domingo, 22 de diciembre de 2019

Nocturno, en el estado de Nevada

8.

Madeline Smith finalizó su ciclo vital en una residencia privada en Minden, condado de Douglas, aquí, en Nevada. Las veces que fui a visitarla siempre la encontraba alejada de los demás compañeros, sentada en los butacones de mimbre en la galería, frente a la cristalera que daba al jardín, con la vista perdida en el infinito de su quebrada memoria y esa expresión de soberbia tan suya que echaba para atrás. ‘Hola, mamá. ¿Cómo estás? –me miró desafiante–. He visto un cartel a la entrada donde anuncian que va a haber una fiesta para la noche de Halloween, organizada por los trabajadores de aquí. ¿Te apetece que venga y vamos juntas?’. ‘Métete en tus asuntos, y déjame de tonterías’. No supe qué decir, salvo permanecer en silencio durante una hora larga, levantando entre las dos un muro cuya grieta fronteriza se hacía cada vez más ancha. Con el tiempo comprendí que su actitud conmigo se fundamentaba en los celos que tenía de mi padre y en la frustración de vida que ella arrastraba desde muy joven, principalmente por casarse con un hombre del que no estaba enamorada, que, por otra parte, le duró muy poco por su débil salud. Continuamos así, observándonos de soslayo y sin cruzar palabra, hasta que se me agotó la paciencia, la besé en la mejilla y apresuré el paso para salir a respirar aire fresco. Pero, casi en la calle, me llamó el director del centro y tuve que entrar a su despacho. ‘Tome asiento, por favor. –dijo, muy educado–. Hemos observado en su madre algunos cambios de comportamiento y quiero ponerla al corriente’. ‘Pues, dígame’. ‘La otra tarde agredió a la persona encargada en repartir el desayuno y tiró de los pelos a su vecina de la habitación contigua. Pero ahí no queda todo: ahora se dedica a robar pendientes, sortijas, collares, y otros complementos que hemos encontrado en sus cajones. Como comprenderá estoy en un compromiso, porque si continúa en esa línea me veré obligado a expulsarla’. ‘Entiendo su postura y malestar, sin embargo, habría que investigar las causas de dicha conducta. Puede que sea un problema neurológico, de desubicación, o para llamar la atención. No lo sé. ¿Han consultado con un especialista?’. ‘No, mi deber es informar antes a la familia y que sea ésta quién decida’. Activaron un protocolo de seguimiento, pero empeoraba tan deprisa que, de repente, el cuarto jueves de noviembre, Día de Acción de Gracias, se le paró el corazón. Hoy recuerdo esa etapa mirando de soslayo las antigüedades que compré en Red Barn Antique, un lugar muy especial de Minden, donde las manos artesanas de quienes llevan el negocio crean verdaderas obras de arte reutilizando maderas de viejos establos.
          Había encontrado un clavo ardiendo al que me agarraría como un náufrago. Resulta que, en 2012, en el estado de California, y más concretamente en la ciudad de Los Ángeles, Brown contra Hedison llegaron a los tribunales por agresión, acoso y violación tras la denuncia presentada por la víctima, quién, intentando huir del verdugo, recibió una tunda de golpes en la espalda con un bate de beisbol, fracturándole algunas vértebras. Pero las triquiñuelas manejadas por el abogado del acusado tambalearon la historia, consiguiendo que desestimaran el caso. Dos años después, la familia luchó para que lo reabrieran, gracias al testimonio de una de las hermanas, inquieta tras la desaparición de la mujer, a la que hallaron degollada en la habitación de un motel abandonado. El proceso fue desagradable, sobre todo para los padres, que tuvieron que escuchar la narración de los hechos macabros que acabaron con la vida de su pequeña. Al final, por la empatía de una jueza de la Corte Superior, se rearmaron los testimonios y declararon culpable al asesino, sentenciándole a cadena perpetua.
