lunes, 7 de diciembre de 2015

Las cosas nunca son como imaginamos

Entre los vagos recuerdos que me quedan de la infancia, ahora que el neurólogo me pide escribir como ejercicio para retrasar cuanto pueda la pérdida de memoria, están las imágenes borrosas de cada 13 de enero, cuando mi madre, vestida de negro riguroso, con su perfume caducado tras las orejas, el moño hecho con parsimonia, los andares, tropezando, como todo recién levantado que se preste, la boca perfilada con carmín rojo pasado de moda y el pañuelo de mano preparado para afrontar el temporal de lágrimas que a punto estaría de estallar, se asomaba por el ventanuco del retrete –que ella imaginaba más grande y dando a la bahía cuando en realidad lo hacía al corral–, por si aparecía la barca de mi padre, y él, con un salmón asomando por la cesta de mimbre, la misma que al marcharse llevó llena de chorizos, dos panes de los que aguantan y un queso curado, y permanecía así, de pie derecho, hasta que arribaba la oscuridad por encima de nuestras humildes casas de gente obrera. Entonces, desenredándose el pelo con rabia, y arrojando la ropa contra el brasero –que yo, viéndolas venir, mantenía apagado–, regresaba a la cama del abandono hasta el año siguiente que repetiría: mismo ritual, semejante esperanza, jodida decepción...
           Mi padre era un golfo que, cuando estaba en tierra firme, pernoctaba en cualquier lecho que no fuera el de su mujer, y mi madre una mema por no darle una patada en el culo a tiempo y seguir adelante sola. Y, justo en medio, con ocho o nueve años, estaba yo, llevando el timón de un hogar que no había formado. Cuidando de ella y mitificándole a él, por las aventuras que tendría con piratas, y amistades con emperatrices y emperadores que conocería de otros mundos. Mis jornadas abarcaban de sol a sol. No me asustaba el trabajo ni el esfuerzo físico, pero las gallinas me resultaban repugnantes –aun gustándome tanto los huevos con patatas y beicon–, porque las muy cabronas, si no les echaba de comer, me perseguían para picarme en el pito. Ahora me río, pero en su momento... María Soledad de las Angustias –¡vaya nombrecito que le pusieron los abuelos!– me trajo a la vida meses antes de estallar la Guerra Civil Española, con la ayuda de la maestra que, además de enseñar el nacimiento de los ríos, la lista de los países con sus capitales y las cuatro reglas, asistía, siempre que le era posible, a las parturientas de la zona. En 1940, junto a otros compañeros de partido, por pensar diferente, la fusilaron en la cuesta de Suances, en el cruce comarcal que llevaba a Cantabria. Según me contaron, y comprobé después en alguna fotografía, fui un niño feo, arrugadito –luego mejoré, del montón, pero tuve mi éxito–, no paraba de llorar y comía poco. Hasta que un buen día dejaron de hacerme caso y no me quedó más remedio que espabilarme.
           Subiendo a través de un sendero abrupto y emboscado –la gente del pueblo lo llamaba el camino de los novios, porque estos buscaban allí espacios de intimidad–, arriba de nosotros, vivía Brígida, dos décadas mayor que yo, quien junto a su familia estaba al frente de la vaquería que abastecía a toda la comarca. A su lado, entre otras cosas..., me aficioné a la nata con azúcar. ¡Qué rica estaba la que salía cociendo la leche! Supongo que su textura hizo mi paladar bastante selecto, porque a partir de entonces me volví de estómago delicado. Es más, se podría decir que, de haber nacido más tarde, seguramente ahora pertenecería a algún grupo gourmet. Aquellas escapadas al establo sirvieron para que no me hundiera entre las rancias paredes que nos acogían. A veces, al regresar, si mi madre estaba despierta, me acercaba para colocarla bien; entonces ella me decía a grito pelado: a puta, hueles a puta. Igualito que tu padre. A puta... Pero no, entonces no lo era, y muy en el fondo ella lo sabía, aunque después las circunstancias me llevaran por otras esquinas...
           1947 lo pasé pegado al cabecero de su cama. Yo tenía catorce años, y madre había entrado en el rulo de una depresión que se prolongaría hasta el final de sus días; situación que me superaba por falta de recursos, de infraestructura y por el bloqueo que ocasionaba a mi propia vida. Mucho tiempo después comprendí que no fue para tanto. Alejado del mundo no me enteraba de las cosas que pasaban. En Michigan había muerto Henry Ford, el fundador de la compañía automovilística. Empezaba a sonar algo llamado FMI, iniciando sus operaciones financieras. En Río de Janeiro nacía Paulo Coelho, el autor que tantas joyas literarias daría con el tiempo. Eva Perón realizó una gira que la llevaría por Italia, Portugal, Brasil, Suiza, España... Aquí, al régimen franquista, no le cayó nada bien. Su talante inclinado a lo social y al desfavorecido levantaba ampollas entre los reaccionarios, aumentadas porque Evita acababa de impulsar en Argentina la sanción de la ley de sufragio femenino, impensable para nosotros en aquellos momentos. Pero todo quedaba muy lejos de mí, como una película de celuloide donde jamás me cogerían ni siquiera para un papel secundario. La vida seguía, la Tierra rotaba, padre se olvidó de nosotros, y yo continuaba solapando mi etapa de adolescente con la de falso adulto...
           Ya no nos fiaban en ningún sitio. Teníamos que comer, y con la leña que recogía, y vendía después de puerta en puerta, apenas alcanzaba para una hogaza de pan y un trozo de tocino que distribuía en pedazos pequeños. Así que, desesperado y hambriento, pensé que podría realizar el trabajo que desempeñó madre hasta que enfermó, no se sabe muy bien de qué. Me puse la ropa de los domingos y agua con gotas de limón en el pelo para engominar los rizos, y me presenté en casa de los ricachones del pueblo ofreciéndome a lavar y planchar las sábanas de algodón. El ama de llaves, o gobernanta, o como coño se llamara su cargo, recostada en la pared, muerta de la risa, dijo entre dientes: ¡qué cosas se te ocurren, rapaz! Sin embargo, viendo mi cara de pocos amigos, sugirió que desapareciera por donde había venido, si no quería que... Don Clemente, que le tenía mucha estima a mi madre, salió y preguntó qué quería. Se lo dije y ordenó a la mujer que me diera lo necesario para empezar a trabajar en las cuadras; de momento limpiándolas, después, ya se vería. Cuando regresaba a casa apretando el paso, las campanas de la iglesia tocaban a muerto. Entré deprisa y me acerqué hasta donde estaba madre. Coloqué mi mano sobre su pecho para comprobar si subía y bajaba... Lo hacía. Abrió los ojos y con muy mala leche me la retiró de un manotazo.
