domingo, 17 de diciembre de 2017

Primer día de la primera quincena de diciembre

En el 107 th Precinct Police Department, del 70-01 de Parsons Blvd, los Harries fueron interrogados varias veces sin sacar nada en claro. Desde entonces van contando que el agente Murphy, al que Paul Newman dio vida en la gran pantalla, sigue patrullando las calles en una de las zonas más conflictivas de la ciudad, y que ellos, americanos de orden, como Dios manda, se prestan a colaborar estrechamente con la Jefatura 42, Fort Apache, en el Sur del Bronx −ahí se desarrolló también la película del mismo nombre−. Sin embargo, como ocurre casi siempre, la realidad dista mucho de la fantasía, teniendo poco que ver una con otra. Podría llamarse casualidad, destino, mala pata o coincidencia, lo que situó a este peculiar matrimonio en el lugar equivocado… Su cada vez más mermado poder adquisitivo les ha empujado a activar una fuente de ingresos que, aunque no da para mucho, les permite, al menos, estar ocupados. Se trata de un pintoresco servicio para el vecindario. Consiste en que, por un puñado de centavos irrisorios, pasan el día sentados en la lavandería cuidando la colada hasta que reaparecen los propietarios que, cuando se la llevan, les dan una propina. Algunos, ni eso, simplemente las gracias, o nada. Aquella noche, en el Maspeth, delante de estos ancianos, una banda de delincuentes destrozaron el mobiliario llevándose el dinero de las máquinas y convirtiéndoles en testigos asustados, en ciudadanos que ya nunca dejarían de mirar para atrás, por si acaso…
          A Carlota los años la están haciendo todavía más sibarita, lo que repercute en mi bolsillo, porque el único pienso que quiere es de salmón y arroz. O sea: una pasta el caprichito. Pero como es muy probable que tanto la una como la otra estemos a punto de incorporarnos a la recta final de nuestra existencia, pues eso… Envejecer, además de hacerte más desinhibido, supone en sí infinitos síntomas, unos vienen acompañando al deterioro físico o la enfermedad, y otros porque sí, como son los sentimientos de nostalgia y melancolía. Hace tiempo que tengo por costumbre traer a casa folletos publicitarios donde aparecen, entre otros, el Hotel Chelsea, cualquiera de las calles del SoHo embellecidas con esa arquitectura Cast-Iron Building, los grandes ventanales que diferencian a este barrio del resto o la programación actualizada de los espectáculos en Broadway, pongo por caso. Mi gata, que es muy melancólica, ahora que no trepa a las alturas, porque no le responden las patas, ni aparece a primera hora de la mañana con los bigotes engolfados, insiste para que esparza la propaganda de hoy por el suelo. Duda unos instantes si colocarse sobre el histórico edificio de apartamentos Dakota −donde fue asesinado John Lennon− en la 72th. St. y Central Park, o en Federal Hall, primer capitolio. Sin embargo, porque seguramente habrá gateado mucho por ahí, se estira situando el vientre y el pecho encima de Gantry Plaza State Park −al otro lado del East River−, uno de los miradores menos conocidos de la ciudad, asentado sobre los antiguos muelles de Queens y una fábrica de Pepsi demolida, desde cuyo embarcadero el horizonte ofrece hermosas vistas del atardecer sobre Midtown Manhattan. Carlota arruga los ojos y se deja cautivar por el tono rojizo del cielo, a la vez que tiembla el suelo debajo de nosotras, como si la réplica de cualquier seísmo quisiera alcanzarnos.
          Aguardo en el vestíbulo hasta que Eric me llama a terapia. El espacio es austero, con unas cuantas sillas incómodas pensadas para no recrearse haciendo corrillos. La puerta del despacho ha quedado entreabierta, un olor característico a tabaco con toque de azúcar caramelizada se cuela por la rendija ajustándose a la cordillera del mapa que trazará mi monólogo. El radiador que hay metido en el hueco de la escalera que sube a la planta superior proporciona un calor horroroso y hace un ruido ensordecedor que se dispara a la par que el metro de media tarde atraviesa esta parte de Brooklyn. E.J. me llama y entro, tiene varios papeles en la mano que mete en un cajón en cuanto me acomodo. ‘Debe de haber una avería gorda −digo−, porque he visto en la calle la chimenea naranja y blanca que monta Con Edison −compañía que se encarga del mayor sistema de vapor de los Estados Unidos−, cuando está reparando una tubería’. ‘Infiltración, fuga, sabotaje… ¿qué crees?, −pregunta−. ‘Ni idea, pero lo que sí te digo es que aquí hace un bochorno insoportable’. ‘Sí, un poco’. ‘Esta semana ha sido malísima. Me ha faltado dinero en la caja, seguramente le he dado de más a algún cliente en las vueltas, pero claro no puedo demostrarlo. Una vez, siendo muy niña, me mandaron a casa del médico a recoger un dinero que éste debía a padre. Cogí las monedas y las apreté en la mano con todas mis fuerzas. En ningún momento la abrí hasta llegar. Se las di, y, por lo visto, iba una peseta de menos. Puedes imaginarte cómo reaccionaron’. ‘Cuéntamelo tú, Maura’. ‘Eran insultos que entonces no entendía. Amenazas tales como quemarme viva en el infierno, cortar mis manos y echárselas de comida a los monstruos del bosque, dejarme atada a un árbol a la intemperie donde nadie escuchase los gritos. En fin, como ves, todo con sumo cariño y delicadeza. Yo cerraba los ojos y repasaba mentalmente: cinco por una es cinco, cinco por tres quince, cinco por ocho cuarenta… ¿Oyes el silbato? Eso es que la rotura está resuelta. Me voy, tengo dolor de estómago y se me ha puesto muy mala leche’. ‘De acuerdo. En cualquier caso, habíamos acabado con la sesión’.
