domingo, 22 de febrero de 2015

Las costureras. La periodista. El fotógrafo


Tras haber sufrido las consecuencias de un invierno muy seco, durante la última semana de enero llovió con intensidad en Barcelona. El temporal de agua y viento, que azotó buena parte de Catalunya, obligó a cortar, por inundación en algunos tramos, la línea del AVE procedente de Girona. Así como a suspender el tráfico aéreo. La borrasca era tan potente que ocasionó alteraciones en todos los servicios urbanos. La población, siguiendo las recomendaciones dadas por Protección Civil, a través de los canales autonómicos, tanto de radio como de televisión, en algunas localidades seriamente afectadas, tuvo que permanecer en sus casas y las puertas de los colegios cerradas, por el riesgo que se corría en las calles: caída de ramas, suelo que al ceder da paso a un gran socavón, aumento del caudal de ríos y arroyos… La Guardia Urbana y el Cuerpo de Bomberos realizaron numerosas intervenciones, evitando así que el desprendimiento de algunas cornisas produjera daños personales y materiales.
            Salvo que encontrara un argumento convincente para escribir el reportaje de su vida, a Concha estaban a punto de echarla del periódico –según le dijo el redactor jefe, que la tenía aprecio, mientras tomaban la copa de costumbre antes del fin de semana–. Después de pasarse más de quince años en El Cairo, el grupo editorial al que pertenecían prescindió de buena parte de las corresponsalías repartidas por todo el mundo. Y, para bien o para mal, le había tocado en suerte a la suya. Así que, desde entonces andaba como peonza sobre pendiente deslizable en manos de quienes no valoraban la profesionalidad, el olfato, ni la experiencia de alguien que había vivido en propias carnes bastantes conflictos. Compartía piso con Lucas, reportero gráfico –ahora freelance– que cubría toda clase de eventos, y al que un divorcio millonario tenía con el agua al cuello. Estudioso incansable de su oficio, era buen conocedor del legendario The Daily Graphic –neoyorquino–, el primer diario que introdujo ilustraciones en sus páginas. Fundado el 4 de marzo de 1873, dejó de publicarse el 23 de septiembre de 1889.
            Un amigo, que también mantenía relación con su ex mujer, le citó en una conocida cervecería del barrio de Montjuic para proponerle un trabajo que, aunque en un principio le pareció arriesgado, conforme profundizaba en el asunto más convencido estaba de que sería una oportunidad única –de esas que pasan solo una vez– para salir del agujero opaco donde el destino le estaba conduciendo. Encontró a Concha en la cocina, con el pelo mojado, recién salida de la ducha –se le trasparentaba la camiseta bajo la que se adivinaba la firmeza de sus pechos todavía erectos, y eso, a él, le ponía siempre muy nervioso–, y preparando una ensalada de canónigos, rúcula y hoja de roble roja, aliñada con su especialidad: vinagreta contundente que suavizaba con generoso chorro de miel. De segundo, algo sencillo, unos filetes de rodaballo a la plancha. Sabía que, si se embarcaban juntos en la oferta que iba a poner sobre la mesa, tardarían un tiempo en comer algo tan apetitoso. Por eso, por puro deleite, y para que la memoria del paladar guardara la mezcla en su base de datos, prefirió planteárselo una vez acabado el postre y la infusión de arándanos. Con toda la información recabada, lo que le contaron y los portátiles navegando por diferentes webs, con la esperanza de que encontraría la mejor manera de vendérselo al periódico, dejó la idea en manos de ella…
            Alrededor de las ocho y treinta de la noche, volvió la normalidad al Aeropuerto del Prat. Había cesado la lluvia y amainado el viento. Concha y Lucas esperarían otros noventa minutos hasta que saliera el vuelo con destino a Bangalore, ciudad del sur de la India, con escala en Londres, donde aprovecharían para contactar con otros colegas de la profesión. El avión de la British Airways realizó el trayecto sin incidencias, lo que agradecieron para preparar con tranquilidad la hoja de ruta que seguirían nada más tomar tierra, donde les recogería un conocido del amigo de Lucas.
