domingo, 22 de diciembre de 2013

El duende se llama María Mezcle


Quiero cantar a las piedras, a la tierra, al agua,
al trigo y al camino que voy pisando.
A la noche, al cielo, a este mar tan nuestro,
y al viento que por la mañana viene a besarme el rostro.
Joan Manuel Serrat.

A Fran y María.

Al primer sorbo de leche con Cola Cao y a la segunda untada de mantequilla por encima de la barrita de pan poco tostada –según le pide al camarero–, María Mezcle te roba el corazón. Entre la madera y los espejos de nuestro lugar de encuentro pasea su verbo elegante de mujer ilustrada que rompe las costuras de flamenca justa en cultura, haciéndolo al principio con cierta timidez, que dura lo mismo que se tarda en anotar nuestra comanda, para dar paso a la conversación ordenada en lo cronológico, y enriquecedora en la distancia corta para quienes estamos presentes y tenemos el gusto de escucharla. María mueve las manos con suma templanza, dándole así mayor énfasis a la hora de hablar desde el respeto y desde la sensibilidad de la variedad de los palos flamencos, mostrando especial debilidad por el Mirabrás, –que junto a las Alegrías, las Romeras, los Caracoles, las Rosas y las Cantiñas, forman el grupo que recibe el nombre de este último cante, cuya métrica tiene el compás de la Soleá, aunque varía el ritmo (velocidad)– que ella domina tan bien y que explica muy sencillo –lo cual agradezco dado mi absoluto desconocimiento sobre el tema– gracias a esa parte suya de maestra diplomada en Magisterio Musical. Y lo hace todo con tal apasionamiento y admiración, entre otros, por: Antonio Mairena, La Niña de los Peines, La Paquera, Tomás Pavón, Manolo Caracol –fuentes de las que ha bebido–, y las sanluqueñas La Sallago y María Vargas, que despierta en mí una pronta curiosidad por documentarme y unas ganas de correr a la tienda de discos más cercana y adquirir cuanto haya en el mercado al respecto.
            Bajo el signo de Leo, el 28 de julio de 1987, en la costa atlántica, concretamente en Sanlúcar de Barrameda, y en clave de siguidiya, María de los Ángeles Rodríguez Cuevas recogía el testigo de su bisabuelo Juan Ortega Gómez, “el Mezcle”; apodo traído de su oficio de albañil, al estar todo el día con la mezcla. Es a la temprana edad de seis años cuando a la niña se le suelta el duende del baile. Incluso mucho antes, en la barriada del Carmen, pegada a la carretera de Jerez, en la callecita –así llamaba de pequeña a la calle donde vivían sus abuelos–, ya deleitaba con su arte a los vecinos, cautivados con las dotes visibles de aquella personita tan pequeña y tan grande que ya apuntaba maneras. Sin embargo, pronto descubre que el cante jondo es lo suyo, y cuando cumple los once empieza a dedicarse profesionalmente a él, abriéndosele las puertas del flamencólogo jerezano Domingo Rosado, quien la guía en sus inicios. Desde entonces, una avalancha de concursos a los que se presenta y gana, junto con la disciplina y constancia en el ensayo, y el estudio continuo buscando los más puros orígenes del flamenco son los mimbres que han ido estructurando el cuerpo de su cante ortodoxo, hasta que Gerardo Núñez, bajo su sello discográfico El Gallo Azul, le  propone grabar su primer disco en el año 2010. Es ahí, en el estudio de grabación, donde María, sabiendo como sabe muy bien la técnica, encuentra algo que hasta entonces tenía oculto: el gran potencial de su garganta, los límites hasta donde podía llevarla y todo cuanto sería capaz de sacar de sí. Lo cual ha demostrado muy bien desde entonces. Prueba de ello, además de haber compartido escenario con cantaores consagrados, primeras figuras tales como Miguel Poveda o La Sallago, por ejemplo, y de haber recorrido numerosos países y ciudades del mundo, es el Premio a los Cantes Bajoandaluces por Alegrías, en el Festival del Cante de las Minas de la Unión, que ha obtenido en este 2013.
            María Mezcle pisa fuerte. Es una trabajadora incansable. Persona de costumbres sencillas que posee también una cualidad rara para los tiempos que corren: Ser agradecida con los suyos, esos progenitores que supieron transmitirle, con tiento y mucho cariño, una serie de valores y de principios fundamentales que han estructurado los suyos propios. Padres que con suma inteligencia supieron hacerle entender que, sin apartarla de su sueño, sin coartar su libertad de elección, tenía que formarse intelectualmente, porque ese iba a ser el colchón que la sostendría en los escenarios. María habla con ternura y admiración sobre quienes dedicaron tiempo, esfuerzo e inversión en hacer realidad el sueño y propósito de la niña: Llegar a ser reconocida nacional e internacionalmente como una figura del flamenco puro. Esfuerzo que, habiendo realizado entre todos, hoy empieza a dar sus frutos, que ella recoge con timidez y comparte con generosidad.
            En mi humilde opinión, María Mezcle es al cante jondo lo mismo que Lorca a la poesía: Artista de casta con carisma y puesta en escena contemporánea. Esta mujer de voz potente que arranca del sentimiento, y que por donde quiera que va pasea a Sanlúcar orgullosa de haber nacido allí, canta con el brazo izquierdo cruzado hacia el hombro contrario, para que la palma de la mano extendida sobre el mismo sujete los flecos finos de un mantón corto y negro, dejando así más espacio al brazo derecho, que marca el acompañamiento al ritmo de su voz. María es una persona paciente y muy segura de sí misma. Sabia a la hora de entender que las cosas sin precipitación llegan puntuales, a su tiempo, como refleja esta frase que en algún momento de nuestra conversación dice: “Poco a poco voy cumpliendo sueños”. Así es, porque, como buena Leo que tiene a su favor el elemento del fuego y es por naturaleza entusiasta y optimista, sabe que la fama es efímera, y que lo importante de ésta es mantener los pies pegados al suelo.
            María hace un alto en la charla. Me sonríe, toma un poco de agua, se coloca el pelo, respira hondo, gira la cara hacia la derecha, y descansa con ternura sus ojos de enamorada por encima de la piel de su pareja, que, sentado a su lado desde el principio, satisfecho de ella y pendiente de sus deseos, expresa su admiración en la sonrisa. Quizá ese sea el único momento de nuestra conversación en que no he visto a la artista sino a la mujer, aunque es difícil separar a la una de la otra, porque: María de los Ángeles Rodríguez Cuevas, conocida artísticamente por el nombre de María Mezcle, es una mujer apasionada y entregada, dentro y fuera de los escenarios. Un ser humano que roba el corazón. “Yo es que si no canto todos los días me falta la vida” –aseguró rotunda.
            Salí de allí con el quejío de una guitarra sonando en mi memoria, con la dulzura de María adherida dentro de mí, y con la satisfacción de haber crecido como persona a su lado. Sospecho que la gira que iniciará en breve será un verdadero éxito y que agotará las entradas cada día. Mientras eso ocurra yo seguiré yendo de vez en cuando, como acostumbro, al mismo lugar donde nos conocimos, y soñaré que a su regreso volverá a compartir conmigo las tablas de una mesa de café, a la hora del desayuno, tal vez entrada la primavera, cuando los colores urbanos de la vida toman asiento en la calle.

