domingo, 26 de junio de 2022

Helen Wyner

22.

La plantilla del Reports Alabama Times celebraron el éxito del reportaje sobre la violencia vicaria en una cantina de la ciudad de Kimberly, adonde iban a tomar copas finalizada la jornada. Antes de eso, Rachell W. Rampell pasó por casa de sus abuelos, querían felicitarla y saber de primera mano cuánto de verdad había en aquella tremenda historia, y cuánto de la magnífica escritora que llevaba dentro. Por eso pensó ir con Helen Wyner para que la conocieran. ‘Cariño –dijo la mujer– ¡estamos muy orgullosos de ti! Escribes con el corazón y llegarás muy lejos. ¡Ya te veo ganadora del Premio Pulitzer en periodismo!’. ‘¡Quieres dejar que entren de una vez! –gritó él desde el porche–. Siempre tienes que ser la primera, coño’. ‘No le hagáis caso, queridas, es un viejo cascarrabias que llama la atención en cuanto me descuido, pero está loquito por mis huesos’. ‘¡Ay, abuela!, no hay quien pueda con vosotros, ¡eh!’. Una jarra de limonada, cuatro vasos alrededor y un plato con pastas de mantequilla y nuez esperaban sobre la pequeña mesa de madera rústica. El hombre, sentado en la mecedora, sostenía en las piernas un álbum de fotos abierto por la mitad. ‘Mira –dijo a la invitada especial–, esta es de cuando se cayó del caballo. Y esta otra peleándose con sus primos en el lago empeñada en pilotar la barca –pasaba las hojas de cartón plastificado con absoluta devoción, como si viajar por los recuerdos trajeran el bienestar de una época mejor–. Aquí fue en la Feria del Ganado y Rodeo de Fort Worth, en Texas. Íbamos todos los años, lo pasábamos en grande. ¿Recuerdas la rabieta que cogiste porque querías montar un pura sangre y al no dejarte juraste no dirigirnos la palabra nunca más?’. ‘¡Joder, abuelo!, esas cosas no se cuentan ni se enseñan’. ‘¡Pero si estás la mar de graciosa!’. ‘¡Qué bobo eres! –intervino la esposa–. ¡Como le sigáis la corriente estamos perdidas, es un peliculero. ¿Os sirvo? –señalando al refresco–. Mi esposo estuvo toda la tarde de ayer eligiendo los limones, creí no tenerlo listo para ahora –rieron–. Está recién hecha’. ‘No lo llene, por favor. Así es suficiente, muchas gracias’. ‘No las merece, hija’. Helen Wyner hablaba de su sobrina con ternura narrando la emoción que sintieron la primera vez que Beth la trajo del hospital, y cómo, día a día, asistiendo al maravilloso espectáculo de verla crecer, llenó sus vidas de indescriptible ilusión. Su memoria recuperaba episodios sueltos como aquella herida que se hizo en la rodilla y que agotada de tanto llanto aseguraba, con media lengua, que por ahí saldrían gusanos. Los tres la miraron conmovidos, mantuvo unos segundos de silencio y… ‘Una mañana –continuó–, leyendo juntas su cuento favorito de la ardilla que emigró a las montañas porque huía de la camada de lobos que invadieron el pueblo, de repente dijo que mamá y papá no se acariciaban. Aparté un poco del pelo que cubría su frente e idiota de mí no le di importancia’. ‘No te tortures, pequeña –intervino el hombre–, las personas no siempre percibimos las alarmas que manifiestan los otros’. Rachell W. Rampell dio por concluida la visita con la promesa de regresar pronto. ‘Esperad un momento –dijo la abuela–, tengo algo para vosotras’. Y volvió con dos tarros de mermelada de arándanos que ella misma envasaba. Ya en carretera, cada una por separado, dirigiéndose a sus respectivos destinos, guardaron en el corazón la velada con los ancianos, dos seres humanos convencidos de que la gente puede alcanzar espacios de felicidad con cosas sencillas.
          ¿Cree que por ser del FBI puede arrestar a la gente sin ton ni son? –dijo Betty Scott entrando cuan huracán en la sala de interrogatorios–. Sepa que voy a denunciarle’. ‘Señora, no está detenida –dijo Anthony Cohen acomodándose en la silla frente a ella– y espero que su comportamiento no me obligue a hacerlo. ¿Entendido? Tome asiento, voy a mostrarle una película muy interesante’. Desbloqueó el iPad y cliqueó sobre el archivo con un golpecito de dedo. ‘Me acojo a la Quinta Enmienda’. ‘No diga tonterías. Insisto, no la vamos a meter en el calabozo a no ser que nos dé motivos para hacerlo’. ‘Pues ya puede apagar ese cacharro –señaló amenazante al dispositivo– porque sin la presencia de un abogado no pienso ver absolutamente nada’. ‘¡Cállese de una vez, cojones! –exclamó de muy mal humor– y no me haga perder tiempo’. La imagen de su esposo y ella, a cámara lenta, esperando dentro del automóvil la llegada de su hijo quitándose la túnica blanca del Klan y diciendo “mirad que bien arden las cruces, lástima que no lo hagan también ellos”, la violentó todavía mucho más puesto que delataba su presencia el día del atentado en los alrededores de la casa de Coretta Sanders. ‘¿De qué se me acusa? Sabe perfectamente que no hemos participado en ninguna acción’. ‘Está muy bien informada, ¡eh! ¿Pero qué me dice de la parte moral? ¿Y su conciencia? ¿Puede dormir por las noches? ¿Qué siente teniendo delante a la compañera que acaba de enterrar al marido que no pudo superar la paliza salvaje que le propinaron?’. ‘No sé de qué me habla’. ‘Claro que sí’. ‘Quiero un vaso de agua’. ‘Cuando terminemos podrá beber’. ‘Es usted un dictador’. ‘¿Su chaval sigue en Irlanda?’. ‘No, nunca ha ido. Está con unos amigos recorriendo Alabama’. ‘¿Para qué fue al aeropuerto?’. ‘A despedir a un familiar’. ‘¿Pensaba entregarle la importante cantidad de dinero retirada de su cuenta o quizá realizar usted un largo viaje?’