domingo, 30 de diciembre de 2012

Barraques: una ciutat en el cor

Dedicat a la persona que em va proporcionar el documental que m'ha inspirat. 
Gràcies per tan gran regal. Gràcies per la teva amistat

Que sesenta años no son nada…, haciendo un símil como decía la canción. Pero lo cierto es que han pasado, y casi diez más, y cuando huelo a pescaíto y calamares fritos, no puedo evitar que acudan a mí los recuerdos de aquellos veranos de la infancia que pasamos en la Bahía de Cádiz. Hasta allí emigró la tita Juana Mari, hermana mayor de papá, harta de las presiones familiares: que si llevas muy corta la falda, que te tapes un poco el escote, buscando su libertad. Lo que encontró, en cambio, fue a un viudo con cuatro niños un domingo de playa, de risas y carreras, volando una cometa invisible. La tita no tardó en quedarse preñada, uno detrás de otro hasta juntar cinco. Sin embargo, ni ella ni su marido, a pesar de vivir rodeados de estrecheces, siendo once bocas que alimentar, nunca negaron techo y comida a buena parte de nosotros, sobrinos soñadores y revoltosos, que anhelábamos disfrutar las vacaciones lejos del calor seco y tórrido de Hinojosa, nuestro pequeño pueblo en la provincia de Jaén. Pero como casi todo lo bueno dura poco, fuimos solamente dos veranos, porque a papá le caían los meses sin faenar, mano sobre mano, y, claro, tenía que buscar una salida, y creyó que sería más fácil encontrarla lejos de nuestra tierra.
                Unos paisanos de Huesa, de la comarca de Cazorla, y conocidos del marido de la hermana de mamá, emigraron a Barcelona, y según contaron por la zona, no solo encontraron trabajo rápidamente, sino que tuvieron posibilidad de construir un hogar donde vivir con los suyos. Así que, ni corto ni perezoso, una tarde que los nervios nos dejaron sin siesta, papá, en tono solemne y muy serio, nos dijo que al día siguiente había que levantarse antes de la amanecida, porque nos íbamos todos de viaje. Si bien nunca preguntamos de dónde sacó el dinero, siempre supimos que las diecisiete pesetas por persona que costaba el billete se las dio la abuela. Mamá entristeció, lloraba, pero sabía que algo tenían que hacer. Cuando El Sevillano –tren que transportaba a la gente desde Andalucía hacia Catalunya, la tierra prometida para muchos– pasó por el apeadero, nosotros hacía rato que estábamos allí. Vagones cargados de hombres y mujeres, con la pena de haber dejado tras de sí buena parte de sus raíces. El recorrido lo hicimos hacinados en el pasillo, sentados en el suelo, literalmente pegados unos con otros, durante casi dieciocho horas de calvario. Papá iba a un lado, mi hermana mayor y yo en medio, y mamá junto a mí, con la pequeña en su regazo. A pesar de lo incómodo de la postura, el cansancio nos hizo dormir algunos ratos, hasta que El Sevillano, por fin, se detuvo en la Estación de Francia, en Barcelona, y claro, ahora había que ponerse en pie, pero las piernas de momento no respondían. A mamá, siempre ella tan coqueta y tan valiente, esta vez hubo que ayudarla a incorporarse.
                Salimos a la calle cegados por el sol. Papá llevaba apuntada la dirección en un pedazo de papel: barri de El Carmel, donde al parecer vivían muchos andaluces. Nosotras teníamos esperanzas de encontrarnos con más chicas de nuestra edad, amigas con las que iríamos a la escuela o a pasear. Las indicaciones que nos dieron nos llevaron hacia la parte alta de la ciudad, hasta una colina del mismo nombre, que tuvimos que subir. Cuando mamá vio aquello se echó a llorar otra vez, y quiso desandar sus pasos, pero papá tenía tal cara de asombro y satisfacción que parecía que hubiese encontrado el mismísimo paraíso delante de sus narices, por lo que no nos quedó otra que subir. Enseguida localizamos a los paisanos de Huesa, gente muy hospitalaria, que nos hicieron un hueco en su barraca, hasta que, al día siguiente, algunos hombres, junto con papá, construyeran la nuestra. No había luz, ni agua, ni váter, ni cocina…, ni nada parecido a lo que habíamos dejado en Hinojosa, pero había ganas de empezar con fuerzas, dándole forma a un sueño, empeñado en hacerse realidad.
                Aprovechando unos muros que no se habían caído del todo, alzaron nuestra vivienda tabicando los lados desnudos y sujetando con piedras el techo de cartón cuero. Habíamos llegado de Jaén prácticamente con lo puesto, pero la generosidad de los vecinos dejó, en la puerta de nuestra barraca platos, un puchero, alguna silla, mantas de abrigo y un par de somieres rescatados del vertedero. Gracias a esos gestos de solidaridad, mamá sonrió por primera vez, y todos estábamos convencidos de que aquella mujer, andaluza por los cuatro costados, sacaría de lo tosco y de la dureza los mimbres de nuestro hogar. A mi hermana pequeña y a mí no nos costó mucho adaptarnos. Vivíamos aquello como una aventura, una más de las de papá que pronto pasaría; porque en el fondo, muy en el fondo, sabíamos que papá no encontraría trabajo y que tendría que ser mamá, como siempre, la que trajera dinero a casa. De momento no íbamos a la escuela, pero todo se andaría, sentenciaron. Mi hermana mayor no acababa de acostumbrarse. Aquel clima tan húmedo la tenía a menudo mustia, y las incomodidades de la vivienda mucho más. Pasaba los días suspirando por las esquinas, añorando nuestro pueblo, nuestras gentes, a la familia, y a un chico de Hinojosa que vivía algunas calles más abajo de la nuestra. Papá decía que tenía el mal del amor, y que la niña, en esas condiciones, terminaría enfermando. Así que mamá, harta de escuchar a unos y a otros, escribió a la abuela. Semanas más tarde recibió carta de su cuñado. Nuestra hermana saltaba de alegría y no paraba de decir: me vuelvo con la abuela, me vuelvo con la abuela… Nosotras, en cambio, nos quedamos con ellos, pasando calamidades, miseria, hambre.  Y encarando la crudeza del invierno, apretujados los cuatro en la cama, temiendo que, de un momento a otro, la fuerza del viento volara el débil tejado, dejándonos a la intemperie.
                El que no levantaba cabeza era papá. Incapaz de hallar su verdadero oficio, deambulaba por las calles de Barcelona abstraído en sus cosas. Un día llegó alegre y anunciando que se iba a hacer palomista. Es decir, agarró el jornal ganado por mamá, lavando y planchando las ropas a una familia de la burguesía catalana, y allá que se fue a comprar dos parejas de palomas para la cría, las mismas que en cuanto pudieron se escaparon, dejándonos la tripa vacía y sin negocio. Mi hermana pequeña llamaba a papá el explorador de tesoros, porque cuando regresaba del vertedero, de buscar todo aquello que pudiera ser vendible, llegaba cargado también de cosas para nosotras: muñecas que habría que arreglar, maderas inservibles que acumulaba al lado de la puerta, y alguna revista de colorines para mamá. Una tarde de verano, al año justo de estar viviendo en El Carmel, papá bajó con otros vecinos a bañarse a la playa. Tres días más tarde, la mar nos devolvió su cuerpo, nos dejó solas en una tierra que mamá nos enseñó a respetar y a querer: Catalunya nos daba de comer, y ahí estaba nuestro verdadero hogar.
                Al único novio que he tenido, tardé mucho tiempo en decirle que mi barri era El Carmel. Me daba vergüenza que viera lo pobres que éramos y en las condiciones en las que vivíamos, pero cuando supe que él venía del barri del Somorrostro, entre el Hospital de Infecciosos en la Barceloneta y la desaparecida fábrica de gas Lebon del Pueblonuevo, aumentó mi cariño y unión con él. Los primeros años de matrimonio nos quedamos con mamá. Mi marido hacía chapuzas de albañil por las escuelas, y yo realizaba los trabajos que mamá ya no podía por su avanzada edad. Pero empezaron a venir los niños y nosotros no queríamos para ellos las mismas angustias que  habíamos padecido nosotros. Por suerte, uno de los maestros, que se portaba muy bien con mi marido, le proporcionó un trabajo estable y una vivienda confortable. Mamá abandonó El Carmel forzada, sobreviviendo a duras penas, hasta que se la llevó una neumonía.
                Sin embargo, ahora que tanto ha cambiado aquella zona, y ya no quedan barraques, cuando los huesos me lo permiten y puedo caminar sin dolores, subo hasta allí con la ayuda de uno de mis nietos, el más aventurero de todos, como lo fue papá, como a su manera lo fue tita Juana Mari, y lo que veo en aquel lugar, además de las vistas espectaculares de Barcelona, es a mamá cantando La Lirio, La Lirio tiene,/ tiene una pena La Lirio,/ y se le han puesto las sienes/”moraítas” de martirio, con el lomo doblado, lavando sobre un barreño, y a papá subiendo la colina, con aquella vitalidad que lo caracterizaba, cuando traía un nuevo proyecto entre las manos. Pero, por encima de todo, lo que veo son les barraques: esa ciudad que todavía late en el corazón de quienes aún podemos contarlo.
                Ahora que las cosas dan un giro para atrás, que no hay trabajo, que la política social hace aguas y la gente joven busca respirar en otras tierras, quizá, ahora, mientras hago balance al conjunto de toda mi vida, en algún lugar próximo o lejano, una comunidad de hombres y mujeres, inyectados de ilusión, estén levantando sus barraques en algún solar abandonado, orientado hacia el sur y con vistas al mar.

