domingo, 26 de enero de 2020

Nocturno, en el estado de Nevada

10.

Hello’, –dijeron con acento latino–. ‘Quisiera hablar con Ms Mayalen, please’. ‘¿De parte de quién, por favor?’, –preguntó desganada–. ‘De su abogada’. ‘No se retire. Enseguida se pone al teléfono’, –dijo, ya con tono emocionado–. ‘Dígame. ¿Qué ha pasado?’. ‘Escúcheme con atención: en treinta minutos pasaré a recogerla. Por fin ha llegado el momento. Todo irá bien, confíe en nosotros’. Un tímido sollozo y algunas palabras difíciles de descifrar, fue lo único que oí. A punto de salir repasé de memoria el sumario que habíamos elaborado. Estaba lista. Cogí una libreta nueva y unos lápices y puse rumbo a su casa. No sabría concretar la razón que me incitó a subir las ventanillas y accionar los seguros de las puertas cuando pasé el límite de las calles que tan bien conocía y me adentré en zona hispana, cuya música estridente, sus restaurantes con griterío y el olor a comida grasienta no formaban parte de mi hábitat natural. Giré por una esquina a la derecha, otra a la izquierda, de frente y aflojé la velocidad. Entonces, como de la nada, apareció la anciana, tirando de la pesada losa de su existencia y la misma expresión de esperanza de quién cree haberse librado del exterminio. Apartó del camino un balón de fútbol y alborotó el pelo de los pequeños que se le abalanzaron con los brazos extendidos, buscando el caramelo que siempre les daba. Se sentó en el lado del copiloto y me sonrió desdentada. ‘Buenos días. Perdone la tardanza de esta torpe vieja’. ‘Pero si es muy puntual. Además, no se apure, tenemos tiempo’. ‘¿A dónde? Disculpe la indiscreción’. ‘Tranquila, está en su derecho. ¿No se lo imagina?’. ‘No, soy muy corta’. ‘Vamos a poner la primera piedra que encausará al Johnny en el asesinato de Alexa’. ‘No comprendo’. ‘Enseguida lo entenderá’. ‘¡Ay, doña Allison, por fin! Si me lo hubiera dicho le habría puesto una velita al Altísimo’. ‘Bueno, así ha estado más relajada’. Callé para no decir que de nada servirían sus rezos, si el juez que nos tocara no era empático. ‘Espero no dejarla en ridículo’. ‘No diga tonterías, mujer’. Me concentré en el volante y, reconociendo ya el paisaje urbano, recuperé el control de las cosas…
          El edificio donde se ubican las dependencias del sheriff de Carson City estaba semioscuro, porque, a última hora de la mañana, se produjo un cortocircuito que el equipo de mantenimiento aún no había podido resolver. Con lo cual, el caos informático era también considerable. Apenas media docena de personas esperaban para ser atendidas por el agente que, al otro lado del mostrador y con absoluta parsimonia, entregaba el formulario de denuncias. Mayalen subió los escalones de entrada cogida de mi brazo, mientras que en la otra mano llevaba una fotografía de su niña pegaba al pecho. Estaba nerviosa y caminaba como tirando hacia atrás al temblarle todo el cuerpo. Aunque intentamos pasar con sigilo, fue inevitable atraer las miradas hacia nosotras. ‘Perdón’, –dije, pero nadie se dio por aludido–. Me dieron un impreso y lo rellené con los datos de la denunciante, su parentesco con la víctima y los hechos ocurridos detalladamente. Adjunté las fotocopias que llevábamos, añadí la fecha, ella lo firmó y se lo entregué al Law Enforcement Officer que, malhumorado, maldecía por seguir todavía allí. Estampó el sello y, entre dientes mascando chicle, entendí que aguardáramos junto al resto. Poco a poco nos fuimos quedando solas, hasta que, una hora y cuarenta y nueve minutos después, subimos a la planta de arriba y buscamos el tercer despacho donde Adam Walker, segundo responsable del departamento de investigación, estaba de guardia. He de decir que la primera impresión que tuve fue muy positiva. Sin embargo, había que esforzarse, porque era a él al primero que tenía que convencer con argumentos contundentes sobre la culpabilidad de nuestro sospechoso y su conexión con la reciente violación ocurrida de noche en Carson City y la práctica de sadomasoquismo sufrida por nuestra principal testigo. Es decir, constatar que había indicios suficientes para tirar del hilo. ‘¿Y dice usted que Johnny García mató a su nieta hace unos meses?’