           Brígida, a la que estaré eternamente agradecido, cuidó de madre mientras hice la mili. Después nuestra relación se enfrió, seguramente por dejadez mía. Cuando quise darme cuenta habíamos dejado de subir al pajar... Me licenciaron en diciembre, un día antes de las uvas, que tomé en soledad, sentado en el andén de la estación porque no encontré billete de regreso. El ambiente, de casa me pareció más envejecido, las habitaciones menos luminosas, y el ventanuco del retrete un rectángulo irrespirable. Todo muy pequeño. Pasé lista a las cosas importantes que formaban parte de la fecha clave por si padre volvía. Sobre el respaldo de la silla del dormitorio, coloqué con esmero la ropa que se pondría madre. Había empeorado tanto que me pidió que vigilara el camino, y, si le veía venir, se lo dijera, para ponerse el camisón de las noches festivas. Nunca regresó, y ella ya no abrió los ojos.
           Veinte horas después de haberla enterrado, con el llanto de Brígida como acompañamiento a mi despedida, me enrolé en un barco mercante, exportador de whisky de contrabando, que me llevó a recorrer la Melanesia y la Polinesia, hasta dar con mis huesos en una cárcel australiana donde cumplí la pena de quince años por contrabandista. Bueno, más bien por gilipollas, ya que los demás compañeros me buscaron las vueltas y escaparon. Allí, entre rejas, tuve tiempo para reflexionar sobre mi vida y la de mis padres, comprendiendo que siempre habíamos sido tres líneas paralelas que no se tocaban entre sí. Quizá padre nunca volvió por miedo a la responsabilidad, y madre jamás se hizo de valer subestimando su capacidad y la fuerza que estoy seguro poseía. Pero yo tampoco intenté encauzar mi futuro, porque me resultó más fácil dejarme arrastrar por la desagradable sensación de vacío que tanto mal hace a los corazones.
           Jamás regresé a mi pueblo, ni a mi casa, ni visité el cementerio, ni pisé más puertos que los de mis propios desembarcos interiores. Tampoco hice amigos, al no quedarme estable en ningún sitio. Todo lo contrario: fui un huésped sin pasado que cambiaba de fonda cuando la patrona empezaba a hacer preguntas que yo consideraba muy personales. Vivía de los bares... Mejor dicho de las mujeres que los visitaban, porque en cuanto una de ellas estaba sola y no consultaba el reloj constantemente, sabía que ponerme a conversar a su lado garantizaba acabar en la habitación de un hotel donde le cobraba mis servicios por adelantado. ¡Si me viera Brígida –pensaba a veces–: vendiendo mi cuerpo para sobrevivir...! Ella, a quien tan a menudo rechacé en los últimos años, y tan dispuesta estuvo siempre a dármelo todo. Le dolería saber que pasaba más de veinte días cada mes rozando el umbral de la pobreza...
           Ha pasado el tiempo. No sé si mucho o poco, porque no tengo noción de él, pero ya no soy el mismo. Una parte de mi cerebro está acorchada o hueca tras la aparición del Alzheimer. Olvidé mi nombre, el rostro de mis familiares, mi procedencia. No conozco a las personas que me orientan para vestirme, ni al tipo que me devuelve la mirada en el espejo. No sé para qué sirven las monedas y los papeles que la gente lleva en los bolsillos, ni si me gusta el dulce o los boquerones. No me acuerdo de lo que hice ayer, si he comido o no, o quién me curó la herida que he descubierto en mi frente. Es posible que las líneas que he escrito con inmenso trabajo, y cuyo principio ya se ha borrado de mi memoria, le sirvan al neurólogo para hacer el perfil de la enfermedad que realmente padezco. En todo caso, reflejar estos pensamientos desordenados de la vida y sus cosas me ha traído mucha paz al corazón. Lo que en mi caso, y mientras que no empeore más, consigo con muy poco.

lunes, 23 de noviembre de 2015

La madrina

Los niños se despertaron inquietos. Quedaban pocos días de colegio, los mismos que les separaban para quedarse en el jardín jugando a las acampadas. Eso, y que ya estaban nerviosos por las vacaciones que les habían prometido llenas de aventuras. La madre, que preparaba el desayuno en la cocina y envolvía el dulce que se tomaban en el recreo, atacada porque ya iría la carretera con muchísima circulación, les dio una voz desde la planta de abajo. Al momento, irrumpieron como tornados a ver quién alcanzaba antes su silla. Uno preguntaba si era suyo el calzoncillo más grande en dos tallas que llevaba en la mano; el otro, con un pavo prematuro que le cogía todo el cuerpo, desternillándose de la risa, señalaba con ambos pulgares los zapatos que recién comprados se le habían quedado pequeños. ¿Y papá? –Preguntó el mayor, embobado con la televisión, mientras derramaba sobre el mantel parte de la leche. ¡Pues trabajando, tonto! –Afirmó el hermano–. ¡Venga, –dijo ella–, daros prisa que no llegamos! El atasco, todavía más aparatoso quizá por la lluvia débil que caía, taponó la entrada a Madrid por la carretera de Valencia. La entrada al colegio también lo estaba, así que no tuvo más remedio que estacionar el Land Rover en segunda fila. Les besó, y les dijo que a la tarde les recogería el abuelo. Echó a correr y, con el corazón en un puño por si no llegaba a tiempo, arrancó el motor y se fue camino del hospital...
