domingo, 18 de noviembre de 2012

Correo electrónico


El camino que conducía a la cabaña rodeaba por la izquierda la zona del bosque. Cuando llegaba el otoño, cargado con toda su melancolía, y las rachas de viento soplaban con dureza, caían las primeras hojas sobre el lago, flotando como almohadas mullidas. En la casa, pequeña y sencilla, había lo imprescindible para sobrevivir una persona: productos en conserva, buena ropa de abrigo, vino contundente, abundante lectura, el todoterreno con el depósito a tope, y una conexión a Internet, portátil, que a menudo dejaba mucho que desear. Junto a la chimenea, al calor del fuego, dormitaba el perro solitario al que casi atropelló un día de luna llena. Años atrás, Jimena, después de un fuerte desengaño, optó por vivir en contacto directo con la naturaleza, y que ésta sirviera de bálsamo para curar sus heridas, para reinventarse y sacar a flote esas emociones que todos, escondidas o no, llevamos dentro. En ese entorno, donde había encontrado la paz, el sentido de las horas cambiaba de registro. No había prisa, ni agobios, ni apuros para llegar al último metro. No había nada del estrés que hacía, en las ciudades, la vida menos saludable.
                Además de realizar largas caminatas por el monte, disfrutar de buenas jornadas buscando hierbas aromáticas, reflexionar sobre la condición humana, su complejidad, las necesidades de unos, y las valentías de los otros, Jimena pasaba muchas horas delante de su ordenador. Para ella Internet significaba un refugio contra la soledad, una ventana a través de la cual se asomaba al mundo, un quitamiedos contra la tristeza, y un chorro inagotable de información. Sin embargo, lo que realmente buscaba con mayor ahínco no era otra cosa más que compañía: personas al otro lado de la pantalla, capaces de insuflarla un motivo para despertarse por la mañana y conectar.
                Una o dos veces al mes bajaba a comprar al pueblo, según anduviera de existencias, sobre todo por no quedarse sin café y cigarrillos. Echar la mañana con los vecinos le resultaba del todo agradable, y tomar un caldo caliente con un chorrito de jerez en la taberna, también. Además, ahí se ponía al día de las cosas que ocurrían en su entorno más cercano. Pero cuando crecían los fríos, y la nieve obstaculizaba el acceso, haciendo del camino un laberinto inhóspito, esto se complicaba y Jimena se veía obligada a permanecer en casa. En ocasiones, las fuertes tormentas que se desencadenaban interrumpían la conexión telefónica, dejando a Jimena aún más aislada si cabe. Tras una de éstas, una vez restablecida la red, se dispuso a retomar sus tareas, entre ellas la de escribirle un correo electrónico a un amigo muy especial, alguien con quien quería profundizar en la amistad. Para ello sería fundamental elegir muy bien el comienzo, conquistándolo ya desde el asunto. Así que buscaría una frase que no fuera baladí, algo que le cogiera por sorpresa, como por ejemplo: ¿Puedo pasar?...
                Redactar el correo resultó más fácil de lo que pensaba. Consistía, simplemente, en dejarse llevar por el sentimiento, abriéndole una puerta de no más de diez líneas donde ofrecía su corazón, su compañía, su hombro, su oído, su complicidad y su comprensión… Pero pasaba el tiempo y no llegaba respuesta. Un día, cuando ya casi había perdido la esperanza de recibirla, entre la lista de mensajes sin abrir, descubrió el suyo: Sí, claro, por supuesto que puedes, ponía en el asunto. Entonces se le humedecieron los ojos, se conmovió, y comprendió que tenía por delante el zaguán de un cariño que habría de hacer a fuego lento. Jimena tomó por costumbre contarle pequeñas cosas de su vida, opiniones respecto al suicidio al que iba la sociedad, pequeñas notas donde pasaba de la confesión al ofrecimiento de su amistad. Él, por su parte, y aunque  a veces se demoraba un tanto en las respuestas, supo darle a Jimena, poco a poco, en cada correo seguridad, arrojo, sentido del humor, empuje para las dudas… Aquella persona, con el tiempo, fue convirtiéndose en un compañero de viaje muy especial.
                En aquella zona, en mayo, la única nieve que iba quedando estaba en la cima de la montaña, pero el camino que bajaba al pueblo, castigado por el duro invierno, tenía mucho trabajo por delante, con lo cual estaría bastante ocupada los próximos días. Ocupada y reflexiva, en el sentido de que a veces a las personas no nos hace falta hablarle al otro a las claras, para que sepa lo que decimos. De aquellos correos Jimena podía deducir una especial sensibilidad en el hombre, unas ganas locas de querer y ser capaz de demostrarlo, de sentir, de expresar abiertamente, y de aguantar el tipo, nadando a veces contracorriente. Tenía motivos más que suficientes para desnudar su corazón. Jimena acabó por ofrecerle la posibilidad de tener un encuentro personal, brindándole la posibilidad de compartir sentimientos. Sería la hostia que él lo aceptara y sin lugar a dudas, un bello sueño que se haría realidad. En cualquier caso, ella seguiría paciente y perseverante.
                Y claro, como dijo él en uno de los correos: Desde cuándo uno le dice no a la realización de un sueño. Aunque la luz del sol la cegaba, levantó la vista hacia el horizonte cuando escuchó el ruido de un motor que se acercaba. Se extrañó, porque no era habitual que subiera ningún vecino. Soltó la pala y, para tener mejor perspectiva, se arrimó al otro extremo del camino, al mismo tiempo que el automóvil se paraba y de él descendía un hombre corpulento. Ni siquiera hizo falta reconocerse aunque habían pasado los años: se miraron a los ojos, avanzaron los pocos metros que les separaba y, entonces, ella le besó con ternura. Él, en un primer momento, se dejó hacer, manteniéndose rígido, pero inmediatamente la rodeó con sus brazos, y se fundieron en un profundo abrazo. Un abrazo lleno de palabras que acarician. Un guiño a los sueños que se convierten en realidad, y un motivo más para dejar bien alto el listón de la palabra AMIGO.


