domingo, 22 de enero de 2023

Detroit, una historia cualquiera

 10. 


No soy muy dado a la nostalgia ni al sentimentalismo, tampoco a mostrar las emociones en público y por supuesto nada que deje al descubierto el más mínimo resquicio de debilidad en mi persona, pero confieso que se me ha caído el alma a los pies viendo a Megan Aniston a través del cristal de la UCI, inerte sobre la cama que parece una nave espacial, llena de cables, conectada al monitor de constantes vitales, con la bomba de infusión inyectando fármacos por goteo lento, sonda nasogástrica por la que transita un puré espeso directo al estómago, aspirador de secreciones bronquiales y un cesto de residuos que, mejor no saber su contenido. El caso es que quieto como un palo doy la impresión de ser medio tonto, blanco como la cal, con el labio inferior semiabierto, algo tartamudo en respuestas, apenado de lo poco que queda de esa mujer vitalista que he conocido, asustado por la variedad de aparatos que parecen carreteras virtuales enganchadas a un ordenador gigante e invisible  y sin haber donado sangre que en definitiva es a lo que vine. Sin embargo, como ya es habitual desde que tengo memoria, un hecho externo ha truncado los planes apartándome del camino.
          –Soy la adjunta de esta unidad –interrumpe mis pensamientos una sanitaria con actitud de pocos amigos, acompañada por la estudiante colombiana que ha dado conmigo–, en este momento nuestra directora no se encuentra disponible, de modo que seré yo quien le informe y responda a sus preguntas.
          –En primer lugar, voy a denunciar al hospital por facilitar mis datos personales a toda la red hospitalaria. Nada tengo que ver con ella –señalo con el dedo a la paciente–. No somos parientes, amigos, pareja, vecinos… Así que, adiós muy buenas y que pasen un buen día, señoras.
          –Sólo queremos que nos diga el nombre de ella y si tiene familia. Como le habrá explicado mi compañera, gracias a que en la ambulancia le nombró a usted y a la propaganda de Pope Francis Center encontrada entre sus pertenencias, hemos unido una cosa con otra y nos sería de gran ayuda que colaborase con nosotras. Le garantizo que no le va a comprometer absolutamente a nada. –No sería digno por mi parte callar.
          –Es Megan Aniston, vamos a la misma iglesia a por comida, de eso la conozco. ¿No lo han podido ver en su permiso de conducir?
          –Aparentemente no lo llevaba encima salvo que fuese víctima de algún robo.
          –Es raro, siempre alardea de que lo tiene casi antes de nacer.
          –¿Qué más puede decirnos? –quiere acabar cuanto antes y yo también.
          –Su hija está enferma y vive en una fábrica del downtown, ocupada por la comunidad negra. Es lo único que sé.
          –¿Y la dirección?
          –Ni idea. Oiga, ¿esto qué es un puto interrogatorio del FBI? Pregúntenle a la esposa del reverendo Bob W. Perkins, esa sí que sabe –se me nota molesto.
          –No se ofenda, caballero. Normalmente activamos el protocolo y la policía se encarga, pero nuestra jefa sigue criterios muy diferentes a los establecidos y prefiere ejercer de detective involucrándonos a los demás. Ya sabe que donde hay patrón no manda marinero –muestra su desacuerdo.
          –Pues conmigo tienen ya todo el pescado vendido.
          –Esto se nos queda grande –dice la estudiante colombiana. De repente se arma mucho alboroto y varios sanitarios con EPI rodean una de las camas mientras corren la cortina preservando la intimidad de la persona.
          –Vamos, deprisa, a quirófano –se acerca un médico por detrás e indica que la sigan.
          –Muchísimas gracias por su colaboración. Y ahora, si nos disculpa –me dejan con la palabra en la boca. Regreso al mostrador donde empezó esta andadura y dicen que si quiero donar sangre vaya a otro hospital porque el cupo lo tienen ya cubierto. En fin, una putada.
