domingo, 26 de septiembre de 2021

Helen Wyner

 2.
 
Transcurridas varias horas y pese a que el cordón policial impedía acercarse al centro educativo, se apiñaban en los alrededores los medios de comunicación a la caza de la imagen impactante o de la declaración más sensacionalista. Al igual que cada vez eran más los curiosos que no querían perderse en directo el desenlace del secuestro de los adolescentes, cuya negociación por parte de los agentes al mando no parecía fructificar a tenor de que la situación seguía en stand by, lo que motivó que psicólogos de apoyo se desplazasen al lugar de los hechos para dar servicio a los padres que manifestaban ya el perfil de una crisis nerviosa. Las ambulancias que accedían por la puerta de entrada de mercancías aparcaron en fila. Mientras, del hospital llegaron malas noticias: el responsable de mantenimiento al que dispararon cuando ponía a salvo a un alumno que cruzaba por delante del pabellón deportivo, estaba en coma. La bala, alojada en una zona recóndita del cerebro, no tenía orificio de salida, por consiguiente, la posibilidad de ser extraída resultaba imposible. Así que, optaron por mantenerle con vida enganchado a una máquina hasta localizar a algún pariente que tomase una decisión.
          Creció pegado a las vías del ferrocarril en un bellísimo pueblo de Virginia Occidental que ni siquiera viene en el mapa. Alejados de la cabaña habitada por su padre la madre desapareció al poco de parir, vivía un matrimonio de color con nueve hijos que a la caída del sol, sentados en sillas desiguales y deslomados tras la dura jornada cosechando los campos, entonaban Swing Low, Sweet Chariot, a la vez que elevaban sus plegarias por las almas de todos los hermanos asesinados a consecuencia del odio racista. Él se consideraba un chico travieso que al menor descuido escapaba a través del bosque para esconderse entre los matorrales atraído por los bailes peculiares que aquellos interpretaban al rezar. Una noche, tratando de regresar a casa bajo una lluvia infernal y alarmado por los zorros rojos que frecuentaban la zona, los afroamericanos le dieron refugio hasta que amaneció. La experiencia fue tan impresionante que a partir de entonces repitió en varias ocasiones más. ‘¿Te apetece un trozo de budín de pan, muchacho? –le ofrecían a menudo. Posteriormente guardaba los mendrugos duros y lo elaboraba tal y como le enseñaron con complementos tan básicos como azúcar, manteca, leche…–. Acércate a la mesa y antes del pastel toma un poco de este guiso que mi esposa Minny ha hecho con carne de mapache’. ‘Gracias, señor’. ‘Si te descubren aquí tendrás problemas. Lo sabes, ¿verdad?’. ‘No se preocupe, sabré arreglármelas dijo relamiéndose los labios. Todo está riquísimo’. Coincidiendo con el atentado que se produjo en Carolina del Sur, en la Iglesia Episcopal Metodista Africana Enmanuel, de Charleston, donde murieron nueve personas y varias resultaron heridas a manos de un blanco segregacionista, volvió para visitarlos. La masacre tuvo lugar a quince minutos del Mercado de Esclavos donde en el siglo XIX se vendían negros. Era junio de 2015 e imaginó que encontraría a dos ancianos en la recta final de sus vidas, pero no quedaba rastro de ellos ni de su hogar, sino un montón de escombros sobre los que se sentó regresando con la imaginación hasta el grato escenario de su infancia y al gran esplendor que supuso construir la base de la niñez en campo abierto. De aquellos vecinos aprendió que la libertad de soñar no tiene rejas, sino un horizonte infinito que apuntala los cimientos fundamentales de todo ser humano: su integridad como persona. Convertido en un joven muy apuesto, recorrió el país en una autocaravana vendiendo Biblias y reproduciendo la esencia de los sermones del pastor tantas veces escuchados. De discurso fácil y madera de líder predicaba por los caminos a cambio de unos dólares para combustible y comida que las buenas gentes daban gustosas viendo en los ojos de aquel caballero la luz del mismísimo Jesucristo. Pero esa forma de vida errante empezó a cansarle y decidió que había llegado el momento de echar el ancla en tierra firme.
          Faltaba una semana para el último lunes de mayo, celebración del Memorial Day, festividad federal donde se conmemora a los soldados estadounidenses muertos en combate, aunque se ha hecho extensivo y los ciudadanos visitan las tumbas de sus parientes pasando el día en familia. Isaías Sullivan llegó a Foley con la clara intención de quedarse. Le pareció un sitio idóneo y bastante tranquilo donde empezar una nueva etapa. Además, tenía muchísima curiosidad por comprobar si la Reserva Natural Graham Creek, con sus 500 acres de bosques mixtos donde abundan muchas especies raras y plantas silvestres, era tan espectacular como había oído contar. Buscó un lugar alejado donde acampar y al pasar por delante de la escuela vio a un hombre mayor peleándose con la verja que reparaba. ‘¡Eh, amigo! –gritó, bajando la ventanilla–. ¿Le echo una mano?’. ‘Es tarde y ya no queda nadie dentro –contestó el otro haciendo pantalla con las manos para enfocar la vista–. Vuelva mañana, yo no le puedo atender’. Bajó del auto, cogió las herramientas, se presentó y juntos enderezaron la puerta trasera que también se había caído. Resueltas las averías, echaron el resto de la tarde conversando en un banco de piedra y bebiendo cerveza. ‘Formamos un gran equipo, ¿verdad, abuelo?’. A partir de ese momento cuidó del anciano hasta el día de su muerte y se incorporó a la plantilla de la que pronto sería el jefe.
          En la sala de juntas las agujas del reloj no avanzaban y la espera se hacía tan sofocante que la saliva, difícil de tragar, anegaba los paladares de quienes aguardaban desazonados. ‘Tendría que preparar bocadillos y botellas de agua para los niños –dijo, Zinerva Falzone, cocinera, aunque nadie la hizo caso–, estarán exhaustos cuando acabe la pesadilla’. A últimos de julio de 1943, en plena invasión aliada de Sicilia, coronada como la operación militar más grande de la Segunda Guerra Mundial, su familia apostó por perseguir el sueño americano dejando atrás la isla devastada por la hambruna y la destrucción para emigrar a Estados Unidos donde otros compatriotas también probaron fortuna. Al principio fue muy duro hacerse al clima y a un idioma absolutamente desconocido. Pero salieron adelante gracias al puesto callejero que la abuela puso en marcha despachando Panelle, típica masa de la cocina italiana, hecha con harina de garbanzos que una vez trabajada se deja enfriar, se corta a rectángulos y se fríe con abundante aceite. Veinte años después, en Birmingham, al calor de los fogones, nació ella y creció con lo mejor de cada cultura. Continuaron turnándose en el negocio hasta que comprendieron que aquel plato oriundo de la zona de Palermo perdía toda su originalidad al elaborarlo con mantequilla. Así pues, como la ciudad les quedaba grande buscaron un lugar recogido donde establecerse. Silverhill, en el condado de Baldwin, les brindó la oportunidad. Enseguida se acostumbraron a la vida sureña, no se sentían forasteros si no parte del mundo que habrían de descubrir paso a paso. Aunque a Zinerva, la piccola mimada por todos, le gustaba muchísimo ir al colegio y merodear por los alrededores de la Biblioteca Municipal, pronto empezó a interesarse por la cocina e innovar nuevos platos, además de seguir perpetuando las viejas recetas pasadas de una generación a otra. Sin embargo, la travesía de su vida nunca fue fácil…
          ¿Se sabe la identidad del secuestrador –pregunta el responsable de limpieza– y lo que pretende?’. ‘Un universitario con problemas mentales. Estudió aquí pero no ha trascendido más’. Paul Cox, el consejero escolar, permanecía con el rostro pegado al cristal de la ventana del ala norte. ‘Mirad –dijo–, hay francotiradores apostados en los tejados. ¿Los veis? Esto se pone feo. No me gusta nada’. ‘Ya, pero habrá que reducir a ese loco como sea, ¿no crees?–apuntó el profesor de matemáticas–. Ojalá que no duden y tiren a matar’. Aquellas gélidas palabras le apuñalaron el corazón ya que era contrario a cualquier tipo de violencia y por supuesto a la tenencia de armas. ‘Bueno, no seré yo quien exculpe al delincuente, ni justifique la acción desagradable y macabra que está llevando a cabo –expresó–, pero quizá antes de hacer ese tipo de afirmaciones habría que saber los motivos que empujan a una persona a cometer un acto así’. Se le vino a la memoria su esposa, de viaje por Europa, invitada por los nietos tras superar el shock traumático a consecuencia del atropello sufrido cuando iba de compras y cuyo conductor se dio a la fuga. Por suerte, en cuanto a lo físico, no hubo que lamentar males mayores excepto diversas magulladuras. Pero, psicológicamente, la huella dejada persistió durante quince largos meses en los que sintió pánico a salir sola, cruzar una calle, entrar en un comercio y mezclarse con gente, puesto que, la más mínima sospecha de peligro la hacía retroceder y esconderse junto a la cama en posición fetal. Todos contribuyeron en su recuperación, aunque jamás volvió a ser la misma…
          Coretta Sanders, querida y muy respetada por alumnos y alumnas, era profesora de Artes del Lenguaje, licenciatura sacada sorteando cientos de trabas. Nacida en Kentucky de donde emigró cuarenta años atrás y a punto de obtener el derecho al retiro completo, recordaba con cierta nostalgia la primera vez que se puso al frente de un aula luciendo el mejor de sus vestidos. Sentía un calor inexplicable en el cogote, le sudaban las palmas de las manos y los calambres crónicos reaparecieron en las pantorrillas. Tomó aire, alineó los libros a un lado de la mesa, se acercó al encerado y escribió su nombre con letra de trazo redondo mientras escuchaba comentarios entre risas procedentes de los pupitres del fondo, “¡Que tu boca de negra no hable con palabras de blanco! ¡Te colgaremos de un árbol, escoria! ¡Te comes nuestro pan y ocupas nuestra tierra, arderás como la mala hierba!”. Pero aquello quedó en mera anécdota. Poco a poco se los fue ganando y aumentando su prestigio con los famosos métodos que usaba de enseñanza donde la participación de ellos era fundamental, hasta tal punto que algunos seguían en contacto mucho después de abandonar la escuela. Volvió del baño y se quedó pensativa, los compañeros también lo estaban. Suspiró y rompió el silencio cortante del ambiente. ‘Los chicos están preparados para manejar cualquier problema que surja. He revisado las listas y son de octavo grado, la mayoría van a mi clase y sé cómo se comportan. Hablaré con la policía por si hay alguna posibilidad de comunicarnos. Entre ellos está Thomas Dawson, es muy espabilado, estoy segura de que si existe una mínima posibilidad de sacarlos de allí sin lamentar más bajas sé que él puede hacerlo. Es de muy buena familia, educado, perspicaz, tolerante y paciente. Sabe muy bien lo que quiere y lo más importante: cómo conseguirlo’. ‘Vamos, pues –decidió Paul Cox–. No perdamos un tiempo crucial’. ‘¿A dónde se supone que vais? –dijo Mitch Austin irrumpiendo en la sala–. No podemos abandonar estas dependencias, son órdenes de los de arriba’. Sin embargo, al conocer los planes y, aunque no le beneficiaba en absoluto ese tipo de publicidad, para la preparación de su candidatura a Gobernador de Alabama, por el Partido Republicano, quiso acompañarlos, pero antes: ‘¿Tenéis algo para el ardor de estómago? –preguntó–. Me abrasa el esófago’. ‘En el botiquín hay antiácidos –contestó Zinerva Falzone, la cocinera–, a veces los consumo. Miraré’. ‘Déjelo, no vaya’. ‘¿Hay noticias?’. ‘Ninguna, pero mantengamos en pie la esperanza, en breve se resolverá, las autoridades están haciendo todo lo posible para que sea cuanto antes. Traeré chalecos antibalas, no podemos atravesar el jardín a cuerpo. Esperadme aquí’.
          Sonó un móvil, era el de Helen Wyner. ‘Hola, mamá. ¿Qué tal con el grupo de senderismo? ¿Has hecho amigos? –intentó que su tono de voz restara importancia al episodio que vivía–. ¿Por dónde habéis estado?’. ‘Déjate de preguntitas y cuéntame qué ocurre. Tu hermana, como de costumbre, no se explica’. ‘Bueno, no seas dura con ella’. ‘En las televisiones sacan imágenes de pabellones derrumbados por la explosión de artefactos’. ‘¡Qué va! Ya sabes que son unos exagerados’. ‘Y muertos, ¿cuántos hay?’. ‘Sólo un herido. No te preocupes, el sheriff Landon y el FBI lo tienen todo bajo control’. ‘¿Beth está tranquila?’. ‘Digamos que está en su mundo’. ‘Es mejor que la mantengas al margen’. ‘Como quieras, pero llámame con lo que sea’. ‘De acuerdo’. ‘Y si no es muy tarde ven a vernos, tengo una cerveza estupenda’. ‘Eres la mejor madre que tengo’. ‘Anda, lianta’. ‘Seductora’.

domingo, 12 de septiembre de 2021

Helen Wyner

1. 

El 28 de junio de 2018 el destino cambió para Helen Wyner al incorporarse a la plantilla de una de las más prestigiosas escuelas en Foley, ciudad del condado de Baldwin, estado de Alabama, donde ocuparía la vacante dejada por jubilación del anterior secretario. Distribuir la correspondencia, ayudar a padres y alumnos con el papeleo burocrático en la inscripción de matrícula, atender otros asuntos de dirección y disponer de un despacho en el edificio principal, la hacían sentir importante. Así que, habiendo pasado por numerosos empleos en los que no cuajó, cruzó los dedos, apretó los párpados, se dejó llevar y puso todas las expectativas en éste. Era su primer día y los nervios ralentizaban los preparativos antes de salir. Hizo un esfuerzo por concentrarse y ahuyentar los pensamientos que la enganchaban a las bridas de sus inseguridades. Quería causar buena impresión, por eso, se esmeró limpiando los zapatos, planchando el uniforme y abrillantando la placa donde se leía su nombre. Imaginaba que la jornada sería larga y que lo mejor habría sido hacer un desayuno contundente a base de huevos, tocino crujiente, hamburguesa de salchichas, croquetas de patata y jugo de naranja. No obstante, aunque sí envolvió un sándwich de ternera con hojas de col, que guardó junto con la agenda, sólo pudo beber un café. Eran las 6:03 a.m. y en el horizonte la habitual pareja de halcones visitantes recortaba con su vuelo el inicio del amanecer. Mientras dejaba en el fregadero la taza con agua, puso la radio. En la emisora local daban la noticia del tiroteo masivo ocurrido en las oficinas de la editorial del periódico The Capital, en Maryland, donde murieron cinco personas y otras tantas resultaron heridas de gravedad y trasladándolas al hospital en estado crítico. Comprobó que uno de los grifos seguía goteando y anotó en la pizarra de la cocina un aviso para acordarse de llamar al fontanero. Se le aceleró el corazón con una mezcla de emoción y de respeto. Abrió el garaje con la palanca manual y puso en marcha el motor.
          Conforme se alejaba en su Chevrolet de 1994 vio la sombra del columpio, en el que cada tarde se sentaba a leer, reflejada en el suelo de madera. Rodeada de prados verdes y de Azaleas que ella misma había plantado, se ubica su casa en el cruce de Liviana Ave con Chicago St., un rincón apartado, tranquilo, enmarcado en la sencillez de lo necesario y donde el silencio es quebrantado tan sólo por el generador de algún vecino y el festín que entre basuras se daban los roedores. Descendiente de aparceros, es la quinta de seis hermanos de los cuales sobreviven dos. Criada en el ambiente sureño de respeto a la bandera y aferrada a sus señas de identidad, la inculcaron la costumbre de visitar los cementerios donde estaban enterrados los antepasados caídos en la guerra. También se acostumbró a asistir a las representaciones de las batallas donde tuvieron lugar. De niña lo hacía cogida a la mano de su padre, un hombre fuerte al que la tuberculosis se lo llevó a muy temprano. A diario, asistía al templo baptista donde era reconfortada por el pastor, aún lo sigue haciendo. Una bella construcción de una sola planta en ladrillo rojo, escalinata con barandilla de hierro forjado a ambos lados, farolillo siempre luciendo sobre la puerta abierta a servicio de la comunidad y tejado simulando tiras grises ensambladas unas con otras, configuraban la estructura de una de las piezas más importantes para los lugareños. También es el punto de encuentro donde se desarrolla la actividad social. El coro, formado por miembros de casi todas las edades, además difunde el evangelio a través de la música que comparten con los feligreses y su presidente se ocupa de iniciar la oración cuando ensayan o justo antes de elegir el repertorio. Cumplió dieciocho años y la prepararon una gran fiesta a la que acudieron primos, amigos y compañeros de clase. Al término, antes de agradecer la asistencia a los presentes y los bonitos regalos, cogió la mano de su novio, propusieron un brindis y anunciaron el compromiso. Siete meses después él se enroló en la marina y nunca más se supo de su existencia. Había