. ‘’. ‘¿Y por qué no lo denunció en su momento?’. ‘Lo hice’. ‘En la página once, párrafo cuarto –intervine yo–, se explican los motivos’. ‘¿Por qué lo archivaron? –se dirigió a mí–. ‘Según consta, por falta de pruebas, aunque no me lo creo’. ‘¿En qué fundamenta su duda?’. ‘Hombre, pues es muy sencillo: mujer de avanzada edad, inmigrante, con ingresos mínimos y peleando por sacar a la luz un suceso de violencia de género’. ‘No obstante, y suponiendo que fuera verdad lo que dice, ¿cómo puede asegurar que la muerte de su nieta y los delitos recientes han sido cometidos por la misma persona?’. Describimos la escena de la lavandería, así como el testimonio de nuestra protegida, a la que Ethan ya había convencido para ir a la policía y contar lo suyo. Y, por supuesto, la intuición, que nunca me había fallado. ‘No seré yo quien le diga cómo ha de hacer su trabajo, pero si pide las grabaciones de las cámaras de seguridad comprobará que no mentimos’. Nos marchamos de allí optimistas, con buenas vibraciones y con la certeza de que nos había tocado alguien dispuesto a implicarse y que contactaría rápidamente con la oficina del fiscal del distrito, para poner en marcha el protocolo que nos llevaría a la cumbre de nuestros propósitos. Acompañé a Mayalen y me fui directa al bufete, donde encontré al yerno de Richard apoyado en el escritorio, con el teléfono aún descolgado, la mirada perdida y una extraña palidez que le había dejado el rostro como de cera…
          Dos años después de morir mi padre regresé a Jackson en vacaciones. Acababa de comprar una camioneta de segunda mano y quería comprobar que no me habían dado gato por liebre. Así que, planifiqué ese viaje para disfrutar del entorno y reconciliarme conmigo, ya que los últimos meses, en todos los sentidos, habían sido bastante convulsos, tanto que llegué incluso a pensar que no podría responder a las expectativas que se tenían sobre mí. Por eso, supuse que, enmarcada en el paisaje de mis raíces, ahuyentaría las preocupaciones que tanto me inquietaban. Como no tenía prisa hice noche en la ciudad de Twin Falls, a menos de doscientas cincuenta millas de mi destino final. Alquilé una modesta habitación en Capri Motel, y a la mañana siguiente, muy temprano, visité las Cascadas Shoshone, en la parte más salvaje del río Snake. Había leído en una revista que surgieron tras la catástrofe conocida como Boneville Flood, ocurrida a finales de la última Era de Hielo, cuando se inundó buena parte del sur de Idaho y la gran ola erosionó el valle dejándolo como ahora está. Dicen que son más altas que las del Niágara, y no me extraña en absoluto, porque para alguien como yo, que se ha relacionado básicamente en ambientes muy rurales, la espectacularidad de esa belleza es una estampa única. Desde el mirador, tal y como contó una vez el tío James, pude escuchar la música country del cowboy que por ahí se despeñó en su caballo persiguiendo a su diosa. Respiré profundamente, retomé mi camino, y llegué al rancho no muy entrada la tarde. En el comedor tuve cuidado de no pisar sobre la tabla rota que dio más de un disgusto a quienes venían a visitarnos. Todo estaba como lo dejé, excepto que se había caído la mitad del tejado del establo. Ya lo arreglaría. Me senté en el porche. La niebla rozaba los picos de las montañas como si fuera la melodía que surge de las cuerdas del arpa. A lo lejos, los aullidos de los lobos me daban la bienvenida. Inconscientemente, volví la cabeza hacia la butaca vacía de papá y le ofrecí tabaco. Desde ese día no he vuelto…
