domingo, 26 de julio de 2020

Nocturno, en el estado de Nevada

25.

A los pocos días de dar por concluido el juicio, el departamento de contabilidad del bufete contactó conmigo para informarme de que alguien anónimamente, a través de una entidad financiera que operaba desde el extranjero, escrupulosa en cuanto a mantener la privacidad de sus clientes, había pagado todos los gastos originados en el proceso. Cité a Mayalen en el despacho para darle la buena noticia y despedirnos con algo especial. Así que, aprovechando que un compañero estuvo de vacaciones en México, le pedí que me trajera algún pastel típico de allí. ‘Por favor, siéntese’. ‘Gracias, doña Allison’. ‘¿Qué le apetece: café, leche, té, bebida fría…?’. ‘No. Nada. No se moleste’. ‘Venga, mujer. Tómese algo conmigo. Mire lo que tengo –destapé la bandeja–. ¿Le gusta?’. ‘Claro que sí. “Las Alegrías” son las mejores galletas de mi país. ¿Sabe cuál es su base fundamental?’. ‘Ni idea’. ‘La semilla de amaranto. Es muy nutritiva porque contiene cantidad de proteínas, vitaminas y minerales que, junto a la miel, nueces y pasitas, hacen de este dulce una delicia para el paladar’. ‘Le confieso que me lo han traído de encargo –dije, contenta de haber atinado–, pero veo que he estado acertada. ¿Cómo está?’. ‘Vacía –nos subieron dos tazas de cacao bien caliente de una cafetería cercana– e intrigada por lo que cuenta de sus honorarios’. ‘Bueno, es normal. Suele ocurrir que, después de vivir una situación intensa, nos desinflemos. Pero verá que en breve todo vuelve a su ser. Y, con respecto a lo material, estoy tan sorprendida como usted’. Seguimos conversando, ella se esforzaba por mostrarse animada, pero intuí que apenas le quedaban motivaciones. ‘Desde el primer día que apareció por esa puerta tengo una curiosidad’. ‘Dígame’. ‘¿Por qué me eligió a mí?’. ‘Una vez la vi en el cementerio, a pocos metros de donde yo rezaba, y me gustó la delicadeza con la que quitaba la maleza de una tumba. Entonces pensé que era la persona adecuada para meter entre rejas al asesino de Alexa’. ‘Richard Smith, mi padrastro, está enterrado ahí –dije–. Fue un hombre extraordinario’. Con los ojos llenos de lágrimas, se limpió con el pico de la servilleta la comisura de los labios y preguntó: ‘¿Qué pasará ahora con el Johnny?’. ‘Pues que permanecerá en el Centro Correccional del Norte de Nevada hasta su traslado a la Prisión Estatal de Ely, donde se materializará la ejecución. Pero pueden pasar años. No se preocupe, ha hecho lo correcto’. La vi bajar por las escaleras con la derrota quebrando sus huesos y la pequeña bolsa con los dulces que sobraron. Meses más tarde perdió la memoria, lo supe por Michelle, y también que algunas noches dormía en un albergue para homeless, parecido a Midnight Mission, en el skid row de Los Ángeles, atendido por un grupo de voluntarios desbordados e impotentes…
          Charlotte Bennett abandonó la locura de los tribunales cuando saltó a la opinión pública un desagradable escándalo de soborno en una conocida multinacional, lo que desgastó su imagen a consecuencia de que determinados medios de comunicación trataron de vincularla con el blanqueo de capitales. Dedicada a cultivar rosas y a malcriar a los nietos, ahora ve aquello como un sueño desagradable del que despertó liberada. Sin embargo, lo más doloroso fue comprobar que nadie de la oficina del Fiscal del Distrito defendiera la honradez y el prestigio demostrado durante tantos años. Perdió el último caso. Un feo asunto de trata de personas destapado por un simpatizante del Partido Demócrata.  Los presuntos implicados en la operación, gente muy poderosa, compraron el silencio de posibles testigos a golpe de talonario. Fue ahí cuando comprendió que, luchar en primera línea contra magnates sin escrúpulos, no le merecía la pena, mejor recuperar el tiempo con los suyos. Linda se colocó en una gasolinera a las afueras de Carson City, y salía con un chico divorciado, perteneciente a una de las mejores familias de la ciudad. Iban despacio, sin precipitarse, y asumiendo que cada uno aportaba la complejidad de su propia descendencia. De Steven, su exmarido, nunca más se supo, aunque amigos comunes comentaron que se trasladó a La Florida. Los niños acudían a Jacks Valley Elementary School, una escuela muy peculiar rodeada de un prado verde, la espectacularidad de las montañas al fondo y una fachada cubierta de mosaicos con dibujos de colores: gatos, payasos, balones de beisbol, cohetes directos a la luna… A veces la convivencia entre todos se convertía en una batalla campal. Pero, a pesar de las muchas dificultades, los desencuentros, los enfados, los castigos y la rabia infantil que brota cuando hay que obedecer, prevalecía la generosidad siempre recíproca con el cariño del otro. Ahora, madre e hija, ambas adultas y obligadas a dar ejemplo a los pequeños, aprendían a aceptar su singularidad sin objeciones. Para Charlotte los días pasaban veloces. Por las noches, cuando los demás descansaban, acompañada por una copa de buen vino, leía los periódicos en aquella habitación acristalada y espaciosa que se hizo construir en un extremo del jardín. Recortaba artículos, recopilaba sentencias, consultaba su archivo y escribía a mano las conclusiones a las que llegaba. Y lo hacía por puro placer y deformación profesional. Otras veces releía allí, a media luz, la biografía de Madeline Albright, a quien tanto admiraba.
          Robert Franklin Jr. era un alcohólico encubierto, con grandes dificultades incluso para disimularlo en público. De no ser porque se había ganado el respeto de sus compañeros, probablemente su carrera estaría más que acabada y no hubiera durado tanto al frente de la sala 3 The Carson City Justicie and Municipal Court, embriagado como aparecía la mayoría de las veces. ‘Señoría, no puedes seguir así –decía el secretario mientras sacaba una camisa limpia de la funda–, que te estás matando, coño’. Pero el juez, hundido en el sillón de cuero, sin importarle nada y con los zapatos desatados, repetía cada vez: ‘Tú que eres un hombre de campo, ¿crees que este año habrá buena cosecha?’. Desde que ingresaron a su esposa en una clínica especializada en cuidados paliativos, ante la dificultad de seguir dándole en casa la cobertura médica para el avanzado cáncer de colon con metástasis en el peritoneo, el magistrado andaba perdido. El equipo de oncólogos, como el de aparato digestivo, acordaron sedarla evitando así un mayor sufrimiento psicológico. Por eso, la paciente, consciente de la gravedad y de lo irreversible de su estado, pidió la prórroga de unos minutos a solas con su marido. A partir de entonces no volvió, era muy doloroso ver aquel cuerpo inmóvil cuando lo recordaba como un tsunami debajo del suyo, y también porque fue su última voluntad. Pegaron sus rostros para solapar una piel con otra, y estando así, muy juntos, ella, con un hilo de voz, dijo: ‘No olvides ir a la barbería todos los meses, Bobbi. Y de paso haz el favor de cortarte esas greñas. ¡Mira qué pelos llevas! Ah, y deja las camisas en la tintorería, revisa el generador, riega las plantas y…’. ‘Qué sí, querida –interrumpió–. Lo que tú digas’. ‘Pues claro, viejo gruñón’. Se besaron en los labios con gran ternura, colocó las almohadas tal y como le indicó, y salió de allí convencido de que el fatal desenlace sería muy pronto. Las últimas noticias que tengo es que se volvió a casar.
          Adam Walker perdió las elecciones a sheriff frente al recomendado de un pez gordo de la Policía del Capitolio de Nevada. En la actualidad vive con su familia en el condado de Tarrant, Texas, donde su hija mayor aspira a ser una estrella del equipo de baloncesto femenino: Dallas Wings, perteneciente a la Women's National Basketball Association. Llevan una vida sencilla, fueron bien acogidos por el vecindario y están muy integrados en la iglesia baptista, colaborando estrechamente con el pastor y los grupos de oración. El inspector, abatido ante la imposibilidad de cambiar algunas cosas que no le gustaban de su ciudad, y lo desagradable de haber sufrido el comportamiento despreciable de personas que, sin motivos aparentes, arremetían contra él, pidió el traslado al Arlington County Police Department, en Arlington. Ahí se ocupa de diligencias internas, manteniendo bajo arresto su instinto investigador, ya que, cuando se incorporó al nuevo puesto, puso como condición no estar de cara al público. La principal tarea que desempeña es mirar con lupa la base de datos de las personas fichadas, ya que las agencias de inteligencia internacionales actualizan a diario la digitalización de huellas dactilares. Una vez que tiene constancia de la llegada al país de algún peligroso criminal, alerta a los distintos gobernadores, así como a sus homólogos canadienses y británicos, para que activen los protocolos de rastreo. En los últimos días del juicio al Johnny, coincidí con Charlotte Bennett en el lavabo, y recuerdo que comentamos, off the record, lo ausente que veíamos a Walker. Ella, que lo conocía mejor que yo, dijo que recibía muchas presiones y que le estaban haciendo la cama. Nunca sabremos cuál fue la gota que derramó el vaso, pero sí que, allá donde esté, el peso de la ley caerá sobre aquellos que la violen.
          Ethan Ross, el detective privado, y Michelle, la becaria, siguieron colaborando de manera puntual en distintos casos, hasta que una madrugada ella recibió la llamada de la policía comunicándole que habían encontrado el cadáver de él en la oficina, desplomado en la butaca, sobre un charco de sudor y orines, delante de una hamburguesa de tres pisos con exceso de pepinillos, aros de cebolla, mostaza derramada por los bordes y una cerveza a la mitad del contenido. La autopsia determinó que la muerte se produjo como consecuencia de un derrame cerebral, y que, de haberlo cogido a tiempo para aspirar el coágulo, continuaría vivo. Siempre fue un tipo reservado, por eso nunca supimos si tenía familia, o alguien próximo que, en circunstancias extremas, se hiciera cargo de todo. Aunque no asistí al entierro, corrí con los gastos del cementerio The Walton’s Chapel of the Valley, donde apenas se congregaron media docena de personas para despedir a un hombre bueno que se marchó en silencio, sin el ruido del protagonismo que adoptan otros.
          Michelle se quedó de adjunta en el bufete y, aunque participaba en juicios de poco brillo, fue creándose una reputación bastante positiva como futura gran promesa en los tribunales. Hizo varios intentos para mantener las pocas relaciones que iniciaba, pero huía cuando la sombra del pasado volvía recreando las palizas a mamá, las bofetadas de un padre descontrolado y el apuñalamiento del que fuera testigo. Lo peor era cuando del subconsciente surgía las malas experiencias en el orfanato, los fallidos intentos de acogida, el ingreso en el correccional y el maltrato que sufrió sin decir palabra. Todo muy desagradable hasta que aquel par de ancianos encantadores la adoptaron y pusieron a su alcance las herramientas para ser quien hoy es. Una mañana, mi antiguo jefe le comunicó excitado: ‘Vente echando leches, ha entrado un caso de homicidio en segundo grado y quiero que lo lleves tú’. ‘¿Estás seguro?’. ‘Completamente’. Lo seguí por la prensa, fue sonoro. Ganó ése, y, a continuación, cuantos cayeron en sus manos. Acudía a cenas de alto standing donde solicitaban sus servicios.  Viajó por los continentes americano y europeo, se hospedó en los mejores hoteles, ganó muchísimo dinero y, sin embargo, al llegar la noche, se convertía en la misma chica asustadiza de antaño, con el labio superior agrietado por los mocos y las lágrimas.
          Regresé a Jackson con todas las consecuencias, abandonando WILSON, ANDERSON & SMITH en el punto más exitoso de mi carrera. Pero la tentación de paz del río Snake, el recuerdo de los primeros nativos americanos que asentaron sus campamentos en este territorio, según narraba apasionado el tío James, y la suerte de contemplar desde el porche la silueta recortada de las Montañas Rocosas, pudieron más que todo el oro del mundo. La vida en el rancho es dura, pero la experiencia es muy placentera: cortar leña, ordeñar la vaca, cuidar del huerto, fumar a la caída del sol acompañada de un buen whisky y cabalgar a lomos del caballo al que he puesto por nombre Luna Pálida, en honor a aquel adolescente de la tribu Gros Ventres que me regaló un collar de plumas que aún conservo. Como aquí los inviernos son fríos, secos y ventosos, no invitan a salir más allá que para dar de comer al ganado. Así que, con la chimenea a pleno rendimiento, instalada frente a la ventana, en la mesa donde papá leía sus viejas novelas del oeste, he podido escribir esta historia antes de que la memoria me falle. Hoy es nochevieja y tengo a punto el pavo asado, alumbrado el pequeño pino, preparadas las galletas de jengibre y el ponche de huevo con su canela molida y los bastones de caramelo. Son las 23:45. En pocos minutos veré por televisión la caída de la bola de Times Square, anunciando la entrada del nuevo año. Sin embargo, antes de que acabe éste… ‘Hello’. ‘¿Allison?’. ‘’. ‘Soy Michelle’. ‘¿Qué tal? ¿Cómo te va? Qué sorpresa y qué alegría’. ‘¿Me invitas a comer mañana…?’.

En Wyoming, martes 31 de diciembre de 2019.

domingo, 19 de julio de 2020

Nocturno, en el estado de Nevada

24.

Cuando guste la señora fiscal doña Charlotte Bennet puede comenzar’. ‘Gracias caminó con paso firme sobre sus zapatos de aguja y dijo–: Juez Franklin. Señoras y señores del jurado. Distinguido público. Hasta aquí, el abogado de la defensa ha mostrado a su cliente como un mártir fortuito. Un pobre hombre acorralado e indefenso cuyo honor ha quedado damnificado por las corrientes de falsedades que arrastraron toda posibilidad de demostrar su no participación en el homicidio que hoy nos ocupa. Una cabeza de turco con la que rellenar las lagunas de un sistema judicial que nunca le fue favorable, bien por determinados elementos que han rodeado su existencia o quizá porque lo de enviar a un inocente a la silla eléctrica da una publicidad sin parangón, como han querido darnos a entender durante todo el proceso. Pero la realidad es muy diferente. Juzgamos a un asesino, un ser violento que, por la fuerza, acabó con la vida de Alexa Valdés, por la que no ha mostrado ningún afecto ni remordimiento. John Alexander García es un tipo que no se inmuta al escuchar la narración de cómo golpeó la espalda de la víctima la noche de bodas. Tampoco le duelen prendas si las pruebas presentadas le vinculan en el escenario del crimen como principal o único autor, simplemente lo niega, mira hacia otro lado, chasca la lengua, desafía con gestos eróticos u obscenos y ruega a Dios que esto acabe pronto para echarle el ojo a otra hembra rendida ante sus encantos. Valiéndose de falsas promesas, llevó engañada a su exesposa hasta la nave abandonada donde la apuñaló seccionando la arteria aorta abdominal, herida que produce la muerte en menos de un minuto. No conforme con eso, sacó el machete, rasgando más la carne, y volvió a hincarlo atravesando el hígado. Después, comprobando que ya no respiraba, se bajó los pantalones y abusó de ella. Seguido a este repugnante acto, cerró la puerta con un candado, metió el cuerpo en la parte trasera de su camioneta “Nissan Frontier” y lo tiró en una carretera comarcal donde apenas pasaban coches. Desde el enlace, hasta esa fatídica fecha, es interminable la lista de maltratos psicológicos y agresiones físicas sujetas a denuncias que, activada la orden de alejamiento, le obligaba a retirar camelándola. Posiblemente le aguarden muy pronto otras causas pendientes de juicio: extorsión a menores, participación en varias violaciones múltiples, venta de estupefacientes a la salida de las escuelas, tiroteo en un bar de copas hiriendo a tres personas una de gravedad, amenazas… Alexa Valdés, la madrugada del 24 de enero del presente año, se subió en el coche de su exmarido y se dejó llevar, y ustedes pueden limpiar su buen nombre haciendo justicia. Muchas gracias’.
          ‘Tiene la palabra doña Allison Morgan, abogada de la acusación particular’. ‘Con la venia. Ahí donde la ven –señalé a la anciana–: con la mirada clavada en el infinito, las manos entrelazadas encima de la falda, la ropa de color luto que mengua su figura, el labio inferior en temblor permanente y la doblez del pañuelo siempre preparada para impedir que las lágrimas resbalen por las mejillas, es una mujer fuerte, segura y meticulosa como jamás he conocido. Cuando Ms. Mayalen apareció por el bufete WILSON, ANDERSON & SMITH, rota de dolor, implorando que aceptase su caso arrodillándose bajo el marco de la puerta del despacho, a priori me incomodó su visita, porque finalizaba la jornada laboral y me moría de ganas por llegar temprano a casa, olvidar los problemas que surgen en el día a día y beber una cerveza bien fría que revitalizara mi agotada energía. Sin embargo, conforme avanzaba en la narración de la historia, supe que teníamos por delante no sólo el resto de la noche, sino una travesía incierta y ardua que decidí hacer juntas. Tras permanecer horas ante la tumba de la nieta, poniendo en orden las ideas, cogió la bolsa de plástico, que después me dio, donde traía organizada cronológicamente la biografía de Alexa Valdés, un collage de notas que fue tomando con caligrafía de primer curso de colegio según refrescaban los recuerdos en la memoria. A decir verdad, supongo que acepté el caso por compasión o, tal vez, porque sería mi debut y despedida de los tribunales. No lo sé. ¿No les parece cruel que, habiéndole matado a la nieta, tenga que oír con estoicidad las descalificaciones de su presunto asesino? Permítanme que señale los rasgos físicos de mi representada: una emigrante, como tantos otros, que pasó la frontera buscando la ansiada prosperidad del sueño americano diluido en la glucosa de su acento mexicano, truncado cuando su hijo y nuera murieron en el incendio de la fábrica textil donde trabajaban. Entonces, la vida de esta mujer dio un giro total, teniéndose que hacer cargo de la niña a la que apenas podía dedicar tiempo, porque había que comer y pagar las facturas. Cuando Mayalen Valdés regresaba con las rodillas enrojecidas y encalladas de fregar suelos, Alexa estaba dormida en el camastro que compartían para así ganar el espacio de la cama grande que alquilaban a los paisanos que entraban clandestinos en el país. Así pues, sin fuerzas para cenar las pocas sobras que quedaban en la cocina, se tumbaba al lado de la pequeña con la nariz pegada al pelo muy negro y ensortijado heredado de su marido, el abuelo al que nunca conoció. Piensen por un instante en el arrojo que ha tenido –me puse casi delante de ella, atrayendo la atención de quienes nos miraban atentamente– reuniendo conversaciones y confesiones que nos han servido para construir los mimbres del caso. ¿No les parece elogiable su empeño por restablecer la inocencia de la nieta, presentada aquí poco menos que como una delincuente? Señoras y señores del jurado, busquen la verdad dentro de ustedes, será la mejor manera de que puedan descansar cada noche. Muchísimas gracias’.
          El abogado de la defensa se puso en pie, avanzó unos pasos, giró sobre los talones y, frente a nosotras, enderezando el nudo de la corbata y los tirantes del pantalón, aplaudió calurosamente. ‘Bravo, queridas. Las dos me han conmovido muchísimo. ¡Vaya que sí! Magnífica interpretación, aunque no se distinga a la actriz protagonista de la secundaria. Y ahora que nos han hecho disfrutar del teatro, y su puesta en escena, vayamos a lo importante. Alexa Valdés no era ninguna mojigata, a pesar de que quieran hacernos creer que sí. Se manejaba muy bien siendo una profesional del trapicheo, del tráfico de drogas, de la prostitución a cambio de un pico, del engaño, del robo, del empujón, del contrabando. En definitiva, una persona desalmada que vendía a quien fuera y como fuese la piel del oso antes de cazarlo. El único pecado atribuible a John Alexander fue que, al enamorarse de ella, puso patas arribas todo a su alrededor. Durante el tiempo que duró la relación aguantó infidelidades y dolorosas mentiras, poniendo en la cuerda floja la paciencia de este hombre. Hemos escuchado durísimas acusaciones contra mi cliente, pero han ninguneado su lado generoso y desprendido, como que, mientras duró la relación y sin reparar en gastos, costeó una lujosa clínica de desintoxicación para su esposa. He sentido sus corazones acelerados mientras daban la lista de roturas, esguinces, ceguera… Sin embargo, nadie ha reparado en la angustia sufrida por el marido buscándola en los antros de la ciudad hasta localizarla drogada en la calle. ¿Se han preguntado qué ocurrió en verdad la noche de autos? Yo se lo voy a decir: un whisky de más en una fiesta de amigos retuvo a Mr. García, quien, muy alegre, recibió la noticia del ingreso de su madre. Allí, en el hospital, y comprobando que se hallaba fuera de peligro, fue a fumar un cigarrillo. Una cosa llevó a la otra, y terminó en los brazos de la fogosa enfermera. Mientras tanto, cincuenta millas más allá, uno de los numerosos amantes de Alexa Valdés acababa con su vida en el recinto donde hallaron el cadáver, un espacio al que mi cliente iba a menudo a hacer chapuzas de mecánica. De ahí que esté lleno de huellas suyas. Por último, sugiero que no se dejen llevar por el sentimentalismo que les inspire el caso y la anciana ahí sentada. Piensen que, mientras debaten la inocencia o culpabilidad del acusado, el verdadero asesino anda suelto. Muchas gracias, y que Dios guarde a los Estados Unidos de América’.
          Los miembros del jurado, tras las indicaciones del juez para que actuaran en libertad, sin hacer prejuicios y ciñéndose con sentido común a lo presentado, salieron a deliberar, aclarándoles que, en cualquier momento, podían hacer uso de las transcripciones si necesitaban aclarar, recordar o repasar algo. Michelle, Mayalen, Ethan y yo fuimos a uno de los reservados donde había café y pastelitos de crema. Pero, a excepción del detective que probó uno de cada sabor, a nosotras no nos entraba nada por el nudo que teníamos agarrado al estómago. ‘Perdón –dije, según sacaba el móvil del bolso–. Ahora vuelvo. Me llaman’. Treinta minutos más tarde regresé. ‘¿Todo bien? –soltó la becaria– Pareces descompuesta’. ‘Sí, estupendo. Era el jefe para felicitarnos por el trabajo’. Mentira. Oculté a mis compañeros lo descontentos que estaban con el desarrollo de los acontecimientos y el ofrecimiento para que me retirara al puesto de pasante. Charlotte Bennet, su equipo y Adam Walker ocupaban la habitación contigua. La ayudante del Fiscal del Distrito preparaba lo esencial para la apelación, por si el fallo no le era favorable. Entretanto, a Robert Franklin Jr. le trajeron un plato de sopa casero y una pechuga a la brasa que masticaba abstraído pensando en el empeoramiento de la enfermedad de su mujer, cuya metástasis minaba los principales órganos del ya malogrado cuerpo. Caían las últimas luces del crepúsculo y la anciana seguía rezando con un hilo de voz. Entonces, el alguacil nos indicó que se reanudaba la causa. ‘Ay, doña Allison: ¿y ahora qué…?’.
          ‘Póngase en pie el acusado. Miembros del jurado: ¿tienen ya un veredicto unánime?’. ‘Sí, señoría –respondió el portavoz–. Lo tenemos’. El secretario se acercó con la nota hasta el estrado. El juez la vio despacio, dobló de nuevo el papel y lo devolvió a su lugar de origen. ‘Adelante –dijo el magistrado–. Háganle saber a la sala su decisión’. ‘Nosotros, el jurado, encontramos a John Alexander García culpable del asesinato de Alexa Valdés, pidiendo para él la pena capital’. ‘Silencio. Silencio, o hago que desalojen la sala. De acuerdo con la Constitución de los Estados Unidos de América, le condeno a permanecer hasta su ejecución en la Prisión Estatal de Ely, en el Condado de White Pine, del estado de Nevada’. ‘Un momento, juez Franklin –interrumpió el abogado de la defensa–. Tenemos derecho al recurso de apelación y lo sabe’. ‘Señoría –intervino Charlotte–, no consta jurisprudencia al respecto’. ‘Silencio. No daré marcha atrás. Si alguna de las partes está en desacuerdo, usen los mecanismos legales para impugnar el juicio e intentarlo en otro sitio. De momento, que el preso regrese a prisión. Se levanta la sesión…’.