. ‘A ver la orden judicial, no me  pueden investigar sin la autorización del juez’. ‘Aquí la tiene –sacó una hoja de la carpeta–. Entonces, ¿qué va a hacer con la plata?’. ‘Eso a usted no le importa’. ‘Tiene razón, pero al tribunal sí, y es mejor que antes nos lo cuente a nosotros’. ‘Una obra de caridad’. ‘¡Hostia! ¡Pues sí que se ha levantado generosa! Volviendo a lo de antes, ¿reconoce que son ustedes los que están contemplando el destrozo que sufrió el jardín de los Sanders?’. ‘No diré nada sin la presencia de un abogado’. ‘¿Era su chico el cabecilla del grupo?’. ‘No contestaré’. ‘Señora Scott, cuando se cruza con Coretta ¿no se le revuelven las tripas y necesita pedirla perdón en nombre de los suyos?’. Anthony Cohen había encontrado la clave para provocarla, los ojos de la mujer, echando fuego, lo corroboraban. Desvió la vista hacia el espejo espía, donde estaban los agentes del otro lado, y asintió con la cabeza, esa era la señal para que grabaran la conversación y poderla usar, quizá, como prueba, dado el caso. ‘Oiga, ¿pero usted con quien está? –soltó ella–. Esa gente es negra y no merece ocupar nuestras tierras ni tener los mismos privilegios y oportunidades que nosotros, comerse los cultivos y la carne de nuestras reses y dormir a pierna suelta con la tranquilidad de haber construido un futuro para sus descendientes a nuestra costa. Necesitan este tipo de escarmientos para bajarles los humos de la igualdad, son esclavos, inferiores, animales de carga, piezas de establo a destruir cuando ya no sirven. ¡Dios bendiga a América!’. Salió afuera descompuesto, como también lo estaban los compañeros que lo habían escuchado. ‘Llamemos a la oficina del fiscal del distrito –dijo una policía de color–. Tiene que haber alguna manera de vincular a esta mujer con los actos vandálicos y el racismo que la motiva. No debería quedar impune’. ‘No podemos –respondió el superior de la central que entraba en ese momento–. Esto no pasa de ser una opinión en el contexto de un interrogatorio policial. Nada más. Decidle alguien que se marche, no podemos retenerla porque sí. Ven conmigo, Anthony’. Entraron a uno de los despachos que estaba vacío. ‘Mira, no es justo y esta es la parte que más me apetece dejar atrás de nuestro trabajo’. ‘¿Estás decidido a entrenar a la nueva hornada de agentes?’. ‘Pues claro, muchacho. La Base del Cuerpo de Marines de Quantico me espera con los brazos abiertos, pero antes de ir a Virginia pienso disfrutar mis vacaciones interrumpidas y acudir a la cita pendiente en el Parque Estatal Lake Lurleen para pescar pargo rojo’. ‘¿Dónde queda?’. ‘En el condado de Tuscoloosa, así que no se te ocurra llamarme. ¿De acuerdo?’. ‘Te echaré de menos’. ‘No te creo’. ‘Sabes que sí’. ‘Cuídate, amigo’. Antes de desaparecer de allí para siempre, abrazó a los compañeros y compañeras, echó un último vistazo a las dependencias e inició una nueva etapa que desembocaría en una temprana jubilación.
          Antes que regresar a su casa en el coche patrulla, Betty Scott prefirió viajar desde Birmingham hasta Foley en autobús, trayecto que haría dormida para no cruzar la mirada con ningún viajero y bajarse en la parada anterior a su domicilio. Era de noche y ya no quedaba nadie por el vecindario, aceleró el paso y, enseguida llegó a su terreno. Una vez dentro, respiró hondo, dejó los zapatos sobre la alfombra y descalza recorrió las habitaciones comprobando que las persianas estuviesen bajadas y las cortinas corridas. Subió a la planta de arriba, movió unas cajas del armario y sacó de su escondite un celular con tarjeta de prepago imposible de rastrear. Marcó el número que tenía memorizado y, tras el quinto tono, la voz de su hijo contestó al otro lado del continente. ‘¿Seguiste mis instrucciones?’. ‘No pude, cariño. La policía me siguió hasta el aeropuerto y fue imposible darle el dinero a tu amigo’. ‘¿Sabes? Eres una vieja inútil y estúpida que para una cosa facilísima que te pido eres incapaz de hacerla’. ‘No ha sido mía la culpa, ya te lo he dicho’. ‘Ya te lo he dicho, ya te lo he dicho –imitó el lloriqueo en las palabras de la madre–. ¡Que se ponga papá! ¡Vamos!’. ‘Tampoco puede ser’. ‘¿Por qué?’. ‘Esta arrestado en el cuartel’. ‘¿Y sabes los motivos?’. ‘No me los han dicho’. ‘¿Lo has preguntado?’. ‘No, estoy muy aturdida con todo lo que ha pasado’. ‘Pues estamos apañados, otro que tal baila. ¡Vaya par de torpes que me han tocado’. ‘No hables así, eres lo más importante que tenemos. Todo lo hemos hecho por ti, incluso aquello que no aprobábamos’. ‘¡Cállate! Y no vuelvas a llamar hasta que no te lo diga. ¿Entendido?’. ‘Sí. ¿Por qué no vuelves? Las pruebas que tienen contra ti son tan flojas que no podrían extraditarte en el caso de que lo intentasen’. ‘Definitivamente, eres tonta de remate’. Cortó la comunicación y asumió que nunca más vería la plata que por herencia le correspondería ya que hacérsela llegar era destapar su paradero. Tal y como él ordenó, ella rompió el móvil y destruyó la tarje SIM en la chimenea. Buscó la botella de Brandy que guardaban para las grandes ocasiones, tomó un buen trago, cenó algo ligero y se metió en la cama porque al día siguiente tendría una jornada intensa de trabajo, acababa el curso escolar y daban un almuerzo especial a los alumnos y alumnas con sus maestros y maestras. Mientras dormía exenta de remordimientos y convencida de haber hecho siempre lo correcto, en la celda donde estaba su esposo en condiciones bastante insalubres, el preso que compartía espacio con él, tendido en el otro camastro, arañaba con la uña del dedo meñique la esquina de la pared.
