuerdos entrañables, uno de su infancia seria por ejemplo: el sabor a “garbanzos mareados” —sobrantes del cocido con tomate, cebolla y sal—, que tan deliciosos fueron. Aunque seguramente, se acordará también, de otros, que en registros diferentes, formen parte de una vida más plena y exitosa.

Escurrido y guardado lo utilizado en la cena, Alicia puso a calentar leche que acompañó con copos de avena en cereales. En el dormitorio de paredes aislantes y estilo rústico, empuña el mando a distancia como cada día, cada semana, cada mes y cada año de sus aburridas e interminables noches de desvelo, para detenerse en la 2 de Televisión Española, donde reponen el viejo espacio Estudio 1, con El mercader de Venecia, la obra de Shakespeare. Distraída leyendo los títulos de crédito por si reconocía a todo el reparto, no se dio cuenta que derramó parte del líquido sobre la cama. A punto de ir en busca de una toalla para secarlo, vio a la actriz que salió en pantalla, menuda, pequeña y elegante. Quedó pensativa, no hacía mucho que había visto a esa mujer pero, ¿dónde? En fin, tarde o temprano se acordaría.

Poco a poco su madre empeoraba. Solían colocarla junto a la ventana con vistas al jardín, pero ya no abría los ojos y, la alimentación administrada por sonda gástrica, complicaba el funcionamiento regular de estómago e intestino. Una de las veces, Alicia bajó a cafetería a comprar una botella de agua. A la vuelta del edificio por la parte de atrás, había un porche con techo de caña cuya sombra huele a rosas silvestres. Una mujer de cabellos blancos y figura menuda pero elegante, ocupaba un extremo del balancín, Alicia se acomodó en el otro. La anciana, absolutamente ida, emitía monosílabos sacados de un castellano en desuso, lo cual impedía mantener una conversación cordial y coherente, con alguien que padecía de estolidez. De regreso a la habitación, preguntó a las chicas del control por la mujer misteriosa. “¿No sabes quién es Lola Sotillos? —dijeron extrañadas— en sus tiempos fue una actriz famosa.”

Desde que falleció su madre, Alicia acude puntual a la cita adquirida con Lola. En el corto periodo de cuatro tardes, la actriz recobró la cordura, el color en las mejillas, las ganas de vivir, el don para canalizar la fuerza que da el espectáculo y aplicarla después al quehacer de la vida. Recuperó el norte y la retención de orina. En cuatro tardes, como quien dice, Alicia recibió mucho más que en toda su existencia e intuyo que nadie mejor que ella, otra solitaria sin hijos, familiares conocidos ni aparentemente nadie que en un futuro la visite en fechas señaladas, podría hacerle a la anciana más llevadero, como a sí misma, el último tramo de la existencia. Disfrutaron muchas cosas juntas. Fotos que Lola conservaba en una caja de zapatos, recortes de periódicos archivados cronológicamente, secretos de alcoba, y discrepancias, envidias, aventuras, y rencores que por entonces tuvieron ciertas glorias de la escena, así como miseria, mucha miseria de una posguerra cruel marcada con estraperlo y hambre. Pero lo mejor, lo más valioso, valiente, maravilloso y extraordinario que compartieron, fue: compañía.

Al año siguiente Alicia se acogió a un plan de jubilación anticipada. Sacó a Lola de la residencia, y juntas emprendieron viaje a aquellos lugares de España, donde tiempo atrás, la actriz triunfó colgando siempre el cartel: “Agotadas todas las localidades.” El 3 de mayo del año en curso, hicieron noche en Baeza. De buena mañana, con una Lola resfriada y decaída, partieron hacia Torreperogil. Semana y media después, Alicia regresaba sola de Jaén, hundida en la más absoluta perplejidad, desconcertada, derrumbada en el interior oscuro de un pozo sin fondo, y perdida, terriblemente perdida porque el delicado corazón de Lola Sotillos, no aguantó la tremenda emoción de encontrarse al fin entre los suyos.

Apenas ha cambiado el paisaje en Rincones de la Alcarria. Mismo silencio acogedor colándose por las ramas de los árboles, semejante oxígeno puro con toque a rosas silvestres, idénticas costumbres longevas, parecidas puestas de sol y lunas crecientes. Aunque, tal vez, el cambio más significativo sería, que ahora la ocupante del balancín en el porche, es Alicia Miralles, mujer solitaria que se ha dejado apresar, por las garras de la indolencia.

miércoles, 5 de octubre de 2011

A la luz del día


Si digo Montera con Gran Vía justo en la Red de San Luis, quienes son de Madrid o vienen a menudo reconocerán la esquina que alberga un establecimiento de la cadena McDonald’s, en cuya puerta, Gonzalo de Lucas, indigente, yonqui, pide limosna y duerme la turca compartiendo asfalto con prostitutas de la zona. Al caer la tarde cuando está todo el pescado vendido, va al mercadillo de la muerte donde cambia monedas por heroína y un brik de vino.

