domingo, 24 de octubre de 2021

Helen Wyner

4.
 
¡Por el amor de Dios! – exclamó Zinerva Falzone echándose las manos a la cabeza–. ¿Han sido disparos?’. Todos en la Sala de Juntas corrieron a las ventanas. ‘Eso parece, creo que vienen del pabellón deportivo –contestó Betty Scott con los músculos contraídos–: Salgamos a ver’. ‘Será mejor que no –irrumpió el director–, entorpeceremos la labor de la policía. Seguro que carece de importancia, permanezcan aquí hasta que puedan regresar a sus casas. –Y, dirigiéndose a Helen Wyner, añadió–: Hemos averiguado la dirección de Isaías Sullivan, pero nadie contesta al teléfono que aparece en el expediente laboral, necesito que se ocupe de este asunto con urgencia porque el hospital tiene que localizar a algún pariente o conocido’. ‘¿Me está pidiendo que vaya?’. ‘Exacto, lo haría yo mismo, pero como comprenderá en tales circunstancias –trató de sonar solemne– no puedo abandonar el barco. Esta tarjeta es del médico que le atiende, si encuentra a algún familiar, désela’. Aunque tenía el pensamiento junto a su hermana Beth, dada la fecha tan señalada en la que estaban, y lamentaba mucho no encontrarse en Elberta para haberla persuadido de ir al cementerio y sí acompañarla al mercado de productores donde adquirían riquísimas verduras de la cosecha del joven matrimonio de la comunidad Amish, asintió con la cabeza y subió a su automóvil. Por la radio local sonaban entrañables canciones country, con esa mezcla peculiar, marca de Alabama, entre el blues, la música folclórica de los Apalaches y el jazz, alternándolo con la información puntual de cuanto sucedía en el centro educativo.
          Por la carretera 12 que atraviesa la ciudad de Foley avanzó a ciegas hasta encontrar la flecha que indicaba girar a la derecha en River Rd N. Lo primero que vio nada más bajar del coche fue un poste de luz a punto de ser derribado por el vuelo de cualquier pájaro, media docena de buzones con la tapa desencajada, maquinaria agrícola y el ladrido de un perro vagabundo avisando quizá de algún peligro inminente. A lo lejos, custodiado por una hilera de árboles delineando el horizonte, se extendía la alfombra relajante de un bellísimo prado verde. Más allá, el quieto paisaje parecía pertenecer a épocas donde nómadas en su peregrinaje dejaron huella. Sorteando la basura esparcida por el suelo llegó hasta la casa. Al otro lado de la doble puerta cubierta de polvo el silencio era absoluto. La rodeó y comprobó que por la parte trasera podía acceder. Puso la mano en el tirador, pero la voz de un campesino frenó sus actos. ‘Ahí no encontrará a nadie’. ‘¿Sabe si vendrán más tarde?’. ‘El joven lleva días ausente. Es extraño porque a la caída del sol solemos beber cerveza y comentar la jornada. Me hace mucha compañía. Así que, como no regrese será difícil que la atiendan’. ‘¿Vive solo?’. ‘Sí. Cuando murió el anciano –refiriéndose a la persona que le acogió e introdujo en el mantenimiento de la escuela– volvió a instalarse en su house trailer, es aquella de allí –señaló con el índice al tiempo que acortaban distancia–. Es un buen tipo. Pretendió a mi hija hasta que ella eligió a otro marido, me hubiese gustado tenerle de yerno. ¿Es usted pariente?’. ‘No’. ‘¿Acaso su esposa? El rubio –así le llamó– es muy reservado en cuanto a su vida privada’. ‘Tampoco’. ‘¿Entonces policía?’. ‘Somos compañeros de trabajo y necesito dar con algún pariente’. ‘No tiene. Soy lo más parecido a un abuelo para él’. ‘Verá –temió herir su sensibilidad–, imagino que estará al corriente del atentado que ha habido a poca distancia de aquí’. ‘Pues no, la verdad. El campo acapara toda mi energía y dedicación, pero por su cara y la angustia con la que trata de decirme no sé qué debe de ser algo muy serio’. ‘Lo es. ¿Pasamos dentro?’. ‘Prefiero que no’. Cauta, eligiendo las palabras que articulaba con dificultad para explicar la delicada situación de Isaías, quiso dejar patente que tal vez recaería sobre él la decisión de mantenerle con vida enganchado a una máquina, hasta encontrar receptores compatibles con sus órganos. Escuchaba cabizbajo, mirando de vez en cuando a Helen Wyner, con una mano en el bolsillo de sus tejanos y la otra sosteniendo la azada. Sin embargo, no pudo contener el llanto y regresó a recoger los frutos maduros que desbordaban las matas. En el interior del reducido espacio de la autocaravana, sólo un par de monos sucios, camisetas de propaganda que le regalaban los proveedores de los cáterin escolares, una caja de herramientas y un ejemplar de la Constitución de los Estados Unidos, conformaban el hogar de aquel simpático hombre que siempre tenía la sonrisa disponible para cada profesor.