          Una semana después de que la madre de Helen Wyner se fuera a Montana para recorrer con el grupo de senderismo con el que salía habitualmente, el Parque Nacional de los Glaciares, desapareció sin más del Many Glacier Hotel donde se hospedaban siendo vista por última vez a la hora del desayuno. El día anterior, según contaron quienes la acompañaban, estuvo hablando con un hombre en el Park Café. El responsable de la excursión no lo denunció tras comprobar que ella misma había pagado la cuenta de la estancia hasta ese momento, deduciendo, por tanto, que la ausencia fue voluntaria. Quizá volvió a Alabama o puede que hiciera por su cuenta la ruta hasta la frontera con Canadá. Esto tampoco supuso para Helen ninguna alarma ya que la cobertura allí era tan mala que no hablaban hacía tiempo. Sin embargo, todo saltó por los aires cuando días antes de la fecha de llegada apareció del brazo de un tipo astuto con percha de dandi. ‘Hola, mamá. ¿No volvías el fin de semana?’. ‘Hola, cariño. ¡Yo también me alegro de verte –rio nerviosa–. Sí, bueno, pero nos hemos adelantado’. ‘¿Ha pasado algo?’. ‘En realidad algo maravilloso’. ‘Pues tú dirás –dijo, vislumbrando el despertar de una tormenta–. ¿No nos presentas?’. Unos minutos de silencio que para la mujer fueron angustiosos, los rompió el timbre del teléfono. Era la doctora García avisando del empeoramiento de Beth y citándolas en el despacho a la mayor brevedad posible para decidir si la sedaban completamente liberándola así del sufrimiento. Se citaron al día siguiente. ‘Hija –empezó así la explicación–, te presento a mi marido, nos hemos casado en Las Vegas. Ha sido un flechazo a primera vista y me gustaría que te alegrases por mí porque soy realmente feliz’. ‘Uf, no me lo esperaba. Perdóneme –se dirigió al tipo que contemplaba la escena algo distante–, no es nada personal, pero comprenderá que me ha cogido por sorpresa y, la verdad, no sé qué decir’. ‘Pues que te alegras –interrumpió la mujer–. Oye, vimos por televisión el éxito del reportaje. Estoy orgullosa de ti y tu hermana si pudiera también lo estaría’. Aún sin reaccionar, dejó a los recién casados que se instalasen, ya habría oportunidad de hablar las dos a solas.
          Desde el pueblo de Elberta donde Helen Wyner despertaba inquieta tras el notición de su madre, a la que trataría de no juzgar y sí comprender, hasta la ciudad de Bay Minette, sede del condado de Baldwin, pasando por Foley con Coretta Sanders empezando sus oraciones, Zinerva Falzone redactando el menú despedida de curso para aprobarlo en la Sala de Juntas, Betty Scott recogiéndose el pelo en un moño bajo y Paul Cox saliendo hacia la escuela pese a ser todavía las 5:00 a.m., el turbio azul del cielo presagiaba alguna catástrofe al despedir extraños capos de niebla que flotaban en el aire tan sólo unos segundos, evaporándose inmediatamente después. A mucha distancia de allí, en Ecorse, Michigan, un joven de veintidós años se levantó de la cama con una idea estructurada en la cabeza. Cogió su rifle de asalto, pistola automática, municiones, pasamontañas, chaleco multibolsillos, tienda de campaña, alimentos en conserva para varios días, café, galletas, cerillas… Lo cargó todo en la parte trasera de la camioneta e inició una ruta de más de 800 millas hasta la capital de Alabama. Montgomery se vestía de fiesta para recibir el evento del Partido Demócrata que tendría lugar en un rancho de las afueras. Taraji Evans, aclamada mayoritariamente por mujeres progresistas, intervendría con un discurso esperanzador, lleno de guiños hacia el diferente. Fiel a sus principios rechazó también el coche oficial por el suyo propio para ir junto a sus colaboradores más cercanos. Lo tenían todo cronometrado al milímetro, nada quedaba a la improvisación, excepto…

domingo, 19 de junio de 2022

Helen Wyner

21.

La familia de Daunte Gray se llevaron el cuerpo del muchacho al estado de Mississippi, a enterrarlo junto a los abuelos en el cementerio afroamericano Odd Fellows, ubicado en la ciudad de Starkville, donde descansan también antepasados caídos en la Guerra de Secesión, en Vietnam y muchos otros a consecuencia de los latigazos que recibieron en las plantaciones de algodón durante la esclavitud. Detrás del féretro llevado a hombros por el maestro que le daba clases de piano y que se desplazó hasta allí con algunos de sus alumnos y alumnas, iban los padres y hermano con paso tembloroso, cogidos del brazo, rotos de dolor y acompañados por un centenar de allegados entonando cantos espirituales. Caminando de un lado a otro esperaba el reverendo recién venido de Iowa, ya que el pequeño pueblo donde ejercía se había quedado sin gente. Preparó un hermoso sermón, quería causar buena impresión y, a pesar de no haberle conocido hizo una radiografía del muchacho próxima a la realidad, destacando sus valores como persona íntegra, comprometida con los suyos y educada en principios fundamentales que todo ser humano ha de tener. Un conjunto de sencillas palabras interrumpidas a menudo por los aleluyas de los presentes. ‘¿Qué planes tenéis? –preguntó el primo que abrió su casa para el postsepelio–. Podéis quedaros con nosotros el tiempo que necesitéis, nos arreglaremos’. ‘Todavía no hemos decidido nada –respondió la madre de Daunte con un nudo en la garganta emocionada por la hospitalidad–, llevábamos tan poco en Nuevo México que…’. ‘Como veis somos una comunidad humilde –cortó la cuñada– dispuesta a acoger a los nuestros’. ‘Nos protegemos unos a otros –intervino una mujer a la que le quedaba grande el sombrero elegido para la ocasión– y los niños y niñas crecen en libertad aprendiendo a no tenerle miedo al blanco’. Prolongada la reunión hasta bien entrada la noche, cuando sólo quedaban los más íntimos, el padre confesó que sería incapaz de volver a trabajar en el mismo lugar donde encontraron a su hijo colgado de una torre de perforación. Las semanas posteriores fueron decisivas, debían levantar los cimientos del hogar por los tres miembros que quedaban sin olvidarse del que ya no volvería. Se quedaron allí y meses después, en la mitad del garaje cedido por un vecino, fundaron la Asociación Daunte Gray para la Defensa del Afroamericano, iniciativa que ampliarían a más Estados y cuyo proyecto se convirtió en el motor de sus vidas.
