domingo, 23 de octubre de 2022

Detroit, una historia cualquiera

4.
Tras la reunión que mantuve con los jefes de departamento poniéndoles al corriente de la delicada situación que atravesaba la empresa y la necesidad de implicarnos todos para sacarla adelante de la manera más digna posible, mi vida giraba en torno a dicho propósito, tanto fue así que desatendí otras obligaciones también muy importantes, como por ejemplo la organización de la casa una vez que Emily ya no estaba con nosotros. El momento de su despedida fue una de las experiencias más dolorosas que aún recuerdo. A las siete de la tarde del día anterior presagiando la tristeza que nos invadiría, el cielo respondió contundente diluviando con violencia. Ráfagas de viento fortísimo arrastraron ramas partidas, zarandearon árboles y amontonaron cubos de basura contra algunos coches desplazados por la riada. Las alcantarillas escupían aquello que no era suyo y las ratas agazapadas buscaban refugio a la sombra de las farolas. Nosotros, adelantándonos al pronóstico, pusimos los cierres de las ventanas y protegimos la entrada a la planta sótano.
          –Es peligroso que te pongas en camino, querida –dijo Dominic, el viejo jardinero afectado por su marcha–. Espera un poco a ver si amaina.
          –La señora no me quiere aquí y lo sabéis. Cuanto antes me vaya, mejor.
          –Pero hasta la villa Ashley, en el condado de Gratiot, hay unas 127 millas –señaló Brody– y, hasta que no lleguemos allí no sabremos los daños sufrido en la carretera. Además, como eres muy cabezona y te has empeñado en ir en autobús es probable que tenga complicaciones y tardes más de lo habitual. ¡Anda, deja que te lleve! –pero no hubo respuesta.
          –Es hora de recogerse –zanjó así la conversación–, todavía soy la responsable de mantener aquí la disciplina, de modo que cada cual a su habitación.
          Desde arriba oí frases sueltas y pensé que yo también debía ponerme el pijama, sin embargo, una visita inesperada irrumpió en el dormitorio.
          –Mañana mismo me pongo a hacer entrevistas para contratar a otra ama de llaves –dijo mamá con tono de superioridad.
          –No necesitamos cubrir el puesto.
          –Claro que sí. ¿Qué pensarán mis amigas cuando vengan a tomar el té y no haya nadie que lo sirva?
          –Estamos arruinados, mamá, y reducir gastos es lo que vamos a hacer.
          –Eres un desconsiderado, un mal hijo y un pésimo administrador al que se le ha subido el cargo a la cabeza, pero a mí no me engañas.
          –Piensa lo que quieras, pero ve haciéndote a la idea de que tendrás que implicarte un poco más en asuntos domésticos.
          –¡De eso nada! ¿Quién te crees que eres para hablarme así? ¿Mi padre?
          –Por supuesto que no, pero sí el encargado de no hundirnos del todo.
          Salió hecha una furia y relatando incongruencias. Apagué la luz, necesitaba dormir y desconectar el cerebro de la realidad ya que el negocio del mercado oriental, por el que papá apostó fuerte, me traía por la calle de la amargura. Aquello era el principio del fin…
          A las 5:30 a.m., como era habitual, Chul-Moo tenía listo en la mesa de la cocina el desayuno para el servicio. En los días de acontecimientos especiales, además de las gachas de avena, huevos, tostadas, salchichas, café y jugo de naranja, añadía tortitas con sirope de arce. Esta vez, aunque no celebraban nada, también lo hizo. Durante toda la noche siguió lloviendo con tanta intensidad que se produjeron cortes intermitentes en el suministro de luz. Los cuatro empleados domésticos de los Carson sin despegar la vista del plato y en absoluto silencio dejaban entrever que los rostros serios marcaban el final de una etapa en sus vidas anticipando cambios. Emily se esmeró planchando el uniforme que dejó estirado sobre los pies de la cama, junto a otros complementos que podría reutilizar la persona que la remplazase. Llevaba puesto el vestido de lana que usaba los domingos, los zapatos desgastados pero con brillo, y un diminuto tocado en el pelo. Estaba desganada y no podía disimularlo ya que con la punta del tenedor movía la comida. Mientras bajaba la escalera para sentarme con ellos recuperando aquella costumbre que de pequeño hacía a menudo, noté que los desconchones de humedad en las paredes olían a despedida.