          El agente Anthony Cohen había conducido 115 millas desde Montgomery para disfrutar de unos días de descanso en el Parque Estatal Lake Lurleen, en el condado de Tuscoloosa, haciendo aquello que más le gustaba: pescar pargo rojo, acampar en plena naturaleza y asarlo sobre brasas calientes vigilado por el universo. Acababa de comprar una camioneta de segunda mano en la que cargó la tienda de campaña prestada por su suegro, víveres enlatados, una nevera donde llevaba pequeños peces pinfish que le servirían de sabroso anzuelo y su flamante caña híbrida recién adquirida. El FBI le debía unos días de las vacaciones que suspendió para asistir a un congreso en Washington sobre Seguridad Nacional en el Ciberespacio. Era un gran experto en el campo de la informática y muy valorado por la agencia de investigación, motivo por el cual siempre estaba tan solicitado. Así que, cuando recibió la llamada de su superior para regresar porque había surgido un grave problema, obedeció, pero lo hizo malhumorado. Tenía por delante cuatro horas y veintidós minutos para revelarse contra el mundo y encontrar la mejor manera de decirle adiós al trabajo que le robaba tanta calidad de vida aunque por otro lado le apasionaba tanto. Según le ponían en antecedentes bastó un primer vistazo para realizar cambios de estrategia e intervenir lo antes posible, ya que no se habían preocupado de conocer la verdadera situación de los chicos ni cuántos heridos habría dentro. ‘Lamento muchísimo haberle estropeado la jornada –se excusó el jefe del operativo–, pero sólo usted puede llevar a cabo la misión que se le va a encomendar, siempre que su opinión sea afirmativa, aunque a muchos de nosotros la descabellada idea de esta mujer nos parezca una débil opción’. ‘Bueno, opinaré cuando la sepa’. Le presentaron a Coretta Sanders y empezó a explicarle. ‘Puede funcionar. Por intentarlo no perdemos nada –miró fijamente a quienes le persuadían de lo contrario– ¿Alguno de los presentes propone otro plan?’. ‘Pues no. ¿Qué quiere que hagamos’. ‘De momento dejarme a solas con ella y llevar este ordenador a los policías apostados en el tejado, así se mantendrán en comunicación conmigo’. ‘Perdone, han llamado de la central de Huntsville dándole luz verde’. ‘Gracias –sabía perfectamente que serían así–. Empezaremos por despejar éste área –se giró hacia el grupo que obstaculizaba su campo de visión–. Venga conmigo, por favor –dijo a la maestra–. Voy a enviarle una foto, descárguela sin abrir, necesito que le pase ese mismo archivo al chico ya que en cuanto lo pinche tendremos acceso a su teléfono y por consiguiente al interior del recinto’.