          Aquello me sirvió de brújula, porque se asemejaba mucho a la situación de la abuela. Llenaba de notas un bloc cuando Michelle me asustó entrando eufórica. ‘Allison, estamos de enhorabuena’. ‘¿Y eso?’. ‘Tengo el informe técnico del grafólogo: hay un margen de error mínimo, las caligrafías coinciden en un noventa y siete por ciento. Así que, con toda seguridad pertenecen a Alexa’. ‘Lo sabía. Regístralo como prueba número 1 para el juicio. ¡Ah!, y llama a Mayalen para que te facilite los originales que tiene, escanéalos y abre una carpeta con todo. Otra cosa –retrocedió desde la puerta–, si necesitas a alguien más en el equipo, dímelo’. ‘De momento puedo arreglármelas sola, gracias’. ‘De acuerdo, como quieras. Busca esta información –le di un papel escrito con apellidos, un año concreto y dos barrios de Miami–: Rodríguez y Díaz, 2017, Liberty City y Coral Gables’. ‘¿Ricos y pobres? ¿Buenos y malos? ¿Exitosos y vulnerables? ¿Qué son?’. ‘No estoy segura, pero encuentra conexiones. El más insignificante de los detalles puede ser importante’. ‘Ahora mismo me pongo con todo, no te preocupes’. ‘Tenemos un largo camino por delante y te quiero fuerte, ¡eh! Ya habrá tiempo de llorar. Oye, acuérdate que nos espera el detective’. ‘Sí, no me olvido. A las seis en el aparcamiento’. ‘Eso es. Espera –le di unos folios impresos con lo que había encontrado–, pon esto también en la carpeta’. Asintió, y silenciosamente cerró la puerta y se marchó.
          Según subíamos las escaleras oímos a Ethan silbar una canción que aún no he sido capaz de identificar. ‘Sentaos, queridas. ¿Una copita?’. ‘No, gracias. Vayamos al grano, hemos tenido un día complicado y estamos cansadas’. ‘Un momento, Allison, que lo importante ha de saborearse despacio’. ‘Como el buen vino y los libros profundos, ¿verdad?’, –soltó la becaria–. ‘¿Nos centramos, por favor?’. Desde donde estaba en la mesa me lanzó un sobre abultado que cogí al vuelo. ‘Ábrelo y mira lo que hay dentro. Este Johnny no tiene ningún desperdicio: múltiples denuncias por robo con arma de fuego, órdenes de alejamiento, tráfico de drogas, proxeneta, sospechoso de la muerte de su primera esposa, involucrado en el secuestro de una menor en Montana. Lástima que archivaran la causa, ya que el principal sospecho era el hijo de un pez gordo. Como veis, el tipo tiene un currículum completito’. ‘¡Le tenemos! ¿Con todo eso podemos enviar al muy cabrón a la cárcel?’, –dijo Michelle encolerizada–. ‘No tan deprisa. Los jóvenes sois muy impulsivos y lo queréis todo de inmediato, –aclaró el hombre sobrado de sabiduría–. Por lo pronto tomamos posiciones para situarnos en el punto de salida. Durante unos días le he seguido y creo que está metido en algo sucio. Fijaos en el testimonio de una de sus novias, lo tengo por aquí –buscó un magnetofón y lo puso en marcha–. Escuchad –así lo hicimos. La chica narraba una sesión de sadomasoquismo intenso que al parecer practicaban en una nave–. Sufrió desgarros vaginales por la introducción de objetos agresivos, y cuando quiso abandonar, porque aquello no le satisfacía, nuestro amigo se lo impidió. Pero logró escapar y ahora anda escondiéndose, convencida de que en cualquier momento aparecerá muerta y mutilada’. ‘¿Dónde has contactado con ella?’, –le pregunté, esperando la respuesta sin sorpresas–. ‘Ese dato no te lo puedo revelar. ¿Por qué me lo preguntas?’. ‘Me gustaría interrogarla’. ‘Imposible’. ‘Entonces, ofrécele protección y todo cuanto necesite hasta el juicio. Si crees oportuno que cambie de estado, por su seguridad, no lo dudes y facilítaselo. –Saqué del monedero el dinero que llevaba encima y se lo di–. Toma, para cubrir sus gastos. Mañana iré al banco y te daré más’. –Ambos me miraron incrédulos–. ‘No tienes por qué hacerlo. Pídeselo a WILSON, ANDERSON & SMITH, tenían un apartado para estas cosas’. –No le hice caso. El móvil de mi compañera sonó, era su amigo el policía–. ‘¿Recuerdas el episodio que nos contó la abuela cuando estaba en la lavandería? Han revisado las cámaras de seguridad y, adivina…: se ve claramente al Johnny…’.
