domingo, 21 de noviembre de 2021

Helen Wyner

6.
Cuando el agente del FBI Anthony Cohen vio a Helen Wyner conversar con otros profesores supo que aquella cara le era conocida. Debió de ser durante los meses que vine a la ciudad de Foley, a sustituir a un colega, pensó. Pero la situación de los niños dentro del gimnasio y cómo liberarlos acaparaba toda su atención. ‘Señor –dijo un policía–, este es el antiguo director de la escuela, creo que quería interrogarle’. ‘Sí, muchas gracias. Puede retirarse –y dirigiéndose a la persona en cuestión que, nervioso, se frotaba las manos, añadió–: enseguida estoy con usted’. ‘Oiga, ¿por qué demonios me han sacado de mi casa y traído hasta aquí si nada tengo que ver con ese individuo?’. El inspector ninguneó el comentario haciendo uso de esa táctica tan efectiva de espaciar los minutos para que así el otro reste importancia, se confíe y baje la guardia. Sin embargo, la experiencia de tantos casos le hacía pensar que aquel hombre intuía los motivos verdaderos que empujaron al secuestrador a cometer tal sinrazón. ‘Señora Sanders, escriba al muchacho y dígale que apague el celular y que lo quite de donde lo puso, la situación ha dado un giro copernicano y no queremos que se exponga’. ‘¿Y si le descubre mientras lo hace? Me parece peligroso’. ‘El chaval ha demostrado ser muy espabilado y estoy convencido de que sabrá tomar precauciones. ¡Hágalo!, es importante’. ‘Como ordene’. ‘Gracias por colaborar, ha sido usted de gran ayuda para nosotros, puede volver con los demás, ya les informaremos’. ‘Para eso estamos –asintió, alejándose despacio–. Por lo que más quieran, sálvenlos’.
          Betty Scott, jefa de comedor, tenía los ojos tan hinchados de llorar que casi no podía mantenerlos abiertos. Pocos sabían que detrás de esa robusta mujer, con modales militares, esquiva y poco habladora, se escondía un ser humano cargado de sensibilidad y empatía hacia los demás. Concentrada, rascando con la punta de la uña una mota de cacao que afeaba el blanco impoluto de su delantal, no se percató de que las dos compañeras sentadas junto a ella rompieron el silencio. ‘¿Te encuentras bien, querida? –preguntó Helen Wyner viéndola muy ausente–. ¿Quieres agua?’. ‘No, gracias –respondió, sonriendo–. Esto es inaguantable, los niños llevan horas retenidos y no veo que se esté haciendo gran cosa por concluir su calvario cuanto antes. ¿Qué pasa en realidad, Coretta?’. ‘No sé mucho más que vosotras. El secuestrador ha exigido la presencia del anterior director del centro, supongo que tendrán alguna cuenta pendiente. ¿Vosotras le conocisteis?’. ‘–contestaron ambas–. Era raro el día que no presentaban quejas contra él’. ‘¿Recuerdas la vez que Isaías Sullivan impidió al padre de uno de los muchachos que le reventase los sesos con un hacha? –dijo Betty–. ¡Qué miedo pasamos!’. ‘Claro, y aquel otro episodio que nos tocó intervenir para que el marido de una profesora no le pegase un tiro dentro del aula’. ‘He repasado los archivos y mis notas personales –intervino Paul Cox–, ya sabéis que me gusta llevar un diario de ruta, y el joven que retiene a los niños puso una demanda contra él por acoso’. ‘Entonces, cabe la posibilidad de que lo esté haciendo por venganza –reflexionó Helen–, y mira tú por dónde una veintena de almas inocentes sufren las consecuencias’. ‘La oficina del sheriff lo conocía –suelta la jefa de comedor– aunque jamás mostró el más mínimo interés por desenmascararlo’. ‘Vuelvo enseguida –dice Coretta Sanders de repente–, esto es demasiado evidente como para que no lo sepa el agente del FBI’. ‘Iremos contigo –aseguraron–. ¡A ver quién se atreve a meterse con nosotras!’.