          –Siéntese, señorito Ayden –el viejo jardinero se levantó deprisa–, me pondré enfrente.
          –Por favor, Dominic, no te muevas, aquí estoy bien, en esta silla me sentaba con vosotros de pequeño.
          –Vas a enfadar a tu madre, hijo –dijo el ama de llaves metiendo sus dedos entre mis cabellos–. Es mejor que subas al comedor de arriba.
          –De eso nada, todavía soy tu jefe y hasta que no salgas por esa puerta con Brody y conmigo permite que disfrute de vuestra compañía y estos manjares –ella intentó protestar–. No se admiten negativas. Y ahora, a desayunar.
          Cuando terminaron, se puso de pie, cogió el abrigo, la maleta y sin mirar atrás se metió en el coche antes que lo hiciera yo, en el asiento del copiloto. Presentí los reproches que al regreso me dedicaría la familia, pero me importó un carajo.
          A ambos lados de la autopista se amontonaba la nieve y algunos automóviles abandonados. El tráfico infernal rompía el paisaje desnudo de vegetación en invierno y alteraba el vuelo de las manadas de pájaros desorientados a consecuencia del cambio climático.
          –Será mejor coger el desvío que hay antes de entrar en Ashley –dijo Brody retumbando su voz dentro del auto–, hay que cruzar la vía del ferrocarril por W Oak St y avanzar hacia el Este, una vez pasado el puesto de gasolina seguimos recto hasta llegar a un sendero de tierra que hemos de recorrer a pie y, ahí, alejado del vecindario está el terreno adquirido por su padre.
          –Veo que conoces muy bien el camino, –comenté con cara de pillo.
          –Le traje alguna que otra vez.
          –El viejo era toda una caja de sorpresas, ¿eh?
          –Pensaba instalarse aquí cuando se retirara, lástima que la enfermedad abortase sus planes.
          –¿Veníais solos o acompañados?
          –Perdóneme señorito Ayden, pero no voy a contestar esa pregunta.
          –Comprendo y alabo tu lealtad. –Paró el motor y siguió con las indicaciones como si las hubiese aprendido de memoria.
          –A partir de la señal donde pone “no camiones” –dijo a Emily–, habrás de memorizar la ruta si no quieres perderte. Fíjate, aquel poste de la luz en cuyo tronco grabé tus iniciales acatando las órdenes del señor Carson, es un buen punto de referencia. Hemos de ir en zigzag –se bajó del auto, cogió la maleta y la bolsa con comida que mandé preparar para ella e indicó que le siguiéramos. La ofrecí el brazo y se agarró gustosa mostrando ese rictus de eterno agradecimiento que tanto la caracteriza. Quise detener el tiempo en ese instante teniéndola tan cerca, notando su corazón acelerado por la leve fatiga que la obligaba a entreabrir la boca según subíamos la cuesta. Sonreí para mis adentros y ajusté mis pasos a los suyos más cortos, propios de quien ha caminado sin prisa supervisando cada detalle y desenmascarando cualquier mota de polvo. Entonces, de repente, comprendí que mi querida ama de llaves había envejecido y eso me produjo mucha ternura.
          –¿Quieres descansar?
          –No te preocupes –por fin arranqué de sus labios unas palabras–, todavía me quedan fuerzas para quitarme la zapatilla y darte con ella en el trasero. –Me dejé llevar y la abracé.
          –Vayan con cuidado –nos advirtió el chófer–, a la izquierda hay un pozo que no está sellado.
          –Presentaremos una queja en la oficina del congresista por el condado de Gratiot de manera inminente –solté–, ¿te parece?
          Continuamos un poco más y, por fin, detrás de algunos arbustos visualizamos la casa de construcción sencilla. En el interior una capa de serrín alfombraba el suelo de madera. Apenas había muebles ni objetos personales, la luz que entraba de fuera era muy pobre y pensé que lo ideal sería agrandar las ventanas. Sobre la mesa de la cocina todavía quedaban latas de conservas sin caducar. También encontramos cacerolas, una tetera y platos desiguales que completaban el menaje. A la derecha, una puerta bastante débil conducía a la parte de atrás donde se ubicaba el terreno fértil que, de ser bien tratado, daría muchos frutos.