domingo, 4 de noviembre de 2012

Días de hospital

A la hija de la paciente

Muchas veces los escritores le dan mil vueltas a un texto. Quieren hacerlo perfecto: que llegue directo al corazón y a ser posible libre de malas críticas Buscan la palabra exacta, la frase simplificada que suele ser la más difícil. Apuran el tiempo, y un buen día resulta que la pantalla del ordenador está toda en blanco, y el escritor, desesperado, anda sin ideas. Mira a su alrededor y, aparentemente, las cosas que le ayudan están todas en su sitio, pero las manos del autor tiemblan, mientras crece la angustia por quizá haber perdido la habilidad para contar historias. Conozco a una escritora a la que en estos momentos le sucede algo parecido; sin embargo, la coincidencia de varias situaciones ha puesto delante de ella una hermosísima historia que merece ser contada. Una historia de hospital, contada con el corazón.
                Cada mañana, mientras la escritora esperaba su turno para entrar a diálisis, la paciente de la habitación 2309 comenzaba el día, dolorida y fatigada. Probablemente le aguardaba una jornada más de incertidumbres, de interminables pruebas médicas, de sufrimiento, de poca o lenta mejoría, de ¡a ver qué pasa!, de horas y horas que se suceden unas a otras, bajo la mirada de un mismo escenario, y con los mismos actores aparentes de siempre, con el único aliciente de esperar a que vengan los suyos, y un solo director de orquesta: la suerte. Bueno, los suyos y los conocidos, claro. Pero, por encima de todo, será una fecha a añadir a la lista abierta de agradecimientos que tiene la paciente, de sonrisas, de conformidad en todo caso, de saber muy bien lo que quiere, cómo lo quiere y cuándo lo quiere, de coquetería, de cariño en su mirada y de ternura en sus manos, de cuidar los detalles, y, por supuesto, de una expresividad enternecedora al ingerir unas simples gotas de agua.
                Entrada la luz del día, a veces, llegaba una hija para cuidarla. Entonces a la paciente se le iluminaba la cara, se ponía contenta, sacaba un sol radiante por sonrisa, buscaba la caricia de aquella mano, una señal de complicidad, y a la escritora, que lo presenciaba todo a cierta distancia, le daban unas ganas locas de acercarse y abrazarla. La hija era buena conversadora y contaba a la madre cosas de los nietos, de los hermanos, del trabajo de unos y de las obligaciones de otros, de esa otra vida cotidiana que en estos momentos no estaba a su alcance, y a la que tardaría mucho en regresar. Oían pasos, vislumbraban una bata blanca, y la hija se echaba a temblar. Las expectativas eran: a ver cómo está el nivel de glucosa en sangre, la coagulación, la tensión arterial, el intestino, el líquido del pulmón, los latidos del corazón… Un sin vivir que afrontaba agarrada a la tabla de salvación de la esperanza, esa que por muy oscuro que amanezca nos negamos a soltar.