          La pantalla del portátil del agente Anthony Cohen parecía la de una máquina tragaperras cuyos rodillos sincronizan la coincidencia entre carretes. El antiguo director del centro aguardaba una explicación que se hacía esperar respecto a su presencia en el lugar de los hechos. Por eso, visiblemente inquieto, se mordía el labio inferior mientras miraba  el reloj y contaba los minutos que faltaban para que empezase el partido de fútbol americano donde jugaban los Alabama Crimson Tide, su equipo favorito. ‘¿Por qué el muchacho encerrado en el gimnasio con los rehenes ha pedido hablar con usted?’. ‘Eso habrá de `preguntárselo a él, ¿no cree?’. ¿Cuál ha sido su relación?’. ‘Ninguna en particular y la misma que mantuve con cualquier otro alumno durante el tiempo en el que fui el máximo responsable de este centro educativo’. ‘¿Está seguro?’. ‘Eh, un momento, ¿se me acusa de algo? Porque si es así no diré nada salvo en presencia de mi abogado’. ‘No se precipite, tan sólo estamos conversando’. ‘¿Sabe lo que pienso?’. ‘No’. ‘Pues que a falta de sospechosos se agarran a mí como a un clavo ardiendo, en lugar de averiguar a ver por qué a ese descerebrado se le ha ocurrido la brillante idea de soltar mi nombre’. De pronto la computadora se detuvo. En la base de datos policial figuraba información comprometedora sobre el secuestrador ya que fue detenido por el homicidio en el estado de Mississippi de una joven hallada en el bosque por unos cazadores furtivos. Y, aunque ninguna de las pruebas encontradas vinculaba su participación en el asesinato, la sospecha de que participó en la autoría nunca desapareció. ‘Señor –dijo un oficial–, ha llegado la Unidad de Rescate del FBI. Si da su permiso entrarán en acción. ¡Ah!, por cierto, aquí tiene lo que pidió a la central. Y, créame, no tiene desperdicio alguno’. ‘Supongo que no –respondió Anthony Cohen cogiendo la ficha policial que le entregaban–. Buen trabajo’. ‘Gracias’. ‘Enseguida iré al puesto de mando a coordinar la operación’. No le dio tiempo de leer el historial delictivo de la persona que seguía aguardándole cuando el mismo oficial de antes volvió a interrumpirle. ‘Perdone –señaló a las mujeres–, quieren contarle algo’. ‘Joder, esto es el colmo, una vergüenza, ¿me hará esperar para atenderlas a ellas? –manifestó el hombre realmente enfadado–. Exijo ver a un superior. Soy un ciudadano ejemplar y no tienen derecho a retenerme contra mi voluntad’. ‘Cállese y no se mueva o juro que le meto en el calabozo para los restos. ¿Qué se les ofrece? –preguntó el agente Cohen a las tres y, guardando unos segundo de silencio, continuó–: Disculpe –dirigiéndose a Helen Wyner–, ¿nos conocemos?’. ‘–respondió con los párpados humedecidos–, investigó el asesinato de mi sobrina, en el pueblo de Elberta, donde residía’. ‘Cierto, lo recuerdo, y me impresionó bastante ver cómo luchaba hasta conseguir que juzgasen al culpable y lo metiesen entre rejas. El testimonio de la exesposa fue desgarrador dadas las delicadas circunstancias que rodeaban el acto. Era su hermana, ¿verdad?’. ‘’. ‘¿Cómo está?’. ‘Dejando que la existencia pase cuanto antes y ansiando no despertar a la mañana siguiente’. Omitió que a menudo había que ingresarla en el psiquiátrico, los peligrosos cambios bipolares y todo cuanto conlleva las constantes jornadas en el cementerio y el riesgo siempre presente de autolesionarse. ‘En fin, si tenemos ocasión después conversamos. Pero, díganme eso tan urgente para lo que han venido’. Coretta Sanders y Betty Scott narraron algunas de las peleas protagonizadas por el secuestrador y el exdirector del centro, las desavenencias de este último durante su mandato con todo aquel que se cruzase en su camino y el odio racial que a ambos les condujo más de una vez a saltar el muro del respeto hacia el semejante. Por tanto, nada de lo escuchado sorprendió al agente ya que estaban delante de un espejo de dos caras, corroborando la teoría de que se enfrentaban a un ser dominado por el odio hacia el pederasta que presuntamente abusó de su hermana pequeña con violencia. ‘Mire, nuestra única intención –expresaron casi rogando– es que liberen a los niños y acabar con esta angustia y desesperación para ellos y sus padres’. ‘Se lo agradezco mucho. Prometo no dilatarlo más. Si me disculpan he de volver al trabajo –dijo con cortesía–. Señoras, ha sido un auténtico placer quedo gustoso a su servicio’. Acataron la sugerencia de regresar a la Sala de Juntas y esperar acontecimientos. ‘Perdón –irrumpió un miembro de la Unidad Especial de Rescate–, el mediador está listo, procedemos a actuar en cuanto usted lo ordene e intervenir si el asunto se complica’. ‘Vamos allá…’.