           Las últimas noticias que tenía eran que la madrina estaba muy grave. Así lo confirmaría la ahijada que se había quedado cuidándola aquella noche, y que de madrugada a punto estuvo de llamar a las hijas para que volvieran –hacía poco que se habían retirado a descansar–. Cuando éstas llegaron a las siete y media de la mañana, sin apenas haber dormido, pendientes del teléfono, llevaban el relente de la tristeza metido en los huesos, y la seguridad de que con su madre se iría para siempre una etapa importante de sus biografías. Antes de cambiar el turno le pusieron por la vía el nuevo antibiótico pautado. Entraba muy lento, porque sus venas, castigadas de tanta medicación, se rompían a la mínima. Con la ingenuidad que da agarrarse a un clavo ardiendo, vigilaban aquella pequeña botella como su última esperanza, confiando en que una vez más la suerte estuviera de su lado... Rodeada de almohadas, para evitar que se le hicieran heridas, y con el cabecero y los pies algo levantados, la mujer, de estructura frágil, parecía una ranilla tumbada en la cama. Abrió los ojos y, al mirar a sus hijas, les sonrió y, sin decir palabra alguna, ellas comprendieron que eran lo más importante que había tenido en la vida. Permaneció consciente hasta que el calmante comenzó a hacerle efecto.
           La madrina vio mermada su calidad de vida durante los últimos años debido a sus problemas respiratorios. Sin embargo, eso nunca fue obstáculo para que disfrutara de las pequeñas cosas que tanto placer le producían: hacer “sopa de letras”; compartir momentos irrepetibles con Nicolás y Javier, los niños de quien ejercía de nieto mayor –lástima no haber llegado a tiempo de conocer a Gabriel, el primogénito del otro nieto–; recuperar la relación con uno de sus sobrinos, junto con su mujer y sus hijos, a quienes adoraba; asomarse por la ventana de su dormitorio para ver pasar a la gente; escuchar sus coplas favoritas, y emocionarse con las películas antiguas de cante jondo que tanto le gustaban. En definitiva, un tejido de ricas experiencias puestas a disposición de los más cercanos. Amante de la familia, anteponiéndola en ocasiones a la de su casa, se comportó de manera hospitalaria y generosa, al punto de quitarse, a veces, el mejor manjar de su mesa para dárselo a ellos...
           Durante la mañana, allegados y conocidos se acercaron para darle un sentido adiós. Cogían su mano, besaban su frente, humedecían sus labios con una gasa, preguntaban qué había dicho el médico, caminaban cabizbajos y se tragaban la congoja hasta llegar el ascensor... Mientras, la madrina, deseablemente ajena a todo aquello, con un hilo de voz, al oído de otra de sus ahijadas, pronunció las últimas palabras que diría: Te quiero mucho, Nieves. Entró la doctora Fuente, su neumóloga e implicada con ella también en lo afectivo. Tras reconocerla, dijo que no la veía en fase terminal, pero que para reducir un poco más la fatiga aumentarían la dosis de mórfico y, de espaldas a la madrina, comentó que le iban a poner una bolsa de plasma porque tenía bajas las transaminasas. Se despidió, segura de que al día siguiente se volverían a ver...
           A mitad de la tarde, en el ecuador entre la siesta y la merienda, disminuyó la afluencia de visitas. Entonces, las hijas de la madrina aprovecharon para ir al cuarto de baño. Allí, la más fuerte, aparentemente, vencida y derrotada, se derrumbó. Ambas hermanas, fundidas en uno de esos abrazos que reconfortan, y conscientes de la realidad que le arrebataba el calor, la protección y la compañía de su madre, sacaron fuerzas para seguir adelante y poder recomponer el hogar que en esos momentos estaba hecho añicos...
           Rodeando la cama, además de su sobrina, la peluquera, y el marido de ésta junto a otros familiares, estaban la mamá de los niños, que permaneció allí todo el día, y los dos nietos que consideraba como tales. El mayor de ellos, emocionado por la situación que vivían, y seguro de que esa sería la última vez que vería a la madrina con vida, sacó el móvil del bolsillo de su chaqueta, la zarandeó con ternura para que abriera los ojos, y le enseñó una fotografía de Nicolás, su hijo. Entonces, la mujer, con la sonrisa y expresión de sorpresa más hermosa que jamás se le había visto, se quedó relajada.
           A la par que la noche se adecuaba a los rincones del hospital, con sus quejidos y sus silencios, la intensidad de la luz iba bajando. A punto de dar las once, apareció Mario, el último sobrino que faltaba por venir. Con rostro compungido y temeroso de que el final estaba próximo, besó a la tía en la frente y, sentándose cerca de la hija mayor que sollozaba desconsolada, se quedó muy quieto. Permanecieron callados; tan solo irrumpía dentro de ellos el sonido de la lluvia golpeando sobre los tejados de enfrente. Dos horas después, serenamente, y sin angustia de ninguna clase, la madrina se sumergió en una quietud y en una paz que relajó sus músculos. Las hijas, viendo que la muerte es una piel de mármol que uno trata de calentar con la pobreza de unas manos desesperadas, le frotaban las piernas y los brazos para devolverla de nuevo al ciclo vital que se resistían a concluir...
           En la sala donde estaba el féretro con la caja cerrada, los centros y ramos de flores casi no cabían; al otro lado, las manifestaciones de afecto y muestras de dolor perfilaban los trazos en el lienzo de ese 10 de junio cargado de tristeza. Próximo al mediodía, el cortejo fúnebre emprendió camino hacia el crematorio. Madrid lloraba la muerte de la madrina con una lluvia fortísima que apenas les dio tregua, obligando a la comitiva a recorrer parte de la ciudad por un laberinto de calles desiertas. En el coche donde llevaban su cuerpo, el contacto de los neumáticos sobre el asfalto encharcado parecía que entonaba la melodía de una de sus coplas favoritas, “Las cinco farolas”, en la voz inconfundible de Carmen Flores, que tanto le gustaba: “Yo no escucho lo que dicen/las lenguas de vecindonas...”.
