Dedicat a la persona que em va
proporcionar el documental que m'ha inspirat.
Gràcies per tan gran regal. Gràcies per la teva amistat
Gràcies per tan gran regal. Gràcies per la teva amistat
…Que sesenta años no son nada…, haciendo
un símil como decía la canción. Pero lo cierto es que han pasado, y casi diez
más, y cuando huelo a pescaíto y
calamares fritos, no puedo evitar que acudan a mí los recuerdos de aquellos veranos de la infancia que pasamos en la
Bahía de Cádiz. Hasta allí emigró la tita Juana Mari, hermana mayor de papá,
harta de las presiones familiares: que si
llevas muy corta la falda, que te tapes un poco el escote, buscando su
libertad. Lo que encontró, en cambio, fue a un viudo con cuatro niños un
domingo de playa, de risas y carreras, volando una cometa invisible. La tita no tardó en quedarse preñada, uno
detrás de otro hasta juntar cinco. Sin embargo, ni ella ni su marido, a pesar
de vivir rodeados de estrecheces, siendo once bocas que alimentar, nunca
negaron techo y comida a buena parte de nosotros, sobrinos soñadores y
revoltosos, que anhelábamos disfrutar las vacaciones lejos del calor seco y
tórrido de Hinojosa, nuestro pequeño pueblo en la provincia de Jaén. Pero como
casi todo lo bueno dura poco, fuimos solamente dos veranos, porque a papá le
caían los meses sin faenar, mano sobre mano, y, claro, tenía que buscar una
salida, y creyó que sería más fácil encontrarla lejos de nuestra tierra.
Unos paisanos de Huesa, de la comarca de Cazorla, y conocidos del marido de la
hermana de mamá, emigraron a Barcelona, y según contaron por la zona, no solo
encontraron trabajo rápidamente, sino que tuvieron posibilidad de construir un
hogar donde vivir con los suyos. Así que, ni corto ni perezoso, una tarde que
los nervios nos dejaron sin siesta, papá, en tono solemne y muy serio, nos dijo
que al día siguiente había que levantarse antes de la amanecida, porque nos
íbamos todos de viaje. Si bien nunca preguntamos de dónde sacó el dinero,
siempre supimos que las diecisiete pesetas por persona que costaba el billete
se las dio la abuela. Mamá entristeció, lloraba, pero sabía que algo tenían que
hacer. Cuando El Sevillano –tren que
transportaba a la gente desde Andalucía hacia Catalunya, la tierra prometida
para muchos– pasó por el apeadero, nosotros hacía rato que estábamos allí.
Vagones cargados de hombres y mujeres, con la pena de haber dejado tras de sí
buena parte de sus raíces. El recorrido lo hicimos hacinados en el pasillo,
sentados en el suelo, literalmente pegados unos con otros, durante casi dieciocho
horas de calvario. Papá iba a un lado, mi hermana mayor y yo en medio, y mamá
junto a mí, con la pequeña en su regazo. A pesar de lo incómodo de la postura,
el cansancio nos hizo dormir algunos ratos, hasta que El Sevillano, por fin, se detuvo en la Estación de Francia, en
Barcelona, y claro, ahora había que ponerse en pie, pero las piernas de momento
no respondían. A mamá, siempre ella tan coqueta
y tan valiente, esta vez hubo que ayudarla a incorporarse.
Salimos a la calle cegados por
el sol. Papá llevaba apuntada la dirección en un pedazo de papel: barri de El Carmel, donde al parecer
vivían muchos andaluces. Nosotras teníamos esperanzas de encontrarnos con más
chicas de nuestra edad, amigas con las que iríamos a la escuela o a pasear. Las
indicaciones que nos dieron nos llevaron hacia la
parte alta de la ciudad, hasta una colina del mismo nombre, que tuvimos que
subir. Cuando mamá vio aquello se echó a llorar otra vez, y quiso desandar sus
pasos, pero papá tenía tal cara de asombro y satisfacción que parecía que
hubiese encontrado el mismísimo paraíso delante
de sus narices, por lo que no nos quedó otra que subir. Enseguida localizamos a
los paisanos de Huesa, gente muy hospitalaria, que nos hicieron un hueco en su
barraca, hasta que, al día siguiente, algunos
hombres, junto con papá, construyeran la
nuestra. No había luz, ni agua, ni váter, ni cocina…, ni nada parecido a lo que
habíamos dejado en Hinojosa, pero había ganas de empezar con fuerzas, dándole
forma a un sueño, empeñado en hacerse realidad.
