Hasta la primavera de abril de
1997, fecha en que conoció a su gran amor, la vida de Juan Ulloa se desarrolló
bajo la influencia de la duda y el arrepentimiento. Huérfano de padre y madre,
fallecidos en accidente de tráfico, quedó al cuidado de su abuela materna,
mujer de carácter pusilánime, de la que recibió una educación muy rigurosa.
Justo cuando más necesitaba de sus padres, cuando el tránsito hacia la pubertad
comenzó a ser complicado, le dejaron solo, sin referentes, pereciendo en
aquella siniestra carretera, al amanecer de un uno de mayo. Pasó años siendo
quien no era, y queriendo a quien no amaba. Se casó con una chica de provincias
que limpiaba por horas en la Concejalía de Urbanismo en Villanueva de la
Serena. Pasaron la noche de bodas, sin pena ni gloria, en un hotel del centro
de Badajoz. Sentados a los pies de la cama, uno junto al otro, sin tocarse, al
tiempo que las luces de neón encendían y apagaban sus caras de tristeza.
Transcurridos diez años y medio de indiferencia, la chica le abandonó,
regresando con el fracaso bordado en el traje de novia a su lugar de origen. Poco
después, la abuela cayó enferma, se encamó y murió dos semanas más tarde. Entonces
cerró la casa y, con lo puesto, se fue en un autocar de largo recorrido,
buscando el preludio de una nueva vida, que arrancaría de manera satisfactoria
a su llegada a Madrid.
Hasta la primavera de abril de
1997, fecha en que conoció a su gran amor, la vida de Fidel Garrido fue un
absoluto engaño. Nacido en el seno de una familia barcelonesa de clase media
alta, pronto asumió que debía prepararse a fondo, para satisfacer los expresos
deseos de su padre: estudiar “Económicas”; desempeñar un cargo importante en
banca, dar el perfil de un hombre de derechas, vivir en una zona residencial de
chalés y, contraer matrimonio con una chica de buena posición. Bastaron tres
décadas para alcanzar cada objetivo que se propuso sin grandes esfuerzos, pero
le faltaba lo más esencial, lo fundamental para vivir: tener ganas. Ni los
éxitos profesionales ni el reconocimiento de su gestión como ejecutivo,
colmaron de paz su interior inquieto. Una mañana, harto de guardar las
apariencias delante de los suyos, disfrazado con sus trajes de Armani, sus camisas de seda hechas a
medida y sus corbatas italianas compradas en Roma, salió del dormitorio en
tejanos y camiseta de algodón ante la desafiante mirada de su esposa. Besó al
hijo mayor que andaba por allí, abrió la puerta de la casa que comunica con el
garaje y partió en su viejo Volkswagen.
Por primera vez, la excitación de lo no programado corrió por las venas de
Fidel. Días después, arrastrando el cansancio de la carretera en su cuerpo, por
fin visualizó el aeropuerto de Barajas. Madrid, señorial, generosa, lo recibía
con los brazos abiertos.
En la primavera de abril de 1997,
las Urgencias del Hospital Clínico San Carlos en Madrid estaban saturadas. Juan
Ulloa y Fidel Garrido no se habían visto anteriormente, pero sus vidas, casualmente,
iban a cruzarse. Al parecer acababa de producirse un gravísimo accidente en el
Puerto de los Leones. La unidad móvil que la Cadena SER desplazó hasta allí,
informó que el número de heridos graves se elevaba a más de veinte. Seguidamente,
desde los estudios centrales, alentaron a la ciudadanía (siempre solidaria) para
que donaran sangre. Juan Ulloa y Fidel Garrido, porque así lo quiso el destino,
se presentaron por separado en el Clínico Allí estuvieron, uno frente al otro.
Compungidos, expectantes, apocados, y esperando su turno para la donación. Cuando
la enfermera jefe salió a la sala de espera, para decir que ya no necesitaban
más plasma, ellos se marcharon conversando. Desde aquel momento ya no se
separaron, y no sabría decir qué fue primero, si la mirada o el enamoramiento. Lo
cierto es que encontraron aquello que tanto andaban buscando: el amor, la
complicidad, la comprensión, el otro. Aquellas escapadas furtivas a la caída de
la tarde, aquellos primeros abrazos y aquellos besos consentidos, cimentaron un
colchón sobre el que apoyar su historia. Ya nada detendría la pasión. Ya nadie
les haría el vacío. Ahora tenían motivos con qué llenar espacios importantes:
ellos.
Después de compartir muchos años
de gloria y penuria, recién estrenada la jubilación, y con las ganas de vivir
fuertes como al principio, emprendieron un viaje que duraría siete meses por
distintos países del mundo. En el avión, con los ojos cerrados por la congoja
que suele entrar, justo cuando está despegando el aparato, Juan recuerda a su
abuela y lo desventurado que habría sido si se hubiese quedado en el pueblo; a
aquella chica de provincias que se casó con él y lo desdichada que habría sido
si hubiese permanecido a su lado. También, tuvo un recuerdo especial para sus
padres; lo felices y orgullosos que estarían al verle, aunque al principio les
hubiese costado asimilar su homosexualidad. Fidel, por su parte, sobrelleva el
alejamiento y el rechazo de sus hijos desde que presentó oficialmente a Juan
como su pareja. En fin, todo ello, fotogramas que, en días señalados como hoy,
recorren de lado a lado la memoria de ambos.
Ahora saben que la prisa no es
más que una maleta olvidadiza en el tiempo, y el placer un horizonte de colores
vivos en la mirada del otro. Ahora saben que morir y renacer es fácil mientras
se tengan y que, pese al frío, al dolor, a la vejez, a los obstáculos y a las
ausencias, seguirán siempre juntos con la sabiduría de lo pasado y la incógnita
de lo que venga. Por eso, hoy más que nunca, evocan aquella primavera de abril de 1997,
cuando la rebeldía de su amor, rompió prejuicios
demodé, encorsetados y establecidos.
Lo importante es que los gobiernos, que para eso les pagamos, aseguren la vida de sus gobernados que son a la vez sus jefes.
En cuanto a la madre de Serrat, de tal palo tal astilla.
Mayte, gracias por tus escritos con los que nos haces viajar con el pensamiento.
Gracias Mayte.