          El pájaro ha salido del nido –dijo el policía arqueando la ceja–. ¿Intervenimos?’. ‘¿Ya estamos con los mensajitos en clave? –protestó Anthony Cohen–, ¿es que no puedes hablar claro, coño?’. ‘¡Ay!, de verdad, cómo eres –mostró enfado–. Desde luego que tú como espía te lucirías, colega. Pues que Betty Scott ha retirado del banco una importante cantidad de pasta’. ‘Dile al grupo de seguimiento que no la pierdan de vista y si hay novedades, dímelo. Voy a seguir visualizando imágenes, a ver si sacamos algo en claro’. ‘Descuida’. ‘Por cierto, ¿cómo han sabido lo del dinero?’. ‘Nos lo ha soplado una de nuestras fuentes. Ya sabes que hay que tener amigos hasta en el infierno’. Frente a la casa de Coretta Sanders, por circunstancias que no vienen a cuento, había instaladas cámaras de seguridad y se grabó la paliza que recibió su esposo y a los autores. Con el equipaje listo para incorporarse en dos semanas a la academia de entrenamiento de nuevos agentes en la Base del Cuerpo de Marines, en Quantico, Virginia, nada le gustaría más que dar por cerrado ese caso antes de dejar el puesto que ocupaba actualmente y no para colgarse una medalla, sino porque su manera de entender el FBI, al servicio del ciudadano, se fundamentaba, entre otros matices, en proteger al diferente. Llevaba vistas varias cintas sin éxito y pensó salir a tomar un café para despejarse. Se quitó la gafa, cogió la placa, la pistola, algunos dólares que siempre tenía sueltos en el cajón y, cuando iba a pausar la reproducción de vídeo, ¡bingo! ¡Ya os tengo, cabrones!, soltó para sus adentros, pero se quedó bloqueado al congelar la pantalla. ‘Jefe, la mujer ha salido del banco –gritaron y él abrió la puerta saliendo como un huracán–y va en taxi rumbo a Birmingham’. ‘Que la sigan y si por casualidad va hacia el aeropuerto que la detengan con la excusa de que ha de volver aquí a contestar más preguntas’. ‘Ahora mismo lo comunico’. ‘Venid al despacho, quiero que veáis algo y llamad a la central necesitamos a un superior –echó la película un poco atrás y la puso en marcha–. Atentos’. Además de los planos de los agresores, a cara descubierta, y de cómo el anciano envuelto en pánico trató de defenderse dando puñetazos al vacío, había también otras secuencias con fecha posterior de cuando quemaron las cruces en el jardín de la maestra, ahí aparece un coche aparcado en el que Betty Scott y su marido esperan al hijo hasta que éste se mete dentro. ‘Podemos acusarla de complicidad –aseguró eufórica una agente–. ¿A qué esperamos?’. ‘No tan deprisa, compañera. No lo son al no participar en la acción, tampoco por encubrir ya que como padres están excusados, lo único que no podrán negar es que eran conocedores del acto racista y vandálico. Poneos con la cinta a ver si damos con el nombre de los delincuentes’. ‘¿Delincuentes? –saltó otro agente indignado–, más bien asesinos’. Muy lejos de allí, en el corazón de Irlanda, un chico problemático, de lenguaje agresivo, instintos de matón y huido de los Estados Unidos con la ayuda de sus progenitores, participó en una violación grupal ocurrida en un escenario lejos del núcleo urbano.
          El juicio celebrado en el Palacio de Justicia de Montgomery, contra el antiguo director de la escuela, el conductor de la camioneta donde la introdujeron y el experto en campañas electorales, acusados de violar a una adolescente, se llevó a cabo mucho más pronto de lo previsto y concluyó con una condena para cada uno de ellos tan larga que se pasarán en el Centro Correccional de Elmore el resto de sus vidas. Respecto al secuestrador de alumnos y alumnas, al tener un delito de sangre, permanecerá ahí hasta que sea ejecutado. El exsheriff Landon, como representante de la ley cuyo ejemplo por mantener el orden fue nefasto, viéndose involucrado en la mayoría de las reyertas, haciendo la vista gorda o participando en ellas directamente, y aún a la espera de la resolución de otras causas pendientes, va a pasar, de momento, veinte años a la sombra. De vuelta a la cárcel siguieron trabajando en la lavandería, y aprovechándose de los reclusos a los que le vendían a precio de oro las gangas que conseguían. Para Mitch Austin, finalizada la investigación de los delitos fiscales que se le imputaban, sucedidos durante el periodo de tiempo que estuvo de gerente en la escuela, así como otros de tinte racista y xenófobo, le cayeron tantos años que no verá crecer a sus nietos. ‘¿Puedo hablar con el director de la escuela?’. ‘Está reunido –dijo la operadora desde la centralita con voz de aburrimiento–. Dígame su nombre, motivo de la llamada y teléfono de contacto’. ‘Quizá le interesaría saber que soy de la oficina de Taraji Evans’. ‘Hubiese empezado por ahí. No se retire, por favor’. Paul Cox dejó lo que estaba haciendo y atendió la llamada. Previo saludo de cortesía sucedió lo siguiente: ‘Un segundo que compruebo la agenda –dijo todo nervioso– y confirmo si puedo ir’. ‘Claro. Ella estará fuera por un tiempo indefinido, de no ser posible hoy habrá que posponerlo’. ‘No será necesario, salgo ahora mismo. Gracias por avisar’. ‘Entonces, se lo comunicaré de inmediato’. Rumbo a Bay Minette donde se encontrarían dejó que el olor a pinos que abraza esa parte del condado inundara el interior del coche. La incertidumbre de no saber el porqué de la cita le inquietaba, pero se esforzó para estar pendiente de la carretera, aunque conocía muy bien la zona ya que no lejos de allí navegaba en canoa los fines de semana con su esposa por el Delta del río Tensaw. Taraji Evans discutía acalorada con uno de los ayudantes, pero en cuanto le vio cambió de registro. ‘¿Qué tal, congresista?’. ‘Perdón por sacarle de su hábitat. No obstante, serán unos minutos’. ‘No tiene importancia y vengo sin prisa’. ‘Lo primero de todo le devuelvo la carpeta con los papeles que trajo en su anterior visita –se la dio a Paul–. Como sabrá, el juicio contra Mitch Austin, anterior director, ya se resolvió. Contrastamos la documentación y, efectivamente, está imputado de desfalco en material deportivo que nunca compró, fraude en los menús escolares, aportaciones económicas para mejorar las instalaciones que jamás se hicieron, y podría seguir. De no haber sido por usted este tipo siquiera habría entrado en prisión y continuaría desviando dinero a sus cuentas a costa del contribuyente’. ‘Pues no sabe cuánto me alegro –afirmó emocionado–. La verdad es que estábamos extrañados de lo rápido que ha ido’. ‘Bueno, digamos que cuando nos ponemos a trabajar en serio las cosas salen adelante –soltó ella irónica–. Deje que le haga una pregunta, Paul’. ‘Las que quiera’. ‘¿Quién es el hombre que pasará al corredor de la muerte?’