Aprovechando unos muros que no
se habían caído del todo, alzaron nuestra vivienda tabicando los lados desnudos
y sujetando con piedras el techo de cartón cuero. Habíamos llegado de Jaén
prácticamente con lo puesto, pero la generosidad de los vecinos dejó, en la
puerta de nuestra barraca platos, un puchero, alguna silla, mantas de abrigo y
un par de somieres rescatados del vertedero. Gracias a esos gestos de
solidaridad, mamá sonrió por primera vez, y todos estábamos convencidos de que
aquella mujer, andaluza por los cuatro costados, sacaría de lo tosco y de la
dureza los mimbres de nuestro hogar. A mi hermana pequeña y a mí no nos costó mucho
adaptarnos. Vivíamos aquello como una aventura,
una más de las de papá que pronto pasaría; porque
en el fondo, muy en el fondo, sabíamos que papá no encontraría trabajo y que
tendría que ser mamá, como siempre, la que trajera dinero a casa. De momento no
íbamos a la escuela, pero todo se andaría, sentenciaron. Mi hermana mayor no
acababa de acostumbrarse. Aquel clima tan húmedo la tenía a menudo mustia, y
las incomodidades de la vivienda mucho más. Pasaba los días suspirando por las
esquinas, añorando nuestro pueblo, nuestras gentes, a la familia, y a un chico
de Hinojosa que vivía algunas calles más abajo de la nuestra. Papá decía que
tenía el mal del amor, y que la niña, en esas condiciones, terminaría
enfermando. Así que mamá, harta de escuchar a unos y a otros, escribió a la
abuela. Semanas más tarde recibió carta de su cuñado. Nuestra hermana saltaba
de alegría y no paraba de decir: me
vuelvo con la abuela, me vuelvo con la abuela… Nosotras, en cambio, nos quedamos con ellos, pasando calamidades,
miseria, hambre. Y encarando la crudeza
del invierno, apretujados los cuatro en la cama, temiendo que, de un momento a
otro, la fuerza del viento volara el débil tejado, dejándonos a la intemperie.
El que no levantaba cabeza era
papá. Incapaz de hallar su verdadero oficio, deambulaba por las calles de
Barcelona abstraído en sus cosas. Un día llegó alegre y anunciando que se iba a
hacer palomista. Es decir, agarró el
jornal ganado por mamá, lavando y planchando las ropas a una familia de la
burguesía catalana, y allá que se fue a comprar dos parejas de palomas para la
cría, las mismas que en cuanto pudieron se escaparon, dejándonos la tripa vacía
y sin negocio. Mi hermana pequeña llamaba a papá el explorador de tesoros, porque cuando regresaba del vertedero, de
buscar todo aquello que pudiera ser vendible, llegaba cargado también de cosas
para nosotras: muñecas que habría que arreglar, maderas inservibles que
acumulaba al lado de la puerta, y alguna revista de colorines para mamá. Una
tarde de verano, al año justo de estar viviendo en El Carmel, papá bajó con otros vecinos a bañarse a la playa. Tres días más tarde, la mar nos devolvió su cuerpo,
nos dejó solas en una tierra que mamá nos enseñó a respetar y a querer:
Catalunya nos daba de comer, y ahí estaba nuestro verdadero hogar.
Al único novio que he tenido,
tardé mucho tiempo en decirle que mi barri
era El Carmel. Me daba vergüenza que viera lo pobres que éramos y en las condiciones
en las que vivíamos, pero cuando supe que él venía del barri del Somorrostro,
entre el Hospital de Infecciosos en la Barceloneta y la desaparecida fábrica de
gas Lebon del Pueblonuevo, aumentó mi cariño y unión con él. Los primeros años de
matrimonio nos quedamos con mamá. Mi marido hacía chapuzas de albañil por las
escuelas, y yo realizaba los trabajos que mamá ya no podía por su avanzada
edad. Pero empezaron a venir los niños y nosotros no queríamos para ellos las
mismas angustias que habíamos padecido
nosotros. Por suerte, uno de los maestros, que
se portaba muy bien con mi marido, le proporcionó un
trabajo estable y una vivienda confortable. Mamá abandonó El Carmel forzada, sobreviviendo a duras penas, hasta que se la
llevó una neumonía.
Sin embargo, ahora que tanto ha
cambiado aquella zona, y ya no quedan barraques,
cuando los huesos me lo permiten y puedo caminar sin dolores, subo hasta allí
con la ayuda de uno de mis nietos, el más aventurero de todos, como lo fue
papá, como a su manera lo fue tita
Juana Mari, y lo que veo en aquel lugar, además de las vistas espectaculares de
Barcelona, es a mamá cantando La Lirio,
La Lirio tiene,/ tiene una pena La Lirio,/ y se le han puesto las sienes/”moraítas”
de martirio, con el lomo doblado, lavando sobre un barreño, y a papá subiendo la colina, con aquella vitalidad
que lo caracterizaba, cuando traía un nuevo proyecto entre las manos. Pero, por encima de todo, lo que veo son les barraques: esa ciudad que todavía
late en el corazón de quienes aún podemos contarlo.
Ahora que las cosas dan un giro
para atrás, que no hay trabajo, que la política social hace aguas y la gente
joven busca respirar en otras tierras, quizá, ahora, mientras hago balance al conjunto
de toda mi vida, en algún lugar próximo o lejano, una comunidad de hombres y
mujeres, inyectados de ilusión, estén levantando sus barraques en algún solar abandonado, orientado hacia el sur y con
vistas al mar.
Publicado en La Vanguardia. Pincha aquí.
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