Patricia trabaja de encargada en la Hamburguesería y conoció a Gonzalo siendo éste un prestigioso neurocirujano que ejercía en su ciudad natal, Zamora. En julio de 1969, la joven estudiante de Bachillerato estaba allí de vacaciones, invitada por una compañera de clase a su casa de verano. Colindante a ésta estaba la del médico, quien pronto congenió con las chicas interesándolas en temas de arte, su gran pasión. Algún tiempo después tras cometer negligencia médica con un colega de planta que murió en quirófano, supo que abandonó la profesión y, sin dejar rastro, desapareció quedando tras él el esfuerzo, sacrificio, penuria y lucha de tantos años de trabajo fatigoso e incansable.

A mediados de enero, bajo las garras de un frío invierno de justicia, Patricia, recién ascendida, entraba a trabajar por primera vez en aquel local como responsable en el turno de día. La inminente llegada de la jefa y los nervios por la nueva responsabilidad, hicieron que no reparara en la persona que a la entrada dormía sobre cartones renegridos. Hasta que una mañana, conmovida por no haber dejado de llover en toda la noche, metió al vagabundo dentro y colocándolo en una mesa fuera de la vista, le sirvió un desayuno con bollería. Gonzalo, agradecido y haciendo gala de la poca cortesía que recordaba, se quitó el pasamontañas y, dejando el rostro al descubierto, fue cuando aquellos ojos se reconocieron, vacíos y desconfiados los de él, sorprendidos y serenos los de ella.

“La griega”, es el nombre de guerra de Soledad Ariza, una puta que ejerce desde los quince años, después de bajarle su primera regla, y llamada así por la cantidad de “griegos” que realizaba cobrando a precio de oro. La vida resultó durísima con ella. A los diecisieta parió un hijo que dio en adopción, con veinte tuvo sífilis, con veintitrés el proxeneta la molió a palos y desde los treinta es adicta a la heroína y seropositiva. Total, después de haber pasado en el lupanar de la calle diversas penurias, ahora, vieja, enferma y con crisis en el oficio, vende servicios por la Red de San Luis, a cinco euros la felación.

Últimamente andaba Gonzalo lloroso y cabizbajo, releyendo un papel ajado que sin piedad lo herida.¡Qué pasó Gonzalito!, cuéntaselo a “la griega”, primor”, —dice cariñosa la mujer agachada a su lado—. Un día, localizaron en Zamora a aquella amiga de la infancia, quien a su vez, contacto con Patricia haciéndole llegar un documento que decía: “Estimado señor de Lucas: Nos ponemos en contacto, para comunicarle que su padre ha fallecido. Rogamos en la mayor brevedad posible, venga a retirar sus cenizas”. Y vuelta a leer… Y vuelta a llorar… Y vuelta a la herida… Y vuelta a…

Es fácil perder la noción de las horas, no digamos meses o años, cuando se vive en la calle, pero llevaban sin ver a “la griega” una semana larga y aquello, desde luego, no era normal. De pronto, cruzó dando tumbos, malherida, con la ropa ensangrentada y cosida a navajazos. Intrigada por el revuelo Patricia empujó la puerta abatible, salió y sobrecogida por el siniestro espectáculo, llamó al Samur. Lejos o cerca se oían sirenas subir con urgencia por Gran Vía, apartando coches y transeúntes rezagados o eclipsados por el ensordecedor ruido. Aun así llegaron tarde porque, cuando giraban bruscamente a la altura de Hortaleza, Soledad Ariza se le murió al mendigo en los brazos. En estado de choque emocional por la pérdida, Gonzalo tomó una habitación de hostal que pagó por adelantado. Se afeitó, aseó, puso ropa limpia y fue hasta la sucursal del banco donde tenía los ahorros de su etapa en activo. Hechas las pesquisas pertinentes y, comprobando que a Soledad no le quedaba familiar alguno, corrió él con los gastos de la incineración.

La semana siguiente transcurrió tan rara que, aun estando las nubes rotas, impedían entrar la luz del sol. Se abrió la puerta y un perfume peculiar a derrota impregno de esquina a esquina todo el establecimiento. Lloraron a Soledad y abrazados, hallando por fin la paz el uno en el otro. Al despedirse, Patricia comprendió muy dentro de ella que se veían por última vez. En el autocar destino a Zamora, Gonzalo ocupó asiento de ventanilla en la parte trasera y, llevando la urna con las cenizas de “la griega” en una bolsa de deporte, inició junto a ésta un viaje de ida sin retorno.

Amaneció de primavera con viento suave el día que fue a retirar los restos de su padre al crematorio. Sacó del garaje el viejo todoterreno y, asegurando ambas urnas bien sujetas en el maletero, puso rumbo a un monte de difícil acceso, que recordaba por Asturias, donde tenía intención de esparcirlos. Suponemos que así lo hizo. Sin embargo, cuenta la Guardia Forestal que hallaron un cadáver en posición fetal y avanzado estado de descomposición, entibado por dos grandes montones de ceniza que no se esparcieron.

Muchos años después, una Patricia con el cabello poblado de canas, absolutamente cambiada, recién llegada de una prolongada estancia en diversas ciudades europeas y antes de acudir a la cita que tenía en Chicote con antiguos compañeros y amigos, quiso cruzar de lado a lado la Red de San Luis para recordar desde lo más profundo del sentimiento y del corazón, a Gonzalo y “la griega”.

martes, 4 de octubre de 2011

Ventanas a Recoletos

A Esperanza, sin cuya corrección, opinión y crítica constructiva, este Blog no gozaría de sencillez
A Miguel Ángel, que me ha documentado y orientado sobre la parte técnica del oficio de maestro

Decía la madre de Serrat: “Yo soy de donde comen mis hijos”, y a día de hoy no conozco a nadie que haya dado una definición de patria mejor ni con mayor inteligencia que esa.

