domingo, 29 de octubre de 2017

Nueva York. Octavo día de la segunda quincena de noviembre

Amurallado por dos ríos: el Hudson, y el que da nombre al barrio, palpita Harlem al norte del alto Manhattan, mezclándose esbelto y a la vez en ruinas sobre la textura de un lienzo abstracto donde se ha posado la huella de varias generaciones. Con el paso del tiempo, y teniendo en cuenta los altibajos que a veces la convivencia arranca a jirones, Carlota ha desarrollado una intuición bastante afilada y sabe al momento qué me pasa, de dónde vengo o qué cosa he mandado a la mierda. Sé lo que me espera, hoy lleva todo el día sola e imagino que estará hambrienta, lo que puede traducirse también en zalamera. Pero no tengo humor para seguirla el juego, así que pienso quitármela de encima comiendo sopa de fideos instantánea, que aborrece, y helado de crema de cacahuete, que le da repelús… El tintineo de las llaves contra el embellecedor de la cerradura la sitúa en posición de ataque, pero cuando empiezo a silbar Singing in the rain se abalanza amorosamente cruzándose entre mis piernas. Restriega el hocico por la suavidad de las medias de hilo, sin engancharlas, y apoya las patas con firmeza para no perder el equilibrio. Sin embargo, y en vista que no correspondo a sus muestras de afecto, encoge todo el cuerpo como si fuera una bola de carne tirada en el suelo, me mira desconfiada achicando los ojos, congela los bigotes en abanico bien separados y, tras pensárselo unos segundos, adivina que huelo a góspel, a la iglesia Greater Temple Refuge, donde asisto al espectáculo, tal y como yo lo siento, una o dos veces al año. No soy creyente, ni aparezco Biblia en mano con párrafos subrayados, pero hay algo especial que me atrae muchísimo: su fuerza, el coro, la alegría que contagian y calan hasta las entrañas y esa sana invitación a mover las caderas. Aunque nunca he alcanzado la catarsis como ellos, igual si lo sigo intentando…
          La primera vez que oí la palabra “gentrificación” pensé que se trataba de otro programa inteligente incorporado a una lavadora de nueva generación. Después, conociendo el significado, la ubiqué aquí, en las mismas calles y plazas donde Martin Luther King y Malcom X pronunciaron algunos de sus discursos más importantes. El asentamiento de una generación de clase media-alta ha cambiado el color de Harlem, poniéndolo de moda social, económica y culturalmente, lo que sin duda ha obligado a la gente humilde a desplazarse hacia otros suburbios de la ciudad, al ser insostenible ese nivel de vida para ellos. Sin embargo, por sus bulevares, cada domingo, fluyen las escalinatas que conducen hasta el latido del corazón afroamericano, pegado a ese asfalto del que ya nadie lo podrá desmochar. “Nueva York. Octavo día de la segunda quincena de noviembre. Dice mi psicoterapeuta que todas las rutas para entender el pasado están dentro de mí. En mi pueblo la predicción del tiempo la daba el cabrero a la vuelta de pastar con el rebaño: ‘Éntrate pa dentro que agua pronto está escapando. Ponle pellizo ar zagal que hace un pasmo…’. Expresiones muy nuestras, propias de la época de mi infancia. En cambio, para mí tenía esta especial, con toda la entonación asturiana que podía: ‘lo veo en tu cara, neña, volarás bien alto’. Desde por la mañana, en la cocina siempre había pucheros puestos al abrigo de la lumbre baja. Apenas salía, y empezaba a acomodarme a la vida de encerrada. Así fue cómo aprendí a cocinar lo más básico para no morirme de hambre. Estaba al cuidado de un potaje de garbanzos. Tenía que quitar la espuma, procurar que no se consumiera el caldo y añadir, en el momento justo, chorizos y un buen pedazo de tocino saladillo. La cuñada pequeña de madre, dieciocho años menor que ella y, por tanto, más próxima a mi manera de entender ciertos aspectos de la vida, venía cada tarde a hacerme compañía. Estaba en la recta final de la preñez, lo cual la liberaba de faenar en el campo. Dos primas suyas trabajaban en Burgos, una sirviendo en casa del terrateniente más poderoso de la comarca, y la otra en la de un coronel del Ejército de Tierra ya retirado. Tal vez, mi tía no sabía que, intercediendo indirectamente por mí, contribuía, con la ayuda también de esas otras dos mujeres, a alcanzar la libertad tan deseada…”.