            En la actualidad, Bangalore se ha convertido en un centro neurálgico para las nuevas tecnologías. Desarrollo de software, telecomunicaciones o ingeniería aeroespacial, entre otros, han dado a la ciudad una perspectiva bastante atractiva. Sin embargo, el salto a los medios digitales de la noticia de que aquí las mujeres de la industria textil, encabezadas por un grupo de activistas, se reagrupaban en el sindicato El Garment Labour Union,  íntegramente femenino, reivindicando sus derechos y condiciones laborales, ponían de manifiesto la realidad precaria de estas personas. Concha y Lucas no podían perder el tiempo, porque su futuro inmediato pendía del buen olfato que tuvieran a la hora de contar la historia. Así que, nada más dejar el equipaje en el hotel, pusieron rumbo a Tamil Nadu, el Estado que concentra la mayor parte de fábricas textiles, cuyas trabajadoras proceden de las zonas rurales.
            A las tres semanas de estar en Bangalore, aquello generaba muchos gastos. Pactaron con el periódico que, si las cosas se daban bien y alargaban la estancia, alquilarían un apartamento en un barrio obrero y contratarían los servicios de un guía que les llevara hasta el recodo más escondido de esa y otras ciudades. Unos corresponsales del Wall Street Journal y Le Monde, que conocieron allí y con los que se juntaban a menudo, les facilitaron ambas gestiones. Concha enviaba crónicas periódicas y reportajes semanales, que completaba con el material gráfico que aportaba Lucas, por ejemplo, de los jugadores de críquet, o de la industria del cine canarés; también, sobre la contaminación que sufren al generar toneladas de residuos sólidos por día… Él, a su vez, no dejaba de patearse las calles haciendo fotografías, que luego remitía a la agencia de prensa de su amigo para que esta las distribuyera también a otros medios. Pero sin olvidarse del principal motivo que les había llevado hasta allí.
            Contar la revolución –con imágenes y palabras– iniciada por las costureras indias, supuso para ellos elaborar una serie de entregas bajo el título: “Miserias colaterales. Piezas de una vida hecha a puntadas”. Aquellas mujeres obligadas a cumplir jornadas laborales de sesenta horas semanales, con treinta minutos para comer y solo tres para tomar un café, acarreaban sobre sus hombros el peso de una vida bastante complicada. El hacinamiento en habitaciones convertidas en talleres, sin luz natural ni ventilación, unido a la ansiedad que ocasiona tener que cumplir con la producción exigida dentro de los plazos, hacía que muchas enfermaran de tuberculosis. Pero callan y acatan órdenes, ya que la condición general de la mujer en la India es de absoluta sumisión al padre, al marido, al hijo, al gerente…
            En el apartamento, a la caída de la tarde, una vez fuera del contexto apasionado de la cama, mientras comían Biryani –plato típico de la India a base de arroz basmati, con especias, carne, vegetales y yogur– ponían en común el trabajo recopilado durante el día. Era el mes de abril, el más cálido de todo el año en Bangalore, y el último que disfrutarían de ese clima tropical con estaciones húmedas y secas. Concha sostenía con una mano un vaso de Johnny Walker con tres cubitos de hielo; en la otra un cigarrillo artesano. Pensaba en una de las mujeres, quizá la que más la había impactado, la de más edad… Recordaba sus manos huesudas, la espalda curvada por la postura y por el dolor, la piel arrugada por el sufrimiento y las carnes molidas por las palizas. Lloraba por ella, por todas, por sí misma… Por las batallas feministas ganadas en Occidente, por las que quedaban por  librar en Oriente y que, ahora en retroceso, peligraban en todo el mundo… Las lágrimas le bajaban hasta la comisura de los labios. Temblaba, pero encontró alivio en los brazos fuertes que la rodearon, a la vez que el horizonte enmarcaba sus pieles muy juntas en una instantánea.