(Nota: Esta es la página web de María, http://www.mariamezcle.com/)

domingo, 8 de diciembre de 2013

Pensamientos sueltos


Cuando uno empieza a comprender las cosas, es hora de marcharse.
Fernando Trueba y Jean-Claude Carriere

Dejó que sonara el tono de llamada: una, dos, tres..., hasta quince veces.  Lo hizo con el remordimiento que nos entra cuando pensamos que no hemos elegido el mejor de los momentos. Colocó la mirada con tristeza en un punto vacío del horizonte y  respiró con pesadumbre, como si la intensidad del silencio envejeciera a la materia y al alma. Frunció la frente, quitó el auricular del oído, y cortó la comunicación sin más. Atravesaba una etapa complicada. Una de esas crisis que aparecen en momentos puntuales de la vida, planteando el eterno dilema: ¿Qué coño hago yo aquí? En esa situación, y angustiada con sólo pensar que tenía que pasarse sola lo que quedaba de fin de semana, buscó la compañía de alguien querido, alguien que la conociera bien por si flaqueaba. Así que, en lugar de llamar otra vez, decidió que lo mejor sería redactar un breve whatsapp: “Hola guapa. ¿Comemos juntas y luego nos hacemos un cine? Besos”. Vio en pantalla que la destinataria se puso en línea, señal de que lo estaba leyendo. Mientras aguardaba respuesta, con la misma impaciencia que el estómago a falta de pan se pone en la cola del hambre, pensó que dejar sin contestar estas notas, o los emails, es una falta de delicadeza por parte de quien recibe. Sin embargo, sabía muy bien que lo correcto en estos casos era esperar unos minutos, aunque se hicieran interminables. Pero, en vista de que no saltaba el aviso de un nuevo mensaje, se metió en configuración del teléfono y seleccionó modo avión. Se puso en bandolera la bolsa donde llevaba el ordenador y otros documentos. Apagó el libro electrónico que sujetaba con una mano, y deseó con todas sus fuerzas que existiera un sitio donde solicitar la conmutación de la pena del corazón. Entró al Parque del Retiro con la misma lírica que se entra a los versos, y, ajena al suelo que pisaba, parecido a una corteza de alquitrán llena de lágrimas, buscó un lugar apartado de las zonas transitadas. Un rincón donde el paso de las horas, o el cambio de luz, transcurrieran sin agobios, y le sirviera de marco para descifrar y para comprender por qué se tambalean las cosas menudas, cuando pensamos que somos un solar abandonado.
            Finales de noviembre estaba siendo duro, en cuanto al tiempo. Hacía un frío de justicia, que impedía disfrutar del aire libre. Al fondo de un camino algo retirado, divisó una terraza acristalada; se acercó hasta ella y pasó al interior. A pesar de ser viernes, todavía no había mucha gente, por lo que pudo elegir una de las mesas que estaban pegadas al ventanal. Dejó sus cosas en ella y fue a pedir la consumición. Pensó que la persona que despachaba, por su acento, era de la Europa Oriental, y su expresión denotaba el desdén de alguien muy cansado de escuchar tonterías muy repetidas al otro lado de la barra. Calculó que podría ser de Bulgaria o de Polonia, a saber. Pidió un café con leche y se lo llevó a su sitio. Había llegado hasta ahí para despegar del pensamiento las cosas incómodas e intentar encontrar las claves que quizá la ayudaran a salir del círculo viciado de pesimismo alimentado por sus circunstancias actuales. Mirar por la ventana es como escribir con los ojos la biografía de la vida que sucede fuera, sin nosotros en el papel protagonista, pensó.
            Tenía muy bien aprendido que huir de uno mismo te convierte en residuo que flota sin dirección en el Cosmos. Por eso su meta más inmediata era recuperarse y levantar cabeza. Reconocía que tenía a su favor elementos muy deseables: Una profesión agradecida que ahora empezaba a dar sus frutos, buenos amigos con un alto concepto de la amistad, unos principios por los que regirse. Todo atractivo y envidiable. Sin embargo, no era feliz. Y no lo era porque le faltaba el amor. Ese amor que nos fundamenta como ser humano que se entrega, que admira lo que hace el otro,  que respeta lo que dice, que siente y valora, se reinventa y se crece, se cae y se levanta. Y lo hace pegado a uno, en el mismo párrafo del libro en común. No era feliz, pero aspiraba a ello. Y a pasar página a las malas noches, a las tardes de desconsuelo, al vaso ni lleno ni vacío, sino hecho añicos. A la zozobra, al desamor, y a ese mal compañero de viaje que es la preocupación de quedarse atrapada en la soledad.
            Llevaba un año sufriendo acoso psicológico y alguna agresión física, “de poca importancia”, según consta en los documentos oficiales de denuncia. Increíble y estremecedor sólo leerlo, ya que la realidad iba por otro lado. Sabía que estaba al límite de su capacidad de aguante y que las fuerzas empezaban a fallarle. Me refiero a las fuerzas mentales porque, sin lugar a dudas, descubrir que la persona que se ha querido durante veinte años se ha convertido en un psicópata enfermo y desconocido atemoriza y descoloca a cualquiera. Sufría en silencio, lloraba en silencio, vivía en silencio…
            Cuando quiso darse cuenta la tarde había tupido de gris la copa de los árboles, y la cafetería se había llenado de conversaciones. Desactivó el modo avión y mantuvo el smartphone unos segundos fuera del bolsillo… Pero no había nada nuevo: ni notas, ni llamadas perdidas, ni nada de nada. Se levantó muy despacio, recogió sus cosas y salió de allí. El viento que soplaba como hoja de cuchillo intensificaba la sensación de frío en su rostro. Caminaba meditando cada paso, cuidando muy bien dónde pisaba para no lastimar los restos caídos de otoño. Seguramente no había sacado grandes conclusiones, ni habría reforzado su resistencia, pero comprender que debía dialogar con ella más a menudo le había abierto la puerta de la comunicación, la misma que nosotros, conscientemente a veces, cerramos  porque no queremos ver.

domingo, 24 de noviembre de 2013

The Way

A Amalia y Mari, que siempre están.
A Carol, Javi, Victoria y Paco García, que nunca fallan.
A Maite Pisonero, que me arropa.
A Miguel Ángel Lozano Martínez, por su amistad y su gran ayuda.
A Maruja Torres, que siempre ha creído en mí.
A Amaia López de Munain, que me empuja y me empuja y me empuja.
A Jesús Aguilar, por ayudarme a crecer en la vida real y en el cine.
Y a Lourdes Goy Vendrell, que lo merece.
A todos: Gracias.