          –Emily, el señor Carson me dejó encargado que te diese esto personalmente –Brody sacó de un cajón un paquete envuelto en papel–. Ábrelo. –Era la Biblia de papá con sus iniciales grabadas en la encuadernación de piel. Tomó asiento y por primera vez la vi emocionarse. Entonces comprendí que debía asimilarlo todo en soledad.
          –¿Estarás bien? –pregunté abrazándola–. ¿Llamarás si necesitas cualquier cosa?
          –¡Pues claro! Anda, marchaos tranquilos. –Regresamos y esa fue la última vez que la vimos.
          Si hay algo que actualmente me sobra es tiempo, así que, deambulo por el centro de la ciudad habitado hoy por las clases más desfavorecidas. Y lo hago creyéndome un tipo importante porque cuando el auge industrial estuve en lo más alto de la cima formando parte aquella sociedad superflua. Sin embargo, despojado de las capas que son sólo apariencia me siento liberado aunque sigue produciéndome tremenda nostalgia caminar desde el distrito histórico de Bricktown, donde está Jacoby’s German Biergarten, el pub más antiguo, con música en vivo, que tantas noches soportó mis borracheras y llegar hasta los edificios comerciales de Monroe Avenue, con el Teatro Nacional a la cabeza, adonde invité a clientes muy adinerados que después no cerraron conmigo ninguno de los negocios prometidos. Pero hay dos sitios que me gustan especialmente, esos son la Avenida Jefferson Este, donde se encuentra el Renaissance Center, con espacio para una terminal y muelle de cruceros, y la zona del Campus Martius, con el Monumento a los Soldados y Marineros de Michigan asesinados durante la Guerra Civil. No lejos de allí, un grupo de Hare Krishna, van en procesión repitiendo sus mantras ajenos a los manifestantes que justo enfrente portan pancartas en contra de la prohibición del aborto.
          –Alabado sea Dios –vocea un desconocido empujando un carrito lleno de bolsas y obligando a los coches a frenan en seco–. Se acerca el fin del mundo…
          La esposa del reverendo Bob W. Perkins ha roto aguas en plena ceremonia, y ha ocurrido todo tan deprisa que algunas feligresas han ejercido de comadronas improvisando un paritorio en la sala contigua.
          –Empuja –se oye desde fuera–. Empuja querida, un poco más. Vamos, que ya está casi. Empuja.
          Aunque la parturienta muerde un pañuelo para amortiguar el dolor, quienes aguardamos fuera y nunca nos hemos visto en una situación similar la imaginamos ensangrentada y a punto del desmayo maldiciendo al marido y jurando que jamás volvería a preñarla. Sentado junto a mí, un anciano recita en voz alta versículos del Nuevo Testamento y en los obligados silencios para respirar, su compañera levantando la cabeza hacia el techo responde con aleluyas. El flamante padre, hecho un manojo de nervios, camina de un lado a otro diciendo sus oraciones y recordando que los hijos mayores también nacieron en lugares bastante estratégicos: uno en un ferrocarril rumbo a Connecticut, con un sol de justicia y el otro en el post-sepelio del abuelo materno.
          –¡Es una niña! –dicen desde dentro–. ¡Es una niña! ¡Alabado sea Dios! –repiten insistentes–. ¡Es una niña y ambas están bien!
          La ambulancia que debía llevarlas al hospital ha tardado más de media hora, la doctora y un enfermero han cortado el cordón umbilical a la criatura que reposa sobre el pecho de su madre y que ha pesado cuatro libras al nacer.
          –Ayden ¿estás contento? –Megan Aniston está eufórica–. Ha sido emocionante.
          –¿Y por qué habría de estarlo?
          –No recordaba lo que se siente con la llegada de un bebé desde que asistí a una de mis vecinas.
          –No es para tanto.
          –Chico, mira que eres aguafiestas. Tenemos un miembro más en la comunidad, está sano y ha colmado de felicidad a su familia. ¿Te parece poco motivo?
          –Pues tenían que haberlo pensado antes de traerla a este mundo, ha venido a sufrir y no merece la pena, será una desgraciada, como todos nosotros.