           Ahora sus hijas, meses después, con la herida aún sangrante, y sintiendo todavía un vacío profundo y grande dentro de ellas, rememoran los recuerdos que invaden sus corazones, presididos por aquellas largas tardes de conversación, cuando contaba cosas de su juventud: aquel su primer trabajo en la calle Abades, junto a otras amigas del barrio y una de sus hermanas, en un taller de costura cuyo maestro, a cambio de determinados favores, quiso beneficiársela y, en lugar de encontrar el placer que buscaba, tropezó con una hostia que ella le propinó; las fatigas que pasó, una vez casada, para conseguir una vivienda cómoda y ajustada a sus necesidades; los paseos, con su primera recién nacida en brazos, hasta llegar a las calles Antón Martín, León y Marqués de Casa Riera, a la altura de El Círculo de Bellas Artes, donde trabajaba el marido; las meriendas en San Ginés, con la familia política; los domingos en el Puente de Vallecas, con la suya; los novios que la pretendieron y a los que daba esquinazo... En definitiva, páginas sueltas de la vida de una buena persona con valores muy admirables, y un punto retorcido, como tienen casi todos los Géminis.
           Nada ni nadie podrá llenar el hueco que ha dejado, en su casa, y en su gente. Su ahijado-nieto mayor, mientras esparcía sus cenizas en uno de sus lugares entrañables de la ciudad, en presencia de los más allegados, dijo: “No lloréis. La madrina nos quiso mucho a todos, y todos la quisimos mucho a ella”.
           Acabado casi el verano, con el colegio otra vez en marcha, Javier, el pequeño de los niños, levantó la vista del iPad donde estaba viendo un capítulo de su serie favorita de dibujos animados Peppa Pig, dijo a sus padres: “¿Cuando vamos a casa de la marrina que quiero jugar con ella...?”.

domingo, 8 de noviembre de 2015

Manuel y gota de agua

Gerardo Sánchez, residente en Ankara desde hacía más de cuarenta años, trabajaba en mantenimiento en el ferrocarril, aunque le quedaban pocos meses para concluir su vida laboral, y cumplir el sueño de regresar a su pueblo durante una larga temporada. Estaba soltero, y corría el rumor de que tenía una hija con la prostituta a la que visitaba una vez por semana a las afueras de la ciudad. Pero, como digo, tan solo era una murmuración sin pruebas visibles... A bastante distancia de allí, pasado Valencia de Alcántara, en la provincia de Cáceres, a menos de dos horas de Portugal, su familia, campesinos, gente sencilla, humilde y servicial, vieron por televisión, horrorizados, las duras imágenes que llegaban desde Turquía sobre el atentado perpetrado presuntamente por dos suicidas en un acto por la paz que se iba a celebrar junto a la estación de tren. Elisendo y Basilia, sus padres, ambos nonagenarios, que no entendían nada del polvorín de violencia que asolaba la vida cotidiana y la tranquilidad en aquella zona, y que jamás asumirían que el mayor de sus hijos emigrara tan lejos si la cosecha daba para alimentarse todos, llamaron por teléfono, titubeantes y azarados, a Manuel, su nieto mayor, un lumbreras en esto de las nuevas tecnologías, para saber lo que decían sobre la matanza en esa cosa del Internet.
           Antes de que la casa de los Sánchez se llenara con la familia, que empezaba a movilizarse, los vecinos de los alrededores en un perímetro de cinco kilómetros a la redonda fueron a visitarles para interesarse por Gerardo y acompañarles en esos momentos de trágica incertidumbre. Los ancianos, sentados muy juntos y cogidos de las manos, con los labios apretados como si amurallaran así los lamentos y los suspiros susceptibles de escaparse, se mostraban abatidos. El ruido de motores deteniéndose, de abrir y cerrar puertas y de fuertes pisadas que se acercaban con rapidez, resonaban en las afueras de la vivienda, en medio de la noche. La hija mediana y Manuel fueron los primeros en entrar para tranquilizar a los abuelos. Aunque todavía los datos eran confusos, –se barajaba la cifra de casi un centenar de muertos y más de doscientos heridos–, delante de ellos se mostraban optimistas de que Gerardo estuviera en perfectas condiciones. Pero, en realidad, en el fondo de sus corazones se temían justo lo contrario, puesto que, al ser uno de los cabecillas –dentro de su gremio– de la Confederación de Sindicatos de Obreros Revolucionarios de Turquía (DISK), iría a la manifestación, sin duda alguna.
           Basilia, de carácter templado, mujer de pocas palabras, y un tanto fría en caricias, sabía muy bien lo que era sobrevivir a un hijo, con lo antinatural que eso suponía, porque perdió a la niña que tuvo de su primer matrimonio. Sin embargo, algo le decía que Gerardo estaba vivo, porque, aún coincidiendo con el cambio de luna, como ocurrió en aquella ocasión, esta vez no había sufrido ningún retortijón de tripa. Elisendo, que se casó con ella también de segundas, la miraba de soslayo, sin imaginar la reacción que tendrían ambos, ahora que de mayor uno se vuelve más vulnerable. A todo esto, Manuel consultaba en el portátil las webs de los diarios más importantes del mundo, y dos pequeñas ventanas abiertas en una esquina de la pantalla: una, con la CNN; la otra, con la BBC.
           El Aeropuerto Internacional Esenboğa, situado 28 kilómetros al noroeste de Ankara, minutos después de conocerse lo ocurrido, se convirtió en la boca del lobo para la gente que esperaba el momento de embarcar. La información escasa que tenían, y contradictoria al mismo tiempo, creaba alrededor de los viajeros, con hilos de pánico, finos y punzantes, una tela de araña a lo desconocido. Damla –'gota de agua', en turco–, hija de Gerardo, que le esperaba para viajar juntos a Extremadura donde le presentaría a toda la familia, quienes no tenía idea de su existencia, pensó que el destino podría haberle dado a su padre una patada en las pelotas, ya que, otra cosa no, pero puntual era un rato, y ese retraso no le gustaba nada. La chica, cada vez más intranquila, aunque sin moverse del punto de encuentro que pactaron, no paraba de mirar el reloj.