. ‘Un joven muy conflictivo que participó en la violación de su propia hermana y nos tuvo en jaque hace poco secuestrando en el gimnasio a algunos alumnos y alumnas. Disparó a nuestro jefe de mantenimiento, Isaías Sullivan, que murió en el hospital’. ‘Tremendo’. ‘Supongo que lo otro que le plantee…’. ‘Es muy complicado –cortó ella–. Intentamos que se modifique la Segunda Enmienda, pero sin apoyos es casi imposible. Fíjese, un senador por Texas dice que los demócratas tratan de desarmar a los estadounidenses intentando prohibir el fusil AR-15 utilizado en la mayoría de los tiroteos en las escuelas, a la vez que otras voces republicanas sostienen la idea de que los maestros deben llevar armas y cerrar las puertas traseras para que los estudiantes entren y salgan por la principal apostando ahí a policías armados. Como ve, no es fácil. Pero seguimos peleando, se lo debemos a la memoria de John Lewis que tanto luchó por regular su uso’. ‘Sí, ya me contó en nuestro anterior encuentro. Nosotros en clase vamos a estar muy alertas, aunque confieso que es difícil controlarlo’. ‘Cada mañana me desayuno consultando las estadísticas que van en aumento de niños y niñas asesinados, tiroteos masivos entre menores de edad, violencia juvenil desatada y puedo asegurarle que la cifra da pánico’. ‘En parte me siento culpable como educador’. Tal vez en un futuro no muy lejano despertemos en un mundo más tolerante y pacífico, quién sabe –concluyó con los ojos húmedos–. Señor Cox, ha sido un placer, quedo a su entera disposición, cuente conmigo para lo que sea’. ‘Lo tendré en cuenta. Y ahora, si me disculpa, no le robo más tiempo, me voy muy satisfecho, atreverme a esto ha servido al menos para acelerar la justicia’. ‘Bueno, no es así exactamente, digamos que en su calidad de compatriota hemos facilitado el trabajo a la fiscalía’. ‘Cuídese, congresista’. Se dieron un apretón de manos y reanudaron sus caminos. Esa sería la última vez que hablarían…
          Para el vecindario del pequeño pueblo donde están las instalaciones del periódico local Reports Alabama Times, que de repente se llenase de curiosos llegados de otras comarcas y equipos de televisión esparcidos por el espacio público, fue un acontecimiento que tardaría mucho en desvanecerse. Algunas cuadras más allá se encontraba el edificio de construcción simple donde a contrarreloj los redactores escribían sus artículos. Dentro de él, acodada en su mesa, Rachell W. Rampell hacía malabares con un bolígrafo entre los dedos. A la izquierda una pila de contratos millonarios para trabajar en los medios de comunicación más importantes del país, servían de sombra a una orquídea que se resistía a marchitar. ‘Enhorabuena, querida, vaya olfato que has tenido –se le acercó por detrás el compañero encargado de la sección de deportes y espectáculos–. Afuera tienes cuan buitres a la caza de su presa a los de la ABC, FOX, NBC, CNN… En fin, los reyes de la prensa listos para arrancarte las primeras declaraciones y conquistarte’. ‘Espero que cuando estés en tu nuevo y lujoso despacho con vistas a Manhattan no te olvides de nosotros –intervino el jefe–. Todavía te recuerdo de becaria y la seguridad que demostraste tener en ti misma. Siempre supe que llegarías lejos’. ‘Me estáis agobiando, coño –contestó ella–. Dejad que lo asimile, aún formo parte de esta empresa y ya estáis dando por hecho que me voy. ¿Acaso deseáis perderme de vista?’. El reportaje había sido todo un éxito, enseguida se agotó la edición y tuvieron que hacer más tiradas. Los teléfonos no paraban de sonar, lo hizo el gobernador, el alcalde, personas anónimas cuyo testimonio merecía ser conocido por la opinión pública, y alguna que otra de mal gusto en plan de burla. Pero ella se concentró y apenas levantó la vista del teclado. Preparaba una crónica sobre la soledad de los ancianos en Estados Unidos, incrementada por la distancia que hay entre casas y sus consecuencias. Quería sacarlo a doble página y, para captar la realidad lo mejor posible, recorrería territorios casi despoblados de Alabama. ‘Es Helen –gritó alguien con el auricular en alto–. ¿Qué hago, te la paso?’. Asintió. ‘¿Cómo estás? –preguntó haciendo gala de la sensibilidad–. ¿Has visto la repercusión que ha tenido tu historia? Acabas de darle visibilidad a un tema tabú’. ‘El mérito es tuyo por cómo lo has abordado –respondió ella–. Estoy muy agradecida, no me equivoqué contigo. Ojalá que Beth fuera testigo del lugar en el que ha quedado su niña’. ‘¿Cómo está?’. ‘La doctora García ha tirado la toalla, la mente de mi hermana es irrecuperable, la mantienen sedada para que no se lastime’. ‘Lo siento muchísimo. Pásate un día de estos por The taco mexican cantina y charlamos tranquilamente’. ‘De acuerdo. Corre el rumor de que quizá fiches por The Washington Post’. ‘Habladurías, no hagas caso’. Rachell W. Rampell pertenecía a esa especie de periodista, no se sabe muy bien si en peligro de extinción, que prefiere ser redactora en la localidad donde consolidó los mimbres del oficio que tanto ama y llegar a lo humano de las historias sin importarle el sueldo precario que recibe, incluso sin fondos a veces para cubrir los desplazamientos, antes que dar el salto al vacío una vez pasada la fiebre de la popularidad. Suspiró, se recogió el pelo con un lápiz atravesado, buscó la mirada del director y… ‘¿Adónde vas?’. No contestó, aunque hizo que la siguieran. Al abrir la puerta los focos la deslumbraron y el batallón de micrófonos casi le cortaron la respiración. Se acercó hasta el borde de los escalones y dijo: ‘Compañeras, compañeros, gracias por estar ahí. Quiero deciros que me siento muy alagada. ¿Hay algo más gratificante que nos reconozcan el trabajo realizado? Al igual que yo, sabéis lo difícil de esta apasionante profesión, las piedras que encontramos en el camino, la censura que hemos de esquivar, los borradores que van directos a la papelera, el insomnio cuando las cosas no salen, la preocupación de haber dado una mala imagen. En definitiva, este ejercicio tan hermoso de contar lo que acontece en la vida y hacerlo con dignidad, humildad, sencillez y empatía. Fuera de estos muros –señaló la fachada– no tendría el mismo sentido para mí seguir ejerciendo y hacerlo con la misma libertad que hasta ahora. Por eso, aunque es muy tentador todo lo que me ha llegado, he decidido quedarme con los míos, porque si no lo hiciera perdería la esencia de lo que siempre quise ser: cronista de las cosas sencillas’.
