El camino que conducía a la cabaña rodeaba por la izquierda la zona del bosque. Cuando llegaba el otoño, cargado con toda su melancolía, y las rachas de viento soplaban con dureza, caían las primeras hojas sobre el lago, flotando como almohadas mullidas. En la casa, pequeña y sencilla, había lo imprescindible para sobrevivir una persona: productos en conserva, buena ropa de abrigo, vino contundente, abundante lectura, el todoterreno con el depósito a tope, y una conexión a Internet, portátil, que a menudo dejaba mucho que desear. Junto a la chimenea, al calor del fuego, dormitaba el perro solitario al que casi atropelló un día de luna llena. Años atrás, Jimena, después de un fuerte desengaño, optó por vivir en contacto directo con la naturaleza, y que ésta sirviera de bálsamo para curar sus heridas, para reinventarse y sacar a flote esas emociones que todos, escondidas o no, llevamos dentro. En ese entorno, donde había encontrado la paz, el sentido de las horas cambiaba de registro. No había prisa, ni agobios, ni apuros para llegar al último metro. No había nada del estrés que hacía, en las ciudades, la vida menos saludable.
Además de realizar largas
caminatas por el monte, disfrutar de buenas jornadas buscando hierbas
aromáticas, reflexionar sobre la condición humana, su complejidad, las
necesidades de unos, y las valentías de los otros, Jimena
pasaba muchas horas delante de su ordenador. Para
ella Internet significaba un refugio contra la soledad, una ventana a través de
la cual se asomaba al mundo, un quitamiedos contra la tristeza, y un chorro
inagotable de información. Sin embargo, lo que realmente buscaba con mayor
ahínco no era otra cosa más que compañía: personas al otro lado de la pantalla,
capaces de insuflarla un motivo para despertarse por la mañana y conectar.
Una o dos veces al mes bajaba a
comprar al pueblo, según anduviera de
existencias, sobre todo por no quedarse sin café y cigarrillos. Echar la mañana
con los vecinos le resultaba del todo agradable, y tomar un caldo caliente con
un chorrito de jerez en la taberna, también. Además,
ahí se ponía al día de las cosas que ocurrían en su entorno más cercano. Pero
cuando crecían los fríos, y la nieve obstaculizaba el acceso, haciendo del
camino un laberinto inhóspito, esto se complicaba y Jimena se veía obligada a
permanecer en casa. En ocasiones, las fuertes tormentas que se desencadenaban
interrumpían la conexión telefónica, dejando a Jimena aún más aislada si cabe.
Tras una de éstas, una vez restablecida la red, se dispuso a retomar sus
tareas, entre ellas la de escribirle un correo electrónico a un amigo muy
especial, alguien con quien quería profundizar en la amistad. Para ello sería
fundamental elegir muy bien el comienzo, conquistándolo ya desde el asunto.
Así que buscaría una frase que no fuera baladí,
algo que le cogiera por sorpresa, como por ejemplo: ¿Puedo pasar?...
Redactar el correo resultó más
fácil de lo que pensaba. Consistía, simplemente, en dejarse llevar por el
sentimiento, abriéndole una puerta de no más de diez líneas donde ofrecía su
corazón, su compañía, su hombro, su oído, su complicidad y su comprensión… Pero
pasaba el tiempo y no llegaba respuesta. Un día, cuando ya casi había perdido
la esperanza de recibirla, entre la lista de mensajes sin abrir, descubrió el suyo: Sí, claro, por supuesto que puedes, ponía en el asunto. Entonces se le humedecieron los
ojos, se conmovió, y comprendió que tenía por delante el zaguán de un cariño
que habría de hacer a fuego lento. Jimena tomó por costumbre contarle pequeñas
cosas de su vida, opiniones respecto al suicidio al que iba la sociedad,
pequeñas notas donde pasaba de la confesión al ofrecimiento de su amistad. Él, por su parte, y aunque a veces se demoraba un tanto en las
respuestas, supo darle a Jimena, poco a poco, en cada correo seguridad, arrojo,
sentido del humor, empuje para las dudas… Aquella persona, con el tiempo, fue
convirtiéndose en un compañero de viaje muy especial.
En aquella zona, en mayo, la
única nieve que iba quedando estaba en la cima de la montaña, pero el camino
que bajaba al pueblo, castigado por el duro invierno, tenía mucho trabajo por
delante, con lo cual estaría bastante ocupada los próximos días. Ocupada y
reflexiva, en el sentido de que a veces a las personas no nos hace falta
hablarle al otro a las claras, para que sepa lo que decimos. De aquellos
correos Jimena podía deducir una especial sensibilidad en el hombre, unas ganas
locas de querer y ser capaz de demostrarlo, de sentir, de expresar
abiertamente, y de aguantar el tipo, nadando a veces contracorriente. Tenía
motivos más que suficientes para desnudar su corazón. Jimena acabó por
ofrecerle la posibilidad de tener un encuentro personal, brindándole la
posibilidad de compartir sentimientos. Sería la hostia que él lo aceptara y sin
lugar a dudas, un bello sueño que se haría realidad. En cualquier caso, ella
seguiría paciente y perseverante.
Y claro, como dijo él en uno de
los correos: Desde cuándo uno le dice no
a la realización de un sueño. Aunque la luz del sol la cegaba, levantó la vista hacia el horizonte cuando
escuchó el ruido de un motor que se acercaba. Se extrañó, porque no era
habitual que subiera ningún vecino. Soltó la pala y, para tener mejor perspectiva, se arrimó al otro extremo del camino,
al mismo tiempo que el automóvil se paraba y de él descendía un hombre
corpulento. Ni siquiera hizo falta reconocerse aunque habían pasado los años: se miraron a los ojos, avanzaron los pocos metros
que les separaba y, entonces, ella le besó con
ternura. Él, en un primer momento, se dejó hacer, manteniéndose rígido, pero
inmediatamente la rodeó con sus brazos, y se fundieron en un profundo abrazo.
Un abrazo lleno de palabras que acarician. Un guiño a los sueños que se
convierten en realidad, y un motivo más para dejar bien alto el listón de la palabra AMIGO.