           Damla, a diferencia de su madre, vivió apartada del prostíbulo, estudiando en los mejores centros con la ayuda incondicional de Gerardo. Aficionada, al igual que él, a los deportes de invierno, en cuanto podían subían a la menor ocasión a la estación de esquí del Monte Elmadag, pasando a veces más de un día; o paseaban por la ciudad contemplando los monumentos de las calles y los lugares emblemáticos. A menudo dedicaban una tarde a visitar alguno de los numerosos museos con los que cuenta la ciudad. Con frecuencia iban a merendar al barrio de Atpazarı, y hacían un alto en el Castillo de Anakara, donde se encuentra el Museo de las Civilizaciones de Anatolia, en el que disfrutaban descubriendo curiosidades de otras culturas. Gerardo se enorgullecía de todo lo que sabía la chica y las anécdotas tan graciosas que le contaba de la época paleolítica y del imperio Bizantino. Ella, por su parte, le tomaba a él de modelo para crecer como persona, y reforzar su personalidad, puesto que a su lado aprendió parte de los valores que tenía.
           Establecer el orden en la terminal de pasajeros era difícil. El personal del mostrador de facturación, tan desbordado y perdido como los viajeros, no daba abasto. Gerardo seguía sin aparecer. Damla buscaba una conexión wifi a la que conectarse para enviar un WhatsApp a su padre y saber dónde y cómo se encontraba. La única red que no aparecía caída venía de la cafetería, donde habían instalado a las delegaciones del deporte estadounidense, árabe y europeo, que ese mismo día habían llegado de visita oficial. ‘Gota de agua se acercó ahí cuanto pudo. Había conseguido señal, aunque el servidor de la mensajería instantánea no enganchaba bien; así que optó por abrir el navegador y escribir un email, por si le fuera más sencillo. Pero uno de los policías que patrullaban por allí, colocado detrás de ella, le sugirió que apagara el teléfono, no sin antes desconectar, él mismo, los datos. La joven, a la que no le quedaban dudas de que Gerardo, por la razón que fuera, ya no llegaba, yéndose hacia la salida, le buscó las vueltas al guardia de seguridad y salió al exterior, donde logró que un taxista la acercara hasta las afueras de la ciudad.
           El olor a humo y carne quemada era insoportable. Los gritos y el llanto, también. Damla caminaba en dirección contraria a la gente que huía del lugar de los hechos llevándose los dedos a la boca, como en señal de lamento. Reconoció a uno de los compañeros de su padre acuclillado delante de dos cadáveres irreconocibles, enroscados uno con el otro. Al preguntarle si había visto a Gerardo, giró la cara, manchada de negro, levantó la vista y negó con la cabeza. Horas después, exhausta de tanto buscarle, consultó la lista de fallecidos. Con el dedo índice bajó por el desfiladero de los nombres y apellidos, hasta tropezarse con la ese de Sánchez...
           Cuando sonó el teléfono había amanecido. El rebaño de ovejas que cada día bajaba a pastar en sus tierras pasaba por la calle principal en ese preciso momento. Manuel, sentado cerca, lo cogió con prontitud. Su madre y la abuela se habían echado un poco. Los demás, en vista de que no tenían noticias nuevas, se habían retirado a sus casas. Así que en el comedor quedaban solamente el abuelo y él. A Elisendo, concentrado en liar otro cigarrillo para el nieto, le sobresaltó el timbre, cayéndose por la tela del pantalón el tabaco y el papel hasta acabar en el suelo. No le hizo falta escuchar palabra alguna, porque cuando levantó la cabeza el rostro del joven, pálido y desencajado, lo decía todo.
           Elisendo y Basilia recorrieron los 91 kilómetros que separan el aeropuerto de Badajoz de Valencia de Alcántara junto a sus otros hijos y el resto de la familia. La ceremonia para recibir el cuerpo sin vida de Gerardo, siguiendo los principios de los Sánchez, sería íntima y laica. Pero Manuel, que había viajado hasta Ankara, apareció solo, aunque con una explicación. Allí había conocido a Damla, su prima de rasgos árabes, y la encargada de entregarle el cuerpo sin vida de su tío. Sentados en el Parque Genclik, hablando ambos en un inglés exquisito, y dejándose llevar por el alboroto de un grupo de niños que jugaban al lado, Damla le contó cómo fueron las últimas horas de su padre, aquel extremeño de sonrisa espontánea, y celoso de su intimidad. Horas antes de encontrarse con su hija, Gerardo, que formaba parte de los convocantes al mitin para pedir la paz y el cese de los combates, y al que no podría asistir al tener el viaje programado con mucha antelación, quiso dejarlo todo a punto con sus compañeros. Iba apurado de tiempo, pero confiaba en llegar con el suficiente margen para que Gota de agua no se enfadara con él. Poco antes de las diez de la mañana, conversaba con un grupo de arquitectos y médicos de signo progresista, obreros de todas partes, estudiantes y mucha población civil que acababan de llegar para unirse a ellos, cuando una lluvia de trozos de metal, primero, y la metralla de la segunda explosión, después, convirtió la alegría y aires de libertad en la tragedia que se ha conocido...
           Damla y su madre, con la que apenas tenía contacto, identificaron el cadáver y lo enterraron enseguida, teniendo en cuenta las condiciones en que se encontraba. Gota de agua encontró entre las pertenencias de Gerardo el número telefónico de sus abuelos y el correo electrónico de su primo, lo que le posibilitó establecer contacto con ellos. Hacer entender a Manuel que el extremeño quería quedarse ahí una vez muerto no fue difícil. Pero ninguno de los dos jóvenes encontraba la razón por la que nunca había dicho que tenía una hija, ni a ésta una familia, hasta poco antes de planear el viaje. Pero eso era algo que ya no tenía arreglo. A lo que sí podían ponerle solución era al presente y al futuro. A iniciar la relación que nunca tuvieron sin que el paso del tiempo, o la distancia, enfríe la intención. Se despidieron, seguros de volverse a encontrar en otro espacio menos hostil, donde el aire esté más limpio, y los campos mejor sembrados. A Damla le resultaría complicado salir ahora de Ankara, por la inestabilidad que había traído el atentado, pero prometió a Manuel que, cuando los cerezos estuvieran a punto de dar su fruto, iría a casa de los abuelos, a llevarles una botella con arena de Bozcaada, la isla turca del mar Egeo donde a Gerardo le gustaba pasar los veranos con su hija: Gota de agua.

