martes, 4 de octubre de 2011

El niño que quería vivir dentro de la radio

Inspirado en una frase sacada de contexto a Iñaki Gabilondo
En el tercero segunda del número noventa de la calle del Amparo, viví hasta recién cumplidos veinte años. Me llamo Andrés y soy el mayor de cinco hermanos nacidos entre 1955 y 1968, tiempos —como épocas anteriores— en los que tener varios hijos en España era muy común aunque para ello, resultara difícil financiar las necesidades básicas de tantas personas. Los recursos que entraban en casa eran escasos. Mi madre cuando no se hallaba en la recta final del embarazo o amamantando, limpiaba en el domicilio de unos señores pudientes en Santa María de la Cabeza, zona adinerada del distrito, mientras que mi padre trabajaba en Torres e Hijos, tienda de ultramarinos que había en Miguel Servet y de la que percibía un sueldo inferior al quehacer realizado.

Cada día al salir de la escuela, pasaba por delante de la taberna de Donato, donde mi padre junto a los habituales del local, fumaban pitillos Ideales, popularmente llamados caldos, 18 cigarrillos selectos al cuadrado, papel blanco para liar —decía en la cajetilla—. Cerraban el ritual del chato de vino, discutiendo dudosas jugadas contra el Atlético de Madrid, equipo casi oficial del barrio. Desde la puerta observaba cómo ejercía de árbitro ante los compadres sabelotodo del reglamento de fútbol pero, a decir verdad, el ambiente de tasca y a veces de exabrupto soez con escupitajo verbal, me desagradaba. Más tarde, cuando crecí y la vida puso cada cosa en su debido sitio, me aferré como náufrago a la barra de algún bar solitario en mitad de la noche, idóneo  para conversar entre amigos.
 
Recuerdo hacer los deberes del colegio cerca del poyete de la ventana, espacio que más tarde mis hermanos estarían deseosos de ocupar, ya que por allí echábamos a volar nuestras fantasías, mientras mordisqueábamos un trozo de pan untado con mantequilla y azúcar. El aparato de radio heredado de mis abuelos paternos durante el día estaba siempre encendido y presidía la cocina-comedor, sobre una balda blanca con escarpias a la pared. La imagen de mi madre junto a ella es entrañable para sostener y argumentar los cimientos de esta narración. Podría centrar todo el escrito en su persona pero, diré tan solo que era una mujer de silencios contenidos, de fuerte carácter aunque prudente, robusta a la hora de apuntalar los tabiques de su familia, coherente en la forma y republicana en los hechos. En definitiva, una persona sin estudios pero con grandes recursos filosóficos. Ahí va uno: “El pan de la víspera mejor migado que tirado”.

Cinco minutos antes de las cinco de la tarde, quedaba prohibido hacer ni el ruido de una mosca porque Mercedes, vecina del bajo izquierda y mi madre, rotas de cansancio por la dura jornada, desplomaban sus cuerpos doloridos sobre viejas sillas de tijera junto a una copa de anís que de a poquitos, iban rellenando según crecía la pasión en Ama Rosa, radionovela con la que Juana Ginzo, junto a José Varela, José Fernando Dicenta y la gran Matilde Conesa, magnífico cuadro de actores de Radio Madrid, paralizaban a los oyentes que siesteaban embelesados sobre el colchón mullido y desgarrado por aquel drama.
Por aquella ventana que dije antes escapaba con todas mis fuerzas para meterme dentro de la radio. Tan pronto, era el galán que seducía a la chica, la chica que plantaba por tonto al galán, el niño protagonista, la abuela regañona, o el malo del argumento, daba igual, todo valía con tal de salir cuanto antes ileso, del cuarto trastero de mi rutina. Yo apretaba fuertemente los ojos y cabalgaba por lugares reales donde ocurrían noticias, descubría inimaginables paisajes hasta entonces para mí, con matices desconocidos, culturas diferentes, costumbres vanguardistas y ciudadanos de inteligencia desarrollada. En consecuencia, necesitaba formar parte de los habitantes de la radio para llevar una vida interesante y no como la mía, aburrida, descolorida, opaca, desnutrida y anoréxica, pero a fin de cuentas, toda mía.

Amaneció domingo frío y gris. Por suerte para nosotros mis padres con sólidos principios republicanos no eran creyentes, por tanto, nada de misa de once en festivo. Cuando quise darme cuenta, los pequeños ya estaban arreglados para el paseo. Mi padre había madrugado con la intención de llegarse a la Plaza Mayor a cambiar algunos sellos repetidos de su colección. No me apetecía salir, se lo hice saber a mi madre que marchó sola, con Lucía y Javier. Olvidaron apagar la radio, quedó conmigo de fondo, convirtiéndonos cada uno en el guardián del otro. Tras el boletín informativo de las doce, me preparé mental y psicológicamente para suplantar la personalidad del locutor de turno pero, el inconfundible Tomás Martín Blanco, arrancó con una edición de El Gran Musical. Inexorablemente, así sufrí por primera vez el duro revés de la realidad cuando rompe de bruces el hechizo de los sueños.

Sin embargo, años después, a finales de primavera, tendido sobre el césped del Campus Universitario, acompañado de una carpeta a rebosar de proyectos y una oferta de trabajo ya bajo el brazo, recordé que aquel muchacho que fui, pretendiendo vivir dentro de la radio, acababa en esos momentos con nota ejemplar, la carrera de Periodismo. Transcurrido bastante tiempo, con edad avanzada y la satisfacción de haber consolidado el oficio, conseguí tocar con la punta de los dedos y los pies siempre en el suelo, las estrellas de esta extraordinaria profesión.

3 respuestas a El niño que quería vivir dentro de la radio

  1. Miguel Ángel Lozano Martínez dijo:
    Querida Mayte: Tu escrito me ha traido muchos recuerdos de mi infancia y adolescencia, pues citas calles y describes ambientes y sensaciones comunes para los nacidos en aquellos años 50 y 60 en aquel barrio de Embajadores, Atocha,… Como curiosidad te diré que voy a volver a tomar algún día de estos el pan con mantequilla y azúcar. Otra merienda muy habitual para mi en aquella época era una rebanada de pan empapada en vino tinto y azúcar. No sé si los dietistas y nutricionistas de hoy serían muy favorables a aquellas costumbres con los niños. Un beso.
  2. Esperanza dijo:
    Ahora si que me ha gustado. Es como una melodia. También me trae recuerdos agridulces de una época, entrañable y humana, donde la vida transcurria muuuucho mas despacio que ahora. Pero donde de cada pequeño evento hacíamos un hito. No teníamos gran cosa pero teníamos amigos. Y siempre se merendaba, llegaba la hora de la merienda y también marcaba un hito en el quehcer diario.
    Besos.
  3. elena dijo:
    Para mí que llevo varios años lejos de mi Madrid, me ha hecho volver a recordar y hasta saborear algunos rincones, algunos momentos. Un relato lleno de añoranza. He disfrutado leyéndolo aunque, debo reconocer, me ha envuelto la nostalgia.
    Besos

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