domingo, 18 de diciembre de 2011

Primavera de abril de 1997


Hasta la primavera de abril de 1997, fecha en que conoció a su gran amor, la vida de Juan Ulloa se desarrolló bajo la influencia de la duda y el arrepentimiento. Huérfano de padre y madre, fallecidos en accidente de tráfico, quedó al cuidado de su abuela materna, mujer de carácter pusilánime, de la que recibió una educación muy rigurosa. Justo cuando más necesitaba de sus padres, cuando el tránsito hacia la pubertad comenzó a ser complicado, le dejaron solo, sin referentes, pereciendo en aquella siniestra carretera, al amanecer de un uno de mayo. Pasó años siendo quien no era, y queriendo a quien no amaba. Se casó con una chica de provincias que limpiaba por horas en la Concejalía de Urbanismo en Villanueva de la Serena. Pasaron la noche de bodas, sin pena ni gloria, en un hotel del centro de Badajoz. Sentados a los pies de la cama, uno junto al otro, sin tocarse, al tiempo que las luces de neón encendían y apagaban sus caras de tristeza. Transcurridos diez años y medio de indiferencia, la chica le abandonó, regresando con el fracaso bordado en el traje de novia a su lugar de origen. Poco después, la abuela cayó enferma, se encamó y murió dos semanas más tarde. Entonces cerró la casa y, con lo puesto, se fue en un autocar de largo recorrido, buscando el preludio de una nueva vida, que arrancaría de manera satisfactoria a su llegada a Madrid.

Hasta la primavera de abril de 1997, fecha en que conoció a su gran amor, la vida de Fidel Garrido fue un absoluto engaño. Nacido en el seno de una familia barcelonesa de clase media alta, pronto asumió que debía prepararse a fondo, para satisfacer los expresos deseos de su padre: estudiar “Económicas”; desempeñar un cargo importante en banca, dar el perfil de un hombre de derechas, vivir en una zona residencial de chalés y, contraer matrimonio con una chica de buena posición. Bastaron tres décadas para alcanzar cada objetivo que se propuso sin grandes esfuerzos, pero le faltaba lo más esencial, lo fundamental para vivir: tener ganas. Ni los éxitos profesionales ni el reconocimiento de su gestión como ejecutivo, colmaron de paz su interior inquieto. Una mañana, harto de guardar las apariencias delante de los suyos, disfrazado con sus trajes de Armani, sus camisas de seda hechas a medida y sus corbatas italianas compradas en Roma, salió del dormitorio en tejanos y camiseta de algodón ante la desafiante mirada de su esposa. Besó al hijo mayor que andaba por allí, abrió la puerta de la casa que comunica con el garaje y partió en su viejo Volkswagen. Por primera vez, la excitación de lo no programado corrió por las venas de Fidel. Días después, arrastrando el cansancio de la carretera en su cuerpo, por fin visualizó el aeropuerto de Barajas. Madrid, señorial, generosa, lo recibía con los brazos abiertos.

En la primavera de abril de 1997, las Urgencias del Hospital Clínico San Carlos en Madrid estaban saturadas. Juan Ulloa y Fidel Garrido no se habían visto anteriormente, pero sus vidas, casualmente, iban a cruzarse. Al parecer acababa de producirse un gravísimo accidente en el Puerto de los Leones. La unidad móvil que la Cadena SER desplazó hasta allí, informó que el número de heridos graves se elevaba a más de veinte. Seguidamente, desde los estudios centrales, alentaron a la ciudadanía (siempre solidaria) para que donaran sangre. Juan Ulloa y Fidel Garrido, porque así lo quiso el destino, se presentaron por separado en el Clínico Allí estuvieron, uno frente al otro. Compungidos, expectantes, apocados, y esperando su turno para la donación. Cuando la enfermera jefe salió a la sala de espera, para decir que ya no necesitaban más plasma, ellos se marcharon conversando. Desde aquel momento ya no se separaron, y no sabría decir qué fue primero, si la mirada o el enamoramiento. Lo cierto es que encontraron aquello que tanto andaban buscando: el amor, la complicidad, la comprensión, el otro. Aquellas escapadas furtivas a la caída de la tarde, aquellos primeros abrazos y aquellos besos consentidos, cimentaron un colchón sobre el que apoyar su historia. Ya nada detendría la pasión. Ya nadie les haría el vacío. Ahora tenían motivos con qué llenar espacios importantes: ellos.

Después de compartir muchos años de gloria y penuria, recién estrenada la jubilación, y con las ganas de vivir fuertes como al principio, emprendieron un viaje que duraría siete meses por distintos países del mundo. En el avión, con los ojos cerrados por la congoja que suele entrar, justo cuando está despegando el aparato, Juan recuerda a su abuela y lo desventurado que habría sido si se hubiese quedado en el pueblo; a aquella chica de provincias que se casó con él y lo desdichada que habría sido si hubiese permanecido a su lado. También, tuvo un recuerdo especial para sus padres; lo felices y orgullosos que estarían al verle, aunque al principio les hubiese costado asimilar su homosexualidad. Fidel, por su parte, sobrelleva el alejamiento y el rechazo de sus hijos desde que presentó oficialmente a Juan como su pareja. En fin, todo ello, fotogramas que, en días señalados como hoy, recorren de lado a lado la memoria de ambos.