domingo, 25 de octubre de 2015

Labîb Yilmaz

El autobús urbano de la línea 1 circulaba por la calle Cartagena a más velocidad de la permitida, cuando el semáforo que está a la altura de Francisco Silvela se puso en rojo, y el conductor, desprevenido, tuvo que frenar en seco. Labîb Yılmaz –que significa sensato y valiente–, El turco, como le llaman los amigos y compañeros, y que venía de visitar a un conocido, dueño de un bar en las cercanías de la calle Altamirano, iba pensando la manera de decir en casa que dentro de pocos días entraría a formar parte de un ERE. Trabajaba en el departamento de contabilidad para una cadena de pescaderías con franquicias repartidas por medio país. Hijo de un diplomático nacido en Siria, y de una científica oriunda de Serbia, ambos vinculados al Instituto Cervantes, en Damasco, hasta que cerraron la sede, vivió siempre al margen, o muy protegido de los problemas reales que padecen otras personas. Al agravarse la situación en Oriente Medio, sus padres decidieron enviarle a estudiar a Europa, donde, desde Suecia hasta Georgia, lo hizo en los mejores y más selectos sitios, cursando, finalmente, Ciencias Económicas en la Universidad de Cambridge. Aunque no terminó la carrera, más bien por cabezonería, sí que encontró un empleo para repartir publicidad durante el día, y otro de noche para llevar comida preparada a domicilio. Con eso, y la nada deleznable asignación que recibía de sus padres, ajenos a su nueva situación laboral, le daba para vivir desahogadamente. En el verano de 2012, tras hacer turismo por la Costa Azul, y recorrer pueblos del interior de Francia, llegó a Madrid, invitado –gracias a los contactos que mantenía su familia– por el Ministerio de Cultura. Asistió a cenas oficiales soportando conversaciones obsoletas, a bailes de gala con esmoquin de alquiler y a una subasta que le resultó, como poco: aburridísima. Se hospedaba cerca del Congreso de los Diputados. Un domingo por la mañana, después de haber corrido por el Parque del Retiro, entró a desayunar en una cafetería cerca del hotel. Entendía y hablaba bastante bien el castellano, por eso prestó atención a lo que hablaban las camareras detrás de la barra respecto a una charla que se celebraría en breve sobre vertidos residuales y sus consecuencias a corto y largo plazo. Quiso saber más, así que le ofrecieron la publicidad que había encima del mostrador. Decidió que asistiría. Además de resultarle interesantísimo, le dio la oportunidad de conocer a las personas que marcarían su futuro más inmediato...
              A Olga Granados, que estudió para auxiliar de vuelo y se quedó en tierra, la enviaron como azafata de la ETT que cubría diferentes eventos programados en la ciudad. Esa tarde, en la que El turco apareció por el Palacio Municipal de Congresos del Campo de las Naciones de Madrid, ella sustituía a una compañera que se había puesto mala. Entregaba los programas, sonreía al público e indicaba hacia dónde tenían que dirigirse, dependiendo de lo que fueran a ver o escuchar. Labîb se fijó en su belleza desde un primer momento; tanto que, llegando a la parada del metro, mucho después de acabar la conferencia, se hizo el encontradizo. Olga era una mujer independiente, amante de su libertad por encima de todo, y consecuente con sus actos y forma de pensar. Entre otras muchas cosas, le abrió las puertas de las luchas callejeras, despertando en él un instinto solidario hasta entonces desconocido, que le llevó a repartir artículos de primera necesidad a la población más desfavorecida, preservativos a las prostitutas y jeringuillas desechables entre los adictos a la heroína. Tanto le atrapó esa mujer, y la belleza del Madrid que no pregunta y te acoge, que, sin contar con su familia, una vez terminadas las supuestas vacaciones, buscó un alojamiento barato por la zona de Cuatro Caminos, un piso compartido que le habían recomendado.
           A las pocas semanas de comunicar en su casa la decisión tomada, y comprobar que en su cuenta bancaria no se había realizado el ingreso mensual, Olga le propuso, sin compromisos de ninguna clase, vivir juntos. Bueno, excepto lo que surgiera, claro. Alguien le comentó también que en la cadena de pescaderías SURESTE S.L. buscaban personal cualificado. En un principio, la idea de verse entre espinas y despojos de vísceras no le seducía en absoluto. Pero una vez presentado su currículum y, a pesar de no haber terminado la carrera, viendo que tenía una preparación muy elevada, enseguida le llamaron del departamento de contabilidad, donde, tras estar unos días a prueba, ingresaría rápidamente en plantilla.
           Olga no le toleraría al turco deslices machistas –sabía que venía de una cultura que sí lo era–, ni estaba dispuesta a tener en casa a un tipo que, con dinero fresco en el bolsillo, se tomara la libertad de organizar su hogar. Por esa razón, marcaba mucho la distancia entre la relación íntima que mantenían esporádicamente y la doméstica, con el fin de que la testosterona no se le subiera a los sesos. Tenía una hija de ocho años de una relación anterior. Una niña problemática y desorientada a consecuencia de la educación tan diferente que recibía de sus padres. Labîb cuidaba de ella como si fuera biológicamente suya: juntos hacían los deberes, iban al cine, jugaban a las adivinanzas, al ajedrez –el tablero de los cuadros, que llamaba la pequeña– y, siempre que podían, normalmente domingos alternos, disfrutaban por igual de una bonita mañana en el parque, hiciera sol o estuviera nublado.