          –Digo yo que algún día se te secará esa mala leche que te agria la existencia.
          –¿Con qué derecho me hablas así?
          –Lo lamento, tienes razón.
          –Perdone –dirigiéndose a mí–, ¿nos conocemos? –Un hombre cuyo rostro me es muy familiar nos interrumpe.
          –Supongo que no.
          –Juraría que mi madre trabajó para usted de secretaria, conservamos algunos recortes de prensa donde aparecen los dos en la presentación de alguno de los modelos.
          –Me confunde con otro.
          –Es posible. Ahora ha perdido la memoria, pero hasta que la tuvo hablaba de la etapa final en la Motors Carson Company con mucho cariño y por supuesto admiración hacia quien tomó el relevo de la empresa.
          –Ya sabe que todos tenemos un doble.
          –Será eso. Quizá si la ve le suene –saca la cartera y muestra una fotografía–, aunque acababan de diagnosticarle Alzheimer estaba guapa, ahora se ha deteriorado muchísimo.
          –No, ya le he dicho que no sé quién es.
          –Pues disculpe una vez más. –Coge los paquetes que trae y se los da a la persona encargada de recoger las donaciones, también entrega un puñado de dólares.
          –Hermano, ¿pero tú en qué mundo vives? No te enteras de nada –suelta Megan–, este tipo te ha reconocido realmente y no es de los que piden, es de los que dan, más te vale espabilar.
          –¿Por qué coño no te metes en tus asuntos y me olvidas?
          Escondido entre la multitud voy detrás de él hasta la zona más cara que están reconstruyendo y veo que se mete en una antigua mansión habilitada hoy como casa de reposo. Piso el suelo resbaladizo que termina a pie del jardín y lo hago con cuidado. De frente, una pasarela de flores se abre hasta las amplias puertas de entrada. Por temor a ser descubierto tuerzo a la derecha sin percatarme de los grandes ventanales que pueden delatarme. El hombre al que he seguido está sentado de espaldas, colocando la pequeña manta que cubre las piernas de Joanne, mi fiel secretaria, quien, por un sólo instante ha desviado la mirada hacia donde estoy como si me hubiese reconocido. Decae la luz de la tarde dando paso a los tonos rojizos esparcidos en ramajes por el cielo, a la vez que lo cruza un jet privado quemando combustible innecesario. Embobado en mis pensamientos paso por una avenida convertida en foco de infección a consecuencia de la basura acumulada que, unos por otros, no recogen. Pero quizá lo más llamativo del decepcionante espectáculo que acabo de describir es que al final del callejón más oscuro y solitario de la metrópoli, un crío que no levanta un palmo del suelo solloza desconsolado porque entre los desperdicios se fue su único juguete: un dinosaurio de plástico. Aligero hecho añicos para llegar cuanto antes a Lafayette Blvd y ponerme a salvo en casa donde trataré de pasar a limpio la jornada concluida e interiorizar los contrastes urbanos. Por el tiro de escalera suena la radio de la familia afroamericana instalada en el bloque desde hace poco. Es una emisora de todo noticias donde constantemente suena la palabra nuclear y el suicidio de un ejecutivo en Nueva York, el desplome de Wall Street o la caída del precio del barril de petróleo. A mí estas cosas ya no me afectan porque no sentirse atado a lo material aporta la perspectiva de un horizonte que bien podría enmarcarse a orillas del río, cualquier mañana de primavera, apareciendo los primeros rayos de sol.

domingo, 9 de octubre de 2022

Detroit, una historia cualquiera

3.