          Aunque si tuviera que elegir preferiría una sabrosa hamburguesa de buey, al más puro estilo de Wyoming, gigante y en su punto, me había aficionado últimamente a la cocina italiana, disfrutándola en sitios donde apenas me conocían, lo cual era una ventaja para pensar sin interrupciones. Mayalen pasó por delante del escaparate de Flat Earth Pizza, donde yo estaba comiendo, mientras contemplaba ensimismada las nevadas cumbres de las montañas que veía al fondo. La llamé con los nudillos por el cristal y entró pusilánime. ‘Siéntese. ¿Desea alguna cosa?’. ‘No, muy amable. Ya almorcé’. ‘Lo supongo. ¿Quizá un té o café? Empieza a refrescar –antes de que se opusiera pedí para ella un vaso de leche caliente y una buena ración de bizcocho–. ¿Cómo está?’. ‘Voy tirando, a ratos: unos mejores y otros peores, ya sabe’. ‘No se desespere, paso a paso se hace el camino’. ‘Me ha citado su ayudante. ¿Qué ocurre?’. –No quise adelantar lo que habíamos descubierto, por si acaso–. ‘Nada por lo que deba preocuparse. Es sólo que necesitamos hacer copias de algunos de sus documentos’. No pareció muy convencida, sin embargo, se dedicó en cuerpo y alma a saborear esa especie de merienda elegida por mí. ‘Se preguntará que hago por aquí’. ‘No, ni mucho menos’, –mentía–. ‘Esta zona está repleta de restaurantes, y yo soy buena lavando platos, fregando suelos, limpiando retretes… Busco trabajo, porque ahora tendré más gastos. Ustedes tienen que cobrar y con lo que gano no me llega. Por cierto, ¿Cómo va lo de mi niña?’. ‘Por nosotros no se preocupe, hasta el final no nos habremos ganado el sueldo. Y con respecto a la pregunta que me hace, hemos adelantado bastante’. ‘Sea sincera conmigo, doña Allison’. ‘Lo soy. Le doy mi palabra. Verá, estamos en el proceso de reunir pruebas concluyentes y, aunque parezca que no avanzamos, cuando menos se lo espere la llamaremos para iniciar el procedimiento por vía judicial. Sólo ha de tener un poquitín más de paciencia’. ‘Dios la oiga, doñita’. Abandonamos el establecimiento y me ofrecí a acercarla en coche, pero no quiso y no insistí. Desde el interior de la furgoneta la observé ir cabizbaja, introduciéndose en un mundo ajeno a la realidad, un espacio o dimensión fagocitada por el sufrimiento de su pena.
          Dejé encendida la luz del porche. El viento soplaba entre las ramas de los árboles creando una melodía de suspense. Tenía el corazón en Jackson: podía sentir la presencia de los borregos cimarrones, oír el rugido de los lobos, notar el revuelo de los coyotes al acecho de su presa, el galope de los caballos, el vaivén del río Snake, el descanso de la vaca cuando la ordeñaba y la voz de mi padre discutiendo con el herrero. Podía recorrer de memoria cada acre de tierra, y hacer que la esencia de mis raíces tomase forma…

domingo, 8 de diciembre de 2019

Nocturno, en el estado de Nevada

7.