Tendrías que comer un poco más, hija’, –dijo Ethan con preocupación a la muchacha que testificaría en contra del Johnny–. ‘Ya no tengo apetito. Quizá más tarde lo haga. Lo prometo’. ‘Estás floja y lo sabes. El mareo de ayer fue por debilidad, y ahora es cuando necesitas estar más fuerte que nunca, porque en cuanto comience el juicio esto será un no parar’. ‘No sé qué hacer, me asaltan muchísimas dudas’. ‘Haces lo correcto. ¿Acaso no quieres que pague por el daño que te hizo? Recuerda que sufriste desgarros vaginales, palizas y humillación’. ‘Decía que me quería’. ‘¿Tú crees?’. ‘Tengo miedo, usted no sabe cómo es en realidad. Es capaz de torturar hasta los límites del dolor’. ‘Pero nosotros no lo vamos a permitir. Además, una vez que todo acabe, entrarás en el “Programa de Protección de Testigos”, con lo cual las posibilidades de dar contigo son cero’. ‘¿En qué consiste exactamente?’. ‘Finalizado el proceso, tendrás una identidad anónima, integrándote en otro Estado o, si lo prefieres, en un país diferente. Si fuera así, te aconsejo Canadá, no es mal lugar para empezar una nueva vida. Se incluye también un empleo, salario digno, vivienda, apoyo psicológico. En fin, cosas básicas y fundamentales para partir desde cero’. ‘Ya, pero no ver más a mi familia es un punto discordante entre dar el paso o no’. ‘Eso se puede estudiar. A veces, si se considera que peligra la seguridad de los que quedan, hay posibilidad de que entren en el mismo proyecto’. ‘No le quepa duda de que irían a por ellos con tal de hacerme regresar y retractarme de lo dicho. Hay mucha gente a su alrededor que delinque y se ocupan del trabajo sucio con tal de no defraudarle’. ‘Se puede intentar. Deja que lo comente con la abogada que lleva el caso, a ver qué opina ella’. ‘Hágalo, y dígale que, si no les garantizan a los míos lo mismo que a mí, desapareceré para siempre’. ‘Bueno, no adelantes acontecimientos. Quiero que trates de dormir. Mañana te tomarán declaración y has de estar bien despejada. Cualquier cosa que precises estoy en la habitación de al lado. Que descanses’. ‘Buena noche, señor Ethan’. Al detective le conmovieron esas palabras y se dejó llevar por la ternura, besándola en la frente. La puerta de la habitación quedó un poco abierta, viéndose una luz de emergencia encendida en el pasillo. Entonces, de repente, recordó un dato que leyó en algún sitio, una similitud que les ayudaría.
          Michelle llevaba una semana encamada con molestias en el estómago. A menudo padecía crisis por el estilo, pero esta vez se le complicó con un virus intestinal que la estaba deshidratando. En la oficina la echaba de menos, todo iba manga por hombro, por no hablar del caos que reinaba encima de mi mesa. En los ratos libres la visitaba con botes de zumo recién exprimidos, ya que para esos males la mejor medicina era beber mucho. Nos habíamos hecho grandes amigas. ‘¿Qué tal te encuentras?’. ‘Igual que si una manada de bueyes me hubiera arrullado durante un siglo entero’, –reímos a carcajadas–. ‘Te traigo un batido de limón con aguacate y remolacha. Tómatelo entero, dicen que es muy bueno’. ‘Pero si están todos asquerosos’. ‘Anda, anda. No seas quejica’. ‘¿Cómo va todo?’, –preguntó–. ‘Bueno, ya sabes’. Le conté los últimos avances y lo del bufete. ‘Joder, ¿entonces se ha suicidado la mujer de Anderson hijo?’. ‘Eso me dijo el jefe la otra noche cuando fui al despacho. Tenías que haberle visto, estaba desencajado’. ‘¿Se conocen los motivos que la empujaron a hacerlo?’. ‘No, solo rumores. Supongo que abrirán una investigación, o puede que los socios prefieran mantenerlo en secreto para que no trascienda a la opinión pública’. ‘Uy, más vale que me incorpore lo antes posible, porque esto se pone interesantísimo’.