                Una de las veces, la escritora, cansada de esperar, y tras el rumor de haberse estropeado la máquina que habría de ocupar, se levantó y anduvo por el pasillo. Lo hizo discretamente, sin fijarse en nadie, sin mirar hacia la intimidad de las camas. Solamente quiso experimentar en su piel el trasiego que observaba desde la sala. La hija de la paciente de la habitación 2309, al verla, y sabiendo que su madre recibiría la visita con los brazos abiertos, la hizo pasar. Miró a la mujer, se sentó en el borde de la cama, tomó una de sus manos entre las suyas, y comenzó a experimentar una serie de sensaciones difíciles de describir. Aquella mujer transmitía paz, serenidad, sosiego, textura cariñosa, seguridad, pero ante todo transmitía vida, ganas de seguir luchando, de demostrar que valía la pena hacerlo por el mero deseo, placer y necesidad de ver crecer a los nietos, de seguir arropando a los hijos, de continuar siendo el vínculo y el referente que les unía a todos.
                La escritora se dejó conquistar. Acudía puntual a la 2309 antes de ir a diálisis. Reían juntas, sufrían, sentían, y sin necesidad de expresarlo todo con demasiadas palabras. La hija y la escritora notaban que la mujer tenía unos ratos con más vitalidad que otros, en los que la fuerza parecía apagarse. Procuraban entonces transmitirle energía. Ella abría los ojos y les regalaba la sonrisa más hermosa y luminosa que posiblemente hubieran visto nunca. Empezaron a tener confianza, charlaban por los codos en la sala de espera, compartían temores respecto a las enfermedades, dejando que el tiempo transcurriera fuera de ellas. Sin embargo, cuando tocaba irse, a la escritora le costaba muchísimo dejarlas allí: se había encariñado. Prolongaba la despedida, el contacto con los dedos, el abrazo perdurable, el beso surgido del mismo corazón, la promesa de volver mañana, y, aunque guardaba la tristeza para sacarla al otro lado de las puertas del ascensor, se marchaba agradecida por cuanto había recibido.
                Una tarde en casa, la pantalla en blanco del ordenador le pedía a gritos ser llenada por palabras que contaran las experiencias que estaba viviendo en el hospital; que dijeran que la amarga impotencia que se siente, al ver sufrir a los demás, puede convertirse en admiración hacia los que luchan, hacia los que dan ejemplo, hacia los que se resisten, hacia los que esperan que el sueño sea mucho más tranquilo, que las constantes vitales, endemoniadas a veces, estén cada una en su sitio. Comprendió que la paciente de la habitación 2309 y su hija le habían dado una motivación para seguir, una excusa para no rendirse, y, por supuesto, le habían dado vida. Sabía que estaría eternamente en deuda con ellas, que nada del mundo sería suficiente para compensarlas, para agradecerlas. Aquella mujer, la paciente de la habitación 2309, que impartía lecciones con cada gesto, que no rechazaba a nadie, que siempre decía que estaba bien aunque los demás supieran que no era cierto… Aquella mujer, que se había metido dentro de la escritora, que se había colado por los poros de su piel, que había devuelto el impulso a un corazón desganado que acababa de convertirse en un motivo más para que amaneciera… Aquella mujer, y su hija al lado, eran lo más parecido a la ternura que había conocido.