          Sin un solo dólar en el bolsillo y hambriento como hacía mucho que no lo estaba, no me queda más remedio que acudir al puesto ambulante de hot dog que hay en el cruce de Washington Blvd con Grand River Ave, cuyo vendedor suele ser muy generoso con gente como yo ya que tiempo atrás, él también vivió de la bondad de otros. Según avanzo, con la lentitud que emplea aquel que va perdiendo fuelle, hago un alto en  Clark Park, uno de los parques más antiguos de la ciudad, con pista de hielo para practicar hockey y zona infantil donde niños y niñas dejan volar la imaginación. En los bancos de madera envejecida cuyos nudos han sido testigo de muchos sinsabores, tomo asiento pese al frío y a los continuos copos de nieve que caen sobre el gorro de lana que ha perdido el apresto. Algo más allá, como sacados de una fotografía en blanco y negro, un grupo de homeless se calientan alrededor de la hoguera donde arden las páginas casi borradas del pasado. Algunos de los mendigos son rostros nuevos que han venido a sustituir a aquellos que la pandemia deportó hasta el cementerio. El más joven, y lo digo porque realiza una especie de danza en torno al bidón de hierro del que sobresalen las llamas, hace señales con los brazos para que me acerque. El intenso olor a orines y vino barato configura las coordenadas perfectas que conducen hacia donde están. Observo en la mayoría que la dureza de la calle les ha arrancado los dientes, dejado calvos, arrugado la frente, consumido las carnes y menguado los huesos, así que, en el espejo imaginario del engaño me digo que soy distinto a ellos.
          –Arrímate hermano, que cabemos todos –dice con acento extranjero.
          –Bueno, no sé, estaré poco, me esperan –recalco cada sílaba.
          –Claro, querido, igual que a nosotros –ríen a carcajadas mientras me devora el ridículo.
          –Este paño abriga, ¿eh? –el más desaliñado escupe las vocales a la vez que introduce sus dedos con suciedad en las uñas entre los grandes botones, imitación a nácar, para desabrocharlos.
          –¿Qué hace? –retrocedo acojonado
          –¡Uy! ¡Eh, mirad esto! –vocea–, el señorito se pone a la defensiva. Su excelencia –hace una reverencia– se ha meado en los pantalones –vuelve a burlarse.
          –No me toques –preparo los puños para saltar al ring.
          –¿A que no te atreves a darme una hostia? Los de tu calaña sois unos fanfarrones.
          –Dejadle en paz –interviene un tipo de rasgos indígenas surgido de la nada.
          –¡Pero mira qué tenemos aquí, al mismísimo defensor de las almas perdidas! Cariño –lanza besos al vacío–, no te enfades que me la pones dura –suelta el otro acaramelado.
          –No les hagas caso, son inofensivos –me toma del brazo–, cualquier excusa es buena para pasar un rato divertido. Ven, apartémonos.
          –¡Que os den! –hacen un corte de manga.
          –¿De dónde eres? –pregunta.
          –De Michigan –respondo por cortesía–. ¿Y tú?
          –De Alaska. ¿No se nota? –enmarca su cara.
          –Un poco –busco el tono distendido.
          –Estoy de paso, pero en cuanto consiga el dinero para viajar vuelvo a mi tierra –un velo de nostalgia e inquietud empaña sus pupilas.
          –Pues siento no poder ayudarte, amigo. No tengo pasta.
          –¡Qué va! –de repente nos hemos quedado solos y buscamos algunas ramas caídas y papeles que mantengan el fuego activo–. Durante los meses que llevo aquí he visto cosas muy raras y también las han querido hacer conmigo, pero no sé por qué pareces simpático y transmites confianza. Además que si no aparezco esos lobos del asfalto te habrían devorado guiña el ojo.
            –Cierto –sonrío–, sin embargo, no me conoces y…
          –Ni tú a mí –interrumpe–. Nada asegura que esté diciendo la verdad o que te quiera embaucar para robarte después. Puedes creerme o no, da igual –cuatro o cinco minutos de silencio se hacen eternos.
          –¿Qué te ha traído a la región Medio Oeste del país?
          –¡Uf!, es una larga historia.
          –No tengo prisa, nadie me espera –ahora soy yo el que guiña el ojo y él comparte conmigo su termo de café haciéndome sentir maleducado por no llevar encima ni un par de galletas.