Ahora saben que la prisa no es más que una maleta olvidadiza en el tiempo, y el placer un horizonte de colores vivos en la mirada del otro. Ahora saben que morir y renacer es fácil mientras se tengan y que, pese al frío, al dolor, a la vejez, a los obstáculos y a las ausencias, seguirán siempre juntos con la sabiduría de lo pasado y la incógnita de lo que venga. Por eso, hoy más que nunca, evocan aquella primavera de abril de 1997, cuando la rebeldía de su amor, rompió prejuicios demodé, encorsetados y establecidos.

domingo, 4 de diciembre de 2011

A todas las personas que viven bajo presión y miedo


Un mes después de alcanzar la mayoría de edad, Flora Peña quería salir por piernas de su aldea y de la dictadura que en aquella prisión ejercía el padre que la había tocado en suerte. Era hija de un déspota salvaje que, además de humillarla, la explotaba y maltrataba con brutales palizas. Igual que a su madre, que en más de una ocasión acababa con un brazo o pierna rotos. Cuando empezaba a caer la tarde por el horizonte, y el único vecino que tenían andaba preparándose la cena, Flora salía a quemar adrenalina por los senderos fantasma que rodeaban las casas destruidas y abandonadas. Sofocada por la subida, se sentaba en lo alto del cerro a recuperar aliento y repasar uno a uno, los detalles que la llevarían al abordaje de su sueño: echarle arrestos para pasar al otro lado de las montañas, donde la aguardaría una vida mejor.
      Desde pequeña demostró una gran capacidad para los estudios; era inteligente y muy rápida. Aprendió a leer y a escribir gracias a la mujer del médico, que acompañaba a su marido una vez al mes, desde A Coruña, a pasar consulta por las aldeas y pueblos que tenía a su cargo. Entretanto él administraba medicinas, auscultaba pechos, exploraba gargantas y aconsejaba métodos para no preñarse tan seguido, su esposa, bajo el cobertizo del herrero, improvisaba un aula al aire libre con los niños que no habían enfermado ni andaban trabajando en las tierras. Flora Peña pronto destacó de sus compañeros, convirtiéndose en una alumna aplicada, hasta que su padre, montando en cólera, prohibió que asistiera a la eventual escuela y, por supuesto, la obligó a deshacerse de todo material escolar que tuviera.
      Tras recibir una de las palizas más violentas que recordaba, la mano del delirio le tendió una trampa, sirviéndole de amarre para no dejarse morir. Durante un largo periodo de tiempo, casi incalculable, estuvo inmovilizada en el lecho, esperando a que soldara la rotura de pelvis provocada por los golpes que, esta vez, la había asestado su padre con el mango de la azada. Sin embargo, en ese trance, y aun siendo todo producto de la imaginación, vivió los mejores momentos de su existencia: los más vehementes, eróticos, supremos, excitantes, genuinos… En alguna ocasión había oído hablar a la maestra del hotel Bahía Costa, lugar paradisíaco situado en el litoral mediterráneo, cuyo acceso estaba casi limitado a clientes muy selectos. Gracias a que Flora trasladó hasta allí la fantasía de su desvarío, no cayó en la demencia a la que bien podría haberla llevado su situación de obligada inmovilidad. Es por ello que se embarcó a vivir una vida que jamás tendría a este lado de la realidad.
      Además de dirigir el hotel con estricta intolerancia, la Flora Peña inventada que ahora nos ocupa, llevaba una doble vida que desarrolla dentro de la habitación quince veintidós. Por la cama de esa suite pasaron hombres adinerados que trajeron vinos gran reserva, conspiraciones de gobierno, diamantes muy caros y traiciones a empresas que finalmente arruinaron. Flora guardaba un amplio archivo con las debilidades de sus amantes, por si, dado el caso, tenía que utilizarlo en su defensa. Buscaba siempre el perfil de hombre débil, manipulable, pazguato. Hombres fáciles de dominar en la cama y permisivos con la humillación, también en público. Con absoluta crueldad jugaba con los sentimientos de las personas, reportándola una satisfacción tal, que a veces la alarmaba. Iba de diva, de diosa, y disfrutaba denigrando a los, obreros, que tenía absolutamente explotados. Incluso llegó en una ocasión a abofetear a una camarera del restaurante, por montar un mantel descuadrado delante de los clientes. Esta Flora perversa, que en nada se asemejaba a la de la aldea, fortaleció por dentro a aquella, según tomaba conciencia de su situación.
      Hacia el final de la convalecencia, el sueño del hotel se desvanecía y la austera cruda realidad tomaba fuerza. Ya podía ponerse en pie y caminar, aunque de forma lenta, encorvada. Una mañana de primavera salió un rato a tomar el sol; hacía un día precioso, saludable, un día con luces y sombras que no olvidaría jamás. A lo lejos divisó una silueta que, por los andares, bien podría ser la de su padre. Era. Venía cargado de aguardiente, más que de costumbre. Al momento supo que la tomaría con una de ellas. Un segundo antes de presentir un golpe en la cabeza, que bien podría haberla dejado en el sitio, se giró reaccionando a tiempo. Entonces, la otra Flora, la inventada, la tomó de la mano y se apoderó de ella, allanándola el camino, para tomar una decisión: huir inmediatamente de aquel horrible lugar, lo que significaba, por otro lado, entregar a cambio la vida de su madre, o matar con sus propias manos a aquel ser despreciable, a aquel monstruo inhumano, que había arrancado, una a una, todas las pieles de su esperanza. No le quedaba otra.
      (Afortunadamente, la frontera que separa la ficción de la realidad, cuenta con herramientas legales para luchar contra ese terrorismo: Denunciar, casas de acogida, protección policial más o menos permanente, órdenes de alejamiento, dispositivo electrónico de seguimiento y que consiste en: pulsera que porta el agresor y un receptor la víctima, teléfono especial, etcétera. Y, sobre todo, por favor, cuando alguien tenga constancia de un maltrato, que no calle. Hágalo saber a la autoridad competente.)