          Hace semanas que Michelle no abre los ojos, ni parece reaccionar a ningún estímulo físico. Sin embargo, sus constantes vitales están dando valores normales. Eric la visita a diario. New York Times en mano, lee con tono muy suave aquello que intuye querrá saber su esposa. Pero hoy se ha puesto a hablar por los codos de cosas más cotidianas: de la chapuza que les han hecho en el grifo del fregadero, que si antes se salía sólo un poquito, ahora es como el gran diluvio universal. Del flamante coche que se ha comprado la hija del reverendo, donde pasea al tonto del novio, podrido de dinero y con algún cromosoma suelto por el organismo y fuera de su sitio. O de lo mal que lleva la tarea de coserse los botones cuando penden sólo de un hilo. Le cuenta que en Montague St., en el barrio residencial Brooklyn Heights donde trabajaban sus padres de cocinera y mayordomo, con derecho a vivienda en el sótano, todo sigue más o menos igual, conservando la elegancia de las estructuras sobresaliendo en curva, la seriedad de los ladrillos rojos tirando a marrón alguno de ellos y la identidad, tan neoyorquina, de las escaleras de incendio que, vistas de frente, parecen dentaduras en zigzag rompiendo la estética exterior de las fachadas. Una mañana de puro invierno, bajo la nieve cayendo con suma delicadeza, la actual señora Coleman cruzaba el puente hacia Manhattan. Apenas se divisaba el puerto, como tampoco podía sentirse el vértigo de los más de 84 metros de altura. Y fue ahí, arropada entre los gruesos cables de acero y sus dos sólidas torres neogóticas, donde encontró, caminando entre la multitud, pero cerca de ella, a su primer marido. La persona que la situaría sobre la plataforma de una vida absolutamente acomodada…
          ¿Y qué tal si nos cambiamos de sitio? Tú te tumbas en el diván, y yo, mientras me limo las uñas, te analizo’, −suelto de repente a E.J., que desdobla el borde trasero de la playera que le molesta−. ‘Hay que ver lo que se te ocurre, Maura. Aunque sería muy aburrido, te lo aseguro’. Dejo pasar unos minutos de silencio, que él respeta, y pienso en cuánto disfruto haciendo que por un segundo pierda la compostura. Pero supongo que la templanza va implícita en el esqueleto del psicoanálisis, porque aún no lo he conseguido. ‘Ahora, a la salida del metro, cuando venía, en mitad de la estampa invernal y desierta, parecida a la que sacan en las películas de aquí, me he sentido haciendo el papel principal. ¡Qué gran palabra!: protagonista, ¿verdad? ¡Cojonuda! ¿De qué? ¿De la vida que vivo y que si me paro a analizarla detenidamente resulta que quizá haya sido infeliz? ¿Del personaje engañoso, oiga que lo bordo, ¡eh¡, −aclaro con énfasis y en un paréntesis−, sobre todo para mi persona, creyendo que el pasado es algo efímero que sólo está ahí porque ha ocurrido y…, mucho mejor no tocar las aguas para que sigan tranquilas? O, ¿hasta dónde estoy dispuesta a llegar, cueste lo que me cueste, con tal de no dar mi brazo a torcer y mantener la venda pegada a los ojos?’. Mr. Coleman deja de dar vueltas a un clip que aparece y desaparece entre sus dedos, entreabre la comisura de los labios, se remanga la camisa por debajo del codo, y mira al infinito hasta que… ‘Pero para llegar a manifestar esa insatisfacción habrás tenido que apartar algunas capas. ¿Te has parado a pensar cuáles son?’, −pregunta Eric−. ‘Madre nunca quiso a nadie fuera de su persona, puro egoísmo, y si soy sincera me asusta la posibilidad de haber desarrollado sus mismos genes… En la aldea la llamaban “la sí-no”, por contestar a todo con esos monosílabos. Una noche padre vino alegre, y le obligó a dormir a la intemperie. Esa fue la excusa que necesitaban para separar el dormitorio y retirarse el saludo. Otra vez, mi hermano mayor sufrió un accidente de moto, le escayolaron una pierna, y sólo le preguntó si ese trasto le impediría cargar bidones en la furgoneta... ¡Vieja ingrata! −suelto, al tiempo que estiro una arruga del pantalón producida al cruzar las piernas. Y, como E.J. observa con lupa todos mis movimientos, añado−: en la primera casa donde serví en Burgos, la señora era una maniática de la estética, y no consentía llevar nada fuera de su sitio, así que sudábamos la gota gorda con aquellas planchas de hierro tan pesadas. Algo se me ha pegado, ¿no crees?’. ‘Bueno, paya. Lo dejamos por hoy. ¿Agendo día y hora como siempre? La sesión ha sido muy interesante. Sigue el proceso de quitar las lonchas de corteza seca, verás que al final te quedará un pedazo de madera lisa y lista para barnizar…’. ‘Me descoloca usted Mr. Coleman’, −digo guiñándole un ojo−.
          La mayor parte del tiempo en esta ciudad lo pasas desplazándote en transporte público, donde, quien más quien menos, aprovecha para leer o dar una cabezadita. A mí me placen ambas cosas. En el largo camino hasta llegar a Queens, entorno los ojos, y evoco el olor a cuero de la bota de vino que el herrero de mi pueblo tenía colgada de un clavo en la puerta. Los seres humanos estamos hechos de un conjunto infinito de emociones, sensaciones que dan alguna pista de lo complejos y, a la vez, simples que somos. Un recuerdo concreto, un poso que no ha cuajado, ese tren que ya no pasará otro día, el envoltorio de un caramelo de menta que no sabemos por qué guardamos, un plástico que ya está caduco, la melodía de una canción infantil que escuchamos algunas noches, las cenