domingo, 25 de noviembre de 2018

Beirut, Puerta de Atocha

6.

Ahmad Abu-Abbad pulsó la tecla de llamada en el móvil, rezando para que al otro lado de la línea Ismael contestara rápido. ‘Salam aleikum. Me pillas saliendo de una comida de trabajo. Te has adelantado a llamar, pensaba hacerlo en un rato. ¿Qué ocurre, amigo?’. ‘Aleikum salam. Tengo buenas noticias: vuelven de la mar’.  Lo ves, te lo dije. Parece mentira que no confiaras, hombre de poca fe’. ‘Anoche vino la chica de la oficina a informarme. Un equipo de salvamento de la organización “Save the children” interceptó por radio su señal de socorro, y, gracias a que activaron el protocolo, aguardan la llegada del bunkering de servicio’.  ‘¿El qué? −interrumpió− Ah, sí, calla, calla, la gasolinera flotante’. ‘Correcto. Pues eso, que en cuanto solucionen las cosas se me ha terminado comer lo que me venga en gana y acostarme a las tantas. Para Jasmin todo produce colesterol y no debemos alterar los biorritmos. ¡Muy triste!’. −Rieron juntos−. ‘¿Ya sabes lo que ha pasado?’. ‘Bueno, más o menos, tampoco creas que con detalle. Desviaron la ruta porque hubo un naufragio y fueron en su auxilio. Eso hizo que se quedaran sin combustible en mitad del océano. Lo de desaparecer del radar y perder la frecuencia es algo más complejo que tendrán que explicar ellos, si quieren’. ‘Lo importante es que no hay que lamentar pérdidas’. ‘Por cierto, el piso de Abul Khan está libre, instálate cuando quieras. Las condiciones las tratáis vosotros, no quiero influir’. ‘Tonterías, hay confianza para eso y más’. ‘¿Cuándo tienes previsto volver? Iremos a celebrarlo, el niño quedó encantado con la excursión de senderismo.  Habrá que repetir’. ‘Claro, no hay problema. Dile que vaya llenando la cantimplora. Tengo que dejar resueltos un par de asuntos, en cuanto lo haga, voy’. Alargaron la conversación, remolones, para que la esencia del momento no se evaporara, y perdurara inmortal como el eco incrustado entre las hendiduras de la montaña.
          No era la primera vez que Binta ofrecía su casa a la organización y cobijaba a refugiados que por diversas circunstancias necesitaban permanecer un tiempo en la clandestinidad, hasta hallar la vía adecuada para legalizar su situación. La habitación tenía una decorada bastante sencilla. Kesia, que había llegado con Jasmin bien entrada la noche para no coincidir con los vecinos, entró en ella con la máxima cautela y el mismo asombro de los ojos y oídos entregados a los cuentos de hadas. Todo le resultaba desconocido: el orden en los armarios, los cubiertos, la cisterna, el hornillo… Improvisaron una cuna, pero se resistió a poner a su bebé dentro de aquel cesto inseguro y prefirió mantenerlo pegado al regazo. Y, aunque la cama parecía confortable, se tumbó en el suelo en posición fetal. ‘¿Vais a trasladarla a Hamburgo habiendo ninguneado los hotspots?’. ‘Sí, desde luego, su deseo es llegar allí. Si no, ¿por qué habría arriesgado la vida?’. ‘Se la ve tan frágil’. ‘Uy, para nada, es muy brava. No queremos que quede retenida en los centros a la espera de la solicitud de asilo. Podrían deportarla, y eso sería como enviarla de cabeza al suicidio’. ‘Desde luego, merece la misma oportunidad que cualquiera de nosotros. Ya sabes que se puede quedar cuanto haga falta’. ‘Tenemos un plan, aunque en realidad se le ha ocurrido a mi padre. Nosotros andamos sellando los cimientos de la idea para que no haya fisuras. Y si cuaja, y la persona que tiene que dar el visto bueno lo acepta, pronto tendrá un contrato de trabajo y la posibilidad de ahorrar dinero para reanudar el camino y reencontrarse con su hermana’. ‘Vale, pero mientras tanto conmigo estará bien’. La melodía más elemental de la gramática francesa interrumpió la conversación de ambas. ‘¡África, no! ¡África, no! Mujer, yo muerta, −golpea varias veces su pecho con la mano abierta−. ¡África, no! Selva, cortar cuello, y quitar hijo’, −ruega a Jazmín, quien la calma−. ‘No temas, sólo queremos ayudarte. Intenta dormir, has vivido una experiencia muy