Publicado en La Vanguardia. Pincha aquí.  

domingo, 16 de diciembre de 2012

Mauro


Mientras apagaba el televisor desde el mando a distancia, y dejaba medio caída la manta con que se había tapado las piernas, pensó en el gran fastidio que suponía que no dejara de llover, justo cuando iba a salir a comprar su dosis diaria de heroína, en alguno de los mercadillos de droga repartidos por la ciudad. A su lado, en el sofá, invadiéndole el espacio, diversos objetos acaparaban el otro asiento: una cajetilla de tabaco vacía, la foto de los chicos a los que no ve desde hace meses, el prospecto de los ansiolíticos que ya no le hacen efecto, y un libro de poemas de Ángel González, que son la única compañía con la que comparte sus miserias.
                Cinco años atrás, Mauro disponía de todo lo importante que una persona puede necesitar: una pareja estable que le quería, unos hijos que lo adoraban, un buen puesto de trabajo donde estaba considerado, amigos, y dinero suficiente para vivir holgadamente y financiar las aficiones propias y las de los suyos. Llevaban una vida saludable: programaban largas caminatas a pie o en bicicleta con otras parejas de su entorno, y hacían ejercicios de mantenimiento en un gimnasio próximo a su barrio. Todo iba bien hasta que la empresa para la que trabajaba aumentó la plantilla e incorporaron en su departamento a una persona manipuladora y embaucadora que, con su influencia, hizo que la ordenada vida de Mauro se viniera abajo, como lo hace un castillo de naipes con un simple manotazo. Si bien es cierto que en lo profesional chocaron, en lo personal se convirtieron el uno en la sombra del otro. El nuevo compañero arrastró a Mauro hacia un mundo hasta entonces desconocido para él: juegos, prostitución, borracheras que alcanzaban con facilidad hasta el esbozo  de la madrugada, y ajustes de cuentas en callejones oscuros, que acababan a veces dejando en el suelo a algún herido.
                Poco a poco fue autodestruyéndose. Aumentaba la guerra familiar, que empezó fundamentalmente por el rechazo de su mujer a dormir pegada a un tipo empapado en vicio y alcohol. Peleas constantes que deterioraban la relación, amenazas verbales, y continuos reproches, rompían lo que tiempo atrás parecía resistente a cualquier adversidad. En el trabajo tampoco le iban bien las cosas. A menudo faltaba o llegaba tarde, poniendo excusas inverosímiles que ya no creía nadie. Una de esas veces, el delegado de personal lo llamó por teléfono para avisarle de que la empresa pensaba despedirle de forma inminente. Y lo sentía, así se lo dijo, porque esta vez no pudo negociar a su favor para que lo reconsideraran. Pero Mauro acababa de meterse una dosis en vena, y no tenía capacidad de escucha, por lo que abandonó el teléfono descolgado en el suelo. Lo había perdido todo: mujer, hijos, trabajo, hogar, amigos…, e incluso al tío que lo embarcó en esa locura, puesto que a éste ya no le interesaba relacionarse con un tipo que compartía piso con un yonqui, que de noche ejercía de puta.
                Una noche de esas frías, soplando un viento de justicia, se sentó a descansar a orillas del fuego que habían encendido un grupo de personas sin techo. Circulaban entre ellos los cartones de vino barato, igual que los cigarrillos, y, aunque Mauro tenía dolor de estómago y de cabeza, dio unos tragos y diversas caladas. El ruido de un motor paró cerca. Cinco personas jóvenes se les acercaron. Llevaban un chaleco con una inscripción en la espalda, traían termos con café y caldo, y dosis de metadona para quien quisiera. Una de las mujeres, aparentemente la mayor y quien parecía organizar al resto, estuvo hablando con él: de la droga se sale si tú quieres; con voluntad y esfuerzo se pueden recuperar las cosas perdidas… Le tendió la tarjeta de los servicios sociales, con el número de un móvil que anotó por detrás, insistiendo en la posibilidad de salir de aquella mierda. Mauro la cogió y se la guardó en un bolsillo trasero de los tejanos. El vacío le pisaba los talones de regreso a casa, y el miedo se le metió en el cuerpo, porque corría el rumor de que algunas dosis de heroína estaban adulteradas, pudiendo causar la muerte en el acto.
                Desesperado, atrapado en las garras crueles del insomnio, daba vueltas a la tarjeta entre sus manos, hasta que se decidió a llamar, aunque no estaba del todo convencido. Creyó reconocer la voz de la mujer que se la había dado, pero bien podría no ser; en cualquier caso, concertaron una cita para esa misma tarde. La habitación estaba pintada toda de blanco. Era absolutamente impersonal: una mesa, dos sillas y una ventana, cuya persiana estaba partida por la mitad. La mujer le dio dos posibilidades para tratar de salir de la droga. Mauro se quedó con el reto más difícil: acudir a un centro de desintoxicación, aunque en el fondo supo desde un principio que no lo conseguiría. Recogió unas cuantas prendas de vestir –camisetas y cómodos pantalones de pijama– que guardó en una bolsa. Le acompañaba la mujer que, por cierto  resultó ser la misma.
                En el patio central del viejo edificio, construido a mediados del siglo XIX, retumbaba como un minutero el sonido de la lluvia al golpear contra el suelo de cemento. En el interior, a la altura de la galería principal que dividía la parte privada de los despachos y consultas, el silencio era vulnerado por los gritos desesperados de algún interno. El sitio, cuanto menos, era lúgubre, y la escasa luz artificial, de bombilla de bajo consumo, perdida entre las curvas de los techos altos, aumentaba la sensación de sombras que acechaban por detrás. La estancia que le asignaron nada tenía que ver con esto. Un espacio pequeño y desnudo, de una sola cama que sería su calvario por el tiempo indefinido que él mismo marcaría. Los primeros días sin droga los pasó delirando y con  calambres dolorosos en las pantorrillas y en los brazos, alucinaciones, sudor frío y fiebre alta. Vomitaba continuamente y quería morirse, mientras repetía el nombre de su mujer entre sollozos. Sus fuerzas flaqueaban, sabía que no toleraría el tratamiento, y, lo peor, es que no quería salir de aquel infierno. Fue una lástima que no aprovechara aquella oportunidad de oro, ya que acabó por abandonar a la semana de llegar.
                Reconoció el olor de la calle nada más asomar su rostro, esa esencia peculiar que identifican fácilmente quienes viven pegados a la tentación. El metro a esas horas iba medio vacío, y había desafiado un torno colándose en el andén. Tenía claro que lo primero sería hacerse con una dosis; después ya vería. Por detrás de las montañas se adivinaba el final de la tarde. El descampado donde montaban el mercadillo móvil de la droga quedaba a la izquierda de una carretera poco transitada. Hombres y mujeres buscaban un polvo rápido y los heroinómanos dinero fácil. Mauro fue hacia un hombre entrado en años que estaba apoyado sobre una pared. Concretaron el precio y, pagándole por adelantado, desaparecieron  dentro de una caseta improvisada con maderas… No muchos minutos después, Mauro salió abrochándose la bragueta y canjeó el billete que había ganado por un poco de caballo.
                Seguía lloviendo. Faltaban un par de horas para que la oscuridad cerrara todas las esquinas a la noche y la ciudad bajara el ritmo frenético del día a día. Mauro caminaba muy lentamente bajo los efectos de la droga. Estaba desubicado, pero caminaba. Pronto daría con su casa, pronto recuperaría el sofá, y la manta, y los poemas de Ángel González, y la foto de los chicos… Pronto estaría a salvo de las miradas que acusan, rechazan y condenan, y de quienes a toda costa quieren salvarle la vida, la misma por la que él no da ya ni un duro. Por poco no pierde el equilibrio y cae, al tropezar con el cuerpo de una chica que había comprado un poco  antes que él. Se le revolvieron las tripas. Pero ni siquiera eso lo persuadió. Ni la posibilidad nada remota de ser el siguiente hizo que recapacitara, porque, a excepción de su propia persona, nada le quedaba ya por perder.