domingo, 12 de enero de 2020

Nocturno, en el estado de Nevada

9.

¿Puede rebobinar la cinta hasta el principio y pasarla otra vez, por favor?’, –pregunté al policía, amigo de la becaria–. ‘Claro’. En los primeros minutos de la grabación apenas se apreciaban sombras, tan sólo un gato sigiloso colándose por un agujero y algún mendigo invisible rebuscando entre las basuras algo que llevarse de cena. Diez minutos después de ese episodio surgió de la nada una mujer portando bolsas con la compra del supermarket. Avanzó unos centímetros y se vio rodeada por varios individuos que le cortaron el paso hasta bloquearla. Sujetándola con fuerza, le metieron un pañuelo en la boca para amortiguar los gritos y, uno a uno, con chulería y agresividad, eyacularon alardeando de su hombría. Cuando el último terminó, se giró y miró fijo a la cámara, desafiándola. ‘¡Ahí! ¡Pare, pare! Congele la imagen y, si no le importa, amplíela un poco. Perfecto –saqué el móvil y tiré una foto–. ¿Sería posible darme una copia?’. ‘No. Sin una orden judicial, imposible. Además, si los de arriba se enteran de que está usted aquí se me cae el pelo. Esto lo hago por Michelle’. ‘Una cosa más: ¿qué antecedentes pone en su ficha?’. ‘Sabe que tampoco puedo facilitarle esa información sin que…’, –le interrumpí antes de acabar–. ‘Ya, ya. Sin el papelito con la firma del juez’. De debajo de un montón de expedientes extrajo uno y lo dejó visible. Se levantó y dijo que volvía enseguida. El nombre del Johnny destacaba en la portada. Lo ojeé deprisa, tomé algunas notas y un par de instantáneas. El texto no tenía desperdicio. Regresó secándose las manos con un pañuelo y, como si nada, volvió a ponerlo en su sitio. Nos despedimos. Puse la camioneta en marcha y decidí visitar al detective.
          Ethan Ross no era persona de respuesta rápida ni opiniones a la ligera. Se guiaba por los tiempos que le marcaba su reloj interno. Por eso, mientras veía el material y yo añadía mis comentarios, se pasó una mano por la frente, cruzó ambas alrededor de la nuca y, tras beber unos tragos de cerveza arrojando la lata a la papelera, dijo: ‘Sabes que nunca podrás utilizar esto delante de un jurado. Ninguna sala lo admitiría, porque no se ha conseguido legalmente’. ‘Ya lo sé. Pero te gustaría ver al tipejo entre rejas, ¿sí o no?’. ‘¡Ya lo creo!, y que recaiga sobre él todo el peso de la ley. No obstante, hemos de ser cuidadosos con estos asuntos, ya que, a veces, lo visceral nos ciega el sentido común’. ‘Eso díselo a quiénes han perdido a sus seres queridos por culpa de un desalmado y verás lo que te contestan’. ‘Lo sé. Sin embargo, ¿dónde situamos el discurso de la reinserción que tanto proclamamos con traje de activistas?’. ‘Coño, es que hay asesinos en serie que, por mucho esfuerzo que se haga, no tienen cabida en la sociedad. Y no pienses que hablo de emplear sus mismos métodos, si no de aplicarles la cadena perpetua’. Esos comentarios suyos me cabrearon bastante, porque buscaba apoyo y no una lección de moralidad. ‘¿Qué diferencia hay entre privar a alguien de libertad y quitarle la vida? ¿Acaso no es una forma de morir lentamente con los ojos abiertos? Explícamelo, porque no lo entiendo’. ‘Fíjate que ese fue uno de los principales motivos que me empujaron a entregar mi placa de policía. No soportaba los envíos masivos al corredor de la muerte sin haber evaluado el delito cometido por cada uno’. ‘Mira, lo único que quiero es que mi cliente duerma tranquila, sabiendo que ha honrado la memoria de su nieta. Y, por supuesto, hacer justicia’. ‘¿Y piensas que yo no, Allison? Eres una buena abogada, y no quiero que te pase como a muchos que se han quedado anclados en la soberbia del éxito. Tienes una historia muy delicada y has de manejar bien las estrategias’. ‘Vale. ¿Entonces me ayudarás o qué?’