          Siguiendo las pautas marcadas por Christopher Voss, exnegociador de rehenes del FBI, la persona encargada en la actualidad de realizar dicha misión tenía muy claras las bases donde se asienta todo trato y cómo dar a entender sin levantar sospechas de la trampa tendida, que cede ante la petición del malhechor para que éste afloje la lengua y proporcione información. Es imprescindible para obtener beneficios ralentizar la conversación ya que es ahí, en las pausas, donde están las claves de la estrategia a decidir. Un componente más de esos cimientos es transmitir credulidad y empatía, así el otro percibe confianza. En definitiva, desplegados los medios técnicos y humanos sólo quedaba pasar a la acción. ‘¡A sus órdenes, mi comandante! –se cuadró Anthony Cohen ante el máximo responsable de la unidad de élite–.  Hemos detectado, gracias a una maniobra informática, que hay heridos de bala cuyos cuerpos tendidos en el suelo permanecen quietos. El sospechoso está armado y amenaza con matar a los niños si no seguimos sus instrucciones. Y ninguno de los aquí presentes queremos que eso ocurra, ¿verdad?’. ‘¿Qué pide?’. ‘Cerrar cuentas pendientes con aquel tipo custodiado por mis compañeros. Según nuestros investigadores, y corroborado por algunas maestras, el tipo pudo violar a una menor dentro del pabellón deportivo, que resultó ser hermana del secuestrador y ahora él ha encontrado la manera de apretarle las tuercas y que pague por ello’. ‘Nuestro hombre está preparado para comenzar el diálogo’. ‘Perfecto. Saquen a los niños sin que haya más heridos’. ‘Esa es nuestra máxima, agente Cohen, pero si vemos que corren peligro no dudaremos en abatirle a tiros. Cuando quieran –dijo al grupo de técnicos–, pueden proceder…’.
          Una marea del personal sanitario enfundados en pijamas de quirófano recorría la galería interior que conduce a los despachos del South Baldwin Regional Medical Center para consultar el cuadro de turnos y así planificar los días libres lejos del olor a sonda de alimentación y bilis. Otros, cuyo uniforme diferenciaba el rango de ocupación en la empresa, empujaban carros pesados con toallas limpias, diversos complementos de higiene, retirando después las sábanas impregnadas con el sufrimiento de una enfermedad en su mayoría irreversible. Osiel Amsalem, un ser educado y amable, de origen judío, recibía a los posibles ingresados y los derivaba al área correspondiente donde les atendería un urgenciólogo. Una vez terminada su jornada laboral iba a los boxes a interesarse por la evolución o bien en planta si habían sido ingresados, algo que hacía de corazón ya que fuera de aquellas paredes la vida para él era una rutina vacía de emociones. Compraba flores, bombones y los repartía entre aquellos que no recibían la visita de nadie. Se preocupaba de orientar a familiares en cuestiones administrativas y espirituales: desde rellenar un formulario hasta superar el primer impacto del duelo. En momentos de crisis, a falta de mano de obra, dormía en el hospital para ayudar allí donde hiciese falta. La habitación de Isaías Sullivan permanecía semi a oscuras. Acababan de cambiarle la sonda y seguían a la espera, a falta de parientes, de que el estado de Alabama resolviese legalmente la donación de sus órganos ya que él jamás manifestó dicho deseo en caso de fallecimiento. El doctor Eric Weiss avanzaba a grandes zancadas concentrado en los informes clínicos donde previamente había pautado diversos tratamientos a aplicar. Con las gafas de medialuna en la punta de la nariz, el estetoscopio alrededor del cuello y la brújula que siempre llevaba consigo para no perder el rumbo, llegó a la zona de cuidados intensivos a comprobar la frecuencia cardiaca del hombre tiroteado en la escuela y decidir si merecía la pena mantenerle por más tiempo enganchado al respirador. Una sombra en movimiento le hizo frenar en seco. Osiel Amsalem estaba dentro. ‘Aquí no puedes estar, compañero –dijo el médico–. Esto es zona restringida’. ‘¿Alguna novedad?’. ‘Aún no, pero tengo la esperanza de que su vecino lo piense mejor y vuelva. Tengo un presentimiento, vi algo en sus ojos que… En fin, márchate antes de que te vean y nos abronque a los dos’.