          –Trabajaba de guía turístico, ya sabes que allí es una opción bastante recurrente que te permite vivir todo el año con lo ganado en temporada. Me iba muy bien. No soporto las ataduras y la idea de permanecer una jornada entera encerrado en oficinas me horrorizaba. Así que, la posibilidad de financiar la vida al aire libre, haciendo aquello que me gusta, era muy tentadora.
          –Vaya que si es una suerte –y lo dice quien nunca pudo elegir–. Perdón, continúa.
          –Cuando los clientes nos contratan tenemos varios paquetes con diferentes rutas, pero quizá la más popular y, en consecuencia, la más vendida, es aquella que pasa por el pueblo pesquero de Valdez.
          –¿Por dónde queda?
          –Está en un fiordo que llega tierra adentro, en Prince William Sound, entre glaciares de marea, montañas, selvas tropicales, vida silvestre, naturaleza en estado puro. En fin, un entorno idílico rodeado de paisajes espectaculares y vistas al mar.
          –Dan ganas de perderse allí.
          –Pues sí, ojalá lo hubiese hecho yo.
          –¿Qué te lo impidió? –deja pasar unos segundos y sigue hablando del entorno.
        –El sitio es muy atractivo, y su gastronomía también, por ejemplo, la hamburguesa de alce, aunque es más peculiar la de fletan, el pescado rebozado con cerveza, las huevas de trucha, pero sin duda el salmón rojo es el rey. Los nativos del Ártico consumen carne de ballena, se caza en primavera y otoño, y la almacenan hasta el invierno.
          –¿La has probado?
      –Sí, es un auténtico manjar –aparta la vista y respira profundo–. Me asignaron una expedición con 20 excursionistas cuyo principal deseo era disfrutar de unos días de relajo lejos de vorágine urbana, así que, de toda nuestra oferta eligieron Valdez porque además de jornadas de pesca, senderismo y visita obligada al criadero de delfines, solemos salir en Kayak. Todos sabían nadar menos un hombre. Se lo calló. Los nervios, la imprudencia, la emoción, el arrepentimiento o puede que todo a la vez, hicieron que la piragua volcase y, aunque llevábamos a un socorrista con nosotros, no lo dudé y le saqué a flote tan rápido como pude. –Me recorrió un escalofrío.
          –Fuiste muy valiente.
       –No era la primera vez que lo hacía, a veces la gente tiene reparo en confesar sus limitaciones, estamos acostumbrados. Hay quien jamás ha escalado, pero se atreve a unirse al grupo de montañeros sin calcular el peligro que supone su inexperiencia para el resto.
          –Bueno, atreverse es apostar alto, ¿no?
          –Sí, por supuesto.
          –¿Y qué pasó? ¿Tuvieron problemas?
         –No, ninguno. Nos enamoramos y nuestra aventura fue muy potente. Cuando él regresó aquí prometimos reencontrarnos. Supe que le sería difícil romper con su empleo de profesor en la universidad, mientras que yo podía encontrar algo de lo mío más fácilmente. Durante meses mantuvimos la pasión por videollamada, dilatando el momento de la despedida, haciendo planes de futuro y soñando con un futuro juntos y libres. Así que, un buen día, me levanté de la cama, guardé en la mochila algo de ropa, libros, las cosas de aseo y cogí un avión presentándome en el Aeropuerto Metropolitano del condado de Wayne de Detroit, desde ahí le llamé por teléfono y nos citamos en una cafetería que localicé según sus indicaciones. Parecía otro, estaba cabreado, le abracé y se quedó rígido, supuse que mi espontaneidad no era bienvenida.
          –¿Y?
        –Pues que se me jodió la ilusión y deseé que se abriera una grieta en el asfalto por la que desaparecer. Estaba casado, con hijos y ni por lo más remoto iba a romper su familia, de modo que, antes de ponerle la consumición se largó sin más.
          –¿Esa fue la explicación que te dio?
          –Sí.
          –¿Por qué no luchaste por vuestro amor?
          –Quizá jamás existió.
     –Las relaciones sentimentales son muy complicadas, supongo que entre hombres también.
          –Ahí no puedo responder, siempre he estado con mujeres, pero esta vez…
          –¿Y él?
          –Nunca se lo pregunté.
          –¿Por qué te quedaste en Detroit?