. ‘Lo dudas? Estudiaré la manera de usar esta información. Y vete planteando que la denuncia hay que ponerla ya’. ‘Por cierto, ¿y la chica del sadomasoquismo?’. ‘A salvo’, –más tarde supe que le dio cobijo en su casa hasta finalizar el juicio–. ‘¿Cuándo podré verla?’. ‘Pronto’. ‘¿Querrá declarar en contra del Johnny? ¿Se lo has insinuado?’. ‘Llegado el momento lo sabremos’. ‘Está bien, no más preguntas. Hablaré con la abuela’. Antes de meterme en el automóvil, observé las montañas. Vi que la niebla que descendía desde los picos eclipsaba las últimas luces del día. Silbaba el viento, el mismo que espabiló en la lejanía a los fantasmas, mientras que el jadeo de dos perros apareándose tres cuadras más allá preludiaba los cambios que estaban por llegar…
          El día que Michelle compartió conmigo las tremendas vivencias de su pasado, nos bebimos botella y media de vino, sin algo sólido en el estómago. Según avanzaban las horas me sentía cada vez más ridícula, aturdida y con una pesadez grandísima en los párpados que me impedía fijar la vista en un punto concreto. Además, tenía la lengua pastosa y un calor sofocante que dejaba al descubierto ronchones rojos en mis mejillas. Ella, tambaleándose, fue hasta el váter, donde vomitó y orinó. Regresó muy pálida, pero aún así sacó fuerzas para seguir conversando. ‘¿Sabes qué concepto tenía de mí cuando presenciaba el parricidio?’. ‘No, ni idea’, –respondí–. ‘Pues que era una auténtica mierda. Piénsalo: papá mata a mamá, luego él se estrella y a mí, todavía una adolescente con la personalidad no definida y en shock, me llevan a identificar su cadáver. A continuación, se desencadena una serie de tsunamis que me revuelven las tripas’. ‘Esto último no lo entiendo, ¿a qué te refieres?’, –obvió el comentario–. ‘¿Crees en Dios?’. ‘No. Nunca he sido la típica americana de domingo de misa y Biblia con párrafos subrayados, que se tira la tarde anterior haciendo una tarta de queso para el ágape en la parroquia. Mi apuesta se fundamenta en las cosas que puedo ver y palpar. El más allá no es más que una maniobra para engordar determinados intereses’. ‘A mí me gustaría que existiera para curiosear lo que ocurre en la tierra’. ‘¿Puedo hacerte una pregunta?’. ‘’. ‘¿Qué pasó después de quedarte huérfana?’. ‘Pues que llegó el tiempo de orfanato, de familias de acogida, discriminación, maltrato y vuelta a empezar, hasta que ingresé en un correccional donde comprendí que urgía hacer algo con mi futuro’. ‘¿Y estudiaste Derecho?’. ‘No’. ‘¿Entonces?’. ‘Faltaba menos de un mes para acabar la condena –no me atreví a preguntar los motivos– cuando un matrimonio de avanzada edad fue a los servicios sociales porque querían colaborar. Tras explicarles mi delicada situación les propusieron adoptarme. Aceptaron y, como ves, no desaproveché la oportunidad. He llegado aquí gracias a ellos, a su generosidad y valentía, arriesgándose a que la jugada les saliera mal. Me dieron un techo, herramientas para formarme académicamente y, sobre todo, mucho cariño’. ‘¿Viven aún?’. ‘Qué va. Murieron hace poco en una residencia a la que fueron por voluntad propia. Les visitaba a diario y esperaba hasta que les acostaban y se dormían. Una mañana que amaneció con un sol espléndido no despertaron más’. No soy consciente del momento exacto en que nos quedamos dormidas, pero sí de la resaca del día después.