          El ambiente dentro del gimnasio era caótico. La chica de color que a punto estuvo de ser azotada por el secuestrador, cuando pedía un médico para el compañero diabético yacía en el suelo sobre un charco de sangre, abatida a tiros. Los alumnos, hacinados debajo de la canasta de baloncesto quedaron atrapados en el inestable bucle de la histeria. ‘¿Y tú, de dónde coño has salido? –dijo el captor al chaval que apareció con una Glock 26–. ¿Acaso pretendías matarme, mocoso?’. ‘No señor. –Y señalando hacia el cadáver de la niña, continuó–, como diría mi padre: exterminemos a la raza de esclavos o acabarán con nosotros. ¡Dios bendiga a América!’. ‘Dame eso, imbécil –se abalanzó y le quitó el revolver–. ¡Vamos, ponte con ellos y no se te ocurra hacer ninguna tontería que bastante lo has complicado ya! –dijo, empujándole contra los demás–. Y no vayas de chulito, ¡eh!’. El grupo de chavales amedrentados le reconocieron por la fama de conflictivo que se había forjado. En realidad, apenas sabían de su pasado salvo que estaba recién venido de Jamestown, un pequeño pueblo entre colinas al norte del estado de Tennessee que fue próspero hasta que se agotó la industria minera y cerraron las tres fábricas textiles que sustentaban a la mayoría de la población. Thomas Dawson notó una leve vibración dentro de la chaqueta del chándal. Disimuló balanceando el cuerpo de una pierna a la otra, y retrocedió hasta situarse detrás de los más altos. Asegurándose de que no le observaban siguió las instrucciones indicadas por Coretta Sanders…
          La negra va a joder tu imagen, nuestra reputación, las aspiraciones que tenemos de colocar a uno de los nuestros en el senado y todos los proyectos para derrotar y arrinconar al candidato demócrata –susurra en el oído de Mitch Austin el sheriff Landon–. Será mejor que la ates en corto o de lo contrario rodarán nuestras cabezas’. El director de la escuela, cuyos intereses iban por otro lado, asentía.Habrá que darle un escarmiento para que aprenda, ¿no crees?’. ‘Nunca debimos dejar que ocupasen nuestro terreno. La semana pasada iba a lavarle el cabello a mi esposa una afroamericana recién contratada en la peluquería’. ‘¿Y que hizo?’. ‘Abofetearla’. Rieron tan fuerte que los que estaban cerca se giraron. ‘Consultemos con los miembros a ver qué se les ocurre’. ‘De acuerdo’. Se separaron para no levantar sospechas. Semanas después del episodio del secuestro convertido ya en el ideario de lo cotidiano como un vago recuerdo, en mitad del jardín de la casa de la maestra, ardían dos cruces no demasiado altas. Ese fue el inicio de varios incidentes que sufrirían y que no denunciaron por miedo. Aunque el Ku Klux Klan, como tal organización no estaba presente de manera habitual, se sabía que había células activas dispuestas a actuar contra mexicanos, judíos, diferentes… Coretta Sander abrazó a su esposo con principio de Alzheimer, se asomaron por la ventana del dormitorio y sin descorrer las cortinas, contaron seis o siete capuchas blancas. Desde ese mismo momento comprendieron que estaban señalados…

domingo, 10 de octubre de 2021

Helen Wyner

3.

A Coretta Sanders le costaba respirar dentro del chaleco antibalas que oprimía su pecho. Acompañada por Paul Cox fueron hasta la zona donde el FBI tenía montado el dispositivo. ‘¿Quién discute con Mitch Austin? –preguntó–. Parece muy enfadado’. ‘Es el anterior director –respondió el otro–. Supongo que habrá venido porque cuando el secuestrador estudió aquí tuvieron problemas y, a lo mejor, puede aportar pistas sobre su perfil, ya que un comportamiento tan agresivo y de tal magnitud suele arrastrar secuelas de un pasado proceloso’. ‘¿Por venganza?’. ‘Quizá, quién sabe’. Famoso en el condado por odiar a los negros, con la bandera Confederada prendida en un lugar no visible del uniforme y ese gesto siempre amenazante, como a punto de romperte los huesos, el sheriff Landon, primer filtro a pasar, les dio el alto. ‘¡Eh! Quietos ahí. Aquí no podéis estar –espetó, desafiante y despreciativo–. ¿Qué coño queréis?’. ‘Proponerles algo’. ‘No estamos para tonterías. ¡Venga, largo!’