        –El confinamiento me dejó tirado en la calle, he pasado por casi todos los albergues e iglesias, he dormido al lado de asesinos, drogadictos, delincuentes de todo tipo y violadores.
          –¿Han abusado de ti?
          –En el más amplio sentido de la palabra. He hecho cosas de las que no estoy orgulloso y en sí me arrepiento, pero la necesidad y el hambre te empujan incluso a prostituirte por un mendrugo de pan. Trate de buscar trabajo, pero nadie ha querido contratarme. Oye, háblame de ti.
          –No hay nada interesante que contar –me gusta que no insista.
         –Bueno, parece mentira, pero está amaneciendo –dice disimulando la pena y la derrota.
          –Sí, es hora de irse –afirmo.
          –Cuídate.
          –Y tú.
          –Por cierto, ¿cómo te llamas?
          –Ayden Carson.
          –Encantado, yo Christopher.
          Antes de despedirnos le felicito por la elección de la demócrata Mary Peltola para la Cámara de Representantes de Washington por Alaska, convirtiéndose en la primera nativa que accede a dicho cargo. Sorprendido por lo bien informado que estoy, se confiesa desconectado de la política empujado al descrédito y la desidia tiempo atrás. Los primeros rayos de sol perfilan en el horizonte el skyline madrugador de la ciudad desplegando la monotonía en los vecindarios. Según camino, a poco que presto atención, oigo el tintineo de platos y cubiertos en el desayuno, las risas de los pequeños ajenos a las dificultades, el enfado del abuelo porque el colesterol disparado le ha prohibido su ración de beicon crujiente, las voces de la radio repasando la actualidad que no cesa de ser desastrosa, la alarma que salta cada mañana en el escaparate de la pastelería al hurtar alguien magdalenas de banana, el lenguaje de los roedores que buscan un escape a través de las alcantarillas, el burbujeo de jugos espesos en la garganta de la prostituta que después de tantas felaciones no ha conseguido hacer ningún servicio completo, la melodía del celular que suena sin que nadie conteste, las ojeras del vigilante nocturno vistas por el retrovisor del taxi que le lleva a casa y las huellas de quienes como yo somos invisibles para la sociedad. En la esquina de Lafayette Blvd, donde tengo mi escondite y me siento a salvo del mundo, hay un coche de bomberos estacionado una cuadra más abajo tratando de rescatar a una niña subida en la cornisa del tejado.
          –¿En qué la puedo ayudar, señora? –dice con amabilidad la persona que atiende en la entrada.
          –Quiero denunciar la desaparición de mi madre.
          –Siéntese ahí que enseguida la recibe un agente.
          –Gracias. –La hija de Megan Aniston apenas ha dormido a consecuencia de los fuertes dolores que sufre, a pesar de cambiar a menudo de postura cuando está en la cama, pero en el momento en el que los muelles del colchón encuentran los huecos de las costillas, la entran ganas de acabar con su vida.
          –Hola, vengan conmigo –dice el agente que los lleva hasta una mesa libre que hay al fondo de la sala–. Siéntense. ¿Y bien?
         –Hace más de tres días que mi suegra no aparece –interviene el yerno– y estamos muy preocupados.
          –¿Has llamado a los conocidos y a los hospitales?
          –No, señor. No tenemos teléfono –explica ella que además ha de ponerse en pie ya que un calambre semejante a una tormenta eléctrica recorre su pierna izquierda atraviesa la pantorrilla de abajo a arriba.
          –¿Qué le pasa? –pregunta el policía
          –Nada, ya ha pasado.
        –De acuerdo. Deme los datos de su madre –al digitalizarlos el sistema abre una pantalla en cuya nota pone dónde se encuentra–. Pues van a tener suerte.
          –¿Le ha pasado algo? –preguntan ambos con lágrimas en los ojos.
        –Miren –la patrulla que los lleva hasta Detroit Medical Center, se salta los semáforos, frenan en seco y entran con ellos por urgencias.
          –Soy la hija de Megan Aniston, por favor, quiero hablar con quien la está tratando –pide entre lágrimas…

domingo, 8 de enero de 2023

Detroit, una historia cualquiera

9.