          El taxi se detuvo en el aeropuerto. Betty Scott se bajó con un bolso de mano. En el hall, dos agentes fueron a su encuentro. Ella trató de despistarlos equivocándose de puerta a propósito, pero ellos la abordaron. ‘¡Cómo se atreven! Soy una ciudadana que no ha cometido ningún delito’. ‘No se sofoque, señora. Nosotros cumplimos órdenes y si el FBI nos dice que tiene que acompañarnos, porque así lo manda Anthony Cohen, al que ya conoce, la metemos a la fuerza en el coche patrulla si fuera necesario. ¿Le ha quedado claro?’. El contacto enviado por su hijo para recoger el dinero, la vio darse la vuelta custodiada por una mujer y un hombre con pinta de policías.

domingo, 5 de junio de 2022

Helen Wyner

20.

Taraji Evans, del Partido Demócrata, congresista por el condado de Baldwin, en el estado de Alabama, era de origen afroamericano. Octava de nueve hermanos, todos varones, descendientes de campesinos en las plantaciones de algodón, estaba acostumbrada a luchar duro contra la corriente de una sociedad cada vez más hostil. Con veinte años, y a raíz de participar en una huelga de estudiantes en el campus, tras el asesinato de un compañero por llevar dibujado el símbolo de la paz en la camiseta, se le despertó el activismo y siguió los pasos de algunos defensores de los derechos civiles, hombres y mujeres que, impulsados por el legado del reverendo Martin Luther King, y la educadora Septima Clark, recorrían el país transmitiendo el mensaje de que, con esfuerzo, la igualdad en el mundo se podría conseguir. En una cena benéfica a la que asistió cumpliendo el protocolo, conoció a diversas personalidades de las más altas esferas: banqueros, abogados, empresarios, magnates, intermediarios, especuladores…, gente con mucho poder que nada tenían en común con el ciudadano de a pie. Por esa razón fue allí donde oyendo tanto discurso vacío de contenido, en la cuna de aquel ambiente relleno de superficialidad y tan distinto al suyo, determinó que, para mejorar la calidad de vida de las personas más vulnerables, era fundamental dedicarse a la política y cumplir el principal de los compromisos: trabajar para el conjunto total de los ciudadanos y las ciudadanas. Reunió a un grupo de expertos y expertas bastante cualificados para preparar la candidatura, obtener apoyos suficientes y culminar en el Capitolio llevando un equipaje cargado de reivindicaciones. Así fue como, en febrero de 2009, recién nombrado Presidente Barack Obama, con una temperatura en Washington muy por debajo de cero y la emoción agarrada a la boca del estómago, caminó por Pennsylvania Avenue hasta una de las entradas. Durante los años siguientes, pagando un altísimo coste emocional que se llevó por delante la única relación conocida hasta ahora, no ha habido ni un solo día que no lo haya dedicado a su empleo público, atendiendo a los compatriotas y dejando en un muy buen lugar a cuantos confiaron en sus propuestas, convirtiéndola en alguien importante y muy querida, esa voz de muchos y muchas que, por miedo, amenazas o timidez nunca se han atrevían a abrir la boca.