. ‘Aguarde un momento, por favor –rogó el consejero escolar–. Al menos escúchela’. Con la punta del zapato apagó el cigarrillo y, contrariado, permitió que accedieran al otro lado de la cinta, hasta que al límite de la paciencia llamó la atención del agente que estaba un poco más retirado: ‘Jefe, perdone la interrupción, esta mujer pretende comunicar con el pabellón deportivo. La idea es descabellada, usted verá’. ‘No se apure –dijo, dándole una palmadita en la espalda– y deje que decida yo’. Un hombre de amables modales se dirigió a ellos luciendo la blanca dentadura recién implantada. ‘¿Les apetece café? Empieza a refrescar. Cuénteme eso que parece tan importante’. ‘Conozco a la mayoría de los chicos y las chicas que están dentro –señaló hacia el edificio–, algunos son alumnos míos y he pensado…’. Fue explícita y convincente en los detalles. ‘¿Y cómo está tan segura de que no arriesgan su vida si hacen lo que sugiere?’. ‘Porque Thomas Dawson es demasiado listo para dejarse descubrir y también porque es una posibilidad tan incierta como cualquier otra, pero habrá que apostar por algo, ¿no cree?’. ‘De acuerdo. Ojalá que tenga razón’. ‘No le quepa la menor duda, señor’. ‘Más le vale –estiró el cuello como buscando a alguien y añadió tajante–: Llame a la central y localicen Anthony Cohen’.
          Betty Scott, jefa de comedor en la escuela, hija, hermana y esposa de militares, sabía manejar muy bien las emociones para no exteriorizar los sentimientos. ‘¿Me acompañas a la cocina, querida? –propuso a Zinerva Falzone quien aceptó sin dudarlo–. Preparemos chocolate caliente, hay que entonar los cuerpos’. Aunque la relación entre ambas nunca había sido estrecha, algo que descubrirían más adelante cruzaría sus caminos. ‘En mi pueblo de Silverhill de pequeña viví una experiencia parecida –la siciliana rompió el hielo mientras cuidaba de la leche hasta que cociera–. Un preso escapado de la cárcel, escopeta en mano, sembró el pánico en mi vecindario disparando a cualquiera que bloquease su huida. Recuerdo que estuve días metida debajo de la cama saliendo sólo a lo imprescindible. Personas cercanas a mí todavía no lo han superado y viven atemorizadas –permaneció callada unos minutos, como reflexionando lo siguiente que iba a decir–. No obstante, de esto, me preocupa el cansancio de tantas horas y la mella que haga en las criaturas’. ‘Seguro que ya queda poco. –Rellenaban con cacao pequeños vasos de cartón desechables y cortaban finas láminas de bizcocho que esperaban alcanzases para todos–. Nunca te he preguntado por qué emigraste de Italia’. ‘Nací en Birmingham, tengo nacionalidad americana. Fue mi familia la que emigró veinte años antes y supongo que sus motivos no fueron muy diferentes a los de cualquiera que busca, lejos de su patria, un porvenir mejor para los suyos’. Sin embargo, omitió un pequeñísimo detalle: que lo tuvieron que hacer porque su abuelo desertó tras no soportar la idea de matar a sus semejantes. Permaneció un tiempo escondido en el monte, hasta que tuvo la oportunidad de desembarcar en Estados Unidos llevándose consigo a su mujer e hijo, un niño de tan sólo cinco años que más adelante se casaría con la cajera del banco donde ingresaba parte de la paga obtenida como pinche de cocina. Después nacería ella. ‘Perdona si he sido indiscreta, mi intención no era ofenderte’. ‘¡Qué va!, no seas tonta –aseguró sonriente–. ¿Sabes qué? –prefirió cambiar de conversación–, envidio tu entereza. ¿Cómo consigues tanta serenidad con la que tenemos encima?’. Por suerte para Betty Scott la entrada de otro profesor ofreciéndose a ayudar con las bandejas evitó tener que explicar cosas de esa parcela personal que la habían hecho fuerte. De nuevo en la Sala de Juntas, y apoyada en la pared pensó en las veces que su marido arriesgó la vida para salvar la de los demás. Como ocurrió en Somalia cuando el Ejército estadounidense combatió para derrocar a un grupo islámico radical vinculado a Al Qaeda y su destacamento se dedicó a poner a salvo a la población civil temiéndose un sangriento atentado que al final se hizo realidad, y en el que perecieron algunos compañeros suyos junto al sargento. Pero por muy dura, fría o fuerte que pareciera en opinión de los demás, el temor a recibir la mala noticia de una tortura, encarcelamiento o que volviera metido en una caja de madera, hormigueaba siempre los bordes del corazón, igual que ahora temía por aquellos pobres inocentes. Helen Wyner irrumpió como un ciclón. ‘Han llamado del hospital, el estado de Isaías es irreversible. ¿Alguno de vosotros sabe si tiene parientes?’. Todos callaron.