domingo, 2 de diciembre de 2012

Tito Tomás


Se citó conmigo en Malasaña, en uno de los bares de moda más animados. Había escuchado contar su historia en uno de esos programas nocturnos de radio donde la gente habla de las cosas que le preocupan, propias o ajenas, desinhibidamente. Fluía la vida por las tiendas de diseño que allí se ubican, en un ir y venir de personas que salían y entraban. Rozábamos la media tarde. Elegimos precisamente esa hora porque su turno empezaba de noche. Trabajaba de crupier en el Casino de Madrid. Era joven –o así me lo parecía– y especialmente guapa, diría yo. Me puse en contacto con ella gracias a que un buen amigo, periodista, intercedió por mí en la redacción de la emisora. La historia me interesó desde el principio, y la manera de narrarla, con total  naturalidad, también. Aunque entendí rápidamente, quizá a causa de su juventud, que llevaba una buena carga de ficción: datos o detalles añadidos de cosecha propia, y que, como puede suponerse, yo obviaría a la hora de reescribirla, para reforzar la credibilidad. Acercándome a la barra, pedí dos gin-tonic, más un pincho de tortilla para ella, ya que, según dijo, no había comido por falta de tiempo. Saqué la grabadora –con su consentimiento, claro–, cuaderno y bolígrafo, y rompí el hielo realizándole un puñado de preguntas que centraran nuestra conversación, derivándola hacia donde yo quería: la figura de su tito Tomás, de  quien, tal y como afirmara por radio, me dijo: si levantara la cabeza y viera lo que están haciendo estos
                El tito Tomás nació para entender el campo y el corazón de los mineros heridos de silicosis. Fue un hombre querido, cuyo único defecto visible, que empañaba de algún modo su buena reputación, era el excesivo consumo de vino, hasta el punto de hacerle fallecer a la temprana edad de setenta años, bajo un olivo, absolutamente borracho y al amparo del eco, del quejío, de su propia voz, cuando se arrancaba por Pepe Pinto, la Niña de los Peines o Pepe Marchena. Se fue, solo y en silencio, víctima de una cirrosis que nunca diagnosticaron. Mucho antes de esto y cinco años después de haber muerto Franco, organizó un poco a los dos sectores punteros de la zona: la agricultura y la minería, federados en la Agrupación de vareadores y mineros por la izquierda, nacida en Linares. Hombres y mujeres que buscaban la salida hacia un mundo mejor, donde la explotación de la mano de obra no fuera moneda de cambio, y la salida hacia la libertad, maltrecha por culpa del franquismo, dejara de ser un campo minado de inocencia…
                Embarazada de siete meses y algunos días, al iniciarse el invierno, sobre las doce del mediodía y por aquello de que había que andar para contrarrestar la pesadez de piernas, la mujer del tito Tomás caminaba en sentido contrario al recomendado en carretera, con tan mala suerte que, a la vuelta de una curva, la brutal aparición de un coche que no pudo frenar, segó  su vida, al desplazarla por el aire varios metros hasta golpearse contra un árbol. Cuentan que la reacción del marido, lejos de ser histérica, resultó inexplicable, porque ni siquiera asistió al sepelio, sino que cogió su vara y bajó a derribar olivas. A partir de ese momento, normalmente se le encontraba cantando flamenco, tumbado a la sombra de los olivos, con una botella de tinto vacía a su lado, y otra a medio llenar. Abandonado así a su suerte, y con la pena agarrada a la garganta, transcurrían sus días, hasta que un accidente en las minas le hiciera reaccionar.
                En el Linares de aquella época todos se conocían. Un jueves, de frío cortante, casi concluyendo enero, varios vecinos perdieron la vida en una de las galerías que se derrumbaron. El tito Tomás subía por el camino canturreando mi niña Lola, mi niña Lola/ya no tiene la carita del color de la amapola, cuando un grupo de cuatro o cinco chavales que corrían hacia él le contaron lo ocurrido. En el lugar del accidente tomó conciencia de la situación en la que se encontraban los picadores, y las miserias a las que tendrían que enfrentarse sus familias. Así que, debido a la impotencia y a la mala leche que se le puso, buscó entre los presentes al maestro de escuela, porque siempre andaba dando  vueltas que si a los derechos de los trabajadores, que si al Partido Comunista de España, que si había que organizarse, que tanta explotación no podía arribar en buen puerto, que si había que templar los humos a los socialistas por su apabullante victoria con mayoría absoluta…, etcétera. Dio con el maestro, que abrazaba a la madre de uno de los fallecidos, hicieron un aparte, y el político que el tito Tomás llevaba dentro salió a flote.
                Convocar a los vecinos resultó más fácil de lo que suponía. Gente del campo y sin estudios, pero con verdaderas ansias de escucha, tanto como de expresarse. Las propuestas del tito Tomás y del maestro de escuela eran claras: Sí a los derechos de los trabajadores; sí a las mejoras de las condiciones económicas; sí a la denuncia de los accidentes laborales; sí a la igualdad de hombres y mujeres: mismo trabajo igual sueldo. No al abuso de poder; no a la coacción que priva de libertad; no a la explotación de los más débiles… Cuestiones que todos entendían perfectamente, porque lo sufrían en propia piel.
                La Agrupación de vareadores y mineros por la izquierda, con el paso de los años y la fama adquirida, comenzó a tomar cuerpo en toda la región. La magnífica gestión de quienes estaban al frente hizo de aquella punto de referencia a tantas otras que vinieron a posteriori. El tito Tomás vio pasar delante de él a numerosos trabajadores que, por miedo a las represalias que pudieran tomar contra ellos, callaban y guardaban la denuncia. Pero también vio cómo la clase política inauguraba su personal debacle de credibilidad, postulándose algunos de ellos en la diana de la corrupción. Con Santiago Carrillo fuera de la primera línea de fuego, la izquierda se desinflaba, mientras que el Partido Socialista Obrero Español, posicionado ya en el centro con bandera socialdemócrata, bailaba las aguas a banqueros, empresarios y neoliberales, ahorcando de esa forma el sueño de muchos por cambiar realmente las cosas. El tito Tomás peleó con todas sus fuerzas, hasta el final de sus días, por el bienestar de sus paisanos, con el firme propósito de ayudar a cuantas vidas  pudiera. Todas menos la suya, esa que perdiera aquel invierno, junto a su mujer.
                Llegaba la hora de marcharse al casino. No quedaba nada del pincho de tortilla ni de los varios gin-tonic que tomamos. La hija de la sobrina del tito Tomás se lamentaba de la actual situación mundial que soportábamos, de esta crisis que barría la esperanza de muchos de nosotros. Estaban a punto de despedirla: bueno, a ella y a la mitad de la plantilla, porque, si no hay pasta, la gente no juega, o lo hace menos. Por eso se acordaba ahora de aquel buen hombre, al que nunca conoció, y del que tanto ha oído hablar en su familia. Son otros tiempos, hay otras necesidades y nuevas formas de lucha, pero pienso que, si el tito Tomás estuviera hoy entre nosotros, andaría de manifestación en manifestación vareando olivos, por las calles de alguna capital de provincia, entonando, por ejemplo, algún fandango de Huelva.


domingo, 18 de noviembre de 2012

Correo electrónico


El camino que conducía a la cabaña rodeaba por la izquierda la zona del bosque. Cuando llegaba el otoño, cargado con toda su melancolía, y las rachas de viento soplaban con dureza, caían las primeras hojas sobre el lago, flotando como almohadas mullidas. En la casa, pequeña y sencilla, había lo imprescindible para sobrevivir una persona: productos en conserva, buena ropa de abrigo, vino contundente, abundante lectura, el todoterreno con el depósito a tope, y una conexión a Internet, portátil, que a menudo dejaba mucho que desear. Junto a la chimenea, al calor del fuego, dormitaba el perro solitario al que casi atropelló un día de luna llena. Años atrás, Jimena, después de un fuerte desengaño, optó por vivir en contacto directo con la naturaleza, y que ésta sirviera de bálsamo para curar sus heridas, para reinventarse y sacar a flote esas emociones que todos, escondidas o no, llevamos dentro. En ese entorno, donde había encontrado la paz, el sentido de las horas cambiaba de registro. No había prisa, ni agobios, ni apuros para llegar al último metro. No había nada del estrés que hacía, en las ciudades, la vida menos saludable.
                Además de realizar largas caminatas por el monte, disfrutar de buenas jornadas buscando hierbas aromáticas, reflexionar sobre la condición humana, su complejidad, las necesidades de unos, y las valentías de los otros, Jimena pasaba muchas horas delante de su ordenador. Para ella Internet significaba un refugio contra la soledad, una ventana a través de la cual se asomaba al mundo, un quitamiedos contra la tristeza, y un chorro inagotable de información. Sin embargo, lo que realmente buscaba con mayor ahínco no era otra cosa más que compañía: personas al otro lado de la pantalla, capaces de insuflarla un motivo para despertarse por la mañana y conectar.
                Una o dos veces al mes bajaba a comprar al pueblo, según anduviera de existencias, sobre todo por no quedarse sin café y cigarrillos. Echar la mañana con los vecinos le resultaba del todo agradable, y tomar un caldo caliente con un chorrito de jerez en la taberna, también. Además, ahí se ponía al día de las cosas que ocurrían en su entorno más cercano. Pero cuando crecían los fríos, y la nieve obstaculizaba el acceso, haciendo del camino un laberinto inhóspito, esto se complicaba y Jimena se veía obligada a permanecer en casa. En ocasiones, las fuertes tormentas que se desencadenaban interrumpían la conexión telefónica, dejando a Jimena aún más aislada si cabe. Tras una de éstas, una vez restablecida la red, se dispuso a retomar sus tareas, entre ellas la de escribirle un correo electrónico a un amigo muy especial, alguien con quien quería profundizar en la amistad. Para ello sería fundamental elegir muy bien el comienzo, conquistándolo ya desde el asunto. Así que buscaría una frase que no fuera baladí, algo que le cogiera por sorpresa, como por ejemplo: ¿Puedo pasar?...
                Redactar el correo resultó más fácil de lo que pensaba. Consistía, simplemente, en dejarse llevar por el sentimiento, abriéndole una puerta de no más de diez líneas donde ofrecía su corazón, su compañía, su hombro, su oído, su complicidad y su comprensión… Pero pasaba el tiempo y no llegaba respuesta. Un día, cuando ya casi había perdido la esperanza de recibirla, entre la lista de mensajes sin abrir, descubrió el suyo: Sí, claro, por supuesto que puedes, ponía en el asunto. Entonces se le humedecieron los ojos, se conmovió, y comprendió que tenía por delante el zaguán de un cariño que habría de hacer a fuego lento. Jimena tomó por costumbre contarle pequeñas cosas de su vida, opiniones respecto al suicidio al que iba la sociedad, pequeñas notas donde pasaba de la confesión al ofrecimiento de su amistad. Él, por su parte, y aunque  a veces se demoraba un tanto en las respuestas, supo darle a Jimena, poco a poco, en cada correo seguridad, arrojo, sentido del humor, empuje para las dudas… Aquella persona, con el tiempo, fue convirtiéndose en un compañero de viaje muy especial.
                En aquella zona, en mayo, la única nieve que iba quedando estaba en la cima de la montaña, pero el camino que bajaba al pueblo, castigado por el duro invierno, tenía mucho trabajo por delante, con lo cual estaría bastante ocupada los próximos días. Ocupada y reflexiva, en el sentido de que a veces a las personas no nos hace falta hablarle al otro a las claras, para que sepa lo que decimos. De aquellos correos Jimena podía deducir una especial sensibilidad en el hombre, unas ganas locas de querer y ser capaz de demostrarlo, de sentir, de expresar abiertamente, y de aguantar el tipo, nadando a veces contracorriente. Tenía motivos más que suficientes para desnudar su corazón. Jimena acabó por ofrecerle la posibilidad de tener un encuentro personal, brindándole la posibilidad de compartir sentimientos. Sería la hostia que él lo aceptara y sin lugar a dudas, un bello sueño que se haría realidad. En cualquier caso, ella seguiría paciente y perseverante.
                Y claro, como dijo él en uno de los correos: Desde cuándo uno le dice no a la realización de un sueño. Aunque la luz del sol la cegaba, levantó la vista hacia el horizonte cuando escuchó el ruido de un motor que se acercaba. Se extrañó, porque no era habitual que subiera ningún vecino. Soltó la pala y, para tener mejor perspectiva, se arrimó al otro extremo del camino, al mismo tiempo que el automóvil se paraba y de él descendía un hombre corpulento. Ni siquiera hizo falta reconocerse aunque habían pasado los años: se miraron a los ojos, avanzaron los pocos metros que les separaba y, entonces, ella le besó con ternura. Él, en un primer momento, se dejó hacer, manteniéndose rígido, pero inmediatamente la rodeó con sus brazos, y se fundieron en un profundo abrazo. Un abrazo lleno de palabras que acarician. Un guiño a los sueños que se convierten en realidad, y un motivo más para dejar bien alto el listón de la palabra AMIGO.