Silvia Oleza Molina, a la edad de cincuenta y tres años, natural de Madrid, divorciada, nacida y criada en Plaza de Chamberí y, hasta hace poco, profesora de Enseñanza Secundaria en un centro público, se detuvo en esas palabras mientras hacía el trayecto en AVE a Málaga, donde pasaría unos días de relajo junto a su hermano y la pareja de éste.

Sin apetito, esquinó a un lado el catering que el personal de Renfe repartió entre los viajeros. Al otro lado del pasillo, dos abuelos andaluces, derrochando salero, peleaban con el nieto que se negaba a comer lo que la mujer, con mimo y paciencia, había troceado. Mientras eso sucedía, el rapaz devoraba una bolsa de patatas fritas que el abuelo al final cediendo había comprado. Tentada estuvo Silvia de seguir observando aquella escena hogareña, pero no quiso desnortar sus pensamientos y por la ventanilla del coche se dejó llevar a ellos. Los trenes es lo que tienen; ayudan a acunar recuerdos que nos han ido marcando.

Cuando fuera del programa oficial surgía, impartía entre los alumnos lo que ella llamaba “desarrollo del sentido común”; esto establecía con la dirección del instituto fuertes discrepancias. Por ejemplo, las veces que reconoció su falta de apego a la bandera y el recelo que sentía por las masas que, desde el fanatismo, mitifican a simples individuos de carne y hueso. Por no hablar de cuando, en horas extraescolares, presenciaba con ellos en vivo cómo se defiende que la calle es un espacio para todos y no un oratorio que avala al aire libre un único modelo de familia. Recibía acusaciones de todo tipo, pero quizá la más beligerante fue cuando la culparon de provocar a ciertas zagalas y zagales para que difundieran a través de las redes sociales lo siguiente: “África se muere de hambre y son escasos los esfuerzos que los gobiernos canalizan para paliarlo.”

El último curso se complicó y de qué manera. Al regreso de vacaciones en enero, vio que la silla ocupada por Rachida, una chica árabe, sutil e inteligente, estaba vacía. Preguntó a los chavales pero ninguno daba una versión parecida de los hechos. Por tanto, subió al despacho del director donde fue recibida por la plana mayor. ¡No daba crédito! Pronto disipó el temor al racismo, pero, ¿cuál sería el verdadero motivo de la expulsión? Finalizado el primer trimestre, el padre de la muchacha se presentó en el centro acusándoles de haber “occidentalizado” el sagrado espíritu de su hija, cargando concretamente contra esa maestra de Educación para la Ciudadanía que estaba inculcándole ideas “rojas”. Semejante dislate obligó a convocar al claustro de profesores, al que Silvia no asistió, encamada con gripe. Vanas fueron las conversaciones para que el padre reconsiderara la posibilidad de volver a traer a la joven a clase. Desde ese momento, la vida docente de la educadora fue un camino lleno de obstáculos, hasta que solicitó una excedencia.


Sin embargo, minutos antes de pisar tierra malagueña, recordó unas declaraciones realizadas por Elisa García Grandes, adolescente de aproximados quince años, con la cabeza muy bien amueblada y a propósito del movimiento 15-M, donde dijo: “Yo de mayor quiero refundar la izquierda.” Sin duda, esto es un balón de oxígeno para los descreídos que dudan de la juventud de ahora y su compromiso social. Habida cuenta de todo lo narrado, Silvia concluye sus reflexiones hallando un punto de unión entre la definición de doña Ángeles que abría este escrito y la afirmación contundente de Elisa, que lo cierra.

Ya en el andén y notando cerca la presencia del mar, dejó que sus preocupaciones reposaran en una vía muerta de la memoria. El niño, rozándola veloz como una bala y los abuelos sonriéndole y llevando en sus manos más bultos de los necesarios, salieron a la par de la estación María Zambrano hacia la parada de taxis, donde en automóviles diferentes sus destinos se separaron para siempre.