 
El accidente cerebrovascular que sufrió papá paralizó su lado derecho y parte del izquierdo, necesitando ayuda permanente las veinticuatro horas del día. Mamá no lo llevaba bien y buscaba excusas tontas o largos viajes que la mantenían fuera de casa el mayor tiempo posible. En cuanto a nosotros, inmersos en nuestros quehaceres y diversiones, tampoco podíamos ocuparnos de él. Así que, entre el ama de llaves y el jardinero se las apañaban para cuidarle. De lunes a viernes venían dos enfermeras, le aseaban, cambiaban la sonda, hacían analítica, cura de escaras y ejercicios en brazos y piernas para que las extremidades no se le quedasen rígidas. Durante el fin de semana lo hacía una suplente. Esa mañana cuando se acercó a la cama descubrió que ya no respiraba, era su primer cadáver y perdió los nervios. Alarmados por las voces que salían del dormitorio, entraron mi hermana Dakota seguida por Brody quien trató de reanimarle, en vista de que no, llamaron a emergencias, pero nada pudieron hacer ya que llevaba varias horas muerto, según recogió después el informe de la autopsia. El entierro fue multitudinario, miles de personas se dieron cita llenando bulevares, plazas y avenidas donde no cabía un solo alfiler para despedir al magnate de la industria automotriz que, agradecidos y eternamente en deuda con él, había proporcionado riqueza y publicidad no sólo a la ciudad de Detroit, sino al conjunto del estado de Michigan.
         No habían pasado ni cuarenta y ocho horas cuando todos los miembros de la familia, además de Emily, fuimos citados en el despacho del abogado donde se dio lectura del testamento. Siguiendo las indicaciones del testador primero informó al ama de llaves de que iba a recibir en herencia una humilde parcela, rica en agricultura, en la villa Ashley, en el condado de Gratiot, adonde podría iniciar una nueva vida sin depender de nadie.
          –Si es tan amable ya puede salir, por favor –indicó el letrado mirándola por encima de la gafa.
          –Vuestro padre estaba loco de remate, mira que dejarle a la criada una de las tierras que nos corresponden –su enfado no era propio en una viuda afectada–. ¿Se puede impugnar?
          –Me temo que no, señora.
          –Pues que queréis que os diga –saltó Dakota–, lo veo justo porque ha cuidado de él en la recta final de su vida.
          –Sigamos: a mis hijos pequeños les dejo una asignación económica que sólo podrán gastar en estudios y que será administrada por mi representante legal. Es decir, un servidor. En cuanto a mi esposa, continuará viviendo en la casa hasta que se venda o contraiga matrimonio de nuevo.
          –¡Qué disparate! –mamá entraba en cólera– ¿Cómo que hasta que se venda? ¿Y de las demás propiedades no pone nada?
          –Lamento comunicarles que no queda ninguna, se deshizo de la mayoría de los inmuebles para paliar algunas deudas de la empresa –informó el letrado
          –¿Y el dinero que había en el banco? –preguntó ella.
          –Hubo que pagar a diversos acreedores. El señor Carson, desestimando el consejo de nuestro bufete, apostó por un negocio en el mercado oriental que jamás prosperó, de modo que, para pagar a los trabajadores, deshizo poco a poco las operaciones de inversión.
          –¿Quiere decir que estamos arruinados?
          –No, hay que superar esta mala racha vendiendo muchos automóviles. –Pero tanto él como yo sabíamos que el mercado estaba hundido.
          –¿Cómo no nos has dicho nada? –oí por boca de los tres–. ¿Eras cómplice de papá?
          –Es la primera noticia que tengo.
          –Oigan, arreglen sus diferencias después y continuemos. A Ayden, el mayor de los tres, le dejo al frente de la Motors Carson Company para que, siguiendo las directrices que he dejado marcadas mantenga el estandarte de nuestro apellido en el lugar que corresponde. Y, por último –añadió el letrado–, hay una cláusula que se refiere a Dominic, el jardinero.
          –No fastidie –interrumpió mamá–. ¿Para esté también nos ha reservado alguna sorpresita?
          –No, textualmente dice muy claro que, mientras viva, deberá continuar con ustedes.
          –Al final va a resultar que el viejo tenía corazón para los de fuera –irrumpió mi hermano Colorado Sprint– y bastante mala leche con los de dentro. –Abandonamos el despacho por separado y lo hicimos silenciosos, defraudados, insatisfechos, traicionados por aquel ser caprichoso que siempre se salía con la suya, pesase a quien pesase.
          Durante las siguientes semanas desentrañé la verdadera situación de la empresa sumergida en un pozo al que ya no le quedaba ni una sola gota de agua. Una tarde cuando regresé a casa encontré a mamá quemando papeles. Rescaté de sus garras cuantos pude, los ojeé y, sinceramente, no entendí nada. También hallé un par de libros de registros con inexplicables errores en las partidas. Lo cogí todo y volví a la oficina. Entonces descubrí una contabilidad paralela, impago de facturas, devolución de cheques sin fondo y lo que es peor aún nuestra reputación en entredicho.
