domingo, 22 de marzo de 2015

Carmela Ríos


En el viejo aparador abandonado que rescató de la calle hacía más de veinte años, y que restauró ella misma cuando trabajar la madera le relajaba, guardó bien dobladas las sábanas recién limpias que acababa de planchar. Metió un par de pastillas de jabón de La Toja para que tomaran su perfume proporcionando una agradable sensación al introducirse en la cama. Puso flores frescas en el jarrón del dormitorio, pasó la punta de los dedos por la fotografía que se hicieron sus padres en las fiestas del barrio –antes todo se celebraba–, entre el puesto de churros y el tiovivo donde la montaban, y dejó la ventana entreabierta para que corriera el aire. Cogió el bastón que usaba desde que se cayó al bajar de un autocar –aún no tenía seguridad para ir sin él–, y salió de la habitación con paso lento, tal y como acostumbraba. Había pasado la mañana anterior arreglando el jardín. Tenía buena mano para las flores, y le parecía que el nuevo rosal había agarrado. Su obsesión por embellecer lo que la rodeaba era indicativo de su meticulosidad, de su rigor por las cosas bien hechas; algo que, como persona pública que había sido durante tantos años, caracterizaba la columna vertebral de su personalidad.
            Candela Ríos es una señora de más de ochenta años, retirada del mundo del espectáculo y de todo lo relacionado con él. Esta actriz, que paseó a los mejores dramaturgos por todo el mundo, fue embajadora de la elegancia y del buen gusto, teniendo gran éxito especialmente en América Latina, donde la admiraban muchísimo. Estuvo largas temporadas cosechando buenas críticas, del público y de la prensa especializada. Dio vida a los personajes más importantes de las obras de Shakespeare, Lorca, Chejov, Tennessee Williams, Molière, Zorrilla, Cervantes... En España, su fuerte compromiso social, y la participación que tuvo como activista en la huelga de actores de 1975, y que puso en jaque al régimen, junto a la incomodidad despertada en los gobiernos posteriores de la democracia por denunciar la injusticia y no casarse con ninguno, hicieron que en numerosas ocasiones fuese vetada por determinados empresarios y ayuntamientos, que decidían no contratarla.
            De joven, y pensando en el futuro, que siempre es más inmediato de lo que parece,  compró un terreno a las afueras de Villalba de Duero, en Burgos, tierra de sus antepasados. Cuando no estaba de gira contrataba los servicios de una cuadrilla de albañiles que, poco a poco, fueron levantando una casa sencilla y luminosa, donde se instaló desde que se apartara de los escenarios. Vivía sin lujos, nunca quiso tenerlos. En la planta de arriba, abuhardillada y diáfana, puso algunas estanterías hasta media altura para colocar los premios que a lo largo de su carrera había recibido, junto a obsequios de personas que la admiraban y recuerdos de países visitados. Decía que lo tenía todo ahí para no tentar a la nostalgia. Cultivaba su propio huerto, criaba gallinas y conejos, y con su vecino más cercano cambiaba huevos por jarras de leche recién ordeñada. Se mantenía bastante delgada y todavía esbelta para su edad. Vestía ropa informal: camisas de franela, pantalón tejano, mono de pana…
            Cada quince días, un taxista la llevaba hasta Aranda de Duero para realizar algunas compras, tomar café con un par de amigos y cambiar libros en la Biblioteca Municipal. Era muy querida entre los arandinos, de quienes recibía continuas muestras de cariño que demostraban lo contentos que estaban de tenerla por allí. El sentimiento era recíproco. Candela notaba el respeto a su intimidad, y eso hacía que viviera relajada y agradecida de que la trataran como a una más, y no como a una estrella deslucida que uno ya no sabe dónde colocar. Aprovechaba el viaje para pasar por la peluquería, el podólogo y tomarse la tensión. También disfrutaba de un rico cordero asado en el restaurante de Amparo, con quien almorzaba y quien la ponía al corriente de la vida sentimental de los famosos. Y, anochecido, regresaba contenta a su casa, donde hacía el tránsito a la soledad escuchando la música que más le gustaba, la de autor, a ser posible en francés.