7 respuestas a Ventanas a Recoletos

  1. Carmen Cervantes dijo:
    Me parece muy interesante. Estoy totalmente de acuerdo con la definición de la madre de Serrat. Es más yo voy más allá, las banderas son trapitos de colores y me da igual la de España, que la del Barça que incluso la catalana.
    Lo importante es que los gobiernos, que para eso les pagamos, aseguren la vida de sus gobernados que son a la vez sus jefes.
  2. Angie dijo:
    Yo me quedo con:” Y es que lo trenes es lo que tienen, ayudan a acunar recuerdos que nos han ido marcando.” Es muy cierto y además nos dan el tiempo que nos ayuda a construir los sueños, la ilusión y la esperanza para el futuro.
    En cuanto a la madre de Serrat, de tal palo tal astilla.
  3. Mayte, te sigo en lo que escribes, continua en tu escribir soltando la personalida por aflorar. No permitas la intromisión ajena, se tu misma!.
    • Esperanza dijo:
      Pues yo con las ideas y las banderas.. mejor no me meto. Cada cual que acune lo que “estima” sin despreciar lo que estima el otro. Es bueno sentirse de casa y a la vez ciudadano plural y del mundo. Aprender TOLERANCIA y a respetar las diferencias es una gran tarea para todos los educadores; mucho mas dificil que enseñar matemáticas. Y los trenes…los recuerdos….las historias vividas. Viajar ; y viajar en tren se presta a recordar, a madurar lo vivido…Un viaje implica un cambio, sino no es viaje. Ha sido agradable de leer. Yo es que me meto en el alma de Silvia y siento con ella. Eso es obra de la escritora.
  4. Elena dijo:
    Estoy totalmente de acuerdo con los comentarios de Esperanza, cada cual que se sienta donde mejor vea, sin despreciar al otro, hay que ser ciudadano del mundo…. Aprender TOLERANCIA ¡¡qué difícil!! ¡¡cuánto nos queda por aprender!!
    Mayte, gracias por tus escritos con los que nos haces viajar con el pensamiento.
  5. Ana (Alicante) dijo:
    Los cambios implican nuevas expectativas, ayudan a hacer un parón en el “camino” y reflexionar… y nos dan la oportunidad de movernos hacia direcciones que quizá de otra forma nunca nos atreveríamos. Debemos pensar en los cambios como auténticas oportunidades para seguir avanzando… puede que ese tren lleve a Silvia hacia un futuro mejor.
    Gracias Mayte.
  6. Miguel Ángel Lozano Martínez dijo:
    Mayte: Tu historia sugiere, como otras veces, reflexiones sobre muy variados aspectos: los viajes (y concretamente los hechos en tren), las circunstancias de la vida que te llevan a hacer cambios, los prejuicios,… Yo pienso que éstos son una de las causas principales de muchos de los males que sufre la humanidad. Juzgamos a los demás por su pertenencia a un grupo o damos a todos los componentes de un colectivo las mismas características, normalmente con sentido negativo (los catalanes son… ; ya se sabe, es un gitano…; todos los hombres son iguales…etcétera, etcétera). Pero no me enrrollo más, que aquí la escritora eres tú. Muchas gracias por la dedicatoria; yo creo que no era para tanto. Besos.

Lo mejor está por llegar

Para E.M.R.
Cuando Megan despertó de madrugada en su casa de La Hiruela, arropada con una colcha tejida a mano por su cuñada, la sierra norte de Madrid presentaba un manto compacto de nieve, cuya instantánea, de haberla hecho, habría inmortalizado al natural, toda la belleza que atisbaban sus ojos. Recién levantada y tiritando de frío, sacó de la leñera pequeños tarugos y apilándolos con tino, trató de reavivar el fuego medio apagado desde la noche anterior. Necesitaba también templarse por dentro, de modo que preparó una infusión con lo primero que encontró en la despensa, tomillo, manzanilla y anís en grano, todo ello, hirviendo en un cazo a la antigua usanza. El salón, dividido en dos partes de estilo diferente por la distribución de los muebles, comprendía a un lado el clásico comedor, discreto, funcional y agradable y al otro, una envidiable librería en media luna con un sillón relax, reservado para el disfrute del ocio. Una vez entonada la temperatura por dentro y por fuera, dispuso sobre la encimera del lavabo, la caja rectangular que había comprado en la farmacia del centro comercial.

Días después de lo anterior descrito y habiéndoselo confirmado la prueba de orina, cogió el coche e incorporándose a la  Autovía del Norte, puso dirección a la capital donde, seguramente, pasaría una inolvidable jornada. Apenas tocando las diez en punto en la Catedral de la Almudena, ocupó mesa en la terraza exterior del Café de Oriente, situado en el precioso Madrid de los Austrias, frente al Palacio Real. Piezas de Puccini, Mahler o Bach, interpretadas por músicos que a pie de calle, deleitaban con sus acordes, la espera de los escasos comensales, que a aquellas horas tan tempranas, andaban por allí. Sin demora, sirvieron un completo y apetitoso desayuno mediterráneo, a base de productos traídos de la comarca de origen. Cuando el camarero se hubo retirado, con la discreción propia que da el oficio, sacó el móvil del bolso y tras dos intentos fallidos, pudo establecer comunicación al tercero.

—Hola. Soy Megan. Estoy en Madrid. Me gustaría verte, tengo buenas noticias. Estaré a la misma hora donde siempre. Besos. —Dejó grabado en el contestador automático.

Manolo es uno de sus mejores amigos. Tipo divertido, ingenioso, fiel, conciliador, especial. Alguien que ejerce muy bien aquello de “cuenta siempre conmigo” y en quien depositar alegrías y temores, con absoluta confianza. Estaba embarazada o lo que es lo mismo, asustada, pletórica, revuelta, contenta, extraña, radiante, invadida y muy feliz, sobre todo, feliz. Tanto que compartir con él la noticia, además de haberlo hecho ya, lógicamente, con su pareja, significaba todo para ella. Lo imaginaba comprando juguetes y ropa infantil, sin reparar en gastos, barajando para el bebé nombres rusos de mujer, que después descartarían por el chat, o ¿por qué no?, subiendo a La Hiruela más de lo acostumbrado para vivir in situ, el tsunami de sus cambios hormonales. Pensaba esto mientras callejeaba por el centro hasta que a las catorce treinta en punto, exhausta y hambrienta, lo visualizó al otro lado del cristal con su habitual aspecto sonriente, impoluto, paciente, y centrado en beber cerveza de una jarra muy fría pero, en el momento que ella irrumpió en el local, él se convirtió en alegría y fue, presto, a abrazarla.