La vida no se elige, se vive.
Emilio Estévez

Mañana no es solamente un tiempo futuro más o menos próximo, como dice una de las acepciones del Diccionario de la Real Academia; es también la carga emocional de la incertidumbre que hace noche y busca habitación dentro de nosotros, ofreciéndose como una aplicación interactiva fácil de ejecutar. Mañana, ayer, ahora, reunirán lo mejor y lo peor de nosotros mismos, aunque en realidad son estados de ánimo que habría que escolarizar, para que, en el bar de las noches sueltas, no se desborden antiguas melancolías.
            Algo así pasaba en la vida de Ana desde principios del otoño de hace tres años hasta la fecha, porque, tras romper la relación sentimental que mantenía con el padre de sus hijos, al darse cuenta que no seguía enamorada de él, daba pasos cortos de giros contundentes en el día a día, asumiendo responsabilidades y decisiones en solitario, que quizá fueron diseñadas para dos, o esas ruedas de molino nos han hecho tragar. Pero lo intuía, sabía positivamente que estaba destinada a salir adelante, y ponía todo su empeño en ello. Era fuerte y tenía grandes recursos de supervivencia interior a su alcance. Por esa razón, entre algunas otras, iba a emprender uno de los caminos más comprometidos  que jamás realizaría: Un viaje enriquecedor a esas tierras por descubrir que son uno mismo, con su zona salvaje y su área de descanso, a la luz de los albergues o bajo la luna y las estrellas, que también reconfortan.
            Mientras repasaba las notas sujetas con imanes en la puerta de la nevera (Una cola de rape para hacer en salsa, y cuarto de boquerón gordo para vinagre. Una tarrina de paté, otra de queso fresco. Tender la ropa cuando vuelva del trabajo. Bajar al trastero a recoger la mochila, revisar el equipo, sacar la cantimplora y la linterna de la caja donde pone: cosas imprescindibles para ir a la montaña. Comprarme unas botas nuevas de caña alta y suela con cámara de aire. Probarme los pantalones desmontables, los grises de varios bolsillos que me regalaron por mi cumpleaños hace dos temporadas. Llamar a los niños al móvil de su padre –están con él de vacaciones–. Poner al día el correo electrónico. Falta champú y dentífrico…), pensaba en la película que había visto en La Filmoteca: The Way (El Camino). Una historia con piel que te hace reflexionar sobre la vida y los paisajes que van dejando en nosotros personas muy especiales, y, también, sobre el miedo a conocerse y la forma que tenemos de negociarlo en el mercado negro de la memoria. Un alegato profundo y reflexionado de por qué y para qué hacemos determinadas cosas.
            Aquella tarde, nada más salir del cine, y mucho antes de haber decidido que realizaría el viaje, fue directamente a la librería La Central, en Callao, echó un vistazo por el interior, y preguntó dónde estaba la sección de Turismo. Una vez allí, encontró lo que andaba buscando: Guías. Primero recorrió con la vista, y después con la punta de los dedos, el lomo resbaladizo de los libros. Adquirió la que más le interesó: Ruta y recorrido francés: 31 etapas, 775 kilómetros, y luego se fue a hojearla a una cafetería de la Gran Vía. El itinerario comenzaba en San Jean Pied de Port e iba por Roncesvalles, Logroño, Villafranca del Bierzo, Arzúa…, hasta concluir en Muxia, el punto más occidental de Europa y el Fin del Mundo, donde se supone que se tira al mar la vida antigua de la que queremos desprendernos.
            Sus motivaciones no eran, ni siquiera remotamente, religiosas. Ana no era creyente. Más bien había decidido hacer El Camino porque se lo debía a sí misma. Porque había llegado la hora de llamar a los servicios de recogida y que vinieran a llevarse el contenedor donde se amontonan las cosas que duelen y las que bloquean. Y, por supuesto, lo hacía por sus hijos, esos pequeños que sufrían en silencio los enfados de mamá, y a menudo pedían refugio en la embajada de los juegos, mientras que ella negociaba el derecho de admisión a determinados pensamientos empeñados en llevarla de cabeza.
            La mañana despertó fría aunque con un cielo muy claro. Lo primero que hizo recién levantada fue aplicarse una capa de autoestima por la piel, gruesa y resistente como para no rendirse. Apenas había dormido un par de horas repasando cada rincón del viaje. Ni siquiera debajo del agua reparadora de la ducha consiguió relajar los músculos, enredados entre las terminaciones de los nervios. Bebió un café para tomarse un analgésico y, tras lavarse los dientes y encender un cigarrillo, se asomó por la ventana del comedor y esperó a que viniera el taxi que habría de llevarla al Aeropuerto de Barajas, donde tomaría un vuelo con destino a Parme, en Biarritz. ¡Qué larga se le estaba haciendo la espera! Se notaba rara, como con una sensación desagradable de estar haciendo algo mal, y sabía que, de seguir por ahí, corría el peligro de que las dudas la tentaran y retrocediera, dando marcha atrás a algo que llevaba planeando desde hacía muchos meses.
            Cinco horas y pico más tarde, se encontraba a los pies de las montañas fronterizas dentro del marco medieval de una ciudadela posicionada en lo alto. Ahí empezaba Su Camino. Podría o no llegar hasta la última etapa, hacerlo de una vez o en varios años, en varios lustros, escribiendo a cada paso la historia de una mujer sencilla con ganas de superarse, de sentir, de rehacer todos los panales que el desamor fue destruyendo. Y, aunque no daba el perfil de peregrina, ni haría ninguno de los rituales con tintes religiosos, llegado el caso, y cumplido el objetivo, desde el balcón de rocas en la playa de Muxia, abriría las compuertas de su persona, para renacer a la vida.

domingo, 10 de noviembre de 2013

Manuel y David


Cuando no se sabe lo que va a ocurrir, cómo van a terminar las cosas,
la suerte que esconde el destino, es mejor empezar a vivir dentro de una novela.
Luis García Montero.

A Carol. Una de mis mejores amigas.


A veces se da la circunstancia de que las expectativas de vida nos traicionan y empujan a pensar que ésta no merece la pena, que carece de interés, o que, en el peor de los casos, hagamos lo posible para que nuestro ciclo vital concluya más pronto que tarde. Es frecuente también, o quizá más propio sería decir casual, que cuando nos da por sentarnos en el cuarto de estar de las reflexiones, e invitamos a café a determinadas preguntas difíciles de contestar, coincida precisamente con el mismo día en que, recién abierta la tintorería, fuimos a recoger los agobios de temporada.
            A Manuel Gijón, un tipo educado, de buenos modales, natural de Casillas de Coria, municipio principalmente agricultor de la provincia de Cáceres, y emigrado a Madrid desde la infancia, su vida se le antojaba de lo más vulgar. Le gustaban las películas del Oeste y las novelas policíacas, el chorizo de bellota y las zapatillas de paño, los días con niebla y el Athletic Club de Bilbao. En la parte norte de la ciudad, en una de las urbanizaciones de más postín, realizaba labores de jardinería. Todos los residentes eran gente adinerada, personas estiradas en cuanto al trato con los semejantes y preocupadas por engordar el número de participaciones en sus carteras de acciones. En definitiva, gente que se cree superior a uno y miran por encima del hombro. Manuel cumplía con su obligación, se concentraba en el trasplante de esquejes, en la calidad de las semillas, en la puntualidad del regadío. Se movía con precisión de un lado a otro, enguantado en la experiencia de quien sabe hacer bien las cosas, para que nadie tenga que llamarle la atención en lo suyo, y sin entrar en rivalidades entre compañeros, ni mostrar preferencia por ningún vecino, ni interés en los líos de cama, ¡que allí todo se sabía!
            Seguramente las seis de la tarde era la mejor hora de todo el día. David, amigo y pareja de mus en la partida de los domingos, le esperaba en la Cervecería Santa Bárbara, la de la calle Alcalá esquina a Goya. Ambos eran puntuales, fieles a una amistad que, desde los tiempos de instituto, conservaba el plano corto de la conversación íntima. Hablaban de política, de cultura, de cine, de lo mal que pintan las cosas para muchos. Pero, sobre todo, lo hacían de sus respectivos sentimientos. La primera de las cervezas dentro del marco de cómo les había ido la jornada, la tomaban rápida, quedando en el balcón de los labios, entreabiertos, restos de espuma que al final desaparecían, como lo hace quien ya no te necesita. Las siguientes venían sin prisa, dejándose llevar por la pasión, y por la admiración que sentían el uno por el otro, ante la capacidad analítica que tenían.
            David, en cambio, era un bohemio, un soñador que se reinventaba a sí mismo cada día. Comenzó a estudiar Económicas, pero abandonó la carrera para convertirse en cantante callejero, el gran sueño de toda su vida. El noventa por ciento de su repertorio eran temas de Silvio Rodríguez. Cantaba en las plazas del centro, y lo hacía por placer, por el mero gusto de sentirse libre, de financiar sus necesidades básicas sin la manipulación ni explotación de nadie, y porque su piel necesitaba de la música, como el final del verano reclama la manga larga.   
            Estaba empezando a llover. Manuel echó a correr hasta el lugar de encuentro. Faltaban dos minutos para las seis. Había paros parciales con servicios mínimos en el metro, y supuso que desde Sol vendrían los vagones a reventar. Así que no le extrañó que David pudiera retrasarse. Mientras esperaba, quisieron venderle de todo: pañuelos de papel, paraguas estampados, capas de plástico transparente… Hora y media después se acercó en taxi hasta la pensión donde se hospedaba David. Aunque había bastante gente arremolinada en la acera, se abrió paso como pudo, con el corazón contraído y las luces de alarma parpadeando. Entonces, el objetivo de esa cámara que todos llevamos dentro cuando no queremos ver las cosas abrió, a su pesar, la imagen delante de él: una guitarra rota yacía, junto con las partituras, al lado del hombre que acababa de recibir una monumental paliza. Manuel se arrodilló junto a él, suplicándole que aguantara, que pronto llegaría la ambulancia que lo trasladaría al hospital, pero David tenía grandes dificultades para respirar y se introducía en la profundidad de un largo sueño. Mientras los testigos que presenciaron la agresión narraban a la policía lo que habían visto, Manuel dejó que el ritmo sencillo de su mano sobre el hombro del amigo herido le proporcionara a éste el cariño y la tranquilidad que necesitaba en esos momentos.
            La existencia de David ya no fue la misma. Se instaló en el cuarto oscuro del miedo, y, a pesar de recibir todo tipo de ayuda, física y psicológica, arrojó la toalla. Nunca superó la agresión, no pudo salir del pozo. Dejó de comunicarse, de formar parte de la realidad, hasta que llegó el día en que los Servicios Sociales se hicieron cargo de él, trasladándolo a una residencia pública.
            Manuel iba a visitarlo todas las tardes. Salían al jardín, se sentaban debajo de un almendro, le cambiaba el mp3 por otro con distinto repertorio de Silvio. Le hablaba de las cosas que pasaban al otro lado de aquellos muros, y todo lo hacía porque le quería y porque no soportaba la idea de que se sintiera como la tierra que se abre y se seca, cuando dejan de echarnos de menos. Sin embargo, David no mostraba ningún gesto de aproximación, de mejoría, ningún sonido; solamente aquella ausencia, aquella distancia que lo separaba de la vida. Seguramente para Manuel era cada vez más doloroso tener que asumir que su pareja de mus ya no volvería, como tampoco lo harían las palabras que vistieron de confidencias antiguos e-mails. Pero no importaba, en eso consiste la amistad: en la prudencia de estar juntos, porque de nada sirve lo que no se demuestra. “Siempre que se hace una historia/se habla de un viejo, de un niño o de sí,/pero mi historia es difícil…/Es una historia enterrada./Es sobre un ser de la nada”. La dureza de noviembre que precede al invierno, con su tiempo de nieve y de frío, convertía las tardes de David y Manuel en un manojo de horas que pasaban frente al ventanal de la galería: uno leyéndole Lorca al otro, que, a saber, puede que, atrapado en el impacto del último golpe, luchara por encontrar la salida para abrazarse a Manuel.