domingo, 12 de julio de 2020

Nocturno, en el estado de Nevada

23.
Custodiada por cuatro agentes del FBI, colocados uno a cada lado de ella y dos por detrás, la chica del sadomasoquismo apareció con gafas oscuras de concha ancha, gorro de lana con cubreorejas y un abrigo hasta los pies que disimulaba la fragilidad de su estructura por haber permanecido escondida durante meses. Oculta, detrás del biombo, aunque con la suficiente visión como para buscar cobijo en Ethan Ross, deseaba que aquella pesadilla acabara cuanto antes y emprender la nueva vida prometida lejos de allí, a miles de millas de lo que había sido un auténtico calvario. Previo a su llegada, el juez Robert Franklin Jr., nos convocó en el despacho para recordarnos que, en la sala 3 The Carson City Justicie and Municipal Court, no se toleraba ninguna gilipollez y que tuviéramos mucho cuidado con descubrir la verdadera identidad de la declarante o mencionar su inmediato ingreso en el “Programa de Protección de Testigos”. Así que, para preservar el anonimato, la llamaríamos Nancy. ‘Cuéntenos la relación que ha tenido con el acusado –Charlotte comenzó así el interrogatorio– y cuánto duró’. ‘Sólo profesional. Nueve o diez meses. No sabría calcularlo’. ‘¿Podría ser más explícita?’. ‘Pues… Es que…’. ‘Conteste sin monosílabos para que este tribunal pueda entenderla’. ‘Yo trabajaba en un club de prácticas eróticas y él era de los habituales’. ‘Pero se veían también fuera del local, ¿me equivoco?’. ‘¡Protesto, señoría! –saltó el abogado defensor–. Con esa suposición la fiscal coloca la privacidad de mi cliente en un callejón sin salida’. ‘Denegada –indicó con autoridad–. Responda la testigo’. ‘Bueno. Sí. A veces. En su casa. En la mía. No sé. Ya me entienden’. ‘Reproduzca aquí lo que declaró al inspector Adam Walker’. ‘¡Protesto, señoría!’. ‘No ha lugar. Continúe’. ‘Habíamos bebido más de la cuenta. El Johnny estaba muy borracho y hablaba sin parar de los timos que hacían en el taller mecánico propiedad de su familia. Entonces, sin venir a cuento, dijo que había matado a su exesposa y que, haciéndolo, experimentó un placer sin igual. Yo me asusté tanto que desde ese día no volví a verle’. ‘Aguarde un instante. Eso no es válido si se ha expresado bajo los efectos de embriaguez. Por tanto, prot…’. ‘Ni lo intente –se oyó en tono contundente–, abogado’. ‘Señoría, permítame cederle los últimos minutos de esta intervención a Allison Morgan. No se arrepentirá’. Aunque accedió lo hizo con la condición de retirarme la palabra si lo veía oportuno. ‘Nancy, seré muy breve: ¿Identifica este teléfono móvil?’. ‘Sí, es mío–le enseñé el celular guardado en una bolsa de plástico–. Creí haberlo perdido’. ‘Por lo tanto: ¿es correcto afirmar que las fotos, videos y demás archivos que hay en el dispositivo están hechos por usted?’. ‘Supongo’. ‘Juez Franklin, señoras y señores del jurado, público en general, escuchen la grabación. –La voz inconfundible del reo reprodujo el regocijo de haber matado a Alexa–. Lo presentamos como prueba número cuatro. Todo suyo –dije con la boca pequeña al abogado defensor–, letrado’. ‘¿Qué entiende usted por “relación profesional”? ¿Acaso no rogó al señor García que la sacase de aquel mundo de lujuria, a cambio de convertirlo en su proxeneta?’. ‘¡Protesto, señoría! No juzgamos a la testigo y sí al procesado’. ‘Ms. Bennett, aunque tiene lógica que aceptara su protesta, creo que será enriquecedor para el caso conocer la opinión de Nancy. Adelante’. ‘Bueno, sí. Pero me prometió que sería por poco tiempo, el suficiente para ganar bastante dinero y marcharnos juntos a Los Ángeles –se puso tan nerviosa que Ethan Ross salió en su ayuda provocándose un ataque de tos–. Después supe lo del crimen y…’. ‘Conste que la testigo lo ha reconocido. No haré más preguntas. Llamo a declarar a John Alexander García’. Dentro de la sala se formó un gran revuelo, y me consta que fuera se vivieron momentos de verdadera ternura en la despedida del detective privado y la chica del sadomasoquismo.
          Caminaba con dificultad por las cadenas que limitaban las zancadas de sus pies. Las manos, a la altura de los genitales, esposadas y enganchadas a los eslabones de abajo, tampoco podía moverlas bien. Tanto es así que, de no ser por los guardias, casi se cae al subir un escalón. No obstante, una vez acoplado, clavó los ojos en la abuela e hizo un gesto como embistiéndola con unos cuernos imaginarios. ‘Diga a esta corte dónde se encontraba el 24 de enero del presente año’. ‘En el Carson Tahoe Regional Medical Center. Me llamó mi hermano por teléfono porque habían hospitalizado a mamá con fiebres altas. Así que, salí escopetado’. ‘¿Puede probarlo?’. ‘Sí. Hay una enfermera del turno de noche que es inconfundible, tiene los pechos más grandes que jamás haya visto. Le eché un polvo rápido en la escalera de incendios’. ‘¡Protesto, señoría! Y lo hago en nombre de todas las mujeres, porque esa clase de lenguaje atenta contra nosotras menospreciándonos como seres humanos y convirtiéndonos en meros objetos sexuales o imágenes obscenas para mentes calenturientas’. ‘Admitida. Letrado, aconseje a su cliente que cuide más el lenguaje’. ‘¿Es correcto decir que meses antes de la muerte de su ex, Alexa Valdés, se la encontró tirada en una carretera comarcal y la llevó a urgencias en estado grave?’. ‘Exacto. Con un infarto de miocardio’. ‘¿Y el pronóstico?’. ‘No lo sé. Ya no estábamos juntos, rellené los papeles en admisión y me fui’. ‘¿Se considera usted un asesino?’. ‘¡Protesto, señoría! –estalló mi colega–. Está desviando la atención del verdadero problema, ya que nadie en su sano juicio lo reconocería’. ‘Denegada’. ‘Por supuesto que no. Soy incapaz de matar una mosca’. ‘Ms. Bennett –le dijo a Charlotte–, su turno’. Michelle se me acercó al oído y dijo que el abogado defensor no se había lucido en las preguntas, lo que daba a entender como que quería perder el juicio. ‘Por qué se casó si tanto repudiaba a la difunta?’. ‘Porque la muy zorra me dijo que la había preñado, y yo quería hacerme cargo del niño’. ‘¿Podía explicar entonces por qué entregó este cheque a una famosa “abortera” de Reno, por la cantidad establecida en sus tarifas, y cuya práctica a Ms. Valdés por poco le cuesta la vida?’. ‘Esa rúbrica no es mía’. ‘Sí que lo es. Y lo aportamos como prueba número seis, junto a la copia del extracto The Bank of América que reconoce la firma como auténtica’. ‘Hay una cosa del sumario que no me ha quedado clara: Si encuentran el cuerpo de la víctima tirado en una cuneta, ¿cómo es posible que la policía científica hallara restos de ADN en el presunto lugar del crimen y huellas de usted por todos los lados?’. ‘Me acojo a la quinta enmienda –el abogado defensor tiró el lapicero sobre sus notas– una y mil veces’. ‘No haré más preguntas’.  