            Llevaba tres semanas sin salir, estaba resfriada y, además, iba a cambiar el tiempo, porque su pierna se resentía al caminar. Había recibido la llamada del taxista, por si necesitaba alguna cosa de la ciudad, pero ella, mujer previsora, podía subsistir más de un mes gracias a las reservas que tenía: productos congelados, de limpieza, enlatados... Volvió a sonar el teléfono, y esta vez era de una radio local. Preparaban un reportaje especial sobre artistas que ya estaban fuera del panorama actual y estaban interesados en entrevistarla. Al principio se mostró reacia, pero finalmente accedió, poniendo la condición de no tener que desplazarse y fueran ellos los que vinieran. En eso quedaron: ya se pondrían en contacto para concretar una cita.
            Dos mujeres y un hombre, ninguno mayor de treinta años, se apearon de un 4x4, saludándola con un par de besos cada uno. Invadieron su comedor con todo lo necesario para realizar la grabación: cables, micrófonos, dos ordenadores portátiles... Eran el becario, una de las redactoras y la presentadora del programa de radio Cómicos, un espacio en la madrugada para artistas de todos los tiempos e invitados de lujo como escritores y demás personas del mundo de la cultura. Candela quería saber cuáles iban a ser los mimbres que armarían la estructura de la charla, o si traían un formato estándar de preguntas cortas para respuestas breves. El inicio de la conversación diluyó todas sus dudas… En pocas palabras le explicaron que, más que la parte profesional, que los oyentes ya bien conocían, les interesaba el aspecto humano de los entrevistados, y la opinión que tenían respecto al retroceso que estaba experimentando la sociedad en general. La actriz asintió con la cabeza, esbozando una de sus mejores sonrisas, que dejó al descubierto su blanca dentadura a la que no le faltaba ni una sola pieza. Observó atentamente el manejo de aparatos, les miró enternecida, y se dijo para sí: estoy preparada.
            Una breve nota biográfica, a modo de presentación, abrió el diálogo entre ella y la presentadora. Mantuvieron una charla sin guiones, distendida, profunda, cómoda, como si fueran amigos que se conocen de toda la vida. Para Candela era necesario decir que el teatro le había dado todo lo que tenía: material e intangible, y la generosidad del público el sentido de la humildad, algo que le sirvió de mucho desde el momento en que tomó la decisión de renunciar a una vida privilegiada, adoptando otra que le proporcionaría las cosas más esenciales. Para todo aquel que se dedica al mundo del espectáculo, el escenario es el colchón donde reposan las inseguridades que no se ven, los miedos que no delatan, las carencias que nos amputan. Admiraba a sus compañeros, dio algunos nombres y apellidos, y sentía mucho el trato tan injusto que estaba recibiendo el mundo de la cultura por parte de la administración. Los actores de antes luchaban por un plato de garbanzos, los de ahora por no caer en la indigencia. Habló también de los parados, de los inmigrantes…, de toda la población vulnerable que, como dijo, las estaban pasando putas…
            Las tres personas que se alejaban en el 4x4 se llevaron en el corazón la satisfacción de haberse cruzado con una de las mujeres más encantadoras e interesantes que pasaran por el espacio radiofónico Cómicos. Una leyenda de carne y hueso que plantaba lechugas, tomaba cerveza y daba de comer a los conejos. Una persona que, para emocionarse y disfrutar de las cosas importantes, eligió para vivir un bello y tranquilo lugar en la comarca de La Ribera.

domingo, 8 de marzo de 2015

Con ninguno



En la cafetería de personal del Hospital Clínico, a la hora de la comida, aprovechando que todo está más tranquilo, tanto en plantas como en quirófano, salvo que haya alguna urgencia, el ruido es ensordecedor: cubiertos y platos que chocan entre sí, molino para grano de café en marcha, crujir de las lonchas de beicon, conversaciones que al mezclarse unas con otras se hacen ininteligibles y teléfonos móviles que no paran de sonar. Cristina y su novio el ruso, apodado por la dificultad para pronunciar su nombre lleno de consonantes, atienden a todos con rapidez. Hace diez años que ella está de encargada –él ha venido después– y saben muy bien los gustos de casi todos sus clientes antes de pedir: Quien toma el agua con o sin gas, en qué punto deben dejar los montados de lomo a la plancha, cuántos menús se hacen sin sal y quiénes están liados entre sí… En ocasiones, Cris es para muchos su paño de lágrimas.