            El vuelo de regreso a Barcelona, con escala en Frankfurt, lo hicieron en silencio. Refugiados en la lectura y en sus respectivas notas de apuntes. Volvieron trayéndose en la maleta el cariño de las costureras, de los corresponsales convertidos en amigos, del guía que les trató como de la familia… En definitiva, dejarles les costó venir con un pellizco de emociones punzando el corazón. La promesa que les hizo Concha a las mujeres, asegurándoles que allá donde estuviera perseveraría en la lucha por sus derechos, acababa de empezar nada más despegar el avión del continente asiático.

domingo, 8 de febrero de 2015

José


A Eli, Chon,
Yolanda y Noemí.

Nacido en el Puente de Vallecas dieciséis años antes de estallar la Guerra Civil Española, José era el quinto hijo de una familia muy humilde, natural de la provincia de Jaén, instalada en Madrid a principios del siglo XX. La etapa de infancia, además de ir a la escuela, como es lógico, estuvo marcada por su pasión por el fútbol, que practicaba en la calle jugando con los chicos del barrio, y siguiendo a su Atleti, que tantas alegrías le produjo, y algún que otro disgustillo. También llenaba las horas de ocio leyendo –afición que perduró hasta el final de sus días–, viviendo con plenitud cada historia alojada en las novelas y  a las que ponía las caras de las actrices y actores que más le gustaban: Rock Hudson, Ava Gardner, Irene Gutiérrez Caba, Alfredo Mayo, Luisa Sala…
            Con los hermanos mayores en el frente, ambos en bando Republicano, un padre al borde del delirio, con las entrañas comidas de dolor, sin saber si sus hijos estaban en las trincheras o les habían fusilado, José –pese a que todavía era un adolescente– se convirtió, junto a sus cuatro hermanas, en la parte fuerte de la casa, la que sostenía las vigas de la esperanza para que el hogar no cayera en la desidia emocional. Así fue, hasta que en 1938 le llamaron a filas formando parte de la quinta del Biberón… Seguramente se vio involucrado en la batalla del Ebro, donde más combatientes participaron en aquella sinrazón. Regresó en 1941, horrorizado de haber visto tanta muerte a su alrededor, tanta sangre derramada, tantos gritos de impotencia y con la huella del miedo fruncida en el entrecejo, como le ocurrió a casi todos los soldados de su generación, excepto a aquellos que corrieron peor suerte... La familia, los amigos y vecinos más cercanos le recibieron con lágrimas de alegría, y le agasajaron con manjares difíciles de conseguir entonces...
            El oficio de chófer profesional le llevó a residir en distintos lugares: Daimiel, Plasencia, Vigo, hasta que, finalmente, se afincó en Alicante, donde vio prosperar a sus tres hijos, crecer a los siete nietos y conocer al primer biznieto –hay dos más, otro que viene en camino y...–. Pero antes de esas experiencias maravillosas que serían la base de toda su existencia, siendo un joven enamorado de los zapatos elegantes –incluso atrevidos en su vejez– y que vestía muy bien, se ganó la fama de gustarle mucho las mujeres, al punto, incluso, de llegar a salir con dos novias a la vez. Sin embargo, uno de los días posiblemente más luminoso de toda su vida, apareció una rubia de ojos azules que conquistó su corazón. Guapa, pelo ondulado, estatura media y simpatía desbordante. Permanecieron juntos durante más de sesenta años, complementándose, discutiendo y queriéndose por encima de todo.
            Cuando la pérdida de alguien querido está reciente, el dolor te bloquea minutos antes de entrar al vestíbulo de los recuerdos. Y no es hasta pasado un tiempo que, quizá en primavera, después de la hora de siesta, el desván de la memoria entienda que ya estás preparado para entrar a revivir momentos salteados. Por eso pienso ahora en un verano, a principios de la década de los noventa, aunque las fechas me bailan un poco, estando juntos en la playa de Santa Pola –le gustaba ir allí a comer caracoles al bar Cantinflas– sentados en un chiringuito hablando de política, comentando los artículos de opinión de EL PAÍS, periódico que comprábamos entonces, y de uno de los personajes que más admiraba, Manuel Azaña, cuya biografía me regaló y que conservo como algo muy preciado.