dura y estarás agotada. Mañana vendremos a contarte los planes’. ‘Señora, mi país peligroso. África corre por aquí −señala las venas−, pero no volver, no volver, no volver…’, −solloza con tanta fuerza que despierta al niño, un moreno precioso, de potentes pulmones, que las mira, una a una, hasta regalarles una tierna sonrisa y la sonora manifestación de un pañal listo para cambiar−. ‘Nadie te llevará contra tu voluntad’. Traía la ruta a Alemania trazada en un papel, y respiró muy hondo y con alivio al comprobar que todavía lo llevaba encima. Entonces intuyó que lo más complicado del tormentoso periplo tocaba fondo…
          Ismael y Abul Khan firmaron el contrato de arrendamiento, rematándolo con un té sabor a hierbabuena y el caluroso apretón de manos que confirma un compromiso entre caballeros. ‘Si no te importa me gustaría quitar las cortinas, prefiero que la luz del sol bañe todas las piezas sin ningún obstáculo. También quisiera sustituir la banqueta de la galería por mi bicicleta estática. Ya me dices dónde llevo estas cosas. En fin…, y algunos detalles más de decoración que forman parte de la personalidad del hogar que habito’. ‘No hay problema. Enviaré a alguien a recoger todo esto. Tú eres un inquilino excepcional, realiza los cambios que consideres oportunos. Siéntete cómodo. ¿La chica vivirá contigo? Te lo digo porque habría que acondicionar la salita para el niño y ella, ya que al haber un solo dormitorio…’. ‘No, viene como empleada de hogar, y concluida la jornada se marcha. Necesita papeles, y yo alguien que me ayude. Cuando nuestro amigo común me lo propuso, acepté sin pensarlo, no soy capaz de negarle nada. Después iré a la sede de la ONG a informarme de todo’. ‘Lo comprendo, es tan generoso que… Hablando del rey de Roma: ¡mira quién sube por la cuesta!’, −dijo el bangladesí−. Hecho el saludo de los tres besos continuaron tertuliando. ‘¿Qué tal los chicos?’, −preguntó uno de ellos−. ‘Están bien, agotados, pero bien’. ‘¡Ya ves!, tú me dirás, después de haber estado bajo presión.  ¡Qué quieres!’, −interviene el tabernero−. ‘Hay un proverbio de la sabiduría árabe que dice así: “Las cosas no valen por el tiempo que duran, sino por las huellas que dejan”. Se recuperarán, lo hacen siempre, y más pronto que tarde saldrán a navegar y otra vez la tensión por las nubes y la zozobra y…’. ‘Calma, compañero. Ahora toca reciclarse y afrontar las rutinas diarias’, −comenta el otro−. ‘Seguro, −llegan clientes, pero el dueño no abandona la mesa−. Tomar tierra no es fácil habiendo manejado el sensible material de las vidas humanas. Sin embargo, esta gente está hecha de una pasta especial, se reinventan y reconstruyen rápido. ¿No es así?’, −pregunta a Ahmad−. ‘Si no eres un insensible, y te aseguro que los míos no lo son, se sufre mucho y las pasas canutas. Aunque, por otro lado, es lo que han elegido y una de las herramientas que da sentido a su existencia’. ‘La misión esta vez ha sido complicada, ¿no? Tengo entendido que perdieron incluso la comunicación, −sigue hablando Abul ante la atenta mirada de Ismael−, al menos eso se comentaba en el cafetín…’. Ahmad Abu-Abbad narró los acontecimientos tal y como se los habían transmitido a él. Binta no llegó a ir a Plaça de Sant Jaume, a la Casa de la Ciudad de Barcelona, edificio donde se ubica el Ayuntamiento, porque casi saliendo de la oficina llamó un colaborador de Médicos Sin Fronteras, al que conocía de actos oficiales, para informarle de la localización del barco Sin Muros. La historia no deja de ser algo rocambolesca: uno de los pilotos, días antes de zarpar, fue sobornado en el puerto por una de tantas mafias captadoras de migrantes. Manipuló las coordenadas llevándoles bastantes millas en dirección opuesta, pero lo que no podía prever es que un naufragio, quedarse sin combustible, la testarudez de Adrián y del resto del equipo, así como el compromiso del máximo responsable de la expedición, dieran al traste con el negocio que presuponía iba a sacarle de la pobreza, retirándole a cualquier playa caribeña.