domingo, 4 de noviembre de 2012

Días de hospital

A la hija de la paciente

Muchas veces los escritores le dan mil vueltas a un texto. Quieren hacerlo perfecto: que llegue directo al corazón y a ser posible libre de malas críticas Buscan la palabra exacta, la frase simplificada que suele ser la más difícil. Apuran el tiempo, y un buen día resulta que la pantalla del ordenador está toda en blanco, y el escritor, desesperado, anda sin ideas. Mira a su alrededor y, aparentemente, las cosas que le ayudan están todas en su sitio, pero las manos del autor tiemblan, mientras crece la angustia por quizá haber perdido la habilidad para contar historias. Conozco a una escritora a la que en estos momentos le sucede algo parecido; sin embargo, la coincidencia de varias situaciones ha puesto delante de ella una hermosísima historia que merece ser contada. Una historia de hospital, contada con el corazón.
                Cada mañana, mientras la escritora esperaba su turno para entrar a diálisis, la paciente de la habitación 2309 comenzaba el día, dolorida y fatigada. Probablemente le aguardaba una jornada más de incertidumbres, de interminables pruebas médicas, de sufrimiento, de poca o lenta mejoría, de ¡a ver qué pasa!, de horas y horas que se suceden unas a otras, bajo la mirada de un mismo escenario, y con los mismos actores aparentes de siempre, con el único aliciente de esperar a que vengan los suyos, y un solo director de orquesta: la suerte. Bueno, los suyos y los conocidos, claro. Pero, por encima de todo, será una fecha a añadir a la lista abierta de agradecimientos que tiene la paciente, de sonrisas, de conformidad en todo caso, de saber muy bien lo que quiere, cómo lo quiere y cuándo lo quiere, de coquetería, de cariño en su mirada y de ternura en sus manos, de cuidar los detalles, y, por supuesto, de una expresividad enternecedora al ingerir unas simples gotas de agua.
                Entrada la luz del día, a veces, llegaba una hija para cuidarla. Entonces a la paciente se le iluminaba la cara, se ponía contenta, sacaba un sol radiante por sonrisa, buscaba la caricia de aquella mano, una señal de complicidad, y a la escritora, que lo presenciaba todo a cierta distancia, le daban unas ganas locas de acercarse y abrazarla. La hija era buena conversadora y contaba a la madre cosas de los nietos, de los hermanos, del trabajo de unos y de las obligaciones de otros, de esa otra vida cotidiana que en estos momentos no estaba a su alcance, y a la que tardaría mucho en regresar. Oían pasos, vislumbraban una bata blanca, y la hija se echaba a temblar. Las expectativas eran: a ver cómo está el nivel de glucosa en sangre, la coagulación, la tensión arterial, el intestino, el líquido del pulmón, los latidos del corazón… Un sin vivir que afrontaba agarrada a la tabla de salvación de la esperanza, esa que por muy oscuro que amanezca nos negamos a soltar.
                Una de las veces, la escritora, cansada de esperar, y tras el rumor de haberse estropeado la máquina que habría de ocupar, se levantó y anduvo por el pasillo. Lo hizo discretamente, sin fijarse en nadie, sin mirar hacia la intimidad de las camas. Solamente quiso experimentar en su piel el trasiego que observaba desde la sala. La hija de la paciente de la habitación 2309, al verla, y sabiendo que su madre recibiría la visita con los brazos abiertos, la hizo pasar. Miró a la mujer, se sentó en el borde de la cama, tomó una de sus manos entre las suyas, y comenzó a experimentar una serie de sensaciones difíciles de describir. Aquella mujer transmitía paz, serenidad, sosiego, textura cariñosa, seguridad, pero ante todo transmitía vida, ganas de seguir luchando, de demostrar que valía la pena hacerlo por el mero deseo, placer y necesidad de ver crecer a los nietos, de seguir arropando a los hijos, de continuar siendo el vínculo y el referente que les unía a todos.
                La escritora se dejó conquistar. Acudía puntual a la 2309 antes de ir a diálisis. Reían juntas, sufrían, sentían, y sin necesidad de expresarlo todo con demasiadas palabras. La hija y la escritora notaban que la mujer tenía unos ratos con más vitalidad que otros, en los que la fuerza parecía apagarse. Procuraban entonces transmitirle energía. Ella abría los ojos y les regalaba la sonrisa más hermosa y luminosa que posiblemente hubieran visto nunca. Empezaron a tener confianza, charlaban por los codos en la sala de espera, compartían temores respecto a las enfermedades, dejando que el tiempo transcurriera fuera de ellas. Sin embargo, cuando tocaba irse, a la escritora le costaba muchísimo dejarlas allí: se había encariñado. Prolongaba la despedida, el contacto con los dedos, el abrazo perdurable, el beso surgido del mismo corazón, la promesa de volver mañana, y, aunque guardaba la tristeza para sacarla al otro lado de las puertas del ascensor, se marchaba agradecida por cuanto había recibido.
                Una tarde en casa, la pantalla en blanco del ordenador le pedía a gritos ser llenada por palabras que contaran las experiencias que estaba viviendo en el hospital; que dijeran que la amarga impotencia que se siente, al ver sufrir a los demás, puede convertirse en admiración hacia los que luchan, hacia los que dan ejemplo, hacia los que se resisten, hacia los que esperan que el sueño sea mucho más tranquilo, que las constantes vitales, endemoniadas a veces, estén cada una en su sitio. Comprendió que la paciente de la habitación 2309 y su hija le habían dado una motivación para seguir, una excusa para no rendirse, y, por supuesto, le habían dado vida. Sabía que estaría eternamente en deuda con ellas, que nada del mundo sería suficiente para compensarlas, para agradecerlas. Aquella mujer, la paciente de la habitación 2309, que impartía lecciones con cada gesto, que no rechazaba a nadie, que siempre decía que estaba bien aunque los demás supieran que no era cierto… Aquella mujer, que se había metido dentro de la escritora, que se había colado por los poros de su piel, que había devuelto el impulso a un corazón desganado que acababa de convertirse en un motivo más para que amaneciera… Aquella mujer, y su hija al lado, eran lo más parecido a la ternura que había conocido.

domingo, 21 de octubre de 2012

Un lunes por la mañana


(Hay amigos que vuelven con intensidad tras años de ausencia. A ellos dedico hoy este escrito, aunque la trama del personaje no se corresponda en absoluto, y nada tenga que ver con sus vidas).

Quien dijo que todo está perdido.
Cuando no haya nadie cerca o lejos.
Yo vengo a ofrecer mi corazón.
Fito Páez.

Quan les bruixes t’esgarrapin de matí.
No et faré més tebi el fred
ni més dolç el cafè amb llet
però pensa en mí.
Menuda.
Pensa en mí.
Joan Manuel Serrat.