          –¿Desde cuándo estamos así –pregunté al hombre de confianza de mi padre– y por qué usted no me ha puesto al corriente?
          –Cumplía órdenes del señor Carson. Mire, yo no quiero problemas, si me dicen que pinte las paredes de amarillo, yo las pinto, que haga un seguimiento a un cliente, y lo hago, que declare en contra de quien sea, y declaro. A mí el amo que me paga enseguida soy su fiel guardián.
          –Muy bien. No obstante, aclaremos algunas cosas: él ya no está y ahora mando yo.
         –Por supuesto, y con gusto seré también sus ojos, sé cómo manejar al ganado para que no se disperse y a las ratas financieras.
          –Es que no le quiero cerca, su contrato especifica que es montador de tapicerías y ahí va a volver.
          –Puedo hacerle mucho daño a la compañía si destapo todos los asuntos sucios que conozco.
          –Atrévase. ¡Vamos, hágalo! ¿Quiere ir a los tribunales? ¿Acaso no sabe que el viejo se cubrió muy bien las espaldas y la única firma que figura en los trapicheos es la suya? ¿Se las da de listillo y no vio venir la jugada? ¡Qué decepción! –Giré sobre mis talones y le dejé con la palabra en la boca. Notaba la fuerza de una corriente empujándome hacia un precipicio por el que todos esperaban que me despeñara, sin embargo, el reto era demostrar que iba a reflotar el barco.
          –Joanne, convoque mañana a los jefes de departamento a una reunión –dije a la secretaria– y consígame los movimientos bancarios actualizados.
          –De acuerdo. ¿A qué hora les digo?
          –A las 8:00 a.m. ¡Ah!, otra cosa: anule las citas de los próximo quince días.
          –¿La del Gobernador también?
     –Por supuesto, recibirá el mismo tratamiento que los demás. ¿Alguna objeción al respecto? –sonreí y continué–. También quiero revisar los documentos de los últimos veinte años.
          –¿Todos?
          –Sí, que alguien de administración la ayude.
          –No es eso, jefe.
          –¿Entonces cuál es el problema?
        –Pues que la mitad de ellos están guardados en la caja fuerte del sótano y no tenemos acceso.
          –Explíquese porque no me entero.
     –El señor Carson y él –refiriéndose al hombre con el que yo acababa de hablar– mandaron instalarla allí y sólo ellos conocen su contenido. –Me sentí ridículo ante su mirada de compasión por tener delante de sus narices al director de empresa más ninguneado de la historia de los Estados Unidos de América. Fui a la sala de montaje, busqué al individuo en cuestión y, junto con cinco compañeros más, le exigí que nos condujese hasta aquel laberinto de pasillos que desembocaban en un cuarto donde antes estuvo el antiguo depósito de agua y ahora una caja de hierro ensamblada entre ladrillos.
          –Ábrala, deme la combinación y espere arriba –dije autoritario.
          –Imposible, juré sobre la Biblia que bajo ningún concepto da…
          –Haga lo que le digo o llamo a seguridad.
         –No se ponga así, muchacho. Allá su conciencia. –Con dedos ágiles giró la rueda varias veces a derecha e izquierda, hasta que se desbloqueó el pestillo con un sonido ronco.
      –Recoja sus cosas, está despedido. –Tardamos más de dos horas en llevar a mi despacho enormes archivadores, carpetas, sobres lacrados, facturas falsas, abales de propiedades inexistentes, inversiones de amigos, conocidos y allegados que confiaron sus ahorros a mi padre con la esperanza de duplicarlos y tenerlos a buen recaudo en paraísos fiscales, sin saber que nunca llegarían a tal destino.
          –Redacte una carta de despido, Joanne.
          –Ya lo hice.
          –Deme que la firmo y márchese a casa.
          –No tengo prisa, puedo quedarme y le ayudo.
        –No, de verdad. Muchas gracias, esto he de hacerlo solo, hemos tenido un día muy largo y mañana la quiero fresca.