Hacía siete meses que no comían juntos lo cual hizo el reencuentro mucho más entrañable, si cabe. Tras conversar de forma intrascendente, “¿cómo estás?, ¿qué tal te ha ido por Caracas?, ¿sabes lo de Lorenzo y Martina?, si, se han separado, ¿no?, ¿pasas nochevieja en la isla o te quedas con nosotros?… Mas fue con la llegada del segundo plato, “Langostinos al curry con arroz basmati y Rape al horno con ajos tiernos confitados” (habituales del restaurante catalán Ginger), cuando le dijo lo de la preñez. Conocido como buen conversador y de fácil palabra, se quedó sin ellas o mejor dicho, se le atropelló todo el abecedario en el color de su mirada. Ambos emocionados, ella por la espera del hijo y él por la plenitud de la complicidad que los arropaba, acabaron los postres y caminaron hacia Tirso de Molina, donde Manolo, tenía un piso en plena plaza.

De la cita anterior al presente, a Megan le ocurrieron varias cosas. Algunas buenas y otras no tanto. Por motivos que sólo la propia naturaleza sabe, el embarazo, entrando en su segundo mes, no siguió adelante. Una noche, alarmada por fuertes molestias que no la dejaban estar, intuyó que algo no iba bien y partió con su pareja a la clínica. Una vez allí y antes de ser diagnosticada por algún facultativo en servicio, tuvo un aborto en los baños de la sala de espera de urgencias. No descenderé por el desfiladero morboso de los detalles porque, sería poco elegante por mi parte, dar la impresión que hago chanza de su cuita, todo lo contrario, la gran dama de la escena española, Ana Belén, dice: “lo mejor está siempre por llegar” y yo me quedo con eso, con la total seguridad de que a Megan, no tardando mucho, volverá a sonreírle el vientre.

4 respuestas a Lo mejor está por llegar

  1. Ana (Alicante) dijo:
    Es la primera y creo, que no será la última incursión que hago en tu “gran espacio”. Me ha encantado poder conocer algo más de tí a través de tu buen hacer, presente en estas líneas.
    Ya cuentas con una fiel seguidora más… adelante!!
    Un beso.
    AnaUna historia de las que nos pasan, de cuando se hacen planes y ocurren cosas y se dehacen en un momento para ver qué pasa luego.
  2. Miguel Ángel Lozano Martínez dijo:
    ¡Fenomenal!, como siempre. Muy bien retratadas las escenas; uno las va visualizando mientras va leyendo. ¡Y esas historias ocurren en la realidad! Si me permites algún pero, para que no se te hinche el ego demasiado, en mi humilde opinión, el último párrafo, el final de la historia (claro, que no tiene final…) me deja un poco insatisfecho. Confío en no molestarte con este comentario, pero creo que estamos para todo, no sólo para lo buenísimo. Y además es sólo una opinión personal. Y es mucho más fácil criticar que hacer. Etcétera, etcétera.
    Un abrazo. Nos vamos a ver pronto.
    Miguel Ángel.
  3. Estefanía dijo:
    Impresionante, no se que decir. Lo que has escrito demuestra mucho como escritora, pero para mí, demuestra mucho como persona. Es lo primero que leo al llegar del hospital…GRACIAS POR ESTAS LINEAS. Lo mejor está por llegar, y lo disfrutaremos juntas, ya verás. Un fuerte abrazo
    Estefanía

Moussa

A Lourdes Goy Vendrell, por su ayuda con este escrito
Moussa, es un senegalés oriundo de Kolda de aproximadamente treinta y pocos años, que huyó vía Atlántico en un cayuco rumbo a España, buscando el porvenir fácil del que tanto había oído hablar, si uno se metía a trabajar en la construcción. Algunas mañanas con otras colegas, frecuento una cafetería de la calle de Alcalá semiesquina a Goya, donde lo vemos sentado en el suelo, cruzado de piernas y tocando el djembé con el que expresa lo jodido de la vida y su impotencia instalada en el lado oscuro de la miseria. Hoy, como decía, es una de esas mañanas…

Apenas tomamos asiento, cuando un grupo masivo de peregrinos hicieron su aparición, clonados con idéntico atuendo: “camiseta, eslogan, mochila, abanico y sombrero”, irrumpiendo en el mesón con malos modales y exigiendo la inmediatez de unos desayunos, canjeables por los bonos que la organización del evento les habían facilitado. Moussa, a quien últimamente no le iban bien las cosas, entra enfadado, dolido y abriéndose paso educadamente, llama la atención del camarero que al otro lado del mostrador, presencia, gélido, cómo este parado de larga duración, enseña su credencial con el que reclama también para sí, otro desayuno. Se armó la gorda…

De pronto, apareció el gerente del local con varios requetés, lo tomaron por los hombros y zarandeándolo lo sacaron a empujones hasta la calle, propinándole un puntapié que lo tambaleó a la vez que gritaban: “negro de mierda vuelve a tu puto país, hostia”. Los blanco de mierda que quedamos dentro no reaccionamos ni sacamos la cara por quien en días de lluvia y llanto, supo regalarnos sonrisas de marfil y abrazos de ébano en tantan. Mientras sucedían los hechos, los mastuerzos uniformados que predican su caridad cristiana, asistieron imperturbables, a la gravedad de dicho atentado, tal y como acabo de contar, hacia un ser humano.