Esos primeros minutos del café de cada mañana son para mí imperdonables; me sirven para pensar y establecer prioridades respecto a las cosas pendientes que tengo por delante. Esa es una de las razones por las que busco espacios poco ruidosos. La cafetería donde me hallo es uno de esos lugares minimalistas que te reconcilian con la sencillez. Está ubicada en una zona peatonal aunque no demasiado céntrica, donde se agradece que todavía no pulule por allí el mercado negro que trafica con las miserias de la noche. Sus sillas en blanco roto, de respaldo recto pero cómodas, y mesas de superficies transparentes, me relajan. Sobre la que ocupo tengo la taza ya vacía y un pedazo de tarta de pasas con frambuesa, especialidad de la casa, que ningún día acabo. Tengo abierto el portátil donde ojeo la prensa y consulto el correo, que siempre abro con retraso. Dos más allá, o tres o cinco, no podría precisarlo, está ella, acompañada solamente de una botella de agua sin tocar. Sorprende lo bien vestida que va, toda elegante, con estilo. Pero sólo me refiero a la ropa, porque la borrachera que lleva encima arruina su imagen, además de la pena que da ver cómo la mitad de su cuerpo, abandonado, pierde la dignidad sobre la luna del escaparate. El camarero, aunque con aspecto de buen talante, parece haber sido desbordado por la situación, y la zarandea con brusquedad, rogándola que se marche. En esos momentos me encuentro un poco abstraída, pensando en un bonito paisaje –voy a volver– entre avellanos, las montañas al fondo y la humedad del mar que me recuerda cuánto lo hecho de menos. La voz pastosa y en tono desagradable de la mujer, diciendo enloquecida: ‘déjame en paz, coño’, me trae de mala gana al presente. Sin embargo, en lugar de ejercer mi derecho a la protesta, que podría, me atrapa esa mirada perdida que pide a gritos entendimiento, y esos ojos bebidos de frustración, que cautivan buscando amparo. Cierro la tapa del ordenador y, con él en una mano y la bolsa en la otra, me acerco tratando de poner cordura entre aquellos dos.
            En qué momento nos hemos quedado solas, sinceramente no lo sé, pero nos hemos quedado, o eso pensamos, claro, que esa es otra. Nos hemos quedado solas en mitad de la nada, del jirón, del océano, del reloj sin límite de tiempo, o con la duración necesaria para atender las cosas que verdaderamente merecen la pena, como compartir conversación entre dos desconocidas, atravesando el zaguán de un diálogo que empieza sin pies ni cabeza, y concluirá de forma cálida y confidente. Nos quedamos solas, sí; yo dándole vueltas a unos miedos que me atormentan, y que explico abreviados, usando la elipsis para verbalizar el fracaso, que no es más que el miedo a despeñarme por un pozo, donde caigo y caigo sin final… No obstante, estas pesadillas mías, y la sensación molesta de tener de cuando en cuando la autoestima por los suelos, me valen de alguna manera para ofrecerla confianza, quedándonos solas la una en la otra, nada más empezar a contarme su vida…
            Llegó a lo más alto de la empresa familiar de textil, al mismo tiempo que dio con los huesos de su vida personal en el suelo. Les llovían los pedidos para confeccionar prendas a los grandes almacenes, teniendo que aumentar la plantilla en un veinticinco por ciento. Era directora adjunta con otro de sus hermanos, vivía rodeada de lujos: coches, restaurantes, casa, viajes, fiestas de alta sociedad, bailes, personal de servicio… En fin, todas esas cosas que no están al alcance de los recursos de la mayoría, o, mejor dicho, de nuestras manos asalariadas que sobreviven los envites de esa cosa mundial que va tan mal.
            Una fecha de esas en las que todo se pone en contra –vuelo que llega con retraso, equipaje que no aparece, tráfico infernal de regreso, tarjeta de crédito caducada, reunión suspendida, y servidor de Internet caído– encuentra al llegar a casa un mensaje de su médico en el contestador automático, instándola a presentarse lo antes posible por su despacho. Antes de ponerse en camino, decide darse un baño, acompañada de un dry martín.
            Joaquín Costa, cerca de la plaza de la República Argentina, es una calle amplia, de edificios no muy altos. Hacia la mitad de la calle, en dirección a la glorieta López de Hoyos, está la consulta médica. El chófer aparca en la misma puerta,  y la mujer baja del automóvil, intuyendo que no le aguardan buenas noticias. Ni siquiera lleva diez minutos cuando la llaman. El médico es amigo de la familia, ha tratado a los padres en sus largas enfermedades, y ha cuidado de los hijos en sus grandes excesos. Hace meses que no se encuentra bien. Lo achaca a la vida tan irregular que lleva. Por eso acudió a él. Ahora, sobre la mesa de caoba, enfundados en una carpeta verde, están los resultados del laboratorio. La frente fruncida del especialista agrava sus sospechas. Le ruega que no oculte nada. El hombre, muy coloquial y ejerciendo del padre que ya no tiene, le comunica sin rodeos que padece una enfermedad irreversible, para la que apenas hay tratamiento paliativo.
            No sólo por un apagón puede sentirse la ciudad a oscuras; también cuando una mujer perdida y sin horizonte aborda la calle sabiendo que esta vez ya no le quedan comodines. La persona que sale en nada se parece a la que entró, altiva y perspicaz, pese a las dudas que albergaba. La que sale es una mujer mucho más delgada, algo envejecida, y con andares un tanto etéreos. El chófer, al ver que salía, aguarda de pie con la puerta del automóvil abierta, ofrecimiento que ella rechaza a golpe de mirada. Gira la esquina y desaparece por calles aledañas. Nadie la espera y a nadie debe explicaciones, así que prefiere caminar entre la gente para sentirse más arropada; no soporta la idea de quedarse sola, y mucho menos entre cuatro paredes que se le van a caer encima.
            Nadie sabe la maleza que puede encontrar el peregrino sin techo, hasta que un buen día te coge la madrugada, acostada sobre cartones,  con unos zapatos que cuestan más de doscientos pavos y una botella vacía de ron junto al pecho. Todavía estaba borracha, y probablemente continuará así, mientras los estragos de la enfermedad no sean evidentes. El destino ha querido cruzarla conmigo, o quizá porque las cosas nunca ocurren porque sí, como siempre afirmo, me doy por satisfecha si a mi lado ha podido encontrar un poco de paz.
            Las últimas luces de la tarde, entremezcladas con las primeras de la noche, reflejan en el cristal de la ventana las caras de dos mujeres que aunque de vuelta de muchas cosas, mantienen aún viva la facultad de sorprenderse. Dos mujeres que, sin conocerse, han sido capaces de resumir en pocas horas el éxodo hacia la locura que han tenido que hacer, alguna vez, para sobrevivir. Nos despedimos, con la certeza por mi parte de haber crecido como persona a su lado; ella con la sensación, seguramente pasajera, de haber encontrado a última hora un hombro sobre el que llorar. En la calle, comida de remordimiento al tener que marcharme, y antes de dirigirme hacia la parada de taxis que hay a quinientos metros, me vuelvo para decirla adiós, pero el corazón se me rompe viendo que la mitad de su cuerpo, abandonado, acaba de ceder toda esperanza contra la luna del escaparate.
            Al entrar en casa, apenada, como si hubiera recibido un golpe de estado en las tripas, lo primero que hago es pulsar el play en el equipo de música y descalzarme, al tiempo que la gata me recibe emocionada y se enreda entre mis piernas, a punto de hacerme caer y aplastarla. Enciendo la luz de la mesita, la misma que utilizo para recibir a mi amante, saco dos cubitos de hielo, me sirvo un trago de lo primero que encuentro, y me dejo invadir por la selección de baladas del boss, de Bruce Springsteen: esas melodías que consiguen siempre acariciarme las veces en las que, envenenada de superficialidad, paso por alto lo verdaderamente importante: un puñado de sentimientos, absolutamente nobles, cuya finalidad no es otra más que ayudarme a ser mejor persona.

domingo, 7 de octubre de 2012

Vendrá octubre


(Pido disculpas a Usua, Marta, Lara, Bego, Alfredo…, los chicos de la primera fila, por si no respeto bien el orden de las canciones).
A Ana Belén