          Llamamos al estrado a nuestra siguiente testigo –quise sonar imponente–: doña Mayalen Valdés. ‘Levante su mano derecha, –intervino el secretario–: ¿jura que el testimonio que va a decir es la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad?’. ‘Sí, señor. Pues claro. Faltaría más’. ‘Ms. Morgan –interrumpió el juez–, indique a su representada la fórmula correcta con la que ha de responder’. ‘Por favor –indiqué a la anciana–, diga lo que habíamos acordado’. ‘Perdone, doña Allison. ¡Qué cabeza la mía! Lo juro’. ‘Tranquila –empecé suave ganando confianza–¿Qué parentesco le une a la víctima?’. ‘Soy la abuela –carraspeó y el magistrado le ofreció un vaso de agua que aceptó gustosa– de mi Alexa’. ‘¿Cómo recuerda a su nieta? ¿Era una persona introvertida o extrovertida? –Michelle me pasó una nota indicando que utilizara palabras sencillas. Lo hice–. ¿Cariñosa, enfadada…?’. ‘La niña fue muy feliz hasta poco antes de cumplir los siete años, cuando mi hijo y su mujer murieron en el incendio de la fábrica textil donde trabajaban y tuvo que venirse conmigo. A partir de ese momento todo fue muy difícil entre las dos’. ‘¿Por qué?’. ‘La orfandad siempre es un trauma y quizá yo no supe cubrir los huecos que dejaron sus progenitores. Además, las malas compañías influyeron alejándonos cada vez más –señaló al Johnny– y la suya la primera’. ‘¡Vieja loca! –estalló– Ojalá te pudras en el infierno’. ‘Abogado –amonestación severa–, controle a su cliente o le expulso de la sala. No se lo vuelvo a decir. Continúe’. ‘¿Cómo las definiría?’. ‘No comprendo?’. ‘Sí, lo lamento. ¿Calificaría dichas compañías como malas, buenas…?’. ‘¡Protesto, señoría! La abogada de la acusación divide en dos categorías a los miembros de la especie humana, borrando radicalmente el “término medio” que entendemos el común de los mortales’. ‘Admitida’. ‘Tras las fuertes discusiones con su pareja, ¿en qué estado volvía a casa?’. ‘Lesionada: fractura de muñeca, supuesto ataque de ciática, brecha en la frente que según ella se hizo con el pico de la ventana… Yo la cuidaba hasta que aparecía ése y se volvía a marchar’. ‘¿Cuándo la vio por última vez?’. ‘En la cama de un hospital. Dormida por los calmantes. Tenía una pierna escayolada y desprendimiento de retina a consecuencia de haber caído por las escaleras, pero seguro que el Johnny la empujó’. ‘¡Protesto, señoría! La testigo no está capacitada para asegurar algo así’. ‘Se acepta’. ‘¿Cómo supo del fallecimiento?’. ‘En las páginas de un periódico vi la fotografía borrosa de una mujer indocumentada que me pareció familiar. Fui al depósito de cadáveres con la esperanza de que no fuera ella, pero... La tenían en una habitación muy fría, desnudita y tapada sólo con una sábana. Mi tesoro, tanto sufrimiento para terminar así, tendida sobre la mesa de autopsias por culpa de un hijo de perra’. ‘Letrada, oriente a la testigo respecto a las pautas de comportamiento a seguir, tal y como indiqué que era la política que se sigue en esta sala’. ‘Claro, por supuesto. No volverá a pasar. Señora Mayalen: ¿Por qué guarda copia de los partes de lesiones, radiografías y denuncias puestas por su nieta?’. ‘Porque los pobres sólo tenemos la verdad como única herramienta de defensa?’. ‘Presentamos como prueba número cinco un manuscrito en el que Alexa Valdés narra, con todo lujo de detalles, las vejaciones y agresiones sufridas mientras vivió con el procesado. Junto a dicho documento adjuntamos el informe grafológico que acredita la autoría de la caligrafía como perteneciente a la persona antes citada. No tengo más preguntas’. Charlotte Bennet y yo acordamos que no la interrogaría, pero el abogado de la defensa sí lo hizo. ‘Con la venia. Esta buena mujer, de lágrima fácil, cuenta lo desgraciada que fue su nieta desde que se quedó huérfana a la temprana edad de siete años, pintando un cuadro donde se ve perfectamente a la chica cándida frente al ogro malvado que la deshonra y lleva por mal camino. Sin embargo, olvida detallar algo tan importante como que la muchachita era una yonqui que buscaba en mi representado el dinero fácil. ¿Es cierto, señora Mayalen, que le robó pequeñas cosas que luego vendía en el mercado negro para conseguir hachís?’. ‘¡Protesto, señoría! El terreno privado de la testigo con su familiar no es relevante’. ‘Denegada. Conteste al caballero –ordenó el juez–, por favor’. ‘No lo recuerdo’. ‘¿Ah no? ¿Entonces mintió en la oficina del sheriff cuando dijo que, a veces, la encontraba revolviendo entre los cajones y que echó en falta una medallita de la virgen de Guadalupe, regalo de un compatriota recién llegado de México que compró para usted en la Catedral de la Basílica Menor, en Colima?’. Miré a la anciana indicándole que debía contestar lo mismo. ‘Sí, lo dije’. ‘Que el jurado tenga en cuenta que la demandante ha reconocido el perfil ladrón de la fallecida’. ‘¿A lo mejor tampoco recuerda haberle confesado a alguien de su confianza los insultos que recibía cuando ella estaba bajo los efectos de las drogas? ¿O que la levantó la mano a la salida de la iglesia delante de los vecinos?’, Charlotte se quedó sentada, moviendo la cabeza de un lado para otro. ‘’. ‘No tengo más preguntas’. ‘Señoría: ¿permite que me acerque al estrado –pedí y lo hicimos los tres–. Quisiera hacer una última intervención’. ‘Está bien. Pero sea breve que tengo hambre’. Sabía por Richard que esa estrategia se usaba con el fin de hacer un receso entre los interrogatorios y el alegato final, para que el jurado tuviera tiempo más que suficiente de asimilar lo primero para encajar sobre una base sólida lo segundo. ‘Tranquila, que estamos acabando –la sosegué–. Diga qué ocurrió en la boda de Alexa con el señor García’. ‘Ya se lo dije, doña Allison. Se casaron en secreto, y la noche de bodas, en lugar de ser un acontecimiento de amor, experimentó el dolor de la fisura de costillas por los puñetazos –miré al estrado y vi la consternación en los rostros de los asistentes– y las patadas que recibió durante toda la noche’. ‘Hacemos un receso de dos horas para comer. Señoras y señores del jurado, en la sala de deliberaciones se les servirá un cáterin. Se levanta la sesión’.

domingo, 5 de julio de 2020

Nocturno, en el estado de Nevada


22.