           Cuando bajó del autobús y se encaminó hacia el final de Suero de Quiñones con López de Hoyos, donde vivían, ya tenía decidido que se iba de casa sin comunicar la pérdida inminente de su empleo. Lo hacía, –así lo argumentó–, porque la relación que mantenían se fundamentaba básicamente en lo sexual, y él buscaba ya un compromiso mayor… Al principio no cambió mucho el trato con la niña, pero poco a poco, según fueron pasando los meses y cumplido el primer año, se fue distanciando, hasta que dejó de ir a verla a la salida del colegio… Ahora, Olga era consciente del compañero que, en todos los sentidos, había perdido. La única persona por la que su hija demostraba una complicidad especial. Una mañana la encontró sentada sobre la mesa de la cocina, con las manos en el regazo y llorando desconsoladamente. Al preguntarle qué le pasaba, la niña pidió a su madre que por favor buscara a Labîb, pero Olga no halló el valor suficiente para hacerlo...
           Las noches de invierno para las personas que viven al raso son como cuchillos de hielo sin trayectoria determinada. El movimiento ciudadano donde Olga colaboraba hacía rutas por los barrios más necesitados. Sin embargo, en el centro turístico de la ciudad también había personas durmiendo a la intemperie. Esa noche de clima duro, con fuerte viento polar, al grupo de Olga le tocó hacer ronda por Gran Vía y Sol. Sobre las tres de la madrugada, los voluntarios estacionaron los vehículos en la Plaza Provincia, frente al Ministerio de Asuntos Exteriores y de Cooperación, y se dirigieron a los soportales de la Plaza Mayor. Primero iba quien explicaba el trabajo que realizaban, ofrecía los servicios oficiales de los que disponían e insistía en que fuesen a los albergues. A veces lo conseguía, aunque eran las menos... A continuación daba paso a los compañeros que llevaban el café con leche −los dulces no alcanzaban para todos−. Olga estaba distraída con la tapadera de un termo que no podía abrir. Cuando al fin lo consiguió, derramando parte del líquido, llenó uno de los vasos de plástico casi hasta el borde y lo puso al alcance de unas manos temblorosas que iban en busca de su piel... Los ojos azules y profundos de El turco, desbordados de lágrimas, se parecían a la fatiga que el Mediterráneo trae desde alta mar, para bañar con su espuma la arena dolida de las playas abandonadas. Lo dejó todo en el suelo y le ayudó a incorporarse. Labîb sacudió de sus ropas el polvo del fracaso, se cubrió las manos con los guantes de esquiador que la niña le regalara en uno de los cumpleaños y abrazó a la única mujer por la que sentiría amor en toda su vida...
           Se besaron, y utilizaron palabras que acarician y aclaran las ideas, hasta que la luz del día les devolviera a la realidad de cada uno: a ella, a recoger a la niña, que estaba con los abuelos, para llevarla al colegio; a él, a los mercadillos de la mendicidad, cada vez más empobrecidos. Se despidieron. Olga, con el sabor del fracaso en los labios por no habérselo podido llevar a casa; El turco, con la seguridad de que nunca más la volvería a ver... Su hija la esperaba con el abrigo puesto en el rellano de la escalera y echó a correr hacia ella cuando la vio. Había pasado una noche regular, con dolor de barriga y un vómito que le vino de madrugada; seguramente a consecuencia del bollo de chocolate que se comió antes de la cena, así que pensó que lo mejor sería no llevarla a clase.
           El parque al que normalmente iban con Labîb estaba solitario. Corría el rumor de que unos atracadores rondaban la zona intimidando a la gente. Pero la niña, segura de que El turco aparecería en cualquier momento, insistía en ir hasta allí. Su madre, incapaz de explicar que el hombre tenía que seguir su camino en libertad, y ella preservar su corazón para que nadie lo dañase, cedió y, durante mucho tiempo, en domingos alternos, ambas se adentraban por la maleza, precavidas, hasta sentarse en el banco donde aprendieron que sensato y valiente, en otro idioma, significa Labîb Yilmaz, apodado: El turco.

domingo, 11 de octubre de 2015

Catalina


Sonó el timbre de la puerta, seguido de un toque muy suave con los nudillos. Era Mari, la vecina del otro lado del descansillo. Traía las cosas que le habían encargado: un paquete de detergente pequeño, cien gramos de carne picada para albóndigas, media pechuga de pollo en filetes, un litro de leche y dos paraguayas que añadió por su cuenta. Se lo dio todo a Gloria, la chica de Ayuda a Domicilio, que tenía concedida tres veces por semana. Pasó hasta el salón y dijo: Buenos días, señora Cata. No sé si luego vendremos pronto para pasarme un ratito con usted. Ya sabe que fue el cumpleaños del pequeño –se refería al nieto– y no pudimos ir a felicitarle porque estábamos fuera. Estoy haciendo una tarta para llevarla. ¡No sabe lo contentos que se ponen! Mañana preparo un bizcocho para nosotros y le traigo un pedazo. La mujer asintió con la cabeza. El ruido ensordecedor que subía desde el Taller de Reparación Mecánico MARTÍNEZ, ubicado en uno de los locales del aparcamiento, unido a que Mari se había dado la vuelta, impidió que escuchara lo que la anciana decía: Mari, no me encuentro bien, llame usted donde mi hermana… Pero enseguida cerró los ojos, tal y como hacía últimamente…
            Sobre la encimera, en una bandeja que Gloria estaba preparando para que después la mujer no estuviera mucho tiempo de pie, puso un vaso con agua, la medicación que le tocaba a la noche y tres galletas maría fontaneda, tapadas con una servilleta de papel. Dentro de la nevera, en un plato de postre, dejó una cuña muy finita de queso tierno, un poco de jamón cocido, como media loncha, y el yogur de ciruelas que tanto le gustaba. Recogió el plato de la comida para fregarlo, y comprobando que apenas había probado bocado. A punto de salir, con el abrigo y los zapatos ya puestos, se agachó para besarla en la frente y, acariciándole la barbilla, dijo con ternura: Tómese el jarabe después de cenar, abuela. Todavía no se le ha quitado del todo la tos. Y no duerma con la ventana del dormitorio abierta, que de madrugada refresca mucho. Le hizo otro guiño, pero Catalina no reaccionó, porque tenía la vista clavada en un punto del horizonte que solo ella veía. Suspiró profundo, como dándole a entender que era muy pesada con tanta advertencia y que se fuera ya. En cualquiera de los casos, y pese a la sequedad con que la anciana trataba a su cuidadora, sentía cariño por esa mulata de carnes apretadas, bonito rostro, simpatía radiante, honrada y muy puntual.