Guardaba esa botella de vino francés, cosecha del setenta y seis, comprada en el Aeropuerto de París, para una celebración especial, y la que traigo hasta estas líneas lo es sobradamente. Vivo en el barrio de La Latina, en un loft de pocos metros pero bien aprovechados. La cocina, tipo americana, está ubicada en la zona de más luz, y separada del resto por un mostrador, que hace también a veces de mesa de despacho. Del cajón de los cubiertos con diseño compartimentado, de esos modernos que hay ahora, saco el abridor, cuyo mango es, nada más y nada menos, que la mismísima Estatua de la Libertad, un icono de souvenir como otro cualquiera. La descorcho y, con temple para no derramar el caldo, me sirvo una cantidad generosa, en la copa de talle alto que he elegido para la ocasión. Huele bien, y su textura con cuerpo trae hasta mi memoria el recuerdo de ese viaje, de los cafés parisinos, absolutamente más bohemios de lo que me habían contado. O la espectacularidad de los Campos Elíseos, y la belleza inconmensurable del Sena… Lástima que ahora no tenga tiempo para evocar y recrearme en aquellos días irrepetibles, pero el vaquero y la camiseta negra de algodón, planchados y preparados sobre los pies de la cama, desde bien temprano, me aguardan junto a la cartera y la entrada para el concierto que voy a disfrutar en breve.
                Cuando llegué a la plaza de Santa Ana, procedente de la calle de la Ruda donde vivo, eran algo más de las siete y veinte de la tarde, y la primera caricia para mis ojos fue una foto grande de Ana Belén, que ocupaba buena parte de la fachada del teatro Español, presentando la gira de A los hombres que amé. En las inmediaciones del edificio, así como en terrazas próximas, de bares y cervecerías, ya se iban agrupando los asistentes. Unos con el disco en la mano, otros con el resguardo de Internet para retirar su localidad en taquilla, y todos con la cara radiante de felicidad y el corazón permeable para recibir a la artista madrileña, nacida, ahí es nada, entre Embajadores y Lavapiés. Esto sucedía fuera, porque dentro, quien más y quien menos, filtrábamos los nervios entre el baño y el vestíbulo. Ocupé mi butaca, y busqué hospedaje en la lectura del programa que me había entregado la acomodadora, aunque sin perder ningún detalle de lo que ocurría alrededor mío –las llegadas de Miguel Ríos, Iñaki Gabilondo, Rosa Torres Pardo, María Barranco…, personas a las que admiro profundamente, y a quienes caracteriza un alto grado de sensatez y naturalidad–. Me sabía todas las canciones, aunque no cometería la imprudencia de cantarlas; claro que esta afirmación, tajante y radical, después en caliente dejaría de cumplirse. La impresión que me dio el escenario fue de sobriedad; luego, cuando Ana apareció, cada rincón se pobló de vida. Cinco minutos antes de las ocho, hora del comienzo, un Víctor Manuel discreto y respetuoso, se quedaba recostado en una de las puertas centrales de acceso al patio de butacas, con el fin de no restarle ni un solo segundo de protagonismo a su mujer, esperando –como hacíamos el resto– a que se apagasen las luces. Y se apagaron. Entonces, David San José, Ovidio López, Ángel Crespo, Javier Sáiz y Santi Ibarretxe –La Banda– salieron a ocupar cada uno su lugar.
                Se me aceleraron las pulsaciones, y las manos, indecisas, no sabían si quedarse sobre mis rodillas o agarrarse fuerte a los brazos del asiento, porque tenía en ellas golpes de calor. Y cuando adelanté un poco uno de los pies, con el propósito de relajarlo, reconocí enseguida los primeros compases de Yo vengo a ofrecer mi corazón, una preciosa canción de Fito Páez, que en la garganta de la chica de la calle del Oso adquirió una belleza difícilmente de describir con palabras. Esa fue la primera ovación que se llevó Ana Belén, la primera de toda una noche llena de ellas, cuyo saludo inicial se le quebró en la voz, por la emoción de cantar en casa. Vestida toda de negro, con un traje pantalón y corpiño elegantísimo, por sus muchas tablas, con gran sencillez y guiños constantes al público, como hace siempre, hizo el tránsito de un tema a otro, llevando el concierto de manera magistral. Yo también nací en el 53, Peces de ciudad, Debajo del puente, Y sin embargo, Echo de menos, Canción pequeña, Si me nombras, El hombre del piano…, y claro, cuando se sentó en la silla plegable, preparada a su izquierda en el escenario, y cantó Ojalá que te vaya bonito de José Alfredo Jiménez, en una extraordinaria interpretación que nos regaló nuestra dama de la escena, simulando la imagen de una mujer vencida por el alcohol y la madrugada, el público, que ya estaba rendido a sus pies, vibraba con el espectacular gorjeo de la ranchera que hizo suya y particular, al recordarla como una de las canciones que sonaba en las radios por el patio de vecinos donde pasó su infancia. Yo miraba a uno u otro lado, y, contrariamente a lo que algún crítico escribió al día siguiente, Ana nos hizo estremecer a todos. Huelga decir que al llegar Contamíname y Derroche, la complicidad con David San José –gran músico y compositor–, deslumbraba a todo el teatro. Me tenía impresionada: la madrileña estuvo dos horas ininterrumpidas dándolo todo, reservándose para el final un apoteósico Sólo le pido a Dios, que cantamos juntos. Durante varios minutos la aclamamos aplaudiendo, hasta que no tuvo más remedio que reaparecer, y lo hizo pletórica, e invitándonos a permanecer de pie, bailamos con ella La Banda de Chico Buarque.
                Lo primero que hice al salir a la calle fue ponerme delante de la foto de la fachada, y agradecerle a Ana la oportunidad que me había dado de disfrutar de aquellas veintiocho historias irrepetibles de algunos de los hombres que ella ha amado.
                Camino de mi domicilio, yendo absolutamente feliz, mientras atravesaba Tirso de Molina, no pude dejar de tararear España camisa blanca de mi esperanza, emblemáticos versos que escribiera Víctor, en un momento importante de la Transición. Ya en casa, tras tomar un sorbo de la copa que había dejado en la mesilla, me dirigí a la estantería donde tengo las biografías y memorias de algunos ilustres, y cogí la de Santiago Carrillo para releerla. Amanecí hecha un cuatro en el sillón de la lectura, con el libro encima de mí, y el CD de A los hombres que amé sonando todavía en modo aleatorio. Sin embargo, quién me iba a decir que, justo una semana después de esto, me encontraría con gran dolor en la capilla ardiente de don Santiago, estrechando las manos de Jorge Carrillo Menéndez, agradecidísimo al presentarle mis respetos.
                Llegará octubre. Vendrá cargado de fríos, de recortes sociales, de movilizaciones, de protestas hacia el Gobierno, de reivindicaciones, asambleas, concentraciones contra la clase política que no nos representa, y manifestaciones defendiendo lo público que ha quedado tan en detrimento frente a lo privado. Y yo, seguramente, andaré metida en alguna de estas cosas, en nuevos proyectos, en otras lecturas o pendiente de algún viaje. Habrán de pasarme, cuando llegue octubre, muchas cosas, pero no dejaré de recordar un solo minuto de aquel concierto, ni, desde luego, a la gente maravillosa que gracias a él he conocido, ni la generosidad de Ana, que ya me había demostrado la vez que la esperé a las puerta del teatro Bellas Artes, ni la grandeza de la familia Carrillo Menéndez. En homenaje a todos ellos, y recordando las emociones vividas esos días, abriré una botella de vino, de Sant Sadurní d'Anoia. Cierro septiembre, y lo hago con los afectos adheridos muy en la piel, y la sensación de haber coronado la cima de una montaña maravillosa, una cordillera de treinta días inolvidables, que quedarán guardados para siempre en un sitio de honor de mi diario de ruta, cuando inaugure la primera fecha de octubre.