          El destello de un tiroteo procedente del pabellón deportivo sorprendió a todos presagiando el anticipo del peor de los escenarios. Minutos antes, en el interior, el llanto mezclado con la histeria hacía estragos entre los rehenes. Thomas Dawson metió la mano en el bolsillo del chándal y disimulando silenció su teléfono al darse cuenta enseguida de lo importante que era actuar con inteligencia y un paso por delante de la persona que les tenía retenidos, vista la crueldad capaz de ejercer contra ellos si contradecían o desobedecían sus órdenes. ‘¿Qué haces, tío? Guarda el móvil –balbuceó una chica a punto de desmayarse–. Como te pille se nos va a caer el pelo’. ‘Cállate y distraedle. Tenemos que salir de aquí’. ‘Estás loco, colega’. ‘Intentaré conectar con algún chat’. ‘No lo hagas, por favor’. ‘¡Eh!, vosotros dos. ¿Qué estáis tramando?’. Entristecidos y fracasados regresaron a su sitio. La presión acumulada junto a la incertidumbre de no saber cuánto duraría el encierro, mezclado con la histeria y las bajas temperaturas agitaban las extremidades de los adolescentes que, a pesar de sentarse apretados en los bancos del vestuario, no conseguían entrar en calor, lo cual aumentaba la necesidad de orinar. Así que, cuando se decidieron a solicitar permiso para ir al baño y alguna prenda de más abrigo, se desencadenaron un par de episodios que trastocaron sus planes. Uno de los chicos, propenso a sufrir continuas diarreas, se ensució en los pantalones, hecho que sacó de quicio al raptor hasta el extremo de abofetearle y herirle con insultos que invadieron el sagrado espacio de su dignidad. Los demás, paralizados al principio y empatizando después, expresaron que nadie estaba libre de sufrir un accidente así. Sin embargo, pendientes de esto no se dieron cuenta de que el nieto del reverendo Marshall que preside una Iglesia Baptistas de Foley, un crío tímido, solitario e introvertido, estudiante de octavo grado, que sufría frecuentes hipoglucemias teniendo que ingerir inmediatamente algún alimento rico en azúcar, se había desplomado en el suelo presentando el típico cuadro de sudoración, temblores, debilidad muscular… A pesar de que Thomas en más de una ocasión fue testigo de sus crisis, se azaró no sabiendo muy bien qué hacer hasta que oyó por detrás suyo que tenía que comer. ‘Tranquilo, amigo –le dijo–. Deja que busque en mi mochila, llevo manzanas’. ‘No hagas ningún movimiento y suelta la bolsa’. ‘Bueno, pero deja que abra la cremallera. ¡Ves! Es un bote de Coca-Cola y una fruta, es diabético –le señaló con el dedo–, se lo voy a dar’. ‘Ándate con ojo porque como se muera o hagas cualquier movimiento en falso te vuelo la tapa de los sesos’. Al fondo, con el espanto de la impotencia desgarrada, otra alumna acaparando la atención formó un gran revuelo a su alrededor. ‘Por el amor de Dios, que venga un médico –puso los ojos en blanco, cogió entre las manos el crucifijo que colgaba de su cuello y dirigiéndose al tipo que les cortaba la libertad, dijo–: Eres un monstruo, y te odio. Un malnacido, y te odio. Un criminal, y te odio’. ‘¡Cállate, negra asquerosa! –el aludido arremetió contra ella–. ¡De rodillas! ¡Vamos!’. Cogió una correa, se situó por detrás y, antes de empezar a golpearla, alguien disparó varias veces…