          Ocupaos de que no salga del camarote. Bajaré en cuanto pueda, debo redactar un informe explicando la gravedad del asunto. −Entristecido y perdida la mirada perdida en el horizonte, añadió−: No permitiré que este desalmado nos arrastre en su caída, ni que la honradez de todos nosotros quede dañada por su avaricia’. Jasmin alzó la voz por encima del grupo: ‘Es un impresentable y carne de tiburón’. ‘Capitán −vocea el timonel−, será mejor que vengas, quieren hablar contigo’. −Fue con igual lentitud que quien arrastra una pesada carga−. ‘Dígame, ¿quién es?’. ‘Déjese de formalismos. Llamo de la Presidencia del Gobierno. ¿Se puede saber qué coño ha pasado, y por qué aparecemos en todos los informativos como el hazmerreír del mundo?’. ‘Perdone, deje que me explique, y no juzgue arbitrariamente o a la ligera a toda la ONG, y mucho menos a mis compañeros. Igual que a la clase política no se la puede juzgar en su totalidad de corrupta, nosotros tampoco somos delincuentes. Mi madre decía que por un garbanzo negro no se jode el cocido completo, sólo había que retirarlo y dejar al resto que cueza. Aquí lo que ha sucedido es que la codicia de un individuo por poco nos lleva al resto a una muerte segura. Mi tripulación son hombres y mujeres que se arriesgan por el bien de otros, no reparan en tiempo ni en esfuerzo, y su objetivo es muy claro: salvar del agua a cuantos más mejor. Así que, le ruego que los exima de toda responsabilidad y sospecha, respondo por ellos. Permita que sea yo la cara visible, y, por supuesto, al delincuente que llevamos a bordo aplíquenle la sanción que corresponda’. ‘En cuanto arribe a Barcelona venga rápidamente a Madrid a dar explicaciones’. ‘Lo haré, pero cuando pueda. Las cosas, a pie de obra, no se solucionan tan fácilmente como ustedes allí, que con una reunión durante el almuerzo sientan las bases de sus tratados. Lo primero para mí son mi gente, y después la burocracia’. Así de contundente dio por finalizada la conversación. Ahora, lo verdaderamente prioritario era limpiar el buen nombre de la organización restableciendo su credibilidad y, por supuesto, dejar a los migrantes en manos de los profesionales cualificados, que esperaban la llegada acodados en el muelle. Adrián irrumpió de golpe en sus pensamientos como alma que lleva el diablo. ‘Será mejor que me acompañes: parto a la vista. Jasmin anda cosiéndole el muslo a uno de los nuestros, y el médico está con diarrea, apenas puede moverse. Me temo que sólo quedas tú para asistirla. Joder, macho, ¡qué bonito!, ¿no? Después de la angustia tan horrorosa que hemos pasado, te toca ayudar a nacer a una nueva criatura’. ‘La vida, mi querido libanés, la vida’. Hacía tanto que nadie le llamaba así que el corazón se le empañó de nostalgia…

domingo, 11 de noviembre de 2018

Beirut, Puerta de Atocha

5.

Ismael regresó a Madrid para la inauguración de un restaurante rehabilitado en la calle Echegaray, cuya campaña de marketing dirigió meses atrás. Desde primera hora de la noche anterior la policía acordonaba un amplio perímetro de la zona centro, ya que, según datos filtrados a la prensa, un posible caso de parricidio y el hallazgo de otra mujer asesinada presuntamente por su pareja sentimental, en una travesía adyacente a la Puerta del Sol, levantaban adoquines de repulsa entre la ciudadanía que se agolpaba alrededor. El taxista luchaba para ningunear al GPS que le mandaba en dirección contraria. Furgones de la Guardia Civil, atravesados en batería, impedían el paso excepto a residentes acreditados y ambulancias. ‘Oiga, ¿no puede ir un poco más deprisa?, es que llego tarde’. ‘Como ve, desde aquí, todo está cortado. Si consigo ir en paralelo a la Gran Vía intento dejarle lo más cerca posible’. Tuvo que caminar un buen trecho, así que, mientras lo hacía, aprovechó para hablar con Ahmad Abu-Abbad. ‘Salam aleikum. No te pongas en lo peor, amigo. Ha de haber un motivo lo suficientemente potente como para que no se pongan en contacto’. ‘Aleikum salam. Es que han pasado muchos días sin saber de ellos y no soportaría perder también a Jasmin’. ‘Óyeme, no lo digas ni en broma’. ‘El niño está asustado. No pregunta, pero su comportamiento es de angustia’. ‘Sal con él, llévale a Montjuic, al cine, a comer pizza. No sé, coño, eres su abuelo y se supone que conoces los gustos del chico’. ‘Ya veremos. Luego pasaré por la oficina a ver si hay novedades’. ‘De acuerdo. Escucha, ahora tengo un evento de trabajo, en cuanto acabe hablamos y me cuentas. Si todo sale como espero, el fin de semana vuelvo a Barcelona. ¿Sabes si Abul Khan ha alquilado ya la pequeña vivienda anexa a la tetería?’. ‘No lo sé, pero me acerco y le pregunto’. ‘Te lo agradezco. Si está libre, dile que me la quedo yo…’.