He pasado toda la noche regular yendo continuamente al baño por culpa de un culín de alcohol que quedaba en una botella sin etiqueta, abandonada en la papelera del parque y ante la que no pude resistir el impulso de llevármela a la boca. El arrepentimiento de después ha servido de poco tras los retortijones de tripa que han estado a punto de partirme en dos. Pero, mientras que la lengua estuvo en contacto con el líquido picado, sin reparar en los daños colaterales que mi organismo sufriría, la cabeza retrocedió a otro tiempo más saludable donde nuestra posición familiar estaba en la cima de la montaña. Y es que uno no olvida fácilmente quién fue si la memoria del paladar despierta caprichosa y en un arrebato de delirio recupera determinados sabores, como aquel del caviar regado con Moët Impérial, un champagne de madurez elegante, que nunca faltaba en la mesa de casa. Cuando nosotros éramos pequeños nos reíamos mucho viendo los gestos en la cara de mamá al metérsele las burbujas por la nariz, cosquillas que la hacían estornudar repetidas veces, con el consabido comentario de papá diciendo que no sabía apreciar un buen espumoso. Como la mayoría de los chavales, mi hermano Colorado Sprint y yo éramos traviesos, así que le buscábamos las vueltas a Emily, el ama de llaves, para subirnos a un taburete y apurar lo que quedaba en cada copa. Por tanto, la costumbre de beberme las babas de otros me viene de atrás. Así que, haciendo un esfuerzo físico monumental, me trago las bilis de orgullo y peregrino hasta una de las colas del hambre repartidas por la metrópoli, adonde los que vamos cubrimos nuestra maltrecha dignidad bajo el paraguas de la pobreza. Hace un par de días escuché decir por casualidad a la mujer del reverendo Bob W. Perkins, que en Pope Francis Center cuentan con más recursos sociales que ellos para abastecer a los necesitados, así que, veré si hoy tengo suerte y consigo algo caliente que me entone. En Detroit, aunque vivas casi en el mismo corazón del downtown, las distancias a pie para acceder a cualquier sitio son largas, máxime si vas justito de fuerzas como es mi caso. De manera que camino pegado a la pared, sin dejar espacio siquiera a mi propia sombra. Quince minutos después me sumo a las numerosas personas que aguardan en la puerta ateridos de frío.
          –Échate atrás mocoso, esta es mi baldosa –dice una anciana desgreñada a un chaval que bota una pelota de beisbol.
          –¡Cállate vieja asquerosa! –grita alguien de delante.
          –Siempre igual, coño. ¿Por qué no te vas al asilo y nos dejas en paz? –suelta un hombre sosteniendo un cartón de vino dentro de una bolsa de papel marrón.
          –¡No me da la gana! Iros todos a tomar por saco. De aquí no me muevo, y el que se atreva… –saca una navaja de cuchilla corta pero afilada. Observo la escena indiferente y me pregunto cómo es posible que haya manejado tan mal la vida para verme ahí.
          Dentro del recinto del hospital el movimiento de gente es frenético a consecuencia del terrible accidente ocurrido esta madrugada, en la carretera interestatal 96 que cruza Michigan de este a oeste. El conductor de un trailer cisterna ha perdido el control justo en la salida hacia Rosa Parks Blvd, empotrándose contra el muro de separación y quedando atravesado en tres de sus carriles ocasionado también que los coches de detrás no pudiesen frenar y se amontonaran unos sobre otros formando un inseparable amasijo de hierros y sangre. Segundos después, en mitad del caos y la incertidumbre, mientras que un grupo de personas, sin calibrar el riesgo para ellos, se afanaban por sacar deprisa a quienes habían quedado atrapados, una gran bola de fuego envuelve al camión convirtiéndolo en un callejón sin salida para los autos colisionados y aquellos ocupantes que no tuvieron la suerte de escapar. Docenas de ambulancias trasladan a los heridos de diversa consideración y los furgones fúnebres a una morgue improvisada donde un goteo de familiares y amigos se acercan a preguntar por los suyos. Sin embargo, la tarea de identificación va a ser lenta y bastante delicada, al estar algunos cuerpos absolutamente carbonizados, por lo que, no se les podrá poner nombre y apellido hasta cotejar las pruebas de ADN. A la izquierda de donde ha ocurrido el siniestro, ecologistas desplazados hasta allí, han evaluado de alto riesgo medioambiental la capa de humo tóxico esparcida por la atmósfera. Una planta por debajo de urgencias, en el sótano 1, donde se ubica la Unidad de Cuidados Intensivos, la rutina con matices diferentes pone a funcionar todas sus herramientas.