Rogamos suba al estrado nuestro primer testigo –Charlotte Bennett comenzó así de solemne cogiéndonos a todos por sorpresa y al que más al juez Robert Franklin Jr.–: el inspector Adam Walker, segundo responsable del departamento de investigación en la oficina del sheriff de Carson City’. ‘Levante su mano derecha –indicó el secretario, acercándose con la Biblia en la mano–: ¿Jura que el testimonio que va a aportar es la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad?’. ‘–pronunció convincente delante de la silla de cuero desgastado donde habría de sentarse–, lo juro’. ‘Diga a este tribunal su nombre completo y el cargo que ostenta, por favor –poco más y nos lee la hoja de servicios de los últimos veinte años–. ¿Reconoce al acusado –señaló con el dedo– aquí presente?’. ‘Claro, yo mismo le tomé declaración’. ‘¿Qué impresión le causó?’. ‘Ninguna en especial’. ‘¿Diría que es un hombre honrado, justo, patriótico?’. ‘No dispongo de información suficiente para emitir opinión al respecto’. ‘Cuál de estos perfiles cree que se ajusta más a la persona que hoy juzgamos: ¿el de Papá Noel cargado de regalos colándose por la chimenea en las casas de los niños o el de don Vito Corleone que hace correr la sangre inocente por las calles de la ciudad?’. ‘¡Protesto, señoría! –dijo el abogado defensor–. La fiscal coloca al testigo en un callejón sin salida’. ‘Se acepta. El jurado no tendrá en cuenta, para sus deliberaciones, esto último’. Sentí el vértigo de ir por mal camino, como el pánico que se agarra a la espalda cuando te roza el acero de la navaja poniéndote en peligro. ‘Permítanme formular la pregunta de otra manera –sugirió–: ¿Qué le indujo a enviarlo a prisión? ¿Acaso la sospecha de haber planeado con premeditación el asesinato de la víctima?’. ‘¡Protesto, señoría! Sigue coaccionando al testigo y dando por hecho lo que aún no se ha probado’. ‘No ha lugar. Conteste, por favor’. ‘Cuando la demandante –refiriéndose a Mayalen– fue a poner la denuncia, yo estaba de guardia. Recogí la hoja reglamentaria, adjuntando parte de la documentación que traía, y activé el protocolo correspondiente. La investigación posterior nos llevó a cursar la orden de busca y captura, así como al registro en la vivienda del sospechoso’. ‘¿Encontraron esto –le mostró la camiseta y el pantalón manchados de sangre– en casa de John Alexander García?’. ‘Oiga –saltó el abogado–, esa ropa puede pertenecer a cualquiera’. ‘Si lo que intenta decir es que protesta, no ha lugar –soltó el juez–. Y si la señora fiscal no aclara qué pretende demostrar con eso, irán a mi despacho’. ‘Facilito el análisis proporcionado por el laboratorio donde se demuestra que los restos de sangre hallados en las prendas pertenecen a la víctima’. ‘Lo cual no significa que mi cliente sea el autor del crimen’. ‘Pues yo diría que sí, caballero, ya que también hay del mismo grupo sanguíneo del encausado. Por tanto, lo presentamos como prueba número uno. No tengo más preguntas. Todo suyo, letrada’. ‘Adelante’ –me autorizó el magistrado.
          Si aquella mañana, de temperaturas bajo cero, Brayden Morgan hubiera escuchado la intervención que hice en la sala 3 The Carson City Justicie and Municipal Court, ante tan ilustre público, lo habría publicitado de punta a punta de Wyoming, festejándolo con la misma emoción que le envolvía cada 4 de julio, cuando montado a caballo lucía el envejecido traje de cowboy que estilizaba tantísimo su delgada figura, con la pipa apoyada en la comisura izquierda de los labios y aséptica de babas. Pero también estaría orgulloso Richard Smith, el segundo marido de mamá, que me dio la oportunidad de desarrollar mi intelecto dentro de esta hermosa profesión. Así que, mi profundo agradecimiento a ambos, que, desde perspectivas muy diferentes, supieron inocular en los cimientos el forjado del compromiso sobre el que se asienta la persona que hoy en día soy. ‘Además de lo que ha contado: ¿qué más encontraron en la vivienda?’. Antes de contestar el otro ambos se aclararon la garganta. ‘Todo estaba bastante revuelto’. ‘¿Hallaron objetos sexuales propiedad del procesado?’. ‘Protesto de nuevo. Aunque dichos juguetes estuviesen allí no se le puede atribuir –refiriéndose al Johnny– la propiedad al caballero’. ‘Se acepta’. ‘¿Podría concretar la clase de instrumentos que eran?’. ‘Por favor, letrada, su morbosidad traspasa los límites de la ética –dijo, seguro de triunfar–: protesto una vez más’. ‘No ha lugar –vocalizó desde el estrado Robert Franklin Jr.–. Conteste’. ‘Cadenas, ataduras para las muñecas, pinzas de pezones… No sé: látigos, fustas, lubricantes…’. ‘¿Es esto?’ –saqué una caja con todo y le di copias del inventario al secretario, que repartió entre el juez y los colegas–. ‘Sí, claro’. ‘Prueba número dos, y que conste en acta que el semen encontrado coincide con el ADN de John Alexander García’. ‘¿Tiene alguna otra pregunta, señora Morgan?’. ‘Sí, una más’. Ethan Ross escuchaba de pie, al fondo, en la parte de atrás. Había llegado poco después de empezar el interrogatorio, y la amplia sonrisa que me dedicó, cuando le miré, apaciguó los nervios del relajo que reaparecían dentro de mí. ‘Vamos, ¿a qué espera?’. ‘¿Dónde encontraron este machete –lo puse en alto para que el jurado lo viera bien– inspector Walker?’. ‘Detrás del cubo de basura, en una bolsa de deporte y envuelto en una toalla’. ‘El testigo lo ha identificado. Aportamos nuestra prueba número tres. –Concluí la intervención–. Su turno’.