nacido para casada –o eso creía– al igual que las demás mujeres de la familia, educadas para cocinar y criar niños, limpiar habitaciones llenas de juguetes, zurcir calcetines, reinventarse para estirar la economía y levantarse al alba teniéndolo todo preparado. Pero asumió el contratiempo y poco a poco fue levantando cabeza. No lejos de esa fecha, su hermana Beth, dos años menor, la rebelde, la inconformista, la defensora de los derechos civiles, un alma libre, sin ataduras, independiente y feminista, tan distinta de ella, se casaba por sorpresa en Las Vegas. Tiempo después el idílico romance se tornó en pesadilla, ya que, aquel hombre encantador al principio, con un halo misterioso que inquietaba, movió los cimientos de la joven apartándola del núcleo familiar. Nadie pudo imaginar entonces el sufrimiento y el dolor irreversible que les causaría un escabroso suceso que estaba por llegar y cuya consecuencia les marcaría para siempre…
          Elberta, donde reside, es un lugar tranquilo, de pocos habitantes, un costo de vida bajo en comparación al resto del país, dominado por el Partido Republicano y con la religión como su eje principal. Al igual que en todo el territorio, la gran mayoría de blancos portan el rifle sobre la ventanilla trasera de sus camionetas, hacen acopio de víveres no perecederos y poseen más de un arma. Saben que los escogidos serán pocos y subirán al cielo en cuerpo y alma, los que se queden en la Tierra hasta la segunda venida de Cristo, sufrirán ataques y hambre. La U.S. Ruta 98 que va de Mississippi a Florida, atraviesa el pueblo partiendo su perímetro en dos. Alabama se sitúa dentro del llamado cinturón de la Biblia que comprende la zona central, sur y este de USA. Su gen supremacista es tan poderoso que justifican el odio como única realidad y bloquean con su actitud la enseñanza de la biología evolutiva, los derechos civiles para las personas LGBTI, niegan el calentamiento global, discriminan a todo ateo que quiera acceder a un cargo público, rechazan la educación sexual, la igualdad de la mujer, las políticas inclusivas y la desmembración de la Iglesia respecto al Estado. Anclados en el ambiente que se creó a mediados del siglo XIX, cuando la esclavitud fue fundamental para alzar la economía, muchos alabameños siguen instalados ahí y tratan con desprecio y altanería a los afroamericanos. Sin embargo, ésta es también una región rica en agricultura donde destaca el ambiente rural sureño. Uno de los sitios más atractivos que hace de este lugar un punto de descanso para aquellos que quieran ir a las playas del golfo, es Roadkill Café, un restaurante de estilo buffet, famoso por su pollo frito y el puré de patatas. Pero, Sweet Home Farm, la granja familiar de quesos que se diferencian de los de venta en establecimientos convencionales al no llevar en su elaboración conservantes ni colorantes, es de obligada parada para el turista.
          Apenas había tráfico, así que, las 43,1 millas hasta la ciudad de Foley las hizo casi en solitario. Aunque cumplía los requisitos para el puesto muy por encima de lo exigido los repasó mentalmente. Llegaba con tiempo suficiente y al inicio del curso le faltaban aún unas semanas, no obstante, apretó el acelerador. Aparcó junto a la hilera de los School Bus amarillos, y algún que otro auto que supuso sería del personal. Cogió la mochila y con paso firme se dirigió a la entrada. Paul Cox, el consejero escolar con más antigüedad del centro fue el encargado de darle la bienvenida. Gafas redondas de cristal grueso, sobrepeso, piernas cortas aunque ligeras, corbata ancha a medio anudar, pelo engominado peinado hacia atrás y una cara siempre sonriente componían el perfil de este compañero al que no le importaba atender a la gente aún fuera de horario.
          –¿Helen Wyner? –lee en la ficha que llevaba en la carpeta–. ¿Qué tal? Nos sentimos orgullosos de tenerte con nosotros y espero que tu estancia sea grata.
          –Gracias, y yo de estar aquí –se dan un apretón de manos.
          –Siento que el director no haya podido recibirte personalmente, pero tenemos un problema logístico y andamos de cabeza. Ya sabes. De todas formas está impresionado con tu currículum.