          Sigue intentándolo, por favor, Jordi −Adrián al piloto−. Alguien habrá a la escucha, digo yo. Binta sabe las últimas coordenadas y seguro que remueve cielo y tierra hasta dar con nosotros y enviar ayuda, pero para eso no podemos abandonar la radio. ¡Venga, tío, no pares!’. ‘¿Quién te crees que eres para darme órdenes?, no estoy jugando a la maquinita? −señala el cuadro de mandos con muy malas pulgas−. Hay que empezar a racionar los alimentos o las vamos a pasar putas. No corras la voz, solo faltaba un motín a bordo’. ‘¿Dónde cojones se ha metido el buque con voluntarios de ACNUR que salía en el radar?’, −exclama al cielo−. En otro extremo de la embarcación, en el improvisado hospital de campaña, algunos compañeros se arremolinaban alrededor de alguien tendido en el suelo. ‘Va a ser difícil entendernos, porque sólo habla suajili −dice Jasmin, examinando al hombre, de complexión fuerte−. No le baja la fiebre, y lo peor es que no sé a qué se debe, porque aparentemente no veo nada significativo. Ojalá que no sea una epidemia que venga a rematar la ley de Murphy’. ‘Pero sí tratarás de descubrirlo, ¿no?’, −preguntan desde fuera−. ‘Haré lo que esté en mi mano, aunque por ahora la temperatura no baja de 40ºC’. Fue al quitarle el pantalón para sustituirlo por otro seco cuando descubrieron una herida bastante fea en la pantorrilla, de la que sobresalía una punta incrustada en ella. Retiraron el clavo oxidado y respiraron profundamente, porque al fin las cosas alcanzaban niveles normales. ‘Mayday. Mayday. Mayday. Les habla el capitán del barco Sin Muros. Llevamos náufragos y nuestra situación es de extrema gravedad. Mayday. Mayday. Mayday. No lo entiendo, la verdad. ¿Estamos más cerca de Alejandría o de Jerusalén?’. ‘Del infierno, sin lugar a duda’, −contestó el cocinero, a la vez que preguntaba si se había terminado el brandy−. ‘Busca por ahí, alguna botella ha de quedar’, −sonó con voz insustancial.
          Crecía la preocupación, no sólo por la cruda realidad inestable que vivían, sino también porque la suerte jugaba en su contra para llegar a tiempo a la costa de Siria, donde les esperaban como agua de mayo. Cuando las obligaciones se lo permitían a Jasmin, no se perdía el inicio del amanecer tuneado en el horizonte desde un espacio privilegiado en cubierta. Sabía que evadirse achicaba el miedo amargo. Así que, se dejó llevar por el impacto de los flecos del viento contra el mar y eso le permitió situar la cabeza en Beirut, en el escenario de su infancia, corriendo la inocencia por las calles caóticas, llenas de contrastes, de colores pastel junto a edificios que habrán sucumbido ya por culpa del abandono, de cafetines donde la tolerancia se hacía patente conviviendo musulmanes y cristianos sin estorbarse. Pensaba en sus hermanos, y en lo convencidos que estaban todos creyendo que la separación duraría hasta que remitiera la enfermedad de la madre. Qué fácil sería cerrar los ojos y encajarse de nuevo en aquel pasado libre de ausencias. Sin embargo, pensar en su hijo la trajo de vuelta al presente, consolidando la necesidad de buscar una solución al problema. ‘Adrián, ¿quién está al mando de la radio?’. ‘Ahora mismo creo que nadie. ¿Por?’, −ciñe las cejas−. ‘¿No te resulta extraño que no podamos establecer comunicación ni siquiera por la frecuencia segura?’. ‘Sabes que a veces esto ocurre, y más en misiones tan delicadas como lo es ésta’. ‘Sí. No obstante, fíjate que faltaban pocas millas, se hunde una patera, vamos a por ellos y, de repente… Voy a ver si aclaro algo’. ‘Oye, ¿cómo sigue la africana?’. ‘Se llama Kesia, que significa: favorito. Va mejor. Tenemos que ayudarla’. ‘¡Uy..., te temo!’. ‘Pediremos autorización a la organización. Piensa que, si la dejamos, la llevarán de cabeza a un campamento de refugiados para finalmente deportarla. Merece una oportunidad, como la tuvimos nosotros, como deberían de tenerla todos’. ‘No es a mí a quien tienes que convencer, cuentas con mi apoyo y lo sabes’.