(Nota: Los versos pertenecen a la canción de Silvio Rodríguez, Canción del elegido).

domingo, 27 de octubre de 2013

La mujer del parking



Saber lo que tienes, saber lo que necesitas, saber de
qué podemos prescindir: eso es control de existencias.
Justin Haythe.

A Amaia López de Munain, periodista,
amiga que siempre me alienta a seguir escribiendo.

Según dejaba el coche en el aparcamiento del centro comercial, para realizar la compra grande de la semana, se repitió por enésima vez, tal y como hacía en los últimos meses: “Necesito con urgencia tomarme unas largas vacaciones, y meterme en un avión que aterrice en la otra punta del mundo”. Aumentaba día a día el ambiente de crispación en el trabajo. Numerosos compañeros a los que apreciaba, y que en su opinión eran valiosísimos para el empleo que desempeñaban, ingresaban de ayer para hoy en la lista del paro, franquicia sujeta a las condiciones de la mala suerte, vulnerando la capacidad de razonar que tenemos las personas. En la actualidad, en la fábrica, ocupaba la dirección de Recursos Humanos y, aunque probablemente su puesto fuera de los últimos en desaparecer, no podía evitar sentir miedo a perderlo. O quizá era la excusa perfecta para enmascarar lo que en realidad le producía desánimo: la derrota continua de la noche solitaria, provocando en ella la sensación de ser o sentirse como una pyme emocional, con perfil de quiebra y un superávit de inseguridades y de amarguras que la bloqueaban.
            El hipermercado estaba en el nordeste de la zona de chalés de clase media alta, donde se trasladó a vivir cuando pensó que reforzaría así la apariencia del nuevo estatus social alcanzado. Más tarde, el tiempo, y plantar los pies en el suelo, le harían ver que en la sencillez encontramos pequeños atajos que conducen a la felicidad, disfrutada de cuando en cuando. Antes de atravesar la doble puerta de acceso al interior, vio a una mujer que se ofrecía para cargar las bolsas en los maleteros, y que lo hacía con absoluta dignidad y educación, a cambio de la moneda introducida en el carro para utilizarlo, y que seguramente recibiría los insultos y desplantes de algunos clientes desconfiados. “Que no esté cuando salga, por favor”, –pensó para sí cruzando los dedos–. Pero, a decir verdad, había algo en ella que le resultaba conocido. Tras pagar y colocar todos los artículos en el carro metálico, pensó salir por uno de los laterales que dan directos al aparcamiento, pero finalmente no lo hizo, y no supo por qué.
            Aunque nunca volvió siquiera por las cercanías de su antiguo barrio, el paso del tiempo no pudo borrar el recuerdo entrañable de algunas personas. Podría tardar más o menos en ubicarlas, pero al final lograba hacerlo. Así que no le quedaba ninguna duda de que la mujer del parking, la que con timidez y vergüenza ofrecía su ayuda, era la vecina que, años atrás, vivía en el piso contiguo al suyo; la misma que, a pesar de sus esfuerzos por hacerlo, no lograba ocultar su desdicha, causada por un marido adicto a las putas y al juego. La cafetería del autoservicio estaba casi vacía. Había pasado la hora de la merienda, y tan sólo algunos rezagados permanecían sentados. Pagó en caja dos botellas de agua, un bocadillo de tortilla, un café con leche y un bollo, y lo llevó todo a la mesa donde la mujer esperaba hambrienta y deseosa de compartir con alguien su dolor.
            Con dos horas de diferencia, tres años atrás, perdió al marido y el empleo. Trabajaba de pinche en un buen restaurante cuyo dueño era un canalla. Hacía más de seis meses que no pagaba las nóminas, a pesar de que la cadena funcionaba perfectamente. Sin embargo, uno a uno, fue deshaciéndose de la plantilla, hasta que, declarándose insolvente, cerró. Aquella mañana, a medias de ponerse el uniforme, cuando el jefe de cocina le entregó la carta de despido, le sonó el móvil. Uno de los hijos había encontrado una nota del padre en el cuarto de baño, donde decía que no le esperaran a cenar. El chico, bastante alarmado porque en la familia nunca hacían las comidas juntos, se lo comunicó de inmediato a la madre, quien comprendió el abandono desde las primeras palabras.
            A partir de entonces todo fue a peor. Apenas pudieron vivir con el subsidio del desempleo. Cada día se tiraba a la calle a buscar trabajo y regresaba, no sólo con los pies doloridos, sino también con la frustración de sentirse uno más en el camino del censo de las personas invisibles. Primero se fueron los hijos, luego le embargaron el piso, no quedándole otro remedio que dar tumbos por los albergues sociales.
            Cuando se despidieron sacó de una de las bolsas un paquete de galletas de chocolate, y se lo dio junto con los billetes que le quedaban en el monedero. No quiso que la acompañara. Se metió en el coche y permaneció dentro bastante rato, quieta, pensativa, enfadada consigo misma, con esa incapacidad tan absurda de desaprovechar lo que tiene, con ese egoísmo convertido siempre en queja, en insatisfacción… Minutos después de arrancar el vehículo para irse a casa, se incorporó a una de las salidas de la carretera de Burgos. Sintonizó en la radio una de las emisoras programadas de solo música. Sonaba la canción Botas de anda de Pablo Guerrero y Javier Álvarez: “…Botas de buscar mi huella en otras huellas,/de atreverme a pisar los caminos de estrellas,/duras botas de los días que no tengo,/botas que desean la piel de otras botas,/que me llevan a beber amor gota a gota/botas de donde voy de donde vengo…”. Entonces se echó a llorar. Lloraba por su cobardía, por la lección que acababa de recibir, por la mala baba que tiene la vida con determinadas personas que no merecen su cruel destino. Lloraba también de alegría por la decisión que tomaría en breve. Y, sin lugar a dudas, de las muchas enseñanzas que había aprendido de aquella mujer, una era que estamos obligados con nosotros mismos a cumplir los sueños en la medida de lo posible; así que se dijo: Mañana, en cuanto abran la agencia de viajes, saco un billete para Egipto y hago posible esa realidad.

domingo, 13 de octubre de 2013

Daniela Baxter

…Cuál sería el instante, quién le enseñó estas cosas
cuando probó la muerte y amaneció entre sombras...
Víctor Manuel.