          –Tranquila, estamos aquí para ayudarla –Violeta se inclina sobre la cabecera de la cama y con la linterna enfoca las pupilas, pero no hay respuesta en el ojo de la paciente.
          –No reacciona a ningún estímulo, ya sabes que de urgencias subió con un claro triaje. Quizá…  –propone la auxiliar.
          –Ni soñarlo. ¿Acaso no ves cómo pelea para ganarle la partida a la parca? –El espíritu caribeño de la doctora Reyes hace que no lo dé todo por perdido, ni se rinda ante la primera adversidad.
          –Hay ingresados en planta que necesitarían los cuidados de aquí, pero… –insiste la otra
          –¿Dónde se ha metido la estudiante colombiana? Se comprometió a encontrar a algún pariente de la mujer y aún no sabemos nada –zanjó así el asunto anterior.
          –Esa búsqueda le corresponde a la policía y no a nosotros, nunca debiste consentirlo –salta la adjunta supremacista que no soporta a los mestizos ni a los nacidos fuera de Estados Unidos, pero ella la obvió girándose hacia la enferma.
          –Si me escucha, mueva la mano, por favor –Megan Aniston oye voces lejanas e intenta abrir los párpados, pero en realidad las sombras que se mueven de un lado a otro no la interesan en absoluto–. ¿Estáis siguiendo mis instrucciones? En las últimas placas los pulmones se ven mejor.
          –Tal y como has pautado –indica la jefa de enfermeras de la UCI–, estamos bajando la sedación poco a poco.
          –Perfecto, pues cuando esté retirada del todo decídmelo e iniciaremos la alimentación oral. A ver cómo responde. Cualquier cambio que ocurra estaré en el despacho. ¡Ah!, por cierto, el caballero de la cama del fondo está listo para subir a planta, encargaos de tramitarlo. –En la intimidad del estrecho cuarto sin ventilación, con presentes traídos por compatriotas y amigos de Cuba, destacando la litografía de un balsero que trata de alcanzar el estrecho de la Florida, la doctora Reyes estudia con minuciosidad los historiales médicos de los hombres y mujeres ingresados actualmente en su unidad, y perfila cada diagnóstico, no siempre positivo. Presume de tener buen instinto y de equivocarse en raras ocasiones cuando apuesta por sacar adelante a algún paciente que quizá otros compañeros, por su complejidad o patologías, habrían desahuciado. Ese era el caso de Megan Aniston y ninguna de las dos pensaban rendirse…
          –Lo siento cariño –dice a su hijo mayor–, llegaré tarde al partido de fútbol de tu hermano, discúlpame con él, por favor, cielo.
          –Claro, mamá, como siempre. –Violeta está tan entregada a su trabajo que pasa de puntillas por todo lo demás.
          La estudiante de origen colombiano suele aprovechar su día libre para realizar tareas domésticas y ampliar conocimientos en la Facultad de Medicina de la Universidad Estatal de Wayne, donde asiste a clases de refuerzo y se empapa de nuevas técnicas en el campo de la cirugía, especialidad que desde el inicio de carrera siempre la atrajo. Sin embargo, esta vez sale muy temprano de casa en dirección a Pope Francis Center, donde confía en averiguar la identidad de la mujer afroamericana ingresada en UCI. Aunque prácticamente sólo va del apartamento al trabajo y no frecuenta otras zonas de la ciudad por falta de tiempo, pronto vislumbra la cruz sobre el tejado de la puerta principal. Una veintena de personas merodean alrededor de las esquinas, van taciturnos, con expresión ausente, traicionados por la vida, vulnerables, débiles, mirando desconfiados a todo aquel que se acerca y con ojos de necesidad hacia el café en vaso desechable que la flamante doctora sostiene en una mano. Con un pie en el último escalón y el otro en la acera, un hombre joven, de pelo rizado, risueño y alegre bufanda de colores que le llega casi hasta las rodillas, hace gestos indicando que es él quien la espera.