Al resto, nos queda un peso desagradable de culpabilidad sobre la espalda y la opción de no volver nunca más a ese lugar siniestro. Dos noches después, supimos que encontraron a Moussa muerto, desnudo y con signos de violencia en todo el cuerpo. Entre las piernas partidas y con cortes de arma blanca, dicen que hallaron además, un djembé roto y manchado de sangre.

3 respuestas a Moussa

  1. Miguel Ángel Lozano Martínez dijo:
    Así están las cosas…
    Un abrazo
  2. Maite sevilla dijo:
    Mayte, qué brutal la cruda realidad.

El niño que quería vivir dentro de la radio

Inspirado en una frase sacada de contexto a Iñaki Gabilondo
En el tercero segunda del número noventa de la calle del Amparo, viví hasta recién cumplidos veinte años. Me llamo Andrés y soy el mayor de cinco hermanos nacidos entre 1955 y 1968, tiempos —como épocas anteriores— en los que tener varios hijos en España era muy común aunque para ello, resultara difícil financiar las necesidades básicas de tantas personas. Los recursos que entraban en casa eran escasos. Mi madre cuando no se hallaba en la recta final del embarazo o amamantando, limpiaba en el domicilio de unos señores pudientes en Santa María de la Cabeza, zona adinerada del distrito, mientras que mi padre trabajaba en Torres e Hijos, tienda de ultramarinos que había en Miguel Servet y de la que percibía un sueldo inferior al quehacer realizado.

Cada día al salir de la escuela, pasaba por delante de la taberna de Donato, donde mi padre junto a los habituales del local, fumaban pitillos Ideales, popularmente llamados caldos, 18 cigarrillos selectos al cuadrado, papel blanco para liar —decía en la cajetilla—. Cerraban el ritual del chato de vino, discutiendo dudosas jugadas contra el Atlético de Madrid, equipo casi oficial del barrio. Desde la puerta observaba cómo ejercía de árbitro ante los compadres sabelotodo del reglamento de fútbol pero, a decir verdad, el ambiente de tasca y a veces de exabrupto soez con escupitajo verbal, me desagradaba. Más tarde, cuando crecí y la vida puso cada cosa en su debido sitio, me aferré como náufrago a la barra de algún bar solitario en mitad de la noche, idóneo  para conversar entre amigos.
 
Recuerdo hacer los deberes del colegio cerca del poyete de la ventana, espacio que más tarde mis hermanos estarían deseosos de ocupar, ya que por allí echábamos a volar nuestras fantasías, mientras mordisqueábamos un trozo de pan untado con mantequilla y azúcar. El aparato de radio heredado de mis abuelos paternos durante el día estaba siempre encendido y presidía la cocina-comedor, sobre una balda blanca con escarpias a la pared. La imagen de mi madre junto a ella es entrañable para sostener y argumentar los cimientos de esta narración. Podría centrar todo el escrito en su persona pero, diré tan solo que era una mujer de silencios contenidos, de fuerte carácter aunque prudente, robusta a la hora de apuntalar los tabiques de su familia, coherente en la forma y republicana en los hechos. En definitiva, una persona sin estudios pero con grandes recursos filosóficos. Ahí va uno: “El pan de la víspera mejor migado que tirado”.

Cinco minutos antes de las cinco de la tarde, quedaba prohibido hacer ni el ruido de una mosca porque Mercedes, vecina del bajo izquierda y mi madre, rotas de cansancio por la dura jornada, desplomaban sus cuerpos doloridos sobre viejas sillas de tijera junto a una copa de anís que de a poquitos, iban rellenando según crecía la pasión en Ama Rosa, radionovela con la que Juana Ginzo, junto a José Varela, José Fernando Dicenta y la gran Matilde Conesa, magnífico cuadro de actores de Radio Madrid, paralizaban a los oyentes que siesteaban embelesados sobre el colchón mullido y desgarrado por aquel drama.
Por aquella ventana que dije antes escapaba con todas mis fuerzas para meterme dentro de la radio. Tan pronto, era el galán que seducía a la chica, la chica que plantaba por tonto al galán, el niño protagonista, la abuela regañona, o el malo del argumento, daba igual, todo valía con tal de salir cuanto antes ileso, del cuarto trastero de mi rutina. Yo apretaba fuertemente los ojos y cabalgaba por lugares reales donde ocurrían noticias, descubría inimaginables paisajes hasta entonces para mí, con matices desconocidos, culturas diferentes, costumbres vanguardistas y ciudadanos de inteligencia desarrollada. En consecuencia, necesitaba formar parte de los habitantes de la radio para llevar una vida interesante y no como la mía, aburrida, descolorida, opaca, desnutrida y anoréxica, pero a fin de cuentas, toda mía.