Hay relaciones que, como bien sabemos, pasan por distintas etapas. Las más sólidas, si se mantienen arraigadas al cariño, prevalecen por encima de malentendidos, envejeciendo al lado hasta el final de nuestros días. Algunas de ellas, absolutamente entrañables, lo hacen incluso salvando la dificultad añadida que pone la distancia. Pero la influencia que ejerzan en nosotros determinadas compañías de naturaleza conflictiva, y que rompen la soldadura del sentido común, dependerá, sin lugar a dudas, del nivel de manipulación que cada uno tengamos, hasta que, en un arranque por recuperar la lucidez, quisiéramos darnos de hostias, al habernos dejado llevar por quienes nos complican la existencia, frente a aquellos que, tratando de abrirnos los ojos, puedan haberse sentido ninguneados.
            Eso es lo que pensaba Daniela Baxter, resumiendo un poco su biografía, mientras velaba en solitario el cuerpo del único pariente cercano que siempre tuvo: su padre. Emigrante neoyorquino, del condado del Bronx, y afincado en Cabanas, La Coruña, contrajo matrimonio con la mujer que seis años después lo abandonara con un bebé de apenas uno. Entonces tomó la decisión de quedarse solo en un país donde imaginó que podría darle a la niña, quizá una peor calidad de vida, con menos oportunidades, pero sí mucho más segura y relajada. Sin embargo, al cumplir los dieciocho, a Daniela se le quedó pequeño aquel encantador municipio gallego. Tenía necesidad de comerse el mundo, de ser anónima, de triunfar, de enamorarse, de conseguir un trabajo, de formar tal vez una familia y llevarse a su padre de vacaciones. Por eso, cuando su gran amiga y compañera de clase le propuso irse juntas a Cádiz, donde una prima de ésta les buscaría alojamiento barato, no se lo pensó dos veces; activó la adrenalina de la ilusión y emprendieron viaje, quedándosele, en el fondo, un sabor amargo, al ver al padre en la estación, despidiéndola abatido, aunque comprendiendo que la separación tendría que llegar algún día. En cualquiera de los casos, una cosa era poner la aventura sobre el tapiz de los sueños, y otra muy diferente agregarle los colores de la cruda realidad, porque, aunque  los primeros meses tiraron con el dinero que había traído cada una, al igual que le ocurre a la paciencia, éste se agotaba, lo que terminó por hacer insostenible la convivencia, determinando la separación de sus destinos.
            Una mañana que despertó con tremenda resaca tirada en la playa, se encontró, cerca de la pensión, a un huésped que veía de vez en cuando. Cruzaron unas frases y él la invitó a desayunar. Atraída por la persona que la arruinaría su vida, Daniela le contó que estaba desesperada y a punto de tirar la toalla. Se resistía a volver a Cabanas frustrada, fracasada y paupérrima…, Para impedirlo estaría dispuesta a conseguir pasta como fuera. El hombre, manejando muy bien la seducción, le propuso entrar a formar parte del negocio que resolvería completamente sus males: hacer entregar a clientes muy discretos pequeñas cantidades de droga, a porcentaje, sin peligro y con el privilegio de ser la primera en probar la mercancía. Así fue como el caos y el desorden se colgaron de sus faldas, introduciéndola en un mundo hasta el momento desconocido para ella. Pero la realidad era que estaba más enganchada de lo que imaginaba, porque necesitaba más perico del que vendía, llegando a prostituirse para saldar sus deudas. Tampoco fue suficiente, por lo que se unió a un grupo de rateros que conocía, participando en diversos robos, hasta que fueron detenidos por la pasma. Afortunadamente los meses de cárcel la  sirvieron, primero, para desengancharse y, segundo, para comprender que aquel no era su lugar, ni ese hombre un buen compañero con quien compartir la vida. Decididamente, quería regresar…
            Había recorrido más de mil kilómetros en autocar hasta llegar a Galicia, tenía los huesos molidos y traía un ERE sentimental alineado al corazón, pero la cara de agradecimiento y felicidad de su padre, extendiendo los brazos para recibirla, compensaba lo anterior por duro que hubiera sido. Sin embargo, la apenaba muchísimo haberlo encontrado envejecido, sensible, indefenso…, parecía mentira que aquel hombre fuera el mismo que con tanta fuerza la sacara adelante. El barrio apenas había sufrido cambios. Salvo algún negocio cerrado, todo permanecía igual. Al final del segundo tramo de escaleras, observando que  el padre respiraba con cierta dificultad, se pararon unos minutos. Cuando por fin entró en la casa lo hizo emocionada y con nostalgia. Pasó los dedos por encima de los muebles, la vista por cada rincón de su dormitorio, la memoria de atrás por los objetos, por la colcha de color teja, por el armario donde seguramente aún estarían sus ropas de infancia. Pero enseguida comprendió que ni de allí, ni de ningún otro sitio, tenía recuerdos nuevos, y lo peor es que no había sido capaz de crearlos, y mucho menos de retenerlos, como le ocurriera al protagonista de la película Memento, brillante historia que se desplaza hacia atrás en el tiempo, tejida con inteligencia por Christopher Nolan.
            Estos recuerdos, como decía al principio, acudieron a la memoria de Daniela en la sala solitaria del Tanatorio. Tras incinerarle, el resto del día lo pasó caminando por el municipio, ordenando pensamientos, limpiándose los pulmones de tanto tabaco fumado, alargando el momento de llegar al silencioso hogar, a la butaca vacía, a la copa de vino tinto y sin brindis… Ocuparse de su persona, haciendo reparaciones emocionales, era el proyecto más inmediato que tenía, sabiendo que para ello necesitaría rememorar algunos episodios tormentosos de su pasado. Así fue que al entrar en la casa, a pesar de que la ausencia del padre se notaba en el ambiente, rescató la curiosidad del primer día, de aquella primera noche que durmió a pierna suelta, cuando volvió como lo hacen las manos frías al otoño: buscando caricias de chimenea.
             Ahora no tenía más preocupaciones que ella misma. Sabía positivamente que no caería de nuevo, que saldría adelante con toda dignidad y que, con ese nuevo rumbo en su vida, su padre estaría orgulloso de ella, porque, como dice Víctor, en los versos del principio, “probó la muerte y amaneció entre sombras”. Daniela sabía perfectamente que hay personas que se instalan bajo el toldo del victimismo, o se pasan hora tras hora retroalimentando la hormona de la amargura, por la incapacidad o falta de decisión que tengan para levantar cabeza. Pero ese no era su caso. No pertenecía a ese grupo pese a las duras experiencias vividas. Sabía perfectamente que sacaría lo mejor de sí, acababa de salir el sol y pensaba aprovecharlo.

domingo, 15 de septiembre de 2013

El deber de quererse uno


Existimos porque alguien piensa en nosotros y no al revés.
De la película Princesas, de Fernando León de Aranoa.