          –Hola, gracias por atenderme y perdona la molestia –dice al voluntario que mueve la cabeza restando importancia a esas palabras.
          –Un placer. Encantado de ayudarte en lo que pueda, para eso estamos, al servicio de nuestros hermanos.
          –Estaba tan perdida y angustiada que mis abuelos me han empujado a hablar contigo.
          –Sí, algo me adelantaron. Son encantadores, tan pendientes el uno del otro –dice emocionado–. Un ejemplo que todos nosotros deberíamos seguir. ¿Entramos dentro que estaremos más cómodos?
          –Sí, de acuerdo.
          –Cuidado con la última baldosa no vayas a tropezar y te caigas. Un día por otro no veo el momento de pegarla. –En la sala luminosa retira unas cuantas cajas de ambas sillas y toman asiento–. Perdona el desorden, ahora esto lo usamos de almacén, oficina, espacio para grupos de terapia... En fin, un poco para todo. La demanda de gente que viene buscando comida, cada vez es mayor y nuestros recursos menores, de manera que, si no les damos un plato de sopa, al menos proporcionamos charlas que alivien sus corazones.
          –Es muy lamentable la situación extrema que tienen muchos ciudadanos. Si precisa mi colaboración, dígamelo. Puedo poner inyecciones, tomar la temperatura, explorar… Lo que sea. –Años después, cuando ella ya estaba establecida y las cosas le iban muy bien, montó una ONG con varios compañeros y recorrieron todo el estado de Michigan ofreciendo servicio médico a homeless.
          –No me cabe duda, esos valores los llevas en tu genética.
          –En fin, no quisiera robarte mucho tiempo –en realidad estaba incómoda y quería irse.
          –Comprendo. A ver, cuéntame.
          –Supongo que mis abuelos te habrán dicho que hago prácticas en Detroit Medical Center.
          –En realidad fui yo quien les sonsacó –sonríe.
          –A finales de la semana pasada bajaron a la UCI a esta mujer –enseña una foto hecha con su móvil–, entre sus ropas llevaba propaganda de aquí, y en la ambulancia, antes de perder la conciencia, dijo a medias el nombre de un tal Ayden Cars…
          –¿Carson?
         –Es posible. Total, que uniendo ambas pistas puede que aclare quién es, de lo contrario el hospital activará el protocolo de desconocida y mi jefa no es muy partidaria de eso.
        –Deja que la vea bien –sostiene unos segundos el celular y se lo devuelve–. No me suena, pero aguarda un momento, enseguida vuelvo, tal vez alguno de los compañeros la conozca.
          –De acuerdo. –En las paredes se ven desconchones y marcas como de haber arrimado bultos. A un lado, varios containers semivacíos tienen tetrabrik de leche, paquetes de pasta, pañales para bebés, latas de conserva, mallas de patatas, arroz, café soluble y demás artículos no perecederos, todo distribuido en delgadísimas bolsas de plástico listas para entregar.
           –Mira, creo que vas a tener suerte –dice–, es posible que se llame Megan Aniston. Casualmente ese mismo día uno de nuestros colaboradores esperaba la visita de alguien que coincide con su descripción. Venía de parte de la esposa del reverendo Bob W. Perkins, de una Iglesias Baptista cerca de Lafayette Blvd, pero nunca se presentó.
           –¿Sabe su dirección?
          –No, pero te diré también que el caballero puede ser Ayden Carson, un magnate del automóvil totalmente arruinado. Hace poco que viene, es un tipo bastante raro, recoge su paquete y se larga. Ayer, sin ir más lejos, estuvo, a lo mejor puedes localizarle.
          –Lo intentaré. Tal vez preguntando en los albergues…
          –No obstante, si me entero de algo, te lo hago saber.
          –Te lo agradezco, muchas gracias. –Sale al frío de la mañana y unas manos de piel cuarteada, manchadas con tinta de periódico, la persiguen.
          –Dame una moneda, encanto –pide el mendigo acosándola.
          –Lo siento, no llevo nada –responde atemorizada.
          –Pero que es para comer –insiste expulsando palabras mojadas en alcohol.
          –Déjeme, por favor –apresura el paso.