          A unas millas de allí, en el pueblo de Elberta, el silencio era sepulcral. Beth Wyner saltó de la cama. Su reloj biológico indicaba que de un momento a otro el primer resplandor del alba aparecería por el horizonte retirando del bosque el misterioso manto de la noche. Encima de la repisa del lavabo, junto a las cremas hidratantes y otros productos para el cuidado del cabello, tenía el bote de pastillas que tanto la aplanaban. Lo miró, sacó la dosis correspondiente, la tiró por el váter y vació la cisterna, comenzando así el ritual de aquella nefasta fecha que marcaría su existencia para siempre. Vestida de negro, sin más color que el verde grisáceo de sus ojos, arregló las camelias que nunca faltaban en el jarrón de la cocina, colocó los platos del fregadero minimizando el ruido y fue de puntillas a la habitación de su madre para comprobar que aún dormía profundamente. Así que, palpó dentro del cajón y cogió la linterna que necesitaba hasta llegar al cruce del sendero. El autobús rumbo a Luisiana atravesó la carretera a gran velocidad, esa era la señal de que debía apresurarse si quería estar en el cementerio cuando abrieran, algo que acostumbraba a hacer desde que enterró a su niña años atrás. Aquel fatídico día, inicio de su calvario, cayó una de esas tormentas tropicales con vientos huracanados capaces de cambiar hasta el rumbo del río Mississippi. Meses atrás, su hermana Helen y ella que llevaban mucho tiempo sin compartir un rato de ocio, viajaron a la ciudad de Montgomery aprovechando que habían llegado los materiales que precisaba para su trabajo. Era restauradora de muebles, muy buena en su oficio y, aunque nunca le faltaba trabajo, esa vez tenía que esmerarse si cabe mucho más ya que el encargo llegó directamente de la mujer del fiscal del distrito, quien aseguró tener un escritorio de estilo colonial bastante deteriorado. Se conocieron a través de una amiga común que daba muy buenas referencias de ella, por tanto, le confió su preciada herencia. Aceptó el encargo porque esa clase de oportunidades te abren a un mercado más allá del condado de Baldwin donde estaban sus clientes. ‘¿Y dices que es una mujer de postín?’. ‘Bueno, no exactamente. Lo que digo es que se codea con gente importante y eso es muy positivo para mí porque además de cubrir los gastos que hacemos en casa de mamá, ya sabes que mi exesposo vuelve a estar sin empleo y tengo que ayudarle’. ‘No sé cómo aguantas, de verdad. ¿No te das cuenta de que vive a tu costa?’. ‘Oye, no empieces fastidiando, tengamos la fiesta en paz’. ‘Perdona, es que me crispa los nervios. ¿Necesitas dinero?’. ‘No, sólo tu complicidad’. Almorzaron en su restaurante favorito una hamburguesa de doble piso, miraron escaparates, eligieron regalos para la familia y se pasearon por las calles luciendo un extravagante sombrero de moda. Lo pasaron bien, pero de vuelta a Elberta, una horrible pesadilla arruinó cada segundo de felicidad. Su madre, encendiendo un pitillo con otro, esperaba en el porche. ‘Mami, ¿qué pasó? –dijeron ambas–. ¿Te encuentras bien?’. ‘Ha venido la policía y me ha hecho unas preguntas muy raras. Querían hablar con Beth –articuló con trabajo–, han dejado este número, tienes que llamar cuanto antes sin falta’. ‘Bueno, a ver, cuéntanoslo desde el principio’. ‘Ya os lo he dicho. ¡Ay!, tiene que ser muy gordo para que vengan a buscarte. Igual con esos líquidos raros que echas a la madera se ha envenado alguien. ¡Qué dirán los vecinos!’. ‘Joder, mamá, menudos ánimos’. ‘Trae –Helen Wyner le arrebató el papel de las manos a su madre–, yo marco’. ‘Han insistido en que lo haga ella’. Helen, antes de ponerse el teléfono en la oreja, preguntó: ‘¿Todavía no ha traído a la niña…?’. Pero, desde entonces, han pasado ya muchas lunas.