En la vida hay un tiempo para todo e, inexorablemente, el desengaño, que es mal compañero de viaje, una vez asimilado, ha de dar paso al deber de quererse a uno mismo. –Esta máxima me llega de la mano de uno de mis mejores amigos, periodista y escritor, a quien no nombro, porque sé que no le gusta–. Hasta donde alcanzan mis recuerdos y por experiencia propia, siempre me ha llamado la atención la cara de naufragio que tienen las personas decepcionadas. Hombres o mujeres que buscan refugio y calor en sus semejantes, gestos de comprensión y de acercamiento que ayuden a engordar la delgada ilusión, tan debilitada tras caerse los cimientos que han sostenido su mundo. Sin embargo, es precisamente ahí, en los momentos más duros, cuando las circunstancias te enrocan y ponen a prueba, que descubrimos con quién contamos realmente. No sé si la historia de la mujer que narraré a continuación –mirar atrás es ponerse la ropa de temporada que te sitúa en un tiempo y en un espacio determinado–, cuyo recuerdo surge mientras vuelo de Madrid a San Sebastián, para recoger el cuerpo de mi hermano muerto en extrañas circunstancias, se ajustará a esos principios o estará mezclada, en lo fundamental, con tintes autobiográficos. Pero me siento cómoda haciéndolo, porque fue alguien con quien realicé un camino de palabras largo y estrecho, enriquecedor y profundo, en el breve espacio que dura un descanso a media mañana
            En lo que fue un solar abandonado durante años, donde las ratas y la basura campaban a sus anchas, construyeron una estación de autobuses rudimentaria, poco acogedora. Yo trabajaba enfrente, en un bar que cerraba de madrugada, aún no siendo de copas. Mi jornada empezaba a las seis de la tarde y terminaba cuando el último cliente salía por la puerta. Me gustaba ese horario. Además dejaban buenas propinas y, a excepción de algún que otro patoso, la mayoría solían ser prudentes, gente solitaria que acodaba encima de la barra la necesidad noble y humana de sentirse escuchado. Pero recientemente, como consecuencia de la crisis, el dueño había reducido la plantilla, motivo por el cual esa semana también cubrí el turno de desayunos.
            Pasada la apretura de la hora punta, con el ir y venir de los viajeros que la frecuentan a diario, la estación de autobuses quedaba desierta, en silencio, el mismo que reinaba alrededor de las máquinas expendedoras de billetes, en la de refrescos y cerca de la ventanilla de información, de la que, por cierto, nunca retiraban el cartel: Vuelvo en cinco minutos. Disculpen las molestias. Aquella mañana, de cielo raso, aunque todavía en época de frío, cuando el ritmo de trabajo disminuyó en la cafetería, y antes de marcharme para casa, salí a fumar un cigarrillo. La mujer del gorro color pistacho, a la que vi sentada en la marquesina cuando entré al amanecer, permanecía quieta, recta, ausente…, con el aspecto de hundimiento característico que dije al principio. No llevaba equipaje ni parecía esperar a nadie; sólo estaba ahí, con las piernas muy juntas, con la mirada apagada, con el espíritu sin fuerzas. Caminé hasta ponerme a su altura: –Parece que el sol ya calienta, ¿verdad? Va quedando menos para la primavera. –Dije. Asintió con la cabeza. Algunos días después, tras repetirse la misma escena, tomé la iniciativa de sentarme a su lado. Saqué tabaco y un par de cafés en vasos desechables; aceptó ambas cosas. El contacto con sus manos, al tapar la llama del mechero, confirmó mis sospechas: estaba herida, tocada en lo profundo del corazón. En el reparto de cartas de la vida a ella no le había tocado una buena mano. Acababa de enterarse que padecía una grave enfermedad, de esas que, con o sin tratamiento, son irreversibles.
            De esta manera, con total naturalidad, comenzó a narrar su historia. Un poco antes de la fiesta de despedida que sus compañeros de trabajo querían darle por sorpresa, recibió la llamada del hospital al que acudió, aquejada de fuertes dolores de espalda; malestar que incluso se proyectaba hasta la nuca, y que achacaba, desde la ignorancia, al estrés que últimamente tenía  cuando, por decisión propia, acordó con el jefe las condiciones del despido, para hacer realidad un viejo sueño: conocer mundo, y qué mejor ocasión que hacerlo ahora que su pareja se había prejubilado. La sometieron a una serie de pruebas, rutinarias y sencillas, unas; complejas y dolorosas, otras, pero nada importante según el equipo médico, aunque quizá lo que más le asustó fue que le hicieran una en Medicina Nuclear, ya que el solo  nombre, cuanto menos, causaba respeto.
            La persona con la que había compartido la vida desde hacía más de treinta años se acojonó. No supo o no quiso encajar la situación y una tarde no volvió a casa. Aquello fue tan lacerante que anímicamente se abandonó y dejó sin prender el último cartucho. Saber que iba a morir no era la causa de aquel desgarro, sino la soledad con la que habría de afrontarlo. Sollozando, y absolutamente limpia de rencor, dijo que se daba por vencida, que no le quedaban fuerzas para seguir adelante, que ya no buscaba compañía, ni la complicidad de nadie. Solamente esperaba que apagaran las luces y se bajara el telón. Se me encogió el corazón con sus palabras. Desconectó el teléfono móvil y lo dejó sobre el asiento, entre nosotras, y, por primera vez desde que la conocí, la vi levantarse insegura, y emprender el camino hacia un horizonte gris y hostil, que nunca más la traería de vuelta.
            Pienso en todo esto compungida, mientras nos indican que podemos desabrocharnos los cinturones para bajar a tierra y me voy preparando para el penoso y delicado trance de recoger los restos de mi hermano. Sin embargo, mientras desciendo por la escalerilla y el maravilloso viento del norte me da la bienvenida, recuerdo unas palabras que leí en el blog de mi admirada Maruja Torres: “Porque calzar los zapatos del otro, en su desgracia, es la condición más noble que puede alcanzar el ser humano, la que más amor y compañía produce”. Pues eso... Me pongo a la cola en la parada de taxis. No sé qué habrá sido de la mujer del gorro color pistacho, lo que sí sé es que probablemente existe, porque en estos momentos pienso en ella, y porque habrá encontrado el apoyo para salir adelante, el mismo que en definitiva casi todos buscamos, en la generosidad de alguien.

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domingo, 1 de septiembre de 2013

Como el gato de Schrödinger

Dedicado a Jesús Aguilar, de quien aprendo cine.