          ¿No hay mucho revuelo ahí afuera? –preguntó Paul Cox, el consejero escolar–. Creo que el sheriff Landon se lleva detenido a alguien’. ‘Está muy oscuro para distinguirlo –respondió Helen Wyner–, pero sí que parece. Fijaos allí, a la derecha, uno de los coches patrullas ha encendido los faros’. ‘¿Y aquello que se mueve al fondo? –preguntó Zinerva Falzone, la cocinera–. ¿Es gente corriendo?’. ‘No lo sé –responde Betty Scott, jefa de comedor–, quizá sean los gatos que vienen cada noche buscando comida’. ‘No –intervino Coretta Sanders, la maestra, arremolinándose todos alrededor suyo–, parecen los niños que andan desorientados’. ‘Creo que sí son –aseguró la ayudante de administración–. Salgamos a ver…’. Una lluvia muy fina empezó a caer tomando intensidad. La tierra mojada crujía bajo las suelas de los zapatos y el ruido bronco de un avión, cuyos motores parecían a punto de romperse, atravesó el horizonte por detrás de las montañas. A mitad de camino se tropezaron con una mujer que iba en pijama y gabardina echada por los hombros. ‘Helen, por favor, tienes que hacer algo –dijo, estirándose del pelo empapado–, mi niña está ahí –señaló a la nada– y tiene miedo’. ‘Beth, querida –abrazó a su hermana–, ven conmigo, te llevaré a casa. Vas a coger una pulmonía…’.

domingo, 7 de noviembre de 2021

Helen Wyner

5.
 
El exmarido de Beth Wyner cumplía condena en la Prisión Federal de Montgomery a la espera del traslado al corredor de la muerte, donde permanecería hasta la ejecución. Los días transcurrían monótonos para él. Pasaba el tiempo dibujando paisajes que después regalaba a reclusos y carceleros. Escribía sus memorias y enviaba cartas de arrepentimiento dirigidas a políticos y distintas personalidades, así como a familiares y conocidos. Cuando se abría la puerta de la celda dando paso a una nueva jornada y los guardias realizaban el recuento matinal, cruzaba los dedos para que las desapariciones de presidiarios en el misterio de la noche fueran pocas o ninguna. Considerado altamente peligroso no compartía patio con otros presos comunes excepto con los acusados de filicidio. ‘Apuesto cinco pavos a que al gordo le dan una paliza –afirmó el jefe de la banda–. ¿Acaso quieres hacerlo tú, gallinita? –sujetó de la mandíbula a un reo del que siempre se mofaban por ser gay–. ¡Uy!, se me olvidaba que a ti te gusta otro tipo de contacto carnal’. ‘¡Vete al cuerno, estúpido! –respondió el reo interpelado–. ¡Dejadme en paz!’. ‘¡Eh!, vosotros, los del fondo, a ver si os laváis un poco que hoy hay visita –soltaron irónicos quienes estaban sentados en los escalones fumando marihuana–. Cualquiera diría que no lo esperáis como agua de mayo’. ‘No lo dirás por este que apesta a colonia barata, ¿verdad? –golpeó el pecho de un condenado a cadena perpetua–, el cabrito tiene un vis a vis con su novia’. Algunos condenados aprovechaban esos ratos de sol para fortalecer las piernas caminando y rellenar la mochila de los pulmones con aire limpio. Otros, los más veteranos, les hacían la pelota a los tipos que lo conseguían todo. Uno de esos, a cambio de cigarrillos y del manojo de dólares que cada mes recibía de sus padres, le entregó el esperado paquete. ‘¿Qué llevas ahí?’. ‘Papel y lápices de colores, alcaide –informó el exmarido de Beth Wyner–, ya sabe que me gusta pintar’. ‘¡Enséñamelo!’