          –No importa, habrá ocasión de conocernos. ¿Por dónde empiezo?
          –Instalándote. Hay mucha tarea atrasada que habrás de actualizar. Sígueme –señaló hacia la derecha adentrándose en una amplia galería con la bandera de los Estados Unidos de América al fondo–. Hemos llegado. Este será tu cuartel general. Cuánto necesites atraviesas esa puerta y lo pides al departamento de administración, sin ellos nada de esto funcionaría.
          –De acuerdo, pero seguro que me las arreglaré.
          –El almuerzo es a las 12:00 p.m. y aquí valoramos mucho la puntualidad.
          –Jamás suelo llegar tarde.
          –Y ahora, si me disculpas, he de asistir a una reunión.
          –Claro, faltaría más. –Un centenar de expedientes polvorientos salvaguardando la privacidad de cada alumno, sus debilidades, aprobados, suspensos y algunas amonestaciones por faltar a clase esperaban ser archivados. Dos semanas después, cuando había enriquecido la mesa de trabajo con varios objetos personales, olía a un ambientador de suave fragancia difícil de definir y mantenía en el alféizar de la ventana dos macetas con Gerberas, comenzó el curso.
          –Madre mía, Helen –dice Betty Scott, la jefa de comedor abriendo la puerta de golpe–, esto ya no parece lo mismo.
          –No creas, aún falta por decorar algo más.
          –¿Qué has traído hoy de comida?
          Nuggets con guisantes y una galleta de chocolate.
          –¿Hace un poco de bagre con alubias de careta?
          –¡Venga!
          Una mañana, entrado ya el otoño, según aparcaba en la plaza que tenía asignada, coches de la policía patrullaban alrededor de la escuela y en el interior del recinto también. Aquello le resultó raro, más aún cuando las sirenas de las ambulancias se acercaban a toda prisa. Vio mucho alboroto en el pabellón de las aulas y entendió que sucedía algo porque estudiantes, maestros y personal de administración increpaban a los agentes dispuestos a emplear la fuerza si no se apartaban.
          –¿Qué pasa? –preguntó al encargado de seguridad–. ¿Por qué estáis aquí?
          –Hay un tipo atrincherado en el gimnasio –aclara uno de los profesores–. Tiene secuestrados a una veintena de chavales y al conductor del autobús donde venían. Además, ha disparado contra uno de mantenimiento, no creo que sobreviva.
          –Dice que como alguien se acerque –añade Betty Scott– matará a los rehenes.
          –¿Y quién es?
          –Un universitario con problemas psiquiátricos. Cursó dos grados de secundaria con nosotros, pero no completó el tercero al ser expulsado por violento. Supongo que está poniendo en práctica su venganza. –El alcalde y el director de la escuela, ante la avalancha de personas que se les venían encima pidieron calma y paciencia hasta esclarecer los acontecimientos.
          –A ver, presten todos atención, por favor –Paul Cox alzó la voz–. Vamos a colaborar para que los inspectores realicen su trabajo.
          –Compatriotas –comenzó así el discurso del sheriff Landon–, nos enfrentamos a un ser despiadado e imprevisible, somos un blanco perfecto ya que desde su posición controla cualquier movimiento que hagamos, por eso creemos que lo mejor es que os llevéis a vuestros hijos cuanto antes. Hagamos una salida escalonada siguiendo nuestras instrucciones y no os pasará nada, mis hombres le distraerán. –Todos, excepto los padres de los chicos retenidos abandonaron la zona de peligro protegiendo a los más pequeños que lloraban asustados por la llegada del FBI.
          Helen Wyner se sentó en el césped con las piernas cruzadas, tenía la boca seca, le temblaba el labio inferior y necesitaba gritar. Alguien repartió agua y los perros guardianes dejaron de ladrar. Pensó en su hermana Beth que a esa hora estaría tendida en el sofá esperando que el día se acabara lo antes posible. Sacó el móvil y la llamó suponiendo que la noticia habría corrido como la pólvora e imaginando la preocupación que tendría por ella.
          –¿Esta mamá contigo? –No respondió–. ¿Ha vuelto de pasear? –Silencio absoluto–. Tómate las pastillas y no te preocupes que todo está bajo control. Anda, apaga la televisión que en cuanto pueda voy. –Al otro lado del teléfono tan sólo se oyó el clic de colgar.