¿Vendrás a la fiesta que daré por mi décimo cumpleaños?’, −dijo su amiga despidiéndose en el cruce de caminos que separaba sus casas−. ‘Creo que sí, pero ya te lo diré’. Retumbaban esas palabras en las sienes de Michelle mientras subía las escaleras detrás de su padre, como si agarrándose a ellas fuera suficiente para evadirse de la catástrofe que estaba a punto de venir. La madre, sentada en el borde de la cama y con un hematoma considerable en el pómulo derecho, dejó la puerta entreabierta y gritó: ‘Cariño, vete con la vecina, que después iré yo’. La niña, desconcertada, se quedó quieta y con los ojos clavados en la silueta de los adultos, que veía por la puerta entreabierta. Tras unos segundos, que se le hicieron interminables, en los que no supo si salir corriendo o tirarse al cuello de aquel energúmeno, reconoció el sonido de las bofetadas, el de los adornos cayendo al suelo, el golpe que sonó a hueco contra la espalda, la impotencia del llanto y el olor tan familiar a las burbujas de sangre que, igual a otras veces, acabaron empañándolo todo. Con pasos asustadizos se coló en el dormitorio, deslumbrada por destellos intermitentes que sólo ella veía y fantasmas que intentaban impedirle el paso. Fue entonces cuando el hombre, fuera de sí, cosió a navajazos el cuerpo rendido y sin aliento de su esposa. Ciego por el subidón de adrenalina empujó a la niña a un lado y huyó gritando: ‘Como te vayas de la lengua, vengo y te mato’. El personal de la ambulancia nada pudo hacer por ella, había fallecido cuando aún recibía puñaladas en el cuello. Los servicios sociales se hicieron cargo de la pequeña hasta determinar qué hacer. Días después, un confidente habitual de la policía encontró un coche accidentado en un terraplén. El cadáver del conductor coincidía con la descripción del presunto asesino al que buscaban. Según narraba esa historia, Michelle sollozaba entre tragos de vodka, recordando la frialdad de la morgue en la que tuvo que identificar a su padre…
          A pocas millas de Keystone, nuestro destino final, un pueblo del condado de Pennington, en el estado de Dakota del Sur, sugerí hacer una parada para descansar. Papá estaba muy pensativo desde que salimos de la Reserva India de Wind River. Fumaba en la pipa que le regaló un nativo, idéntica a la que usaran los antepasados de las tribus Shoshone y Arapaho para sellar tratados de paz. Improvisé un campamento alrededor del fuego, donde calenté unos frijoles horneados que llevaba en lata. Habíamos cabalgado sin descanso desde mucho antes del amanecer y lo suyo habría sido quedarnos ahí hasta el día siguiente. Pero los planes de Brayden Morgan eran muy diferentes, porque algo en él comenzaba a apagarse. ‘Ya puedes ir recogiendo todo lo que has montado −dijo, señalando a los sacos de dormir−. Comemos y nos vamos’. ‘Hombre, no me hagas esto. Mira cómo estamos de extenuados’. ‘Habla por ti, yo no lo estoy. Quiero que veas una cosa única, y el mejor momento para hacerlo es cuando las últimas luces del sol pasan por encima. Así que, andando’. ‘¿Por qué no lo dejamos para mañana? Digo yo que lo que quiera que sea no se moverá del sitio, ¿no?’. ‘Queda poco tiempo… ¡Venga!’