. Con el corazón en un puño y manos temblorosas a consecuencia del consumo de drogas, retiró el envoltorio dejando al descubierto el material. Después, en la soledad del calabazo, alumbrado por la tímida lámpara de mesa obtenida por buen comportamiento, rodeado de fotografías del día de su boda y la vieja Biblia de hojas ajadas, ordenó por fechas la correspondencia devuelta que siempre le entregaban en sobre abierto, maldiciendo para sus adentros a los funcionarios de prisiones que vulneraban su derecho a la intimidad. En ese momento recitó unos versículos del final del Apocalipsis que vienen a decir más o menos: “Aquellos que laven sus vestiduras dispondrán del árbol de la vida y entrarán por las puertas en la ciudad”. Entonces, el recuerdo del olor de la piel de su exesposa le excitó tanto que apagó la bombilla…
          Helen Wyner regresó a la escuela tras visitar la autocaravana de Isaías Sullivan. ‘¿Y dices que no tiene parientes –preguntó un decepcionado Mitch Austin– ni hallaste pistas de su pasado?’. ‘Nada’. ‘¿Se relaciona sólo con el vecino?’. ‘Eso parece’. ‘¿Le diste la tarjeta del médico?’. ‘’. ‘¿Crees que irá al hospital?’. ‘¡Quién sabe!’. ‘Gracias. Vuelve con los compañeros o vete a casa, lo que prefieras’. Aunque ella habría hecho lo segundo, el corazón le dictó lo primero. El malestar del director no se fundamentaba en el hecho de que aquel pobre hombre no tuviese quien llorase por su alma, sino en la desagradable postura que habría de adoptar la escuela, y en consecuencia él, como máximo representante, poniéndose en contacto con la Corte de Justicia del condado de Baldwin para que ellos a su vez lo hicieran con United Network for Organ Sharing, organización que sin fines de lucro gestiona los trámites de donante a receptor. ‘¿Te ocurre algo? Parece que hayas visto a un fantasma –pregunta el sheriff Landon a Mitch–. Estás pálido, muchacho’. ‘Peor, aquí nada funciona si no me encargo personalmente’. ‘¡Cuenta de una vez!’. ‘Pues que el padre de uno de los chicos secuestrados es un pez gordo internacional y amenaza con denunciarnos por incompetentes en el caso de que esto no se resuelva de inmediato. ¿Tú puedes hacer algo?’. ‘Imposible, estoy atado de pies y manos, el FBI tiene el mando. Si por mí fuera el secuestrador ya estaría muerto, me llevase por delante a quien me llevase’. ‘La culpa de tanta demora la tiene esa maestra y sus ideas conciliadoras’. ‘Bueno, que no se te olvide su cara’. ‘A ver cuándo podemos convocar a los miembros’. ‘Eso. ¿El granero de tu suegro estaría disponible?’. ‘De sobra sabes que sí, nada le gusta más que rememorar el pasado del Klan’. ‘Entonces correré la voz para preparar una reunión’. ‘Perfecto, pero hemos de esperar a que se resuelva esto’. ‘¡Sheriff Landon! –alguien del corrillo próximo al FBI le llamó–. Venga, por favor’. Anthony Cohen sostenía una taza de café en la mano. ‘Señor’. ‘Si es tan amable, retire a sus hombres de allí, por favor –dijo con la mejor de sus sonrisas–, están demasiado visibles para interceptarlos desde dentro. No quiero que nadie resulte herido’. ‘Jefe, si hacemos eso, el asesino de uno de los trabajadores de aquí tendrá vía libre para escapar’. ‘Limítese a cumplir lo que le digo sin opinar’. ‘Como mande –acató la orden mordisqueando el puro que mantenía apagado entre sus labios–. Ojalá y no se equivoque’. Coretta Sander escuchaba atenta sin apartar la vista del móvil, el chico acababa de activarlo.