          –Ayden –la miré con actitud paciente–, me alegro de que esté usted al mando y de perder de vista al tío ese, es un prepotente maleducado que no soporta que una mujer como yo esté al frente de puestos de trabajo que según su criterio sólo pueden desempeñar los hombres.
          Durante toda la noche puse orden en las notas que fui tomando pero la conclusión es que no iba a ser fácil salir del atolladero. Me miré en el espejo del cuarto de baño y vi que tenía un aspecto lamentable, así que, antes de que llegasen los trabajadores y trabajadoras, me afeité y arreglé el pelo, saqué una camisa limpia que siempre tenía en reserva y enchufé la jarra de café para despejarme. Mi fiel secretaria ya había llegado.
          Good morning. ¿Están esperando? –pregunté.
          –Sí, en la sala de juntas.
          –Deme un par de minutos y venga conmigo.
          –Claro. –Respiré hondo, bebí la taza de café y entramos.
        Agradecí a los seis hombres haber acudido a la cita y les puse al corriente de la delicada situación en la que nos encontrábamos prometiéndoles levantar de nuevo la compañía por ellos, por sus familias, por mi orgullo y para que Dios guarde a América. Sin embargo, nunca lo cumplí. Mientras recuerdo esos episodios espero turno en la cola del hambre…
          –¡Hello, Ayden! ¿Le duele menos la espalda? –se interesa por mí el pastor.
          –Igual.
          –Ayer faltaste al estudio de la Biblia.
          –Tuve cosas que hacer.
          –Bueno, celebro que estés ocupado.
          –Sí, yo también –respondí como ausente.
          –Pero no dejes de venir, ¡eh!
          –¡Claro!
          –Espero verte en el próximo bautismo de creyentes, no nos falles.
          Se despide con una palmada en la espalda y conversa con otras personas. Hace diez años que Bob W. Perkins está al frente de todo esto y desde entonces las cosas funcionan mucho mejor respecto a la ayuda que se ofrece a los más necesitados. Vino con su esposa y dos niños pequeños desde la costa este tras haberse formado en Boston y Nueva York al lado de los mejores predicadores contemporáneos. Sin embargo, quiso hacer un cambio radical y probar en el Medio Oeste sin calcular que aterrizaba en la metrópoli hundida y que dicha decisión marcaría un futuro quizá incierto para los suyos. No obstante, se adaptaron pronto y pelearon duro consiguiendo que esto sea un lugar habitable donde acudimos gente muy dispar, cada uno con su fracaso a cuestas, con lo que fue y ya no será, con las ropas rasgadas y el corazón endurecido, con la esperanza desaparecida igual que el paisaje donde crecimos. Hay quienes buscan dentro de este espacio sentirse seguros, otros el prestigio y respeto perdidos y algunos prestar un servicio desinteresado a la comunidad, pero todos, de una manera u otra, herramientas tangibles con las que reconfortar el espíritu. Aquí he conocido a Megan Aniston, una mujer de color a la que el destino no le ha sonreído demasiado. Días antes de cumplir la mayoría de edad ya tenía encima a su primer marido, dejándola viuda a los dieciséis meses de casados y preñada de cinco. Su segundo esposo fue un alcohólico que desaparecía del hogar largas temporadas y, cuando volvía cada diez meses, era para embarazarla y empeñar las pocas cosas que quedaban intactas. De manera que, con seis hijos a su cargo y para que los servicios sociales no se los quitara, empezó a trabajar en un restaurante de comida rápida donde se tiraban muchos alimentos que nadie había tocado y que los camareros aprovechaban. Así que, de repente, un sabroso surtido de aquello que más les gusta a los niños y a las niñas completaba sus cenas. Una noche, al término de la jornada, con el salón recogido y listo para el día siguiente, la policía la esperaba en la puerta. El dueño, más preocupado por su reputación que por la presunta detención de la empleada, rogó que se alejasen del recinto, pero en ese mismo instante el agente acababa de comunicarla el accidente mortal de automóvil sufrido por su marido. El tercero fue un cliente asiduo que acodado en la barra solo bebía botellas de soda y también la llevó al altar vestida de luto. Resultó ser una buenísima persona con ella y sus hijos e hijas, pero con un peligroso hobby: las armas. Una tarde, limpiando su escopeta, se disparó, la bala entró por la sien. Ese fue el punto final a toda su vida conyugal.