          “Nueva York. Primer día de la primera quincena de diciembre. De pequeña no aguantaba ver cómo padre desollaba liebres y curtía las pieles para cubrir con ellas nuestras piernas ayudando así a combatir el crudo invierno. Me horrorizaba el hecho de llevar pegado un trozo de animal muerto. Sin embargo, instalada ya en Burgos, cegada por la amargura que provocan los momentos bajos, echaba en falta esas costumbres aldeanas. Y así, tumbada sobre aquel colchón cuyos muelles encontraron acomodo en mi espalda, y espantando las chinches pretenciosas que, a la lumbre avivada de mi entrepierna, paseaban a su antojo bajo las sábanas, me preguntaba si no estaría equivocándome, si la necesidad de realizarme como ser humano, atrapando, más que una nube, la materia a la que empezaba a darle forma, no me conduciría hacia la loma escarpada del fracaso. En definitiva, conseguir que los proyectos y la felicidad sigan siendo importantes, o arrimar el hombro para que se cumplan los deseos. Los trillizos y la mala hostia de la señora me traían de cabeza: ellos porque no paraban de llorar a todas horas, y ella porque cuestionaba cada cosa que hacía poniéndome en ridículo delante de los demás, con acusaciones que no se sostenían por increíbles. Una noche, casi de madrugada, que fui a beber agua y de paso a hacer pis, vino por detrás y me abofeteó pensando que salía de la cama del marido. La enganché del pelo por la coleta y le dije que fuera la última vez que me ponía la mano encima si quería seguir concibiendo. Acobardada, con la garganta enrojecida y la yugular a punto de reventar, se le desbordaron las mamas por una repentina subida de leche, aunque nunca había dado de mamar. Ahora, analizándolo, entiendo que en lo de convivir con gente, de joven, no tuve mucha suerte, y de mayor tampoco… Una de las cosas que más disfrutaba era cuando bajaba a lavar la ropa de los niños al río Arlanzón −entonces se realizaba así la colada, ahí o en los lavaderos− con las demás muchachas que servían en otras casas, y después, mientras se secaba al sol, nosotras poníamos a parir a los amos. Eso, tan sencillo e insignificante, aparentemente, nos sacaba de la rutina que nos sepultaba poco a poco. La que más y la que menos, aprovechaba para verse allí con el novio. Yo con los pensamientos y el afán de seguir buscando no sabía todavía el qué…”.
          En la habitación de Michelle el silencio hace la función de escape suavizando el sinsabor cuando no tienes nada que decirte. De una bolsa de papel marrón, E.J. saca algunos sobres con fotografías que ella clasificaba por año y ciudades: Atenas, Mississippi, Nueva Escocia, Granada, Boston, Dublín, El Cairo…, y se las enseña a la vez que lee las anotaciones del reverso que contextualizan aquellas cosas que la cámara no inmortalizó en la imagen. ‘Lo recuerdo, querido −piensa su mujer con los ojos cerrados y la lengua seca−, esa de ahí, no, no, la de abajo, está hecha en el fiordo de Oslo. Cuánto disfrutabas al contarte que ese escenario fue clave en la invasión alemana de Noruega en 1940. Uy, espera, espera, acércame un poquito más la de la Torre de La Doncella, en Estambul, ¿cómo era la leyenda que nos contaron? ¿Un padre le llevó a su hija una cesta con frutas exóticas y dentro había un ofidio venenoso que la picó muriendo en sus brazos? Sí, ¿verdad? ¡Ay!, mira las de Venecia en el vaporetto navegando por el Gran Canal, cómo te mareaste al principio, después no había quien te parase “¡fuck!” −emite un sonido inapreciable a modo de carcajada−. Pues, fíjate, las de Groenlandia se me habían olvidado. Ah, pero no las de Japón, espectaculares esas del Gran Buda en Nara, y las de Iun Torii, del santuario Itsukushima, en la prefectura de Hiroshima. Mírate ahí, qué gracioso, con los edificios del templo construidos sobre el agua por detrás de ti. Ah, no, no, haz el favor de esconder esas de ahí, no me gustan nada las del Haiden −sala de culto u oratoria−, parezco más gorda y ya ves, menuda figurita que tengo’, −quiere guiñarle un ojo, pero…’.
          Los Harries apenas aparecen en público. Dicen las malas lenguas que cualquier día de estos ocurre una desgracia, porque ya no se mantienen en pie. Michelle hace de tripas corazón con todas sus fuerzas para que el endeble vínculo que le une a la vida no se rompa. Carlota ha amurallado un espacio en el alféizar de la ventana, que considera muy suyo y defiende a muerte, desde donde controla el misterioso mundo de los tejados. E.J., a media luz, en el rincón que pasa más desapercibido de la cocina, casi justo al lado de donde se integra el zaguán del patio trasero, sacia su hambre tremebunda con unos bagel esponjosos y rellenos de crema de queso. A cierta distancia de todos ellos, luchando contra las cosas que me agobian, me bloquean y me hacen ser insoportable, seguramente, de cara a la galería, contrariada, descubro en el espejo del armario que se me han caído demasiado los pechos…