          El despacho donde la congresista Evans atendía votantes estaba ubicado dentro de las oficinas de la sede del condado de Baldwin, en la ciudad de Bay Minette. El brillo de su piel negra perfectamente hidratada, de aspecto saludable, mirada limpia, actitud cercana e infinita amabilidad, precedían a un ser humano de gran calidad y muy interesante. Paul Cox llegó puntual a la cita, tocó en la puerta con los nudillos y esperó respuesta del otro lado. ‘Entre, por favor, no se quede ahí –dijo ella–. Perdone el desorden, están pintado y fíjese cómo lo han dejado todo’. ‘No se preocupe, lo entiendo. Gracias por recibirme’. ‘Es mi deber. ¿Le importa que almuerce? –sacó un sándwich de pollo en pan Graham, rico en fibra, con hojas de lechuga y mahonesa cayendo en cascada por los bordes–. Después tengo una reunión con cooperativas para el suministro del agua y no tendré tiempo’. ‘Claro. Adelante. Faltaría más’. ‘¿Quiere?’. ‘No, ya comí’. ‘Cuénteme’. El consejero escolar y actual director en funciones narró detalladamente irregularidades administrativas descubiertas nada más ponerse al mando de la escuela, chantaje emocional con llamadas a deshoras de otros electores, desvío de dinero del anterior gerente a sus cuentas personales y, lo más preocupante: el aumento de alumnos y alumnas que acudían a clase llevando armas. ‘¿Tiene pruebas?’. ‘Por supuesto –puso sobre la mesa una carpeta–, de lo contrario no habría venido’. ‘Referente a la primera cuestión que plantea, con estos documentos –levantó un puñado de hojas– será fácil emprender las diligencias oportunas. ¿Ha oído hablar de John Lewis?’. ‘Pues no, la verdad’. ‘Durante más de treinta años fue el representante del estado de Georgia. En 2016, tras la horrible masacre en una discoteca de Orlando con 49 muertos y 53 heridos, lideró una protesta con congresistas y senadores demócratas reclamando la regularización de la venta y uso de armas. Pero la segunda enmienda ampara el derecho que tiene todo ciudadano estadounidense a la autodefensa. Además, la ley federal especifica que con 18 años se puede adquirir una escopeta o rifle’. ‘Nuestros alumnos y alumnas son menores’. ‘En el mercado negro, un chico o chica por debajo de esa edad compra lo que le venga en gana o se lo proporciona la propia familia’. ‘Me habían dicho que usted era muy sensible respecto a determinados temas y que abanderaba iniciativas para conseguir una sociedad más segura donde nadie se sienta amenazado, pero imagino que interesa muy poco la violencia juvenil’. ‘No se confunda, señor Cox, para mí cuanto ocurre en el distrito es importante y si he dado la imagen de acomodada no se corresponde con mi forma de ser’. ‘Perdone, no he querido ofenderla’. ‘Y no lo ha hecho’. ‘Entonces, ¿hará algo?’. ‘De momento estudiar el caso y encontrar vías de solución, no se puede tomar decisiones a la ligera en asuntos tan serios, hay que contrastar los documentos que ha traído con las empresas distribuidoras, por lo que veo hay varias piezas que entran en juego: material deportivo, alimentación, transporte… Pero no se preocupe que no nos vamos a quedar quietos. En cuanto a lo otro que plantea ya nos gustaría que saliese adelante la ley presentada para restringir la asistencia a las aulas con armas blancas o de fuego, aunque mucho me temo que no verá la luz ya que hay mayoría conservadora en todos los ámbitos, a parte del papel fundamental que desempeña el lobby armamentista’. Sin embargo, ninguno de los dos podía sospechar que varios días después un individuo de veinte años se levantaría una mañana con el firme propósito de pasar a las páginas de historia más sangrientas de los Estados Unidos, como autor del tiroteo masivo en una escuela de primaria. Taraji Evans terminó de almorzar, despidió al hombre y cambió de registro para enfrentarse a la comunidad agrícola. Antes de ir a la sala contigua donde ya esperaban, anotó dos nombres en un pósit que dio a su equipo: Mitch Austin y exsheriff Landon.
          ¿Han llegado los resultados del laboratorio? –preguntó Anthony Cohen–. Metedles prisa, sin nada contundente no puedo retener mucho más a la mujer’. Betty Scott rebuscaba dentro de su bolso un pañuelo para sonarse la nariz. ‘¿Puedo irme? –dijo al agente del FBI cuando éste regresó–. Seguro que ha habido una confusión con mi esposo y habrá regresado a casa’. Lo cual no sería posible al estar prisionero por haber agredido a un superior hiriéndole gravemente. ‘Dígame dónde está su hijo y podrá marcharse’. ‘No lo sé, de verdad que no lo sé. Ya sabe cómo es la juventud hoy en día, no cuentan nada a los padres y van por libre’. ‘¿Le suena Irlanda? Hemos encontrado montones de cartas y postales’. ‘Claro, mi bisabuela era irlandesa y parte de la familia vive allí, a veces nos escribimos’. ‘Mucha casualidad, ¿no cree? Resulta que ninguna lleva remite ni firma’. Ella titubeó y perdió un poco los nervios. ‘¿Puedo ir al lavabo?’. Pero Anthony no la escuchó. ‘Pide una orden urgente para intervenir su teléfono e interceptar la correspondencia –dijo a uno de los policías que se puso con ello–. Vamos a soltarla. Sin embargo, antes de ponerla en la calle necesito que vosotras –se dirigió a dos de las compañeras–, la sigáis de cerca. Estad preparadas y esperad por los alrededores. Eso sí, no vayáis de uniforme –todos rieron–, tengo un presentimiento’. ‘A la orden, jefe’. Cuarenta y cinco minutos después volvió a la habitación. ‘Disculpe la espera, ya se puede ir –malhumorada lo hizo sin mediar palabra–, un coche la llevará hasta Foley’. La vio alejarse y sintió pena por ella porque llevaba todo el peso de la culpa sobre los hombros. Con un guante cogió el vaso donde había bebido agua, lo metió en una bolsa y lo mandó también al laboratorio para cotejar el ADN con los objetos sacados de la casa. Anthony Cohen ya tenía concedido el traslado a la academia de entrenamiento a agentes especiales del FBI, en la base del Cuerpo de Marines, en Quantico, Virginia, así que, ansiaba dejar encaminado lo más pronto posible este caso y cambiar a un modo de vida sin tantos sobresaltos. ‘Aquí los tienes –irrumpieron dos personas en el despacho–, acaban de llegar y no te va a gustar’. Las huellas de la pistola y la pornografía infantil eran suyas. Betty Scott lo había limpiado todo para borrar las de su hijo ignorando que alguna quedó. ‘¿Por qué lo dices?’. ‘En Alabama tenemos pena de muerte e Irlanda no lo va a extraditar precisamente por ese motivo’. ‘En realidad no está acusado de asesinato –dijo otro policía–. El marido de la maestra murió a consecuencia de la paliza recibida por más de una persona’. ‘Bueno, habrá que probar su grado de implicación –intervino Cohen–, puede que fuera el cerebro y quien eligiese a las víctimas, además del sucio asunto del material pornográfico. En fin, confiemos en que su madre nos lleve hasta él, creo que no tardará, la he estudiado de cerca y se ve acorralada’. ‘Señor –llamó alguien desde fuera–, el dispositivo de seguimiento está en marcha, las avispas van tras el paquete’. ‘¡Chico, tienes una forma de hablar que no me entero!’. ‘Coño, Anthony, pues que las agentes vigilan a la mujer’. ‘Lo tuyo es de nota, colega’. Le dio una palmadita en la espalda y cerró la puerta tras de sí. En la computadora abrió la carpeta donde tenía el expediente del marido de Coretta Sanders y volvió a repasarlo porque quizá se les escapara algún detalle, alguna conexión con el sospechoso huido.