Amaneció domingo frío y gris. Por suerte para nosotros mis padres con sólidos principios republicanos no eran creyentes, por tanto, nada de misa de once en festivo. Cuando quise darme cuenta, los pequeños ya estaban arreglados para el paseo. Mi padre había madrugado con la intención de llegarse a la Plaza Mayor a cambiar algunos sellos repetidos de su colección. No me apetecía salir, se lo hice saber a mi madre que marchó sola, con Lucía y Javier. Olvidaron apagar la radio, quedó conmigo de fondo, convirtiéndonos cada uno en el guardián del otro. Tras el boletín informativo de las doce, me preparé mental y psicológicamente para suplantar la personalidad del locutor de turno pero, el inconfundible Tomás Martín Blanco, arrancó con una edición de El Gran Musical. Inexorablemente, así sufrí por primera vez el duro revés de la realidad cuando rompe de bruces el hechizo de los sueños.

Sin embargo, años después, a finales de primavera, tendido sobre el césped del Campus Universitario, acompañado de una carpeta a rebosar de proyectos y una oferta de trabajo ya bajo el brazo, recordé que aquel muchacho que fui, pretendiendo vivir dentro de la radio, acababa en esos momentos con nota ejemplar, la carrera de Periodismo. Transcurrido bastante tiempo, con edad avanzada y la satisfacción de haber consolidado el oficio, conseguí tocar con la punta de los dedos y los pies siempre en el suelo, las estrellas de esta extraordinaria profesión.

3 respuestas a El niño que quería vivir dentro de la radio

  1. Miguel Ángel Lozano Martínez dijo:
    Querida Mayte: Tu escrito me ha traido muchos recuerdos de mi infancia y adolescencia, pues citas calles y describes ambientes y sensaciones comunes para los nacidos en aquellos años 50 y 60 en aquel barrio de Embajadores, Atocha,… Como curiosidad te diré que voy a volver a tomar algún día de estos el pan con mantequilla y azúcar. Otra merienda muy habitual para mi en aquella época era una rebanada de pan empapada en vino tinto y azúcar. No sé si los dietistas y nutricionistas de hoy serían muy favorables a aquellas costumbres con los niños. Un beso.
  2. Esperanza dijo:
    Ahora si que me ha gustado. Es como una melodia. También me trae recuerdos agridulces de una época, entrañable y humana, donde la vida transcurria muuuucho mas despacio que ahora. Pero donde de cada pequeño evento hacíamos un hito. No teníamos gran cosa pero teníamos amigos. Y siempre se merendaba, llegaba la hora de la merienda y también marcaba un hito en el quehcer diario.
    Besos.
  3. elena dijo:
    Para mí que llevo varios años lejos de mi Madrid, me ha hecho volver a recordar y hasta saborear algunos rincones, algunos momentos. Un relato lleno de añoranza. He disfrutado leyéndolo aunque, debo reconocer, me ha envuelto la nostalgia.
    Besos

Estoy "indignada"

Por los que no se indignan; por lo corazones acomodados que están dormidos; por los ideólogos de panfleto barato  que reagrupan a una determinada juventud bajo el nombre de “perro flauta”; por el perenne cartel que puede leerse en la vía urbana y dice: “presente y futuro, permanecerán cerrados indefinidamente por reforma, hasta nuevo aviso”; por la incomprensible actitud de “no me incumbe, no va conmigo”; por el derrumbe y derribo, sin tratamiento paliativo de la utopía y la confianza; por los corrillos de escalera que empujan al bipartidismo como única alternancia preparada para gobernar; por la pérdida de valores democráticos y sociales, que han dado paso al “todo vale”; por el descrédito humano que figura en “dime de quién eres y te facilitaré lo que mangas”; por el intento de minimizar con discurso de extrema, el impactante movimiento sin precedentes, que ha conquistado con alegría festiva la plaza pública y de manera organizada; por los medios de comunicación en cuyo escaparate cuelga en letras de molde: “Informamos al 70% de credibilidad por cese del negocio”; por quienes tratan al inferior de diferente, al diferente de extranjero y al extranjero de contrato por hora basura. Así, podría alargar eternamente esta lista pero caigo en la cuenta que no resultaría fácil darla por finalizada.

Estoy muy cabreada, perpleja, irritada e indignada porque en nombre de la Democracia, los de casi siempre, han pretendido manipularnos de manera vitalicia. Por ello o a consecuencia de observar cómo los mimbres del sistema estaban pudriéndose delante de mis narices sin hacer nada, hoy, domingo veintidós de mayo del dos mil once, he madrugado y aunque sigo con las ropas de la indignación puestas, llegué fuerte hasta el colegio electoral correspondiente, donde con la cabeza bastante alta y dos papeleras bicolor en minoría, ejercí mi derecho al voto como protesta contra esos grandes partidos que no nos representan y sí lo hacen descaradamente en cambio, al poder financiero, al clero reaccionario y a la banca. Después, no lejos de Sol y acompañada cálidamente de un café con leche, preparé mi personal manifiesto interior donde en cada punto, trataré de refundar aquellos principios democráticos que tanto me han hecho crecer como persona.

Dicho lo cual, en absoluta paz conmigo misma, eufórica y viva como hacía mucho tiempo no me sentía, añadiré solamente que desde este instante puntual, será para mí prioritario antes de recurrir a la queja, rejuvenecer mi ideología política con la mejor y más preciada herramienta atemporal que conozco: LA LIBERTAD.