            Jacobo es de los anestesistas más prestigiosos dentro de la profesión. Se incorporó a la plantilla del centro quince años atrás, y nadie, ni siquiera Cristina, conoce mucho de su vida privada. Excepto que no tiene pareja, al menos que se sepa, familia aparente y que le gusta mucho viajar. Pero, a diferencia de otros cumpleaños celebrados en Nueva York, Australia, Cartagena de Indias o Bangkok –por señalar los más exóticos y espectaculares disfrutados hasta el momento–, éste, de su cincuenta redondo, quedará marcado por los acontecimientos que sucederán en días venideros, y que le mantienen tan ausente y entristecido. Sin embargo, la insistencia de los compañeros, y saberle mal hacerles un feo, influyó para que accediera a tomar un pedazo de la tarta que compraron para él. Unas mesas más allá, estaban sentados algunos médicos y enfermeras de Neurología, que se sumaron para brindar con sidra.
            Entre unas cosas y otras, ya que Cris y el ruso también querían tomarse algo con ellos, acabaron todos en un bar de la plaza hasta más de las siete. Cuando regresaba a casa, en metro, pidió por teléfono a su restaurante japonés favorito que a las nueve le llevaran de cena para un solo comensal: Sushi, Niguiris con salsa de soja, wasabi y jengibre, para cambiar de sabor, Sukiyaki –lonchas de ternera y verduras variadas cocidas en salsa especial– y, de postre, helado de té verde. Una vez arriba, y tras darse una ducha rápida, volvió a leer el telegrama de la citación para declarar como testigo en el juicio que su hermano Gregorio, diecisiete meses mayor que él, interponía a Lorenzo, un amigo que prácticamente creció con ellos. También repasó la carta que había redactado pidiendo un año de excedencia. Estaba cansado y necesitaba poner en orden algunos aspectos de su vida, como, por ejemplo, la relación con su familia.
            Cuando Jacobo iba a iniciar los estudios universitarios, el perímetro de La Roda se le quedaba pequeño. Así que, con la beca que le concedieron y algo de dinero que había ahorrado dando clases particulares, se trasladó a estudiar a Madrid compartiendo piso con otros alumnos. Al principio le costó separarse de los suyos pero, aunque jamás dejó de recordarlos, poco a poco, su pasión por la medicina iba ocupando más tiempo. Allá quedaron la madre y el hermano, junto al abuelo. Gregorio y Lorenzo se abrían camino en Albacete en el mundo comercial, poniendo en marcha una pequeña empresa de distribución de maquinaria y herramienta agrícola. Comenzaron en la comarca, para después expandirse a otras regiones. Los primeros años mantuvieron un contacto fluido, pero los exámenes, las prácticas y rodar de un sitio para otro hasta conseguir una plaza fija, les fueron distanciando, viéndose sólo en los entierros. Y prácticamente nada desde que fallecieron la madre y el abuelo.
            Veinticinco años después de haber salido de su tierra, tener que volver a ella por tan desagradable motivo no le apetecía en absoluto. Hasta donde sabía, cansado de sentirse estafado por su socio –lo cual corrobora gente que les conocía bien–, Lorenzo emprendió medidas legales para vender su parte del negocio a Gregorio, quien, a su vez, destapó que el otro, a sus espaldas, cobraba en negro según qué pedidos. Llegaron a las manos, a comisaría, al calabozo y a tener que pagar cada uno una buena fianza. Total, eran dos golfos vestidos de esmoquin.