          Thomas Dawson tenía muchos motivos para salir de allí lo antes posible: una familia estupenda que le inculcó valores fundamentales de respeto y educación exquisita, el deseo de convertirse en piloto de aviones, su colección de tebeos, el reloj heredado del abuelo, la fiesta de los viernes comiendo hamburguesas, asistir al campo de fútbol para ver un partido de los Alabama Crimson Tide donde jugaba sus héroes y los besos que a escondidas le daba la novia de su primo. Así pues, por todas esas razones y alguna más, no podía permitirse el lujo de cometer fallos y seguir al pie de la letra las instrucciones recibidas del exterior. Tal y como le indicaron camufló el teléfono detrás de unas toallas, después avanzó hasta llamar la atención del secuestrador y situarlo en el ángulo correcto de cara a la cámara del móvil. ‘Estamos cansados y hambrientos –de repente dijo una chica arrodillada junto al cadáver de la afroestadounidense asesinada–. Queremos ir con nuestros padres’. ‘¡Cállate y vuelve a tu sitio, hija de mala hierba! ¿Acaso quieres acabar igual que ella?’. ‘Nosotros no hemos hecho nada malo, señor –añadió otro muchacho–. Mi padre es un hombre importante y puede conseguir lo que sea’. ‘¡Ah, sí! Entonces, ¿qué te parece si le devuelve la vida a mi mamá y a la mascota que de pena murió con ella? ¿Sería capaz de conseguir que me admitieran en mi antiguo empleo? ¿Y por qué no también restaurar la inocencia de mi hermanita violada aquí mismo? ¿Y si te dijera que teniéndote a ti soy más poderoso que él?’. Los demás alumnos estaban tan nerviosos que no se percataron de los obscenos movimientos que realizaba alrededor de la chica. ‘Le habla el FBI –eso le descolocó–. Suelte a los rehenes y entréguese –buscaba desesperado la procedencia de la voz que se oía demasiado cerca–. Nada le pasara si deja que salgan –recorrió el gimnasio varias veces como perro sabueso husmeando, pero no halló nada sospechoso–, lo prometemos –de pronto, agarró fuertemente del brazo a uno de los más pequeños y, sirviéndole de escudo abrió la puerta–. ¡Alto! –gritaron desde el puesto de mando–, no disparen’. ‘¡Eh!, los de fuera, largaos a vuestras putas casas, todos menos el antiguo director, quiero que venga con una botella de whisky. Tenemos mucho que celebrar. Intentad entrar y los niños nunca más dormirán en sus camas’. Retrocedió con el crío casi a rastras. Thomas Dawson buscó con la punta de los dedos el apoyo de su mejor amiga y temió que el sudor le delatara…
          Después de acompañar a Coretta Sander y dejarla conversando con el agente del FBI Anthony Cohen, Paul Cox, consejero escolar, antes de volver a la Sala de Juntas donde aguardaban los compañeros, respondió a la videollamada de sus nietos de viaje por Europa. ‘Hola, abuelo. ¿Estás bien? –preguntó con tono de preocupación–. Nos hemos enterado por las noticias’. ‘Evitad que la abuela lo vea, cariño’. ‘Tranquilo, estamos muy entretenidos conociendo lugares maravillosos. Además, ya la conoces, con hacer senderismo, visitar museos, edificios emblemáticos y disfrutar de la gastronomía de cada país nos faltan horas al día. ¿De dónde sacará tantísima energía? –ambos rieron–. Así que, no te preocupes, lo pasamos en grande’. ‘¿Dónde estáis ahora?’. ‘En Bruselas, mañana partimos para Alemania, pero quizá alarguemos algo más las vacaciones ya que hay un tour que organiza la agencia por Islandia y creo que se queda con ganas de ir. Sabemos de su interés por los glaciares. Mira, esto está siendo para ella la mejor de las terapias y nosotros encantados de complacerla, más aún si eso contribuye a verla feliz’. ‘¿Os he dicho cuánto os quiero?’. ‘Alguna vez, pero muy pocas –guiñó el ojo–. Anda, cuídate mucho, por favor. Y no te preocupes’. Los meses posteriores al atropello que casi le cuesta la vida a su esposa, fueron para la familia un verdadero calvario viendo cómo se consumía anímicamente la mujer llena de vitalidad e inquietudes que ante cualquier adversidad solía comerse el mundo. Aquella mañana fue al pueblo de Kimberly, condado de Jefferson, a visitar a la segunda de sus hijas recién divorciada. Era un día soleado y los vecinos aprovechaban el buen tiempo para cortar el césped y arreglar desperfectos ocasionados por la última tormenta. La casa, retirada de la carretera, tenía acceso por un camino de zona privada donde era imposible entrar con coche. Apenas había recorrido diez pies cuando un automóvil a gran velocidad salió de entre los árboles llevándosela por delante. Al conductor, que se dio a la fuga, lo detuvieron unas millas más allá presentando alto grado de alcoholemia en sangre. Pareció increíble que sólo se rompiera un brazo. Emergencias acudió rápidamente al lugar de los hechos comprobando que la persona atropellada presentaba sólo rotura de brazo. Sin embargo, a partir de entonces, una vez por semana tenía sesión con su psicoterapeuta.