          Colgó las bolsas del supermercado en el respaldo de la silla, y, ajena a la llamada de socorro producida minutos antes, siguió redactando el documento dejado a medias por la visita imprevista de Ahmad Abu-Abbad. ‘Perdona si te molesto, pero estoy desesperado. ¿Has sabido de ellos?’. ‘Todavía no. Quizá sea pronto. Envié un correo electrónico a otra ONG que también tienen a su gente dispersa en el mismo lugar. Seguro que en breve se ponen en contacto’. ‘Es una pesadilla, no duermo imaginando cosas horribles y al rato me regaño por hacerlo’. ‘Yo le aviso, no se preocupe. Todo se arreglará’. Le acompañó hasta la puerta, y, casi al cerrarla, el hombre se giró como si quisiera compartir algún otro pensamiento más. Sin embargo, abatido, en silencio y sin perder ese aire de generosidad que tanto le identificaba, se fue pasando el rosario con disimulo. Binta se sentía en deuda con aquella familia que confió en ella poniendo a su disposición todas las herramientas necesarias para asentar los cimientos de lo que sería su futuro en la ciudad. Ahora tocaba arrimar el hombro y demostrar que la inversión en su persona había merecido la pena. Jasmin le había enseñado una extraordinaria lección: hay que luchar con la misma pasión por cada cosa, como si fuera la última hora, y hacerlo con criterio, en base siempre a la opinión que se tenga. Por eso, y habida cuenta de lo raro de la situación, cogió su bolso y el móvil y se plantó delante del Palacio Municipal, diciendo al guardia: ‘Quiero hablar con la alcaldesa…’.
          Abuelo, ¿han matado a mis padres?’ ‘¡Qué disparate es ese! No, por supuesto que no’. ‘Entonces, ¿van a volver pronto? En casa de un compañero de clase dicen que, como son amigos de negros y vagabundos, les habrán tendido una emboscada para fusilarlos. Yo le di un puñetazo, él a mí una patada, y nos castigaron sin recreo’. ‘Bueno, las diferencias no se arreglan a golpes, pero está bien que defiendas lo tuyo −recapacitó sus palabras, sabía que no habían sido las más correctas, pero cuando te tocan las narices…−. Además, están trabajando, verás cómo enseguida los tenemos por aquí. ¿Sacamos una pizza del congelador y la rellenas a tu gusto?’. ‘Vale’. ‘Entonces ve, y lávate las manos’, −dijo, introduciendo los dedos en el pelo ensortijado del niño, de igual volumen que el de su esposa, salvo en la recta final, que se volvió lacio y quebradizo−. ‘Jo, qué rollo. −Se paró en seco frente al abuelo, arrugó los ojos y preguntó−: ¿Lloras?’. ‘No, hijo, el abuelo es un viejo tonto, no hagas caso’. Se quedó mirando a la nada y pensando en que Jasmin heredó el temperamento potente de su madre, la capacidad de decidir sobre la marcha, la lucha incansable por el feminismo −con las complicaciones que añadía ejercer dicha defensa desde Oriente Próximo− y esa elegancia conjugando la estilizada silueta con el despliegue conciliador en forma de sonrisa. En esas horas longevas de rancio silencio e incertidumbre de corte grueso, recordó la soltura con la que su hija resolvía cada obstáculo cuando llegaron a España, para que ellos padecieran lo menos posible. Ese pensamiento, y desde luego el poder soberano de intuición, pusieron en pie toda su vida, y la esperanza empezó a cobrar fuerza dentro de él. Ya anochecido, cuando no esperaban a nadie, tocaron al telefonillo y el niño gritó desde el pasillo. ‘Es Binta, que quiere que bajes…’.