. ‘Está bien’. −Transigí, porque no me atreví a contradecirle. Estaba tan vulnerable... Emprendimos el viaje: él metido en su mundo y yo refunfuñando. Pero, a falta de quince minutos para llegar al destino, rompió el silencio. ‘Ahora, ve muy atenta, porque puede que nunca más vuelvas a vivir algo similar’. Nos adentramos en una zona arbolada y de suelo irregular, donde las ramas caídas crujían bajo las herraduras de los caballos. A pesar de no haber turistas por la zona, y estar como perdidos en medio del universo, no tuve miedo ni sensación de soledad, sino todo lo contrario, porque me sentía arropada por más de un siglo de historia. Según nos adentramos en un terreno mucho más empinado, un viento especial nos daba la bienvenida con agradecimiento y caricia. ‘¡Guau! Es espectacular, tenías razón, viejo’, −solté impresionada−. ‘Te presento al Monte Rushmore’, −expresó, al borde de las lágrimas−. Llegados a un punto, proseguimos a pie por una pasarela de láminas de madera horizontales que bordeaban la montaña, con tramos planos y otros tantos en escalera. Hasta alcanzar el mirador mi padre necesitó hacer varios descansos. Una vez allí, recostado en la barandilla, echó su brazo por mis hombros y me contó que, entre 1927 y el 31 de octubre de 1941, el escultor Gutzon Borglum y un total de 400 trabajadores, terminaron de tallar los bustos de los presidentes Washington, Jefferson, Roosevelt y Lincoln en la cima de esta cordillera de granito. ‘No tengo palabras, papá’. ‘Lo sé, cariño. Me pasó igual cuando vine con el tío James. ¿A que es maravilloso? Podríamos detenerlo todo e inmortalizarnos aquí, ¿qué te parece?, junto a estos cuatro que contemplan el horizonte de una nación que no ha sucumbido en el tiempo’. Además de sentirme afortunada, estaba muy orgullosa de él, porque, entre otras muchas cosas, quiso compartir conmigo aquella página irrepetible de sus recuerdos. Regresamos a Jackson más despacio de lo pensado. Desde ese momento su salud se complicó todavía más, desembocando en la irreversible recta final…
          A primera hora de la mañana, y al ritmo de las tazas de café y los murmullos entrelazados con risas nerviosas, fluía la actividad en la sala de juntas, hasta que alguno de los socios daba un toque de atención para arrancar con el orden del día. ‘¿Qué nos traes de nuevo?’, −dijo el yerno de mi padrastro−. ‘Ahí tenéis las conclusiones a las que he llegado tras releer las declaraciones varias veces’, −repartí entre los presentes unos cuadernillos de diez folios cada uno−. ‘Oye querida, haznos un resumen, que vamos con prisa’. −Miré de reojo a mi jefe, que salió al paso preguntándome−: ‘¿Qué has averiguado sobre el testigo que se contradice?’. ‘Pues que no vio a nuestro cliente salir del lavabo, como tampoco era verdad que entrase a comprar cigarrillos. Sencillamente, nunca estuvo allí’. ‘¿Entonces a quién corresponde la imagen de las cámaras de seguridad?’. −Dejé pasar unos segundos por aquello de mantener la intriga−. ‘A su hermano gemelo’. −Eso les cogió desprevenidos, y creo que más de uno lo tomó como un golpe bajo por mi parte−. ‘¿Cómo coño hemos pasado un detalle tan importante por alto? −preguntó uno de ellos−. Que alguien contacte con el sheriff para que le interroguen’. ‘Perdonad −interrumpí−, me he tomado la libertad de hacerlo yo’. −Ya me iba y escuché−: ‘Morgan’. ‘’. ‘Buen trabajo. Te felicito’. ‘Gracias’. ‘Ponte de lleno con el caso de la abuela. Te lo has ganado a pulso, muchacha’. ‘Estoy en ello’. Le guiñé un ojo y cerré tras de mí. Ya en el despacho, con tanta satisfacción que no me cabía dentro del pecho, marqué un número de teléfono, pero respondió una voz desconocida y corté la comunicación. Era mejor dejar las cosas tal y como estaban…