Posiblemente si se hubiese dado otra serie de circunstancias menos favorables, y fuese inferior la calidad humana que tiene Sixto Rodríguez, protagonista de SEARCHING FOR SUGAR MAN, Oscar al mejor documental 2012, habría vendido su historia por capítulos a la prensa sensacionalista, o, tras haber concursado en algún reality show, estaría forrado de pasta, yendo de plató en plató de televisión, alimentando la leyenda de un mito que en realidad lo que engordó fue la cuenta bancaria de no se sabe quién. Sixto es compositor y cantante estadounidense, hijo de emigrantes mexicanos, y en los años sesenta, en antros marginales de Detroit, deleitaba los oídos de los clientes que los frecuentaban con canciones donde contaba la crudeza y las dificultades a las que tienen que enfrentarse los más débiles de las grandes urbes. A finales de dicha década, dos productores musicales, que estaban tomando una copa en un bar, lo descubrieron, quedando impactados por la belleza y sensibilidad de sus letras y de sus melodías. Apostaron por él, consiguieron actuaciones en directo en otros lugares y la grabación de unos discos, pensando que aquel hallazgo sería la gallina de los huevos de oro, mina inagotable de hacer dinero; pero no funcionó, y Rodríguez desapareció sin pena ni gloria, bajo el rumor de un presunto suicidio por sobredosis encima del escenario.
            En la década de los setenta, gracias a que alguien desde otro continente viajó a los Estados Unidos y compró por casualidad uno de aquellos vinilos, llevándoselo hasta la Sudáfrica del apartheid, el trabajo de Sixto fue redescubierto, sin tener él ninguna constancia de ello, multiplicándose las grabaciones de sus canciones, de forma pirata, por todo el país. Se convirtió en un fenómeno, un icono de la libertad y el “antiestablishment”. Algunos de sus seguidores no comprendían por qué en USA se había esfumado su popularidad, mientras que en Sudáfrica era un mito, un símbolo a seguir. Cuando Rodríguez se retiró de la escena, formó una familia, tuvo tres hijas y desempeñó trabajos como obrero de la construcción. Eran gentes muy humildes; sin embargo, supo transmitir a las niñas la inquietud por el arte, por aprender, por las bibliotecas, por los museos, por la cultura en general. En definitiva: un padre preocupado de formarlas y hacer de ellas buenas personas.
            Transcurrido un tiempo, Eva, la hija mayor de Sixto, encontró un sitio web dedicado a la obra de su padre, y se puso en contacto con dos de los fans especialmente empeñados en averiguar qué pasó realmente con su ídolo, por qué no era conocido fuera de Sudáfrica, invitándoles a viajar hasta Detroit. Allí comprobaron que la única relación que mantenía con la música era a través de su vieja guitarra, que hacía sonar con desgarro ante amigos y conocidos. Organizaron una visita a Sudáfrica para toda la familia, siendo recibidos con tratamiento de estrellas, recogidos del aeropuerto  en limusina y hospedados en suite VIP. Programaron conciertos por todo el país, y Rodríguez, absolutamente entregado a su público, cantó como solamente lo hacen los grandes, sin levantar los pies del suelo. Dos discos grabados en directo recogen la emoción de quienes asistieron y corroboran cuanto digo. Pero igual que la cenicienta, que perdió el zapato y que a las doce en punto regresó a su vida cotidiana, Sixto, aunque en esta ocasión por decisión propia, volvió a la tranquilidad de su austera vida, de pobreza y sencillez, de privación y precariedad, continuando ayudando a quienes, dentro de su gente, eran más pobres que él.
            Quienes tengan la suerte y el gusto de ver el documental que menciono comprobarán el mensaje optimista que da. A veces las personas nos creemos que la riqueza y el éxito están en la abundancia de las cosas, y dejamos pasar por alto lo importante, lo fundamental, lo esencial de la existencia: ser felices. Sixto Rodríguez, que podría haberlo tenido todo, consiguió ser feliz con muy poco. Así que, recogiendo el mensaje cargado de ilusión que contiene esta historia, llena de alegría, y como si de la mismísima mecánica cuántica se tratara, este hombre, ajeno a ello, consiguió vivir dos vidas paralelas pero diferentes, cada una en un continente  distinto, con la gran paradoja de ser un hombre humilde en los Estados Unidos y toda una leyenda musical en la República de Sudáfrica.

Publicado por El Correo de Andalucía. Pincha aquí 

domingo, 14 de julio de 2013

¡Y no te olvides de Concha!


Aunque me siento ibicenca, el seny catalán y mi sangre andaluza,
han sido una buena mezcla de cosas que me han ayudado a vivir.
La amistad es uno de los lazos más importantes que te unen a la vida.
Concha García Campoy.

A través de los auriculares, la voz de Ana Belén me acompaña con la canción Ahora –Ancora–, dándome fuerza para escribir estas líneas. Se va la noche y no me duermo, no te me irás del pensamiento... Concha García Campoy pertenecía a ese grupo de comunicadoras con estilo propio: Olga Viza, Ángeles Caso –consagrada hoy a la literatura–, Montserrat Domínguez, Julia Otero…, mujeres con enjundia, periodistas de una generación nacida a finales de los cincuenta y principios de los sesenta, cuya manera de contar la realidad jamás ha estado encorsetada, sino acompañada de veracidad, –como en prensa escrita lo son Maruja Torres, Olga Rodríguez, o Karmentxu Marín, por citar tres ejemplos–. Son muchos los compañeros que, hayan trabajado o no con ella, están resaltando, además de la profesionalidad que la caracterizaba, la magnífica persona que fue para cada uno de ellos. Generosa, solidaria, humilde, cómplice, perfeccionista, elegante, cercana, sencilla y muy amiga de sus amigos son una pequeña pincelada de lo que podemos leer en los periódicos, escuchar en las radios y ver lo que cuentan en las televisiones. También las redes sociales lamentan su pérdida, así como en los blogs personales de escritores, y en los de las gentes anónimas, está quedando plasmada la admiración y el respeto por ella, además de mucha rabia e impotencia, al ver que una vida joven y cargada de proyectos como la suya, como la de tantos otros, queda interrumpida, bruscamente, por la inexorable muerte. Sigue Ana: ...a veces hablo a los espejos, por eso saben mis secretos. Concha amaba el cine, –desde 1999 hasta 2002, pilotó  en Telecinco, el programa contenedor La gran ilusión, donde disfrutamos de grandes películas y de magníficas charlas, que tan bien manejaba con sus entrevistados–, pero sobre todo, disfrutó mucho como espectadora, y también realizando algunas colaboraciones en El rey del mambo, Los peores años de nuestra vida, o en series de televisión como 7 vidas u Homicidios. Siempre tuvo cabida en todos sus programas el séptimo arte, y nunca escatimó un comentario de elogio, o una recomendación atrevida a nuevos talentos: directores, actores, guionistas…, coincidiendo todos en una cosa: haber tenido la oportunidad y el privilegio de haberse asomado al cálido balcón de su sonrisa.
            Ahora, ahora, ahora./Hago mil cosas que no debo/tiro una piedra sobre tu ventana... Varios recuerdos se agolpan en mi memoria y piden paso para salir: entrevistas inconfundibles con la marca Campoy que me emocionaron y de las que tanto aprendí, telediarios con el corazón en un puño, donde la serenidad de Concha armonizada en su rostro nos ponía al corriente de la actualidad. El 12 de marzo de 1988 yo estaba pegada a la radio, llena de ilusión y de esperanza, con los nervios de oyente bien puestos en su sitio. Sintonizaba Radio Madrid, porque en breves minutos la Cadena SER estrenaba nueva programación para el fin de semana, una apuesta cargada de frescura, de rigor, de sentido del humor, de mucho respeto y mucha profesionalidad. Empezaba  A vivir que son dos días y al frente de esos micrófonos Concha García Campoy, junto a Javier Rioyo, entre otros; un equipo joven y lleno de ideas innovadoras.
            Hay un momento difícil y memorable en la historia de la televisión, una imagen que se me ha quedado grabada –aunque debo confesar que con alguna laguna–. Es aquella en la que están Luis Mariñas y ella, en un estudio de TVE, al frente del telediario 1. Acababan de recibir la llamada que les anunciaba la colocación de un artefacto explosivo en el Ente público. Desalojaron el edificio y se quedaron solos, porque, como escribió Concha nada más estrenar su blog en la web de Telecinco: “Decidimos quedarnos porque entonces éramos la única ventana  y el símbolo de que no se cedía al chantaje –aún no habían aparecido las privadas, la digital y todavía faltarían unos años para que Internet irrumpiera en nuestras vidas–”. Años después la escuché decir en algún sitio que pasaron un miedo terrible y que le pidió a Luis que la cogiera de la mano fuera de plano, porque, si iba a morir, quería hacerlo sintiendo el calor de quien fuera uno de sus grandes amigos.
            Se va la noche y no me duermo, y los segundos son tan lentos... Así imagino que habrán pasado la noche Manuel Campo Vidal, Fernando G. Delgado, María Rey y María Escario –algunos de sus amigos y compañeros–, dejando pasar los segundos,  resistiéndose a manejar la actualidad sin la opinión inteligente y crítica de Concha, a hablar de la Campoy en pasado, y a seguir adelante, porque no queda otra, aunque a cada uno de ellos, y a la propia Ibiza –donde se crió y creció a pesar de haber nacido en Terrassa, Barcelona– se le haya apagado un poco la luz. Estoy segura de que los medios de comunicación se han quedado más huérfanos, y nosotros también. Seguramente, la Concha, mujer de radio, estará en algún punto del dial que todavía no hemos sintonizado. Quiero concluir reconociendo la entereza que tuvo afrontando la enfermedad con optimismo y valentía, siendo un ejemplo a seguir por los suyos, y por quienes lo hacíamos a la sombra. Voy cerrando estas palabras, emocionada, este pequeño homenaje hecho con humildad, para una de las grandes, al mismo tiempo que la voz de Ana Belén acaba la canción con fuerza, y me ayuda a mí con el final: Aunque me encontrara un ángel, dudaré, si me hará volar tan alto como tú