          –¿Quieres un poco de esto? ¿Es eso lo que quieres? –señala a la bragueta.
          –Ya le he dicho que no tengo nada. Voy a gritar.
          –¡No lo vas a hacer y me vas a dar la mochila!
          –¡Ayuda! ¡Ayuda!
          –¡Que te calles, coño! Dame la puta cartera y lárgate –el cuerpo tembloroso manifiesta claramente el síndrome de abstinencia.
          –¡Eh! ¿Qué está pasando ahí? –Sale corriendo uno de los voluntarios de Pope Francis Center–. ¡Largo!
          –¿Está bien?
          –Sí, gracias.
          –Compatriotas de mierda –voceaba cojeando calle abajo–. ¡El día del juicio final se acerca y seréis juzgados por vuestros actos! ¡Caerá sobre vosotros la destrucción del mundo! –Continuó maldiciendo hasta perderlo de vista.
          –¿La ha agredido? –pregunta tranquilizándola.
          –No, sólo quería una moneda, me he asustado y por eso grité.
       –Bueno, seguro que no era para comer. Tenga cuidado. Merodean a menudo intimidando a la gente, saben que quienes acuden a estos sitios son personas que lo han perdido prácticamente casi todo y con tal de no tener problemas se dejan acosar.
          –Muchas gracias, de verdad, de no haber sido por usted no sé qué habría pasado.
          –¿Quiere que la acompañe?
          –No, no hace falta.
          Gira a la izquierda, coge un taxi y va derecha a casa donde tirada en la cama, con los parpados hinchados de llorar, no puede apartar de su cabeza la imagen de aquel chico con la ira encendida en los ojos, blasfemando en lengua extranjera, al borde de la locura, con la esperanza erradicada y perfil de verdugo. Un ser humano al que la vida ha privado de otra oportunidad, otra salida, otro proyecto de futuro, un trazado para seguir ilusionado, un manojo de sueños sin caducidad, algo de suerte y… Sin embargo, se avergüenza de sí misma, de la poca empatía mostrada, de la manía de encasillar a los semejantes en peligrosos o inofensivos sin pararnos a analizar las circunstancias que a cada uno le colocan en una situación extrema, en la que, si se tuerce la estabilidad, cualquiera de nosotros podríamos estar también al borde del precipicio. La alarma en el móvil, recordándola que ha de tomar sus vitaminas, la traen de los pensamientos a la realidad, pero, si la clave para descubrir la identidad de la afroamericana la tiene un tal Ayden Carson, ella le va a encontrar, cueste lo que cueste. A la mañana siguiente, cuando empiezan a hacer la ronda, Megan Aniston ha empeorado y deciden aumentarle otra vez la sedación…
          Dentro de esa cosa destartalada donde vivo y llamo hogar con total naturalidad, poniendo el énfasis como si de un palacio se tratara, rodeado de humedad y de objetos inservibles, piezas rotas de un presente hostil que jamás volverán a encajar, siento los huesos seguros y las espaldas cubiertas ya que de un tiempo a esta parte por la ciudad corren riadas de peligrosidad, a consecuencia del aumento de bandas callejeras que alimentan batallas campales, sembrando de odio la convivencia de por sí ya complicada entre el vecindario. En la radio piden que se acuda al centro de donación de sangre ya que las reservas se están agotando o bien a cualquier hospital cercano. A mí, personalmente, las agujas me paralizan el intestino, pero tengo el estómago tan vacío que vendería hasta a mi propia madre a cambio de un trago. Consigo colarme en el metro y coger asiento, miro a uno y otro lado y, cuando todos me ignoran, desenvuelvo la chocolatina que en un descuido robé en una tienda.
          –Rellene este formulario e indique su dolencia –me dicen en el mostrador de admisión.
          –Se equivoca, no estoy enfermo –aseguro rotundo–, vengo por la llamada de donación.
         –¡Ah!, entonces espere a que le llamen, pero tiene que poner aquí sus datos. –Cuarenta minutos después, cuando estaba a punto de marcharme, una joven con rasgos sudamericanos y amplia sonrisa viene en mi busca.
          –¿Es usted Ayden Carson?
          –Sí, ¿qué ocurre?
          –Acompáñeme…