          Mrs. Morgan, preguntan por usted’, −me avisaron de recepción−. ‘¿Quién es?’. ‘Esa mujer −noté que tapaba un poco el auricular con la mano−, la vieja’, −tuve ganas de bajar y abofetearla−. ‘Hazla subir inmediatamente. Y no se te ocurra volver a faltarle al respeto. La próxima vez que no espere, la traes sin más. ¿Entendido?’. ‘Claro, lo que tú mandes’, −respondió avergonzada−. Mayalen parecía enferma por las chapas de las mejillas y unas pronunciadas ojeras negras cayéndole por el rostro. ‘Siéntese’. ‘Agradecida’, −tan educada ella−. ‘¿Le apetece beber algo?’. ‘No, muchas gracias’. ‘¿Se encuentra bien?’. ‘Nunca había estado mejor. Sobre todo, porque cuando esto acabe podré morir en paz −esa frase me dejó noqueada−. ‘Ya tengo autorización para poner en marcha el proceso. Haré lo posible para dejar bien alto el nombre de su nieta’. ‘No lo dudo. ¿Ha oído lo de la violación de la otra noche?’. ‘Sí, salió la noticia en televisión’. Entonces narró el episodio vivido en la lavandería. ‘Se lo juro por la memoria de mi nieta: era el Johnny’. ‘Pero así no nos sirve. Necesitamos pruebas. Además, sólo nos podemos limitar meramente a la denuncia que usted ponga. Después, si llegamos a juicio, que yo creo que sí por la gravedad de los hechos, trataremos de vincularle al resto de delitos que pueda haber cometido. De momento nuestras herramientas son las que son’. ‘Lo que usted diga, doña. En mi casa he encontrado esto, lo escondí tan bien que no lo recordaba. Parece la letra de la niña, está en inglés y no lo entiendo’. Me dio un manuscrito donde se detallaban vejaciones, secuelas físicas y psicológicas, sufridas por la chica a manos de su pareja. ‘¿Por casualidad no guardará algún escrito de ella?: felicitaciones de navidad, postales de verano, trabajos de la escuela, no sé. Piense, es muy importante’. ‘De más joven anotaba en este bloc lo pendiente por hacer. ¿Puede servir?’, −asentí con la cabeza mientras marcaba la extensión interna de la becaria−.  ¿Puedes venir al despacho, por favor?, −lo hizo rápido−. Localiza al grafólogo que colabora a veces con nosotros y que compruebe esto. A ver si la letra pertenece a la misma persona’. ‘Ahora mismo’. Comprendí que la anciana no entendía nada y le expliqué que era un experto en analizar la letra de las personas, así sabríamos si ambas pertenecían a Alexa…
          Allison, hemos de vernos. Tengo una información interesante que atañe al Johnny’. ‘Perfecto, Ethan. ¿A las ocho en tu oficina?’. ‘En punto’. Llevo las cervezas’. ‘No seré yo quien las rechace’. Fui a la mesa de Michelle y me indicó que esperara un instante. ‘Perdona, hablaba con un amigo policía a ver si me pasaba alguna información sobre lo de la otra noche’. ‘Estupendo. Oye, ha llamado el detective y he quedado con él. ¿Vienes conmigo?’. ‘Claro. ¿A qué hora y dónde?’. ‘¿Te parece a las seis en el aparcamiento?’ ‘Vale’. ‘Así vamos tranquilas. Además, si no te importa, he de pasar por mi casa a recoger un par de cajas y acercarlas unas cuadras más allá’. ‘No hay inconveniente, ya sabes que nadie me espera’. Lo dijo con un tono de amargura y no supe qué contestar, porque me sentía tocada emocionalmente. Llevaba varias noches durmiendo mal, y embalando los objetos personales que mi amante aún no se había llevado. Últimamente la relación no funcionaba bien y acordamos separarnos. Eso me produjo alivio y tristeza, pero creímos necesario oxigenar los sentimientos dándonos una tregua y descubrir si seguíamos construyendo un proyecto juntos o si era preciso hallar nuestro espacio en solitario…