          Tras meditarlo mucho, el vecino de Isaías Sullivan revisó el motor de su camioneta, llenó el depósito del agua, comprobó la grasa de las bujías, se vistió con la ropa que cada domingo llevaba a la iglesia, arrancó y puso rumbo a South Baldwin Regional Medical Center, sin saber muy bien por qué lo hacía. En muy pocas ocasiones frecuentó esa zona. Por eso, adentrarse en el camino cuyo paisaje sombreado gracias a las ramas de los árboles abrazadas en altura, fue como empezar a formar parte de un horizonte natural cargado de incertidumbre. Las últimas luces de la tarde caían a lo lejos y el parking, reservado para las visitas estaba semi vacío, de modo que encontró estacionamiento sin dificultad. En el pabellón principal visualizó la bandera de los Estados Unidos y a cuatro o cinco personas bajo el luminoso de Emergency que dejó a su izquierda. Con paso lento, igual que discurría todo en cinco millas a la redonda, llegó al zaguán de entrada donde el mundo parecía regirse con códigos diferentes. En la segunda planta, cerca del control de enfermería, podía escucharse con nitidez los peculiares ruidos de los respiradores artificiales. El grueso cristal que separaba a su amigo de la vida mostraba un cuerpo atrapado entre cables, tubos y sondas, que antaño estuvo lleno de vitalidad. ‘Duele verlos así y no poder hacer nada, ¿verdad? –dijo una mujer de luto–. ¿Es su hijo?’. ‘No’. ‘Acabo de perder a mi marido después de haber estado cinco años en coma, pero ya se quería ir y yo estoy tranquila. Durante ese largo periodo hemos hablado mucho, me gustaba mantenerle al corriente de las cosas que ocurrían: la evolución de los nietos, el apegó a la patria que transmitimos a cada uno de nuestros descendientes, el percance de tuvo mi sobrina con un caballo, la ceremonia de los Oscars, mis problemas de reuma, los achaques del viejo Jack, nuestro perro… Ya sabe, asuntos cotidianos de los que formó parte hasta que sufrió el ictus’. ‘Lo lamento’. ‘Ande, anímese y entre. Háblele, después se sentirá mejor’. Avanzó por el pasillo despidiéndose de unos y otros con el último equipaje del esposo dentro de una bolsa de plástico. El paso de las horas ralentizaba la decisión que legalmente no le correspondía. ‘Hola. Soy el doctor Eric Weiss –estrechó con fuerza su mano–. Atiendo al señor Sullivan’. ‘Encantado’. ‘Si le parece, vayamos a mi despacho, hablaremos más cómodos’. ‘En realidad…’. ‘Sígame. Por aquí, por favor’. Escuchó atento las palabras desgranadas por el médico que usaba un lenguaje ininteligibles para un granjero como él, sonrió y se fue por donde había venido. A partir de ese instante el hospital activó el protocolo correspondiente.
          Zinerva Falzone mantenía la mente ocupada recordando los secretos mejor guardados de las viejas recetas sicilianas. ‘Esto se demora mucho, ¿no crees? –dijo Betty Scott sacándola de sus pensamientos–. Me preocupan los niños’. ‘A mí también –afirmó la otra–, pero confiemos en los expertos, ellos sabrán cómo gestionarlo’. ‘¿Os habéis enterado? –interrumpió uno de administración que había ido al baño–. Parece ser que el antiguo director está implicado…'.