          Minutos después de las 12 p.m. tras el almuerzo ligero en la escuela, Helen Wyner puso rumbo a su destino dejando atrás el pueblo de Elberta, ahora si cabe mucho más vacío desde que su madre se fue a Montana con el grupo de senderismo a visitar el Parque Nacional de los Glaciares. La Ruta Estatal 31 que atraviesa Alabama y sigue hacia el estado de Tennessee estaba colapsada a consecuencia de una caravana de camiones trailer en dirección norte. Hasta la ciudad de Kimberly no se movió del carril de la izquierda y, a pesar de los nervios internos removiéndola los jugos del estómago, durante las 283 millas disfrutó del azul intenso con un discreto estampado de diminutas nubes esparcidas por el cielo. Iba a tener el último encuentro profesional con la periodista antes de la publicación del reportaje. Antes de coger el desvío a Jefferson St aminoró la marcha y desde la ventanilla de la vieja camioneta saludó a los abuelos de Rachell W. Rampell quienes apostados en el mismo lugar de siempre, indicaban a los forasteros del peligro de adentrarse en el bosque por equivocación. Aunque The taco mexican cantina gozaba de una clientela fiel que acudía a diario, no interactuaban entre sí. Cada cual conservaba su espacio, el toque personal a los platos favoritos, la manía de usar el mismo vaso, la mesa reservada o el taburete en barra, así como la máquina de discos conectada, ya que, entrada la noche, cada comensal seleccionaba su canción favorita y los demás muy respetuosos escuchaban atentamente. ‘¿Estás preparada? –preguntó Rachell mientras colocaba la grabadora cerca de Helen–. ¿Quieres otro tequila?’. ‘De momento no me apetece beber más. Empecemos’. ‘Muy bien. ¿Recuerdas dónde lo dejamos?’. ‘Refréscame la memoria’. ‘Volvíais con Beth de Montgomery de recoger materiales para restaurar muebles y tu madre os dijo que la policía estuvo buscándola allí, así que la acompañaste a la oficina del sheriff’. ‘Mi sobrina era una niña alegre y, por consiguiente, eso mismo nos trajo a nosotras: la dicha de ver crecer a un ser inocente. En las noches de verano se tumbaba conmigo a mirar las estrellas en el jardín. ¿Esa cuál es? ¿Y aquella otra? ¿Cómo han llegado hasta ahí? ¿Por dónde subieron?, preguntaba a carcajadas para que yo dudara y acabase haciéndola cosquillas. Pero también, a su manera, cambiaba de registro y manifestaba la tristeza de pertenecer a una familia desestructurada, el miedo que se apoderaba de ella cada vez que venía el padre y lo agresiva que regresaba después. No lo supimos ver y pasó lo que pasó –tomo aliento, se miró las palmas de las manos y continuó–. He traído el dibujo del que te hablé, es muy significativo. Fíjate bien, esto de aquí –señaló una esquina del papel– es un monstruo que la va persiguiendo y está calvo, como lo estaba su papá’. ‘Helen, sabes que mi periódico y yo no queremos entrar en detalles escabrosos ni sensacionalistas, pero necesitamos adentrarnos en las entrañas de lo que ocurrió’. ‘A pesar de la distancia entre vecinos su testimonio versó en que los gritos de la niña se oían en un amplio perímetro a la redonda, ya que para largarse de fiesta con sus amigos moteros la encerraba en un cuarto oscuro – en el juicio él lo corroboró–, aquella vez cesó el llanto haciéndola tomar un zumo cargado de tranquilizante. De madrugada, poco antes de aclarar el día, regresó bastante borracho, aunque no lo suficiente como para intuir que algo iba mal. Abrió el candado y la puerta, se acercó hasta el camastro donde la acostó y se aseguró de que respiraba. Con mucha frialdad la sacó envuelta en una manta y la tendió en la parte trasera del coche creyendo que había muerto. Arrancó con violencia y desapareció’. ‘¿Quieres descansar un poco?’. ‘No, prefiero terminar’. ‘De acuerdo. ¿Qué certificaron en la autopsia?’. ‘Hipotermia’. ‘¿Y tú te lo crees?’. ‘Lo que yo piense no es relevante’. ‘¿Falleció tras abandonarla detrás de unos matorrales?’. ‘Exacto, simplemente con haberla llevado al hospital ahora estaría viva’. ‘¿Y la sustancia qué era?’. ‘Una mezcla indeterminada de varias drogas’. ‘¿Qué ponía en las cartas que os mandaba desde la cárcel?’. ‘Nunca las leí’. ‘¿Por qué?’. ‘Oye, ¿acaso me culpas de no haber sido más comprensiva?’. ‘Jamás cuestionaría tal cosa’. ‘Mi hermana Beth espera la muerte recluida en una clínica psiquiátrica y ya no nos reconoce, ¿es ese un motivo suficiente? Durante el juicio un contacto suyo muy estrecho, declaró que el acusado se jactaba de no haber auxiliado a la pequeña por vengarse de su exmujer. Ella sufría una de sus crisis y no estuvo presente, a pesar de que el abogado defensor uso todo tipo de trucos, la mayoría bastante sucios, para llamarla al estrado’. ‘Tremendo. ¿Cómo cuáles?’. ‘Pues que tenía desatendida a la niña, que era una fulana arruinada viviendo de prestado en casa de nuestra madre, que se inventaba los problemas psiquiátricos para dar pena. Cosas así’. ‘Pero no fue, ¿verdad?’. ‘El magistrado pidió asesoramiento médico y su historial clínico, desestimó la asistencia reforzada con el caso de –buscó el dato en sus notas– Diana F. Gary contra el estado de Pennsylvania, cuya presencia en Sala no tuvo lugar al estar convaleciente de un trasplante de hígado’. ‘¿Qué pretendes conseguir con el reportaje?’. ‘No lo sé. Tal vez que este testimonio ayude a otras personas a salvar la vida de sus hijas e hijos antes de que sea tarde. Los niños y niñas expresan mucho, pero los adultos seguimos sin enterarnos’.
          Rachel W. Rampell, del Reports Alabama Times, trabajó durante toda la noche, tenía la historia estructurada en la cabeza, las palabras de Helen frescas en la memoria y mucha rabia por dentro. Veinticinco folios fueron el resultado final. Le dolían las cervicales, necesitaba una ducha urgente y dormir un rato. Cuando la impresora escupió la última hoja, las sujetó con un clip, bajó las persianas, cerró los ojos y se dejó llevar…