2 respuestas a Estoy “indignada”

  1. Esperanza dijo:
    Lo mas importante es que te has quedado en paz contigo misma, y que te sientes viva.
    Y es que la libertad se conquista y el camino no puede ser cómodo.
    La libertad y el cambio se tienen que producir en nuestros corazones, y mantenernos así firmes en reivindicar justicia y no callarnos y denunciar los abusos que conducen a las desigualdades tan extremas y a la corrupción.
  2. Miguel Ángel Lozano Martínez dijo:
    Es curioso que el librito “Indignaos” me lo regaló un amigo más bien de derechas, pero que se moviliza de vez en cuando contra situaciones injustas, etc. Mayte, cada día admiro más tu fuerza. Me alegra ver que haya gente capaz de reaccionar y movilizarse ante lo que está pasando. Lamentablemente pienso que sigue siendo una pequeña minoría, pues los que ostentan el poder llevan mucho tiempo utilizando muchos medios para adormecer/distraer a la gente, y consiguen sus resultados. Un abrazo

Mariona y Estela

Hoy me he levantado en el cuerpo de una desconocida que tiene un marido musculoso y atento, que desayuna a base de té con leche y bollería industrial, que huele a Chanel número 5, que usa pijama de flores bastante hortera y duerme con su amante en Marbella una vez al mes, que deja generosas propinas en restaurantes de lujo, donde roba dispensadores de jabón en el baño, que tiene un conserje lleno de tics que la reverencia cuando sale a la calle y una oficina sin oficio a medias con papá, por encima de la planta veinte en Torre Picasso. Así empieza la flamante novela que por las esquinas de los ratos sueltos, me dicta Mariona Capdevila, famosa autora de cuentos infantiles que en la clandestinidad firmaba bajo el nombre de Margarita Risueño.

Refugiada en Moscú durante el franquismo, publicaba en España de la mano de Águeda Ruiz, editora y amiga, quien doce años después de la muerte del dictador, se ocupó de organizar y facilitar, el regreso anónimo de la literata a casa. Algunos años después, tropecé con Mariona en “Cuesta de Moyano”, un festivo a principios de primavera. Mi nombre es, Estela Domingo Sánchez y doy recitales de poesía, allá donde los corazones, estén dispuestos a peregrinar el verso.

Aquel 6 de mayo, a la altura de la caseta once, sobre una tabla auxiliar al stand, reposaba un ejemplar de Blas de Otero que ambas buscábamos. Tras realizar el librero alguna gestión infructuosa para conseguir otro tomo, Mariona cedió a mi favor poniendo una sola condición, compartirlo. No supe qué decir. Estaba en deuda con ella, sugerí, nada original por mi parte, cruzar hasta la cafetería del Hotel Nacional. Una cosa llevó a la otra, los poetas a la confesión, el sol a la noche, los minutos a las horas y media docena de cervezas con olivas, al orgullo de haber podido envejecer juntas. Segura de sí, narró con todo lujo de detalles, la historia que aquí transcribo tan solo a gruesas pinceladas, mezclando lo personal con la memoria histórica.

El 23 de agosto, con doce años e identidad falsa, abandona Barcelona como hija legítima de Natasha y Alexander, residentes rusos y amigos de su padre, quien alejándola de los bombardeos, se la confió. Fue acostumbrándose a todo menos al frío soviético, a la falta del Mediterráneo, de su familia, de la lengua catalana o de la coca de Sant Joan. Añoraba sobremesas de infarto cuando su madre temblaba de miedo mientras el marido proclamaba que pronto la izquierda gobernaría el país. A finales de 1938, recibió la triste noticia del asesinato de sus padres, a manos de reaccionarios nacionales. Se acostumbró a Rusia. Leyendo a los clásicos aprendió literatura con mayúsculas. Al tiempo que escribía cuentos infantiles en catalán y novelas profundas en ruso, colaboraba con pequeñas crónicas urbanas en un periódico local. Fue al cumplir los treinta cuando un grupo de cómicos apareció por Moscú. A través de ellos contactó con Águeda Ruiz, directora de una editorial de barrio en Mataró. Mariona se ocupó personalmente de hacerle llegar sus escritos, la editora valoró el talento de ésta y quedó absolutamente prendida a su estilo. Así nació Margarita Risueño.

Cada jueves impar y durante un cuarto de siglo hasta el día de su muerte, Estela Domingo Sánchez, se desplazó a casa de la Capdevila, donde leían cervezas y bebían poemas, como solían bromear. Ahora soy yo, su hija, quien habiendo tomado el testigo y narrado esta historia, visito a Mariona como lo hiciera anteriormente mi madre, con Blas de Otero bajo el brazo, aquellos textos de posguerra que aparte de hacerlas vibrar, tanto las unió, “quedando, además de ellas, la palabra” . Me enseñaron, desde luego muchas cosas pero, dos bastante hermosas, una, que la generosidad no tiene puertas y dos, que las malas experiencias con el tiempo y empeño, son biodegradables.
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2 respuestas a Mariona y Estela

  1. Esperanza dijo:
    Um.. promete esta historia.
    Está que intriga.
  2. Maite dijo:
    Siempre que leo algo tuyo, busco algo autobiográfico. No lo puedo remediar. Esta vez me llama la cuesta de Moyano.