            Se levantó del sillón con mucho trabajo y, arrastrando los pies, fue detrás de la chica. Gloria estaba preocupada por la anciana, porque el deterioro se aceleraba por momentos. Así que pensó que lo mejor sería comentarlo en la reunión de grupo que tendrían por la tarde, para que la coordinadora de zona lo tuviera en cuenta. Antes de cerrar completamente la puerta, la joven, envuelta en ternura, le dijo, tocándole a la vez el brazo: Cuídese, Catalina… Echó las cuatro vueltas de llave que la incomunicaban con el resto del mundo… Necesitaba estirar las piernas, porque la piel, de tan tirante como la tenía, despedía fuego. Además, le vendría muy bien dormir; igual con eso se le pasaba el malestar que tenía como de bilis…
            Como no tenía intención de estar mucho rato acostada, solamente se echó una bata por encima. Ahuecó la almohada y notó que, a medida que abría el recuerdo, disminuía la presión de los párpados. Una por una recuperó la imagen de los suyos: de los que aún están y de los que ya se fueron… Se asomó, con distancia y respeto, al balcón de los primeros años de infancia, apuntalados, como estuvieron, de calamidades e inocencia, poblando de risas la calle mientras jugaba con las amigas a la rayuela, a las escondidas, o a saltar la soga, con el miedo siempre presente cuando, en la Guerra Civil Española, los obuses caían en su barrio de casas bajas, obligándoles a correr hasta el refugio, que a veces era una nave con sacos de harina almacenados. Evocó el silencio de tantas noches en vela junto a su madre y hermanas, tejiendo, a real la pieza, jerséis de bebé, para comer al día siguiente. Revivió momentos de aquella larga enfermedad que la mantuvo en jaque entre la vida y la muerte, y cuya consecuencia fue que nunca pudo tener hijos. Recordó también los primeros besos con aquel chico, huérfano de padres, criado por su abuela; un tipo sociable y enamoradizo, y con el que se casó a su regreso del campo de concentración, permaneciendo juntos más de cuatro décadas. Repasó las estrecheces que pasaron, pero reconociendo que, una vez superadas, vivieron a capricho, con su independencia, mimándose el uno al otro, viajando y disfrutando de los placeres que la vida pudo ofrecerles.
            Cuando Catalina enviudó, y su familia insistió en que se trasladara cerca de ellos, la mujer, amante de la soledad y huidiza respecto a los problemas ajenos, no dio su brazo a torcer, permaneciendo en el barrio de Canillejas, que tan entrañable le era. Eso sí, atrapada en el abandono de una oscuridad que la soberbia no le dejaba reconocer… El paso de los años, y las circunstancias que rodearon su vida, confirmarían que tomó la decisión menos acertada para todos, ya que, a veces, no compensa marcar distancia si las penurias son mayores. Pero cambiar a estas alturas, con casi noventa y tres años a sus espaldas, era absolutamente impensable. Lo peor es que el destino iba a colocarla en la jodida recta final que no tiene retorno…
            Se había quedado traspuesta. El bebé de los nuevos inquilinos del bloque de enfrente no paraba de llorar. Miró el reloj y, alarmada, vio que eran las seis menos cuarto de la mañana. Lo comprobó una segunda vez, porque no podía creer que hubiera dormido tanto. Pero sí… Aunque faltaba poco para que amaneciera, la necesidad de ir al baño le obligó a abandonar el lecho. Así que, con la lentitud con que la vejez convierte todo movimiento en un ejercicio interminable, procedió a llevar a cabo las rutinas de una mañana más. Ayudándose de la llave del armario se incorporó, crujiéndole los huesos. Acercó cuanto pudo el andador a los pies de la cama, iniciando un camino que ya no tendría retorno. La luz del pasillo, tenue y de bajo consumo, para gastar lo justo, alumbró la entrada al cuarto de aseo. Se aclaró los ojos y, tras orinar, se lavó las manos. Luego empezó a desandar algunos pasos con la intención de ir a la cocina, sacar de la nevera el vaso de leche y meterlo en el microondas. Pero al girarse perdió el equilibrio y… Estampó los huesos contra el suelo, golpeándose en la cabeza con el mármol de la encimera del lavabo… Cuando, segundos después, reaccionó –nunca pudo asegurar que hubiera perdido el conocimiento– y palpó el charco de sangre que se expandía por las baldosas, empezó a chillar… El paso del tiempo hasta que llegaron a socorrerla del “Servicio de Teleasistencia”, con la angustia por no poder levantarse, minó de impotencia su herido corazón. Alarmada por los gritos y el revuelo que el médico y los auxiliares formaron en la casa, la vecina de al lado llamó por teléfono a Mari, quien con su propia llave acudió de inmediato. A los diez días del suceso, ingresada en el hospital, le sobrevino, de madrugada, la muerte. Al otro extremo de la ciudad, a más de una hora de distancia, su hermana, enferma también, y rota de dolor, dijo a unos familiares que fueron a visitarla: Ha muerto como quiso vivir, sola.
            Meses después, en una cafetería del barrio de Salamanca, en Madrid, Mari –su vecina– y una de las sobrinas de Catalina que iba todos los lunes a verla, recordaban entre lágrimas, y muy apenadas, la testarudez de esa mujer de pelo lacio y cano, tacaña por miedo a quedarse sin dinero para el día de mañana –sin comprender que el día de mañana lo tenía encima– y empeñada en permanecer aislada del mundo real, enterrada en aquellas cuatro paredes de angustia y de agobio. Lástima –dijo una a la otra– que en el informe de la autopsia  no se diga que los últimos años de su vida fueron una cuesta arriba sin atajos ni desvíos. Un manojo de horas amodorradas de tristeza, y a la que un mal paso puso fin.