domingo, 23 de septiembre de 2012

El despido

Del siete al nueve de septiembre de 1997, la vida de Daniela Molina dio un giro radical que no esperaba. El primer día de las fiestas de su pueblo, en Benaque, Málaga, y después de disputarse el tradicional partido de fútbol entre solteros y casados, se inició a partir de las once de la noche el baile en el que eligen a la Reina de las fiestas y sus respectivas Damas de honor. Había pasado dos meses de durísimo trabajo en la Costa, y, desde luego, esa noche no tenía intención de salir de casa. Es más, sus planes no iban más allá de meterse pronto en la cama, e intentar conciliar el sueño, a pesar del ruido que llegaba ya desde la plaza. Pero, dejándose convencer por la insistencia de sus amigas, apareció con ellas por la calle principal, radiantes y del brazo, justo cuando la orquesta arrancaba con los primeros compases. Sospechaba lo que vendría a continuación: el patoso de turno que trata de sacarla a bailar, las vecinas que no dejan de mirar considerándola siempre forastera, aunque obviamente no lo era, y el corrillo de niños que invaden el centro de la pista, imitando la torpeza de algunos mayores con el pasodoble. En esas estaba, anticipando todo eso en su imaginación, cuando un desconocido se le acercó. No tocan mal ¿eh?, dijo. No, contestó ella. Vengo con los músicos, les ayudo a montar el equipo, me llamo… Conversaron y bebieron hasta que finalizó el baile. Al día siguiente, tras amanecer en la misma cama, lo llevó de romería. Daniela solía tener relaciones así: fugaces, esporádicas, sin compromiso. Aunque era la primera vez que le ocurría en su pueblo… Nunca se planteaba enamorarse, y tampoco iba a ser ésta la ocasión. El último día de los tres que duran los festejos, entre la paella y la fiesta de la espuma, lo trató con verdadera frialdad. Una estrategia, sin duda, para no hacerse daño. Él se marchó sin despedirse, desconcertado, y con la profunda sensación de que ya no se verían más, como así fue.
          Dos años después, poco antes de acabar la década de los noventa, Daniela Molina emigró a Madrid con un niño de dieciocho meses, y muchos problemas a sus espaldas. Es una mujer corpulenta, de carnes apretadas, pecho abundante, pelo negro, y piel aceitunada. Lo que se dice una andaluza con rasgos árabes muy atractiva. Al niño, cada mañana, cuando aún no han dado las ocho, lo deja al cuidado de una vecina que se presta a hacerlo, mientras ella acude a la casa del matrimonio donde trabaja como asistenta al principio de la avenida de Menéndez Pelayo. El portal, con apliques de bronce que resaltan sobre el mármol, y tiradores con formas egipcias, está dividido en dos zonas perfectamente diferenciadas: la ya citada, alfombrada hasta llegar al ascensor, y la parte de acceso para el personal de servicio, con puerta casi oculta detrás de la portería. Todos los días, justo antes de desaparecer por ahí, el portero, un cubano con la simpatía y alegría inyectadas en el cuerpo, la detiene para saludarla. Cruzan algunas palabras de cortesía, y posponen el resto de la conversación para más adelante, ya que ninguno de los dos puede entretenerse en esos momentos. Si le agrada hablar con él, entre otras cosas, es porque cuenta historias preciosas de La Habana Vieja, con un don especial para meterte en situación, de manera que resulta fácil pasear por sus calles,  hacer un alto en El Malecón, dejar que el embrujo del ron acaricie el cielo de la garganta, y contagiarse, a la vez, de esa facilidad que tiene el cubano de ser feliz, aun teniendo los bolsillos vacíos, y de desprenderse de esa prisa que tanto nos agobia a nosotros. Todo ello novedoso e ilusionante  para alguien que sólo ha viajado de Andalucía a Madrid.
          El último tramo de las malditas escaleras de caracol resulta ser el más difícil: estrecho, empinado, y con un recodo traicionero que tiene al final, sin barandilla. Las paredes están desconchadas, y hay ventanas que ni encajan, lo cual intensifica, si cabe aún más, la sensación de humedad. Al cerrar la puerta, aguantándola del pomo para que no diera portazo, y girar sobre los talones, encontró a los señores esperándola en la cocina. El marido, con quien había coincidido en contadas ocasiones, mostraba un talante displicente, marcando, tajante, las diferencias que hay entre la clase obrera y los de posición social alta. La esposa, menos orgullosa y estirada aunque en el fondo igual de superficial, rompió el hielo interesándose por la salud del niño. Entonces Daniela, conjugando frases cortas, dijo: Ahí va, esperando el trasplante de hígado. Dicho lo cual, y puesto que no comprendía el verdadero motivo que les mantenía allí, de pie derecho, pidió permiso para ir a cambiarse de ropa, antes de prepararles el desayuno. Pero el hombre, con modales algo bruscos, le indicó que se sentara. Así lo hizo. Así lo hicieron. Aferrada a las asas del bolso que tenía sobre las piernas, apenas controlaba el nudo de terror que le oprimía la boca del estómago, como si de unos roedores se tratase. La pusieron en la calle sin ninguna delicadeza, con una mano delante y otra detrás, sin importarles las consecuencias que aquel despido supondría para Daniela y su hijo. Y lo hicieron, los muy insensatos, alegando que por la compleja situación que vivimos a nivel mundial, nos vemos obligados, nosotros también, a realizar ciertos recortes. Es por ello que hemos de prescindir de sus servicios. Por supuesto, cuenta usted con la debida carta de recomendación por nuestra parte. El vaso de agua no consiguió deshacer la capa de lija que tenía adherida a la lengua. Ahora se arrepentía de haber aceptado ciertas condiciones que le pusieron al principio, aún sabiendo que repercutirían negativamente en su futuro, pero entonces habría hecho lo que fuera por conseguir aquel empleo, porque acababa de llegar de Benaque sola y con un niño enfermo.
          El portero se hallaba limpiando la primera planta cuando escuchó varios golpes secos, muy seguidos, como si bajaran algún bulto con tremenda dificultad. Rápidamente, y antes de que cualquier propietario saliera a pedirle explicaciones por el alboroto, abrió la puerta de servicio a punto de montar en cólera. En ese momento vio a Daniela agarrándose por las paredes y con la cara desencajada. Acongojado, corrió a ayudarla, temiéndose lo peor, y, sujetándola por debajo de los hombros, consiguió bajarla hasta su casa, una planta por debajo de la de entrada. Su esposa, al verla en tan lamentable estado, se hizo cargo para que él regresara a su puesto y nadie notara la ausencia. Al principio pensaron que podría tratarse del niño, pero pronto descubrieron que no tenía nada que ver. Acababa de perder el trabajo que financiaba su vida; un trabajo que engordaba las cifras de la economía sumergida de este país, porque en siete años de servir a los señores nunca habían cotizado por ella, tal y como acordaron, al principio de contratarla. ¿Qué haría ahora? ¿Cómo explicarle al hijo la situación, evitándole el menor sufrimiento? No sabía pero tenía la cabeza a punto de estallar. En cuanto las dos mujeres quedaron solas, con taza doble de tila en las manos, cada una sirvió de desahogo a la otra. La del portero, con la gran pena que la embargaba, añorando todo lo relacionado con Cuba: a los suyos, sus gentes, el Caribe, aquella alegría tan contagiosa… Y Daniela, aun con lo que se le venía encima, sentía  necesidad de hablar de su pueblo, Benaque, que es una pedanía de Macharaviaya, dentro de la comarca de la Axarquía, donde nació el poeta Salvador Rueda, precursor del Modernismo. Y resaltar la riqueza agrícola de los mangos, chirimoyos, aguacates… Un paraíso, en definitiva, difícil de abandonar. Pero ella lo hizo, y no por capricho, sino por la necesidad de darle a su hijo una oportunidad mejor, sobre todo a raíz de descubrir la enfermedad congénita que padecía, y que pasaba por el trasplante como única solución. Así que, a la mañana siguiente de una noche que cambió la luna, sin meditarlo a fondo y embargada por la gran pena que implica marcharte lejos de los tuyos, metió en una bolsa lo imprescindible, cogió al niño, cerró la puerta con llave, y arrancó el motor del coche en busca de sus sueños, truncados hoy por la fatal noticia del despido.
          Tranquilizándose un poco, fue encajando el golpe a medida que la respiración se le ralentizaba. Prometió seguir todos y cada uno de los consejos que le dio la mujer del portero, empezando por tener la cabeza fría para buscar soluciones, porque, de lo contrario, las consecuencias podrían ser nefastas. Pero, conociéndose, echaría arrojo y saldrían adelante. Se puso en pie, había llegado la hora de marcharse. Seguramente pasaría por momentos de incertidumbre, de debilidad, de desconcierto, de angustia, pero lo superaría, prometiéndose a sí misma que aquel golpe bajo no podría con ella. Se abrazaron, y habida cuenta de la soledad que tendría sin el apoyo incondicional del matrimonio caribeño, un escalofrío atravesó su pensamiento de arriba a abajo, porque cabía la posibilidad, nada remota dadas las circunstancias, de que la mala racha durara cierto tiempo. Ojalá las cosas fueran tan fáciles de solucionar como formatear la realidad para configurarla después a las necesidades de cada uno. Pero la realidad –sobre todo en ocasiones como ésta– con frecuencia no te deja escapatoria. Es más, últimamente, se acoda a menudo en la barra del bar, donde esconde su pena en aguardiente.
            Por no levantar sospechas, llegó a la hora de todos los días. El niño y la vecina disfrutaban de un rato de televisión. La mujer, tras informar de lo que habían comido, recogió los tebeos y revistas esparcidos por el sillón, y, besándole en la frente, se despidió de ellos hasta el día siguiente. De espaldas al comedor, Daniela fingía trastear en la nevera, tratando de reprimir el deseo de abrazar, llorando, a su hijo, quien, debido a sus circunstancias, se mostraba más maduro y comprensivo de lo normal en un chico de nueve años. Lo que sucediera a partir de ahora era una incógnita, pero la lucha empezaba ya.
          Se despertó sobresaltada, y aunque todavía no habían dado las cinco de la mañana, preparó café. Muchos frentes se le abrían de inmediato: buscar empleo, la operación del niño, pagar las facturas… Un agujero negro de desesperación, en el que caería con una simple patada. Cuando la vecina tocó al timbre, Daniela estaba sin arreglar. La puso al corriente, y, convirtiéndola en fiel aliada, evitaron decirle al niño la verdad, para que no sufriera. Y como hiciera de lunes a viernes, durante los últimos años, metió su ropa de faena en el bolso grande, dispuesta a buscar trabajo, sabiendo que las cosas están difíciles, y que en el sector de la limpieza la competencia empieza a ser  desleal. A punto de tomar el metro, retrocedió, y, a paso ligero, encaminó sus pies hasta la oficina del INEM más cercana. Y allí, una vez que legalizó su condición de desempleada, por primera vez en mucho tiempo, sintió la complicidad de otros hombres y mujeres iguales a ella, que, con problemas y preocupaciones similares, abordaban todos juntos un mismo barco, convencidos de encontrar una segunda oportunidad para sus vidas.