          –¿Te molesta si caminamos juntos, Ayden? –pregunta Megan sorprendiéndome–. He de ir a buscar a los suegros de mi hija que vienen desde Windsor, ya sabes que está delicada de salud y no puede hacer a pie trayectos largos.
          –La calle no es de mi propiedad –digo lo más desagradable que puedo para quitármela de encima–, haz lo que te plazca.
          –¿Has estado alguna vez en la provincia de Ontario?
          –Sí.
        –¡Ay, chico!, lo que daría por conocer Canadá, bueno y el mundo entero. Cuando vienen cuentan siempre maravillas del país. Residen en un municipio al noroeste y por las fotos que enseñan el paisaje es idílico. En fin, una maravilla.
          –No es para tanto.
        –¡Cómo que no! ¿Y qué me dices del lago de las Montañas Rocosas? ¿Y la elegancia de los territorios de habla francesa? No lo niegues, con esas señoras tan bien vestidas, peinadas y maquilladas perfectamente, sin una sola arruga que destaque y levantando el dedo meñique para tomar el té. ¿Y las cataratas del Niágara, eh?
          –Nada que no tengamos nosotros.
          –Pues qué quieres que te diga, a mí ese glamour me fascina y preocuparse sólo de uno mismo.
          –Tonterías.
    –¡Eres tremendo! Hoy he conseguido leche para mis nietos, parecen ya unos hombretones, espero que algún día puedan largarse a otro Estado donde encuentren más oportunidad de crecer y prosperar. El salario del padre no alcanza y mi retiro tampoco, así que, no queda más remedio que tragarse la dignidad y hacer por ellos lo que sea necesario.              –Ya.
          –También llevo un paquete de café y algunas latas.
          –¿Y tú?
          –¿Oye no vas a dejar de hablar ni un momento? –Ignoró la pregunta.
          –La semana pasada en mi edificio murieron diez personas, el casero es negacionista y nos ocultó que fue por COVID-19. Ese mismo día realquiló las casas sin haber desinfectado.
          –¿Y, qué esperabas, un comunicado oficial a doble página en The Washington Post?
       –Hombre, algo de empatía con el resto de los inquilinos sí, hay personas muy vulnerables y todos pasamos por las zonas comunes.
          –La era de los blandos ha terminado.
          –Aunque te haces el duro sé que en el fondo no lo eres’. ‘Es la ley de la jungla
          –¿Es cierto que fuiste millonario y lo perdiste todo en una partida de póker?
      –¡Qué más da! No tengo por qué darte explicaciones. Bueno, hemos llegado al Riverwalk, me quedo aquí.
          –¿Por dónde salen los automóviles que cruzan el río por debajo del túnel hasta la aduana?
          –En aquella explanada hay un cartel bien grande que lo indica, ¿no sabes leer?
          –¡Te empeñas en ser borde y no lo vas a conseguir!
          –Sí, sí lo soy. Hasta la vista. –Doy media vuelta y me apiado de aquella buena mujer que tiene un concepto de mí erróneo.
          Cómo explicar que cuando estás arriba y la vida discurre fácil, con peones que alisan el camino y apartan los obstáculos, los cuellos de las camisas bien planchados, el refrigerador siempre lleno, la perspectiva de futuro a la vuelta de la esquina, el dormitorio caldeado, la puerta de los casinos y los reservados en el prostíbulo a tu disposición, arribar un nuevo proyecto ilusionante o tener la certeza de que nada irá en contra tuyo, no acabas por acostumbrarte al marasmo de los solares vacíos que crecen dentro de ti cuando lo has perdido todo excepto la vida. Por mucho que me empeñase en explicar que la peor catástrofe para mí ha sido el declive de mis negocios convirtiéndome en el esqueleto arruinado que ahora soy, nunca sería un argumento sólido para alguien cuya máxima preocupación diaria es que los suyos no pasen hambre. Miro a mi alrededor y acepto que soy un mendigo con excesivos aires de grandeza, otro bloque de hormigón que ha contribuido a hundir el tejado de la gran Detroit, alimentando leyendas de plagas bíblicas que hacen mella en la sociedad. Entonces, viéndola irse libre de rencor, siento verdadera envidia de ella…