            Por fortuna, compartir puros y manos de mus con las fuerzas vivas de determinados pueblos, no cambió en lo más mínimo sus ideales de izquierdas. La guerra le había mostrado la parte más violenta del ser humano, y la dictadura la más constreñida. Me contó en una ocasión que la libertad que no se respiraba en la calle, él la sentía latir en el interior de su camión, circulando por aquellas carreteras estrechas y mal pavimentadas. Era libre al volante, dueño de unos pensamientos sin cortapisas, de unos actos que solo le comprometían a él… Dueño y libre, observando el paisaje de las diferentes regiones por las que pasaba, cuyos campos ofrecían al viajero matices llenos de paz: unos más secos, otros más verdes, pero todos mostrando lo mejor de sí, para que se pudieran tocar con la punta afilada de una mirada atenta.
            En general, José era un sentimental, una persona muy fiel a los suyos. Un tipo sensible que se hacía el duro. En la etapa final de su vida, junto a la mujer que le había cuidado por encima de todos, hizo un recorrido por el cine y la música que desde siempre habían estado muy ligados a él: zarzuelas en discos de vinilo, películas en VHS, canciones en cintas de cassette –Farina, Rocío Jurado, Perla de Huelva, Juan Valderrama, Antonio Molina, Manolo Caracol…–, poniendo en cada cosa la atención y la entrega del primer descubrimiento. Me daba mucha risa la costumbre que tenía de grabar los partidos de fútbol que televisaban. Si ganaban los rojiblancos, lo veía, pero si habían perdido, total para sufrir, no merecía la pena…
            La última vez que le vi con vida tenía noventa años. Fue en Madrid. Se despedía de su hermana pequeña –de siete quedaban tres– fundidos en un abrazo prolongado y muy sentido, con la soberanía que da asumir lo ineludible. Lo hacían en la puerta del hotel donde se había hospedado con su esposa, la hija mediana y el yerno. Mientras la mantenía tiernamente pegada a su cuerpo, sus ojos me buscaron, y un aluvión de palabras mudas, que se atropellaron, resecó mi garganta… Entonces supe que no vendría más, que nunca volveríamos a encontrarnos y que a nuestras conversaciones telefónicas pronto le faltaría la mitad del contexto. Tres años después de su fallecimiento, una mañana de domingo, de este invierno tan seco que tenemos, paseando por Cuesta de Moyano –otro de sus rincones favoritos– y respirando el sosiego de los libros viejos de hojas amarillas e impregnadas con las arrugas del que ha vivido mucho, pienso en José. En la casa de Vallecas donde nació y que hoy es un solar, en la Ermita de San Isidro donde se comía un chusco de pan con chorizo cuando era novio, en la playa de Santa Pola y su rompeolas por donde caminaba a la caída del sol, en el campo del Atlético que tantas glorias y penas le trajo, en esa manía suya de montar en la línea de autobús Circular y dar la vuelta a todo Madrid, en la gente que le ha conocido, en la que le ha querido y querrá siempre. Y, también, en el olor y sabor de los bocadillos de calamares que se zampaba en la Plaza Mayor…
            Sé muy bien que estaba orgulloso de todos los suyos. Incluso hoy lo habría estado un poco de este manojo de palabras que, lejos de transmitir melancolía o tristeza, han pretendido homenajear la figura de un buen hombre, un buen ciudadano que trató de no hacer daño a nadie y luchó para que tampoco se lo hicieran a él. Pienso en los que no volvieron de la guerra, en los amigos que le traicionaron a lo largo de los años, en los que estuvieron a punto de morir en los campos de concentración, como uno de sus hermanos, como tantos del barrio, del país. José me enseñó que no había enemigos sino adversarios, que todo en la vida lo movía la política, que no logra más el que llora o el que mama, sino aquel que está convencido de que otro mundo es posible. En la intimidad de mi cuarto, ojeando fotografías antiguas, me encuentro con una donde se le ve sonriente, posando junto a un cartel que pone: Linares, desvío a 3 kilómetros.