          Tras alisar las solapas del traje de raya diplomática que marcaba la diferencia social con la mayoría de nosotros, el abogado defensor, con las manos en los bolsillos del pantalón, hizo uso de la palabra. ‘El puesto que desempeña es el de segundo responsable en el departamento de investigación de la oficina del sheriff, ¿cierto?’. ‘’. ‘Aunque en realidad planea estar ahí por poco tiempo y cambiarse al gran despacho, una planta por encima, ¿verdad?’. ‘Lo siento. No comprendo. Perdóneme’. ‘Claro que me entiende. ¿Niega acaso que prepara la candidatura para erigirse como máxima autoridad policial de la comarca?’. ‘¡Protesto, señoría! –saltó la fiscal enfurecida–. No guardan relación los proyectos profesionales del testigo con los hechos que abordamos’. ‘Admitida. Letrado –dirigiéndose al otro–, le recuerdo que Mr. Walker es un respetabilísimo funcionario público, por lo que no consentiré que quede en entredicho su honorabilidad. No sé si me entiende. Un desliz más y le acuso de desacato’. ‘Pido disculpas. –Se apoyó en la barandilla que aislaba la tribuna del jurado, impidiendo a sus miembros ver al acusado–. Acláreme lo siguiente: ¿por qué retuvieron a mi cliente en la sala de interrogatorios más de cinco horas?’. ‘Bueno, ya sabe que no se pueden activar los protocolos de forma rápida’. ‘¿Usted cree que ése fue el motivo, o más bien es que no tenían idea y les vino muy bien involucrar al señor García?’. ‘No tolero que se empleen afirmaciones de ese tipo que colocan en la cuerda floja a la oficina del sheriff –Charlotte estaba muy enfadada–. ‘Si se me permite argumentaré la teoría’. ‘Continúe –esta vez el juez parecía interesado en saber– por favor’. ‘Gracias –se giró hacia Adam y disparó–: ¿Es cierto que, al conocer los detalles referentes a cómo se produjo la muerte de la víctima, confesó a uno de sus compañeros que se le revolvieron las tripas sólo de pensar que eso mismo podría haberle pasado a una de sus hijas?’. ‘¡Protesto, señoría!’. ‘Denegada. Conteste el testigo a la pregunta’. ‘Es una reacción muy humana. Uno no cree en la vulnerabilidad de los suyos hasta que comprende que el peligro está al acecho de todos’. ‘Es decir: ¿dicho sentimiento supeditó el fondo y la forma?’. ‘Son sólo suposiciones de la defensa –interrumpí espontánea– que no se ajustan a la realidad’. ‘Contrólese, Ms. Allison, que no le corresponde ejercer el papel de la protesta –dijo, con tono y expresión cómplice–. ¿El testigo desea añadir algo al respecto?’. ‘Bueno, pues…, –titubeó–. Todo se hizo legalmente: alguien le reconoció y declaró que, una vez, en una práctica sexual a la que asistía con asiduidad, alardeó de haber asesinado a su novia mexicanita sin que ella opusiera resistencia’. Mayalen, en un acto reflejo, intentó levantarse, pero Michelle la detuvo. El Johnny continuó con su media sonrisa socarrona, enseñando los deslucidos y repugnantes dientes amarillentos que tanto rechazo me producían. ‘¿Cómo definiría psicológicamente a mi cliente?’. ‘Protesto –se levantó Charlotte–. La profesión del señor Walker no es analizar las conductas mentales de los seres humanos, sino buscar la verdad y que se haga justicia’. ‘Denegado. Sería interesante conocer la opinión del inspector’. ‘No sabría qué decir, sólo me limito a los hechos’. ‘¿Le parece agresivo, bipolar, peligroso, esquizofrénico, estratega…? –enumeró el abogado–. ¿O tal vez reconocería que es un mero damnificado del sistema?’. ‘¡Por el amor de Dios abogado –exclamó la fiscal– su actitud es intolerable!’. ‘No haré más preguntas’. El daño ya estaba hecho, y, si quería que comentarios de esa índole no calaran en la sala, tenía que espabilar. Así que, en contra de la opinión de Ethan y Michelle, que no eran partidarios de destapar una de nuestras cartas, pedí permiso para repreguntar. Caminé hacia el estrado y me detuve ahí, para que el juez escuchase bien la pregunta. ‘Nos ha quedado claro que es el segundo responsable en el departamento de investigación de la oficina del sheriff. Por tanto, es probable que pasen por sus manos casi todas las denuncias originadas en la ciudad’. ‘La mayoría, sí’. ‘¿Reconoce esta firma?’. ‘Sí, es la mía’. ‘¿Entonces, podría decirse que cursó la orden de busca y captura contra la madre de John Alexander García por –se movió inquieto en la silla– un feo asunto de pederastia?’. ‘Comprenderá que es imposible recordar exactamente la trayectoria de cada caso’. ‘No se preocupe, refrescaré su memoria. Usted, en cumplimiento del deber, envió una patrulla para que la detuvieran, pero enseguida recibió un comunicado interno para que paralizara la búsqueda. ¿Me equivoco?’. ‘Letrada, me estoy cansando. ¿A dónde quiere llegar?’. ‘Ya termino. Señor Walker: ¿No es verdad que la mujer en cuestión financió la campaña presidencial de un alto cargo del estado de Nevada, y que por esa razón borraron su nombre de aquel abuso a menores que se produjo meses antes?’. ‘No me consta –contestó muy apagado– eso que dice’. ‘¿Niega a este tribunal que, cuando saltó en la base de datos el nombre de la persona a la que hoy se juzga por asesinato, una voz anónima intentó hacer lo mismo para que quedase libre de culpas?’. ‘No me consta’. ‘¿Es cierto que usted lo impidió?’. ‘No me consta’. Abandonó el puesto de los declarantes guiñándonos un ojo. ‘Señora Charlotte Bennett, en la lista que ha entregado figura una testigo que, por motivos de seguridad, preferiría declarar detrás de un biombo. No tengo inconveniente’. ‘Gracias, señoría. Llamo a declarar a la chica del sadomasoquismo…’.