domingo, 9 de septiembre de 2012

Los abuelos

Hacia el final de una tarde cualquiera, con esos matices tierra que va trayendo septiembre, tomo el fresco sentado en el porche, junto a unas pocas cosas que me son imprescindibles para escribir mi biografía: tabaco de picadura, librillo con papel de liar, una foto que a fuerza de caricias el tiempo ha descolorido, y mis recuerdos, con esa sensación inexorable que me entra cuando pienso que se acabarán conmigo. Cincuenta años atrás, ahora que lo pienso, lo que más me gustaba de esta casa era la cocina. Amplia, acogedora, luminosa. Con su ventanal de doble hoja y su persiana de láminas verdes, siempre enrollada en la parte de arriba, para que pudiera verse la montaña recortada en el azul del cielo. Entraba también el olor a tomillo, llenando cada rincón de la modesta vivienda, y a té de roca, el mismo que crecía salvaje, pegado a la fachada del patio trasero. Dos butacas de mimbre, bastante deterioradas y enfundadas en tela de invierno, eran una tentación para cruzarse de brazos esos meses difíciles en los que la nieve tapaba parte del camino de entrada. Una mesa grande, alargada, de madera robusta, cubierta con hule de cuadros blancos y rojos, y una docena de sillas alrededor, todas desiguales, presidían aquel espacio donde los huéspedes, por lo general, durante la cena, conversaban sobre cómo les había ido el día. Desde mi posición privilegiada de nieto y ayudante de la patrona asistía a aquellas charlas con la boca abierta. Pero la reina de esa cocina era la lumbre baja, con sus tenazas, fuelle, trébedes, todo lo necesario, en suma, para la elaboración de los distintos guisos que se cocinaban a la vez.
          La abuela Felisa, dueña de aquello, tras haber amasado el pan que pronto saldría del horno, tostado y crujiente, trasteaba por allí con sus cosas. Mujer de pocas palabras, ataviada con los colores de quien siempre está de luto. Mirada esquiva, ideas profundas, dormir ligero. Alta, muy delgada, de blancos cabellos, que recogía en un moño bajo, estilizando, todavía más, si cabe, su figura. Al despuntar la primavera, a la puesta de sol, le gustaba escuchar a Carlos Gardel, en un viejo magnetófono, balanceándose en el columpio del porche. Por entonces, yo era un chico rebelde que no quiso estudiar. Mis padres, desesperados e impotentes, al no poder disciplinarme en el entorno de la ciudad, decidieron enviarme con la abuela, por si ella, con más mano izquierda que dura, conseguía poner orden al caos en el que se estaba convirtiendo mi vida. No hizo falta que marcara normas a seguir; ni un solo motivo le di para la reprimenda. Enseguida, aquel aire, sus gentes, el paisaje, las costumbres y la presencia insustituible de la abuela Felisa, hicieron que encajara a la perfección.
          Recuerdo muy bien que un día llovió mucho. Los caminos estaban cortados, la carretera inundada, y las noticias nada halagüeñas que llegaban del campo presagiaban una noche de gran preocupación. Sería larga, de sobresalto, y la vuelta de la gente, según de qué zona vinieran, a este lado del valle, era una incógnita a despejar en la madrugada. Por eso, y porque la incertidumbre era mala consejera para la paciencia, serví dos vasos de vino tinto y corté unos tacos de queso curado, el preferido de la abuela, y al que, sin mayor esfuerzo, me fui aficionando. Sumidos en el silencio, escuchando tan solo el crujir de la leña quemándose, atrapada en las garras implacables de las llamas, observé que la mirada de la abuela Felisa se perdía por las esquinas de un tiempo que yo no había conocido. Quizá fuera una fecha, marcada con círculo rojo, en el calendario de sus temores. Sin pensarlo dos veces, ni madurar la pregunta, me atreví a realizarla, sacándola de sus pensamientos: ¿Qué le pasó al abuelo Miguel? Apenas quedaba algo de los troncos que la abuela había cortado en la amanecida anterior, pequeñas astillas, escasos rescoldos que apenas daban para mantener templado el guiso de liebre con patatas. Descolgué de la percha mi chaquetón y me dirigí al cobertizo donde guardábamos la leña. Cogí toda la que por suerte no se había mojado y entré en la casa de nuevo. Cuando restablecí la lumbre, me miró con aquella mirada, profunda y a la vez esquiva, tan suya, con los labios apretados y las manos sobre las rodillas. Alargó las manos para calentarlas e, indicándome que hiciera lo mismo, dijo con media sonrisa: ¿Qué se dice de él por ahí? Yo respondí: Pues que en 1945, cuando avistaron un convoy de la guardia civil subir por el camino del apeadero, el abuelo Miguel, junto a otros hombres y mujeres del pueblo, y otras personas de los alrededores, se echaron al monte, dejando atrás a sus familias. Y que tú, desde aquí, ejerciste de enlace para con ellos. Pero la leyenda dice que, en un encuentro furtivo que tuvisteis, alguien, a quien identifican como tu amante, os siguió, y, pistola en mano, acabó con su vida. Se mantuvo pensativa, con la mirada fija en el fuego y manteniendo un silencio estremecedor. Entonces, por primera vez en toda mi vida, comprendí que la tristeza era un cuerpo de mujer, cargado de hombros, con los pies cansinos y el corazón escondido en algún refugio del cerro.
          Desde la desaparición del abuelo, la abuela y mi padre se quedaron solos. Fue entonces cuando ella tuvo que reinventarse para sacar al hijo adelante. Y así arregló la parte de arriba de la casa para alojamientos baratos. Pero el chico no encajaba en el lugar. Demasiado orgulloso como para darle de comer a las gallinas o retirar las ropas sucias de las camas. Así que no tuvo más remedio que satisfacer sus deseos, dejándole ir a estudiar a la capital. Mi padre es de esa clase de personas que se creen superiores al resto de la humanidad. De esos tipos que le ponen a sus raíces tierra de por medio y le niegan el saludo a los paisanos si, ocasionalmente, regresan obligados al pueblo, que suele ser, casi siempre, por la contrariedad de algún entierro. Además se sentía muy lejos de todo lo relacionado con su padre y, por consiguiente, de la pasión del abuelo por la política, que mantuvo  hasta sus últimas consecuencias. Tanto es así que para mi padre ser de izquierdas era tan despreciable como ser homosexual. Habría que exterminar ambas plagas, escuché una vez decirle a mi madre. Nosotros nunca congeniamos, y menos aún cuando supo, por oídas, que, de alguna manera, y en muchos aspectos concretos y determinados, yo, sin pretenderlo, había recogido el testigo del abuelo, convirtiéndome en el primer alcalde que gobernó en el pueblo con principios republicanos.
          Al abuelo lo mataron por la espalda, tras reunirse conmigo y regresar rápido monte arriba. Pronunció con voz rota y en la más absoluta de las amarguras. Yo, por mi parte, ya había perdido toda esperanza de saber la verdad. Continuó hablando: El miedo vino a instalarse entre nosotros, con la noticia de la rendición o apresamiento de otros maquis de Zaragoza. Alguien tenía que alertar a los nuestros y ponerles sobre aviso, para que reforzaran la guardia, conscientes, por otra parte, del riesgo que corría quien lo hiciera, puesto que podría ser perseguido y posiblemente asesinado. Aguardé la llegada de una noche sin luna, tal como acordé con el enlace que me unía al abuelo. En una bolsa de tela, puse una buena ración de pan y algunos embutidos. La cogí junto a la cantimplora llena de agua, y salí de casa con la toquilla por la cabeza. Aunque había hecho infinidad de veces el mismo camino, con el corazón encogido y el temor de ser detenida, tendiéndole sin querer al abuelo una trampa, ésta vez, no sabría decirte por qué, iba segura y confiada. Al llegar al cruce de las nueve curvas, encontré una nota escondida, indicando el punto exacto en el que saldrían a mi encuentro. Seguí de frente, contando los pasos. Giré a la izquierda, bordeé unas piedras bastante altas y, entonces, le vi. Allí estaba, sonriente, galán, esperándome enamoradizo, con el pitillo a medio apagar. Cuando calmamos el universo de las pasiones, y fui capaz de narrarle el verdadero motivo que me había impulsado a subir, él se convirtió en un amasijo de preocupación. Algo no encajaba. Los nuestros nunca se rendían: se suicidaban. Si separarnos siempre era duro, cuánto más ahora que los dragones de los malos presagios expulsaban su fuego por la boca. Antes de alcanzar el último llano para refugiarme en la maleza, las cuchilladas de varios disparos me desgarraron el alma. No había vuelta atrás; eso pondría también en peligro a los demás. Aunque tenía el corazón sangrando de pena y estaba algo bloqueada, contuve la respiración todo lo que pude, agachándome para no ser descubierta. Pero un huracán de pisadas, cada vez más cerca, me hicieron reaccionar. Si conseguía llegar hasta el pueblo, por el otro lado de la montaña, entraría en casa por el patio trasero, sin ser vista. Cada pocos metros, la fatiga me obligaba  a hacer un alto. El sendero, cuesta abajo, no era fácil, y menos todavía en las condiciones que me encontraba: destrozada por el asesinato de mi marido, enfurecida por haber sido engañada, perdida en una oscuridad abrumadora y pisando un suelo que me resultaba extraño. Además del propio nerviosismo de querer llegar antes de que amaneciera. Cuando me pareció ver la torre del campanario, ya tocaba con los dedos la puerta de entrada. Abrí muy despacio, me dejé caer sobre una silla y rompí a llorar. Las primeras luces se filtraban por las rendijas de las contraventanas que no ajustaban. Entonces, comprendí que había picado el anzuelo, que el objetivo era tender una emboscada al abuelo. Una mañana, de camino a la fuente a por agua, una mujer, también con un cántaro, se me acercó y dijo: el agua para las ranas. Supe que traía un mensaje para mí. Me dio una nota doblada que guardé con disimulo en el delantal. En ella ponía que, cuando entendieron que la guardia civil se había retirado, salieron de su escondrijo y buscaron minuciosamente el cuerpo sin vida de mi marido, sin ningún resultado. Nunca apareció. El resto de la historia la conoces perfectamente; una buena parte de la misma la estás viviendo conmigo. Impresionado, no sólo por la narración en sí y todo lo que conllevaba, sino también por la entereza  de la abuela, tomé sus manos entre las mías y, retirándole unos pocos cabellos de la frente, para poderla besar, me comprometí a reanudar el trabajo que el abuelo, por razones ajenas a su voluntad, había dejado inacabado. Sería mi manera de rendirle tributo y demostrar el impagable agradecimiento que sentía por los dos. Así lo hice y en esas sigo estando.
          Años más tarde, cuando la abuela murió, lo hizo absolutamente tranquila, cogida de mi mano, ya que no me aparté ni un momento del lecho. Recibió mis cuidados y cariño, así como el reconocimiento de todas aquellas personas que directa o indirectamente, habían tenido relación con ella. En la tumba de la abuela Felisa quedaron enterrados también, además de la mitad de mí mismo, algunos objetos personales que quedaban del abuelo Miguel. Hasta hace bien poco, que empezaron a fallarme las fuerzas, he llevado adelante la posada con buenos resultados. Heredé la destreza en los fogones, y aprendí a satisfacer las necesidades del viajero, para que vuelva. Estoy viejo, solo, se me han oxidado los sentimientos y ya no puedo caminar por el cerro, porque las piernas no me aguantan. No sé el tiempo que podré resistir aquí, pero ahora, cuando empiezan a llegar los primeros rayos de la primavera, me gusta sentarme en el columpio del porche, encender un cigarrillo, tener cerca la bota de vino y dejar que, a través del viejo magnetófono, suene la voz de Carlos Gardel, por la galería de mis emociones.