            A las nueve en punto llega la cena, muy bien preparada en recipientes desechables, lista para añadir la bebida y elegir el sitio donde comerla. Lo coloca todo encima de la mesa baja, se sienta en el sillón y enciende la tele para ver las noticias, pero sus propios pensamientos no le dejan prestar atención a lo que sucede en el mundo. Jacobo le da vueltas a por qué Gregorio le habrá citado a declarar como testigo, sabiendo lo mucho que aprecia a Lorenzo y teniendo en cuenta que él está apartado de sus vidas hace muchos años. ¿Por la cosa de la sangre? ¿Por aparecer acompañado del hermano, al que tiene olvidado excepto cuando necesita algo? A saber…
            En su infancia, La Roda era un sitio muy pequeño donde todos se conocían y la vida era agradable. Había niños jugando en las calles, olía a repostería artesana y los vecinos se ayudaban cuando tocaba hacer matanza. Su madre –al padre lo mató un camión cuando cruzaba la carretera– y el abuelo, que eran los que gobernaban la casa, eran muy hospitalarios. Siempre estaba llena de gente, y de bicicletas amontonadas en la entrada cuando los amigos iban a buscar a los chicos. Lorenzo era hijo de una prostituta que ejercía el oficio en su propio hogar, así que él pagaba las consecuencias, sufriendo el rechazo de casi todos los paisanos que condenaban aquello. Jacobo y él se hicieron inseparables; soñaban con escaparse juntos algún día de allí, conocer otras ciudades, otros países, y salir del aire espeso y envenenado de las habladurías que tanto daño hacen. Sin embargo, al acabar el colegio, cuando Lorenzo abandonó los estudios y Jacobo acariciaba la idea de convertirse en médico, sus caminos empezaron a separarse. Los sueños también. Tenían menos en común y apenas un poco para compartir, salvo el cariño y esos lazos de amistad que se tejen cuando uno es pequeño y que, por muchos vaivenes que nos de la vida, parece que perduran en el tiempo.
            Por eso le sabía muy mal que Gregorio le hubiera puesto en ese apuro… Entonces recordó algo que tenía completamente olvidado, y no sabía por qué. Se levantó del sillón, entró en el dormitorio, revolvió el armario, los bolsos, las maletas, tocó entre la ropa, buscó en los bolsillos y, por fin, localizó una vieja cartera de cuero que usó en la carrera. Dentro encontró una carta que su prima María Luisa le escribió hacía mucho, y donde le contaba cosas del pueblo, chismes de los rodeños y, también, de la familia… Al parecer, corría como la pólvora el rumor de que una vez su hermano y Lorenzo se fueron de juerga para celebrar que habían firmado un contrato muy sustancioso con unos franceses. Dicen que bebieron más de la cuenta y que mezclaron con otras sustancias. De la fiesta ambos salieron con una mujer que se metió en el coche con ellos… Al cabo de los días se supo que les puso una denuncia por violación, pero lo hizo demasiado tarde como para determinar quién había sido –aseguraba que solo estuvo con uno–, ya que no quedaban restos de semen en su vagina. Ninguno dio la cara ni se hicieron responsables, por lo que archivaron el caso.
            Cada día laborable, a las seis y media de la mañana, Cristina y el ruso llegan al intercambiador de Moncloa con tiempo suficiente como para ir caminando tranquilamente hasta el hospital. Les extrañó encontrarse con Jacobo en la explanada, puesto que él entraba algo más tarde, pero no le dieron mucha importancia, pensando que alguna operación programada a primera hora le traía tan temprano. Pero le vieron caminar con dificultad y se acercaron a él. Llevaba la mano derecha puesta en el pecho, y en la otra un sobre cerrado que aferraba con fuerza, los ojos casi en blanco e intentaba decir algo. Se desplomó en los brazos de ellos, que le llevaron prácticamente en vilo hasta la entrada de urgencias donde le recogió un equipo médico. Cuando recobró el conocimiento en el Área de Cardiología, comprendió que un infarto le había librado de ir a La Roda. Buscó en el cajón de la mesita, donde entendía que habían guardado sus objetos personales, y rompió la carta de petición de excedencia. La naturaleza había decidido por él: no declararía ni en contra ni a favor de aquellos que, de ser verdad todo lo que ahora sabía, merecían su más absoluta indiferencia.