          Había pasado toda la noche en el bufete. Eran las seis a.m. cuando el termostato de la calefacción se conectó con su habitual rugido mientras leía sobresaltada lo siguiente: Estados Unidos se preparaba para celebrar a lo grande el 4 de julio. Corría el año 2017, y en el Diario de las Américas, en páginas interiores, apenas visible, aparecía la noticia de que el ejecutivo Nelson Díaz, residente en el barrio de clase media alta Coral Gables, en Miami, había sido detenido acusándole del asesinato en 2015 de la hija de Carmela Rodríguez, su empleada de hogar, natural de Santa Clara, Cuba. En el informe general figuraba que la adolescente vio abortadas sus expectativas de futuro, mientras caminaba por el área de suburbios donde vivía, en Liberty City. Entonces, un coche elegante se detuvo en la acera de enfrente. El conductor bajó la ventanilla y dijo que era el jefe de su madre, y que venía a buscarla porque ella había sufrido un desfallecimiento trabajando. Angustiada, tiró al suelo la carpeta con los apuntes de la escuela secundaria Northwestern donde estudiaba y entró en el vehículo sin saber que lo hacía en el mismísimo infierno. Forzada a practicar en numerosas ocasiones sexo sin consentimiento hasta quedar inconsciente, perdió la vida de forma tan salvaje que aún no se han hallado los miembros superiores e inferiores desmembrados del cuerpo, tan sólo el tronco y la cabeza aparecieron en un vertedero, ya casi descompuestos. Sin embargo, la perseverancia de los padres, y la empatía del abogado defensor público que les asignaron fueron determinantes para capturar al verdugo de su pequeña, quien cumple condena en el condado de Bradford, en Florida State Prison, una de las cárceles más grandes del estado, donde espera la inyección letal. ‘Pues sí que madrugas. Good morning –dijo el yerno de mi padrastro, recostado en el quicio de la puerta–. ‘Es que todavía no me he acostado’, –respondí–. ‘¿Hace una taza de cacao caliente?’. ‘¡Venga! Echa un vistazo a esto –giré el monitor para que lo viera más cómodo– y dame tu opinión’. Se tomó su tiempo. Era un hombre muy tranquilo que apenas se alteraba, con buen carácter y demasiado bueno como para pelear con algunos individuos que a veces le tocaban en suerte. ‘¿Has contrastado que los datos sean correctos?’. ‘Sí, por eso no he dormido. Tanto Brown contra Hedison, en Los Ángeles, como en el último caso que reseño, fueron los familiares quienes llegaron a los tribunales en representación de las víctimas muertas’. ‘Digamos pues que el caso de Mayalen tiene el mismo perfil, ¿me equivoco?’. ‘No, en absoluto. Por eso necesito disponer de la maquinaria para empezar’. ‘¿Qué harás primero?’. ‘Pues ir con la abuela para que presente la denuncia correspondiente aportando las pruebas que vamos consiguiendo. El tipejo tiene un buen historial’. ‘Está bien. Adelante, pero mira qué te digo: no tomes ninguna decisión sin consultarlo antes conmigo’. ‘¿Desconfías de mí?’. ‘No, coño, pero, por si se te ha olvidado, soy tu superior’, –reímos con ganas–. En cuanto se fue descolgué el teléfono y marqué un número…