Nota: En 1962 sobrevivió en la riada del Vallés, sin embargo, en 2013 no ha podido ganarle la batalla al cáncer. Me consta que la Academia de las Ciencias y las Artes de Televisión, ya están buscando la manera de perpetuar su nombre. Concha García Campoy debe ser un referente de buen periodismo para las generaciones venideras. DEP


domingo, 30 de junio de 2013

La habitación y el abuelo

Dedicado a Javier. Un pirata de dos años y medio.
Para que se ponga pronto bueno y comience a hacer travesuras.

Al día siguiente de enviudar el abuelo, mis padres decidieron traerlo una temporada a vivir con nosotros, asegurando que no sería por mucho tiempo, solamente el necesario –decían–, hasta que fuera asimilando la repentina pérdida de la que había sido su compañera en los últimos sesenta años. Pero en realidad sabíamos muy bien que aquello no iba a ser así, por tanto más me valía armarme de paciencia y tomarlo de la mejor manera posible, porque aquel señor con sombrero color crema, cargado de hombros y andares que parecían tirar de las pantorrillas hacia atrás, era todo un desconocido para mí, un extraño callado y enjuto que se expresaba con monosílabos, un intruso que había venido para quedarse. Un hombre que miraba no sólo al fondo de las cosas, sino al de las personas, como juzgándote, aunque después la realidad vino a demostrar que nada tenía que ver con esto. Por esa razón, y por el cabreo monumental que tenía, obligado a compartir habitación, le recibí dos pasos por detrás de mamá. El primero de mis sufrimientos partía precisamente de ahí: ceder espacio. ¿Por qué yo? ¿Por qué aquí, en mi universo, y no en el sofá cama del comedor?, pregunté bastante enfadado, rabioso e impotente. No recuerdo la respuesta que dieron, siquiera si la hubo, pero supongo que lo harían para que se sintiera más cómodo, más integrado, menos estorbo. ¡Menuda faena me había hecho la abuela con morirse!, aunque, pensándolo bien, enseguida comprendí que debía manejar el asunto a mi manera, y tener al abuelo de aliado en lugar de enemigo.
            A los días de escuela que pasaban veloces, pronto les sucedieron los de instituto, y, tanto para unos como para otros, el abuelo resultó ser una pieza fundamental para mi educación y crecimiento. De pequeño no eres consciente de la riqueza humana que te transfieren algunos mayores –y con cierta edad, a veces, casi que tampoco–. Andas ocupado, lógicamente, en el mágico mundo de los juegos, en coleccionar gusanos de seda, en explorar y descubrir los tesoros enterrados en los descampados, o en canjear cromos con los compañeros –al menos son cosas que se hacían en mi época, ahora las cosas han cambiado tanto...–. Sin embargo, es probable que todo mi interés se centrara en la disponibilidad económica del abuelo, ya que, sin necesidad de insistirle, satisfacía todos los caprichos que me asaltaban.
            Me gustaba encontrarlo aguardándome cada tarde, recostado en la verja del colegio, fumando aquellos cigarrillos finos y extra largos que olían a menta, con su porte elegante aunque triste, con la camisa blanca, sin arrugas, y el cuello perfectamente planchado que dejaba mamá. Venía con el bocadillo de la merienda recién hecho, a mi gusto. Otros días traía alguno de los dulces que nunca me dejaban comer, y que a mí me sabían de maravilla. Yo salía, le besaba, me cogía de su mano y emprendíamos el camino hacia el parque, donde no paraba de vigilarme aunque simulara tener la mirada perdida. Aprovechando que el abuelo estaba en casa y al cargo de mí, mis padres salían a diario y regresaban tarde. Me enseñó a compartir y repartir tareas: él preparaba la cena y yo recogía los platos. Nos gustaba irnos pronto a la cama a hablar de nuestras cosas. Primero empezó por contarme cómo conoció a la abuela. Lo hacía con exquisito cariño y con la ternura que ponemos cuando nos referimos a alguien que está vivo dentro de nosotros. Después contaba episodios sueltos de su infancia, tardes  enteras perdido por los montes, rellenando pequeñas libretas con dibujos que, aún siendo ya adulto, parecían hechos con trazo infantil. Según fui creciendo nuestras conversaciones alcanzaron otro tono más comprometido, más político, más humano.
            El abuelo era una persona que no molestaba ni invadía la intimidad ajena. Amaba la libertad de los pueblos por encima de todas las cosas, la tolerancia en la opinión del otro, el sentido de la responsabilidad, la defensa de lo común. Con él fumé mis primeros cigarrillos, lloré en su hombro el desengaño de la primera novia, y siempre se prestó a ser mi coartada cuando quería llegar tarde a casa. Me inculcó la lealtad que hay que tenerle a los amigos y los principios fundamentales de honradez y de solidaridad. Me ayudó a madurar, a convertirme en la persona que hoy soy; me enseñó que las cosas había que llamarlas por su nombre y a aclarar los malentendidos con las personas que interesan para vivir más tranquilo. Cuando enfermó y tenerlo en casa se hizo insostenible, yo ya no vivía con ellos, y mis padres decidieron llevarlo a una residencia asistida. Meses atrás me había independizado con otros compañeros que también estudiaban Arquitectura. Al principio procuraba visitarlo cada día, pero luego vinieron los exámenes, el compromiso político, la pareja, el primer trabajo en prácticas y distancié aquellos encuentros para el domingo, aunque esto también lo dejé después por..., ¡yo qué sé!
            Murió solo y en silencio una noche de agosto. Desde entonces tengo reparos en entrar a la habitación que habíamos utilizado juntos, me da nostalgia, pellizco en el corazón, ¡qué se yo! A veces, por diversas circunstancias de la vida, nos da pereza regresar a ciertos sitios, aunque luego nos vaya bien. –Esta frase no es mía pero la tomo prestada–.  Lugares, quizá, donde el tiempo se ha detenido en el interior de un retrato, en la cajetilla de tabaco a medio vaciar que uno de los dos dejamos olvidada, o en las arrugas de la última sábana que utilizó el abuelo. Son muchas las cosas que aprendí de él, incluso después de su muerte, a través del legado de cuadernillos que me dejó: unos con los sentimientos puestos con palabras, otros con dibujos de mi propia persona jugando en el parque, mirando por la ventana, tomando un vino junto a él. Era un hombre de izquierdas, prudente, respetuoso, tolerante… Un gran ser humano que me enseñó a disfrutar de la vida con muy poco, que no se cansaba de repetir que la felicidad es como una raya discontinua cuyo adelantamiento es peligroso. Hoy, gracias a él, sé que la felicidad también es  detener por un minuto las máquinas, sentarse frente a un paisaje que relaja, y compartir aunque sea sólo con el pensamiento, unas olivas de Jaén recién aliñadas y un vino del Priorat. Así era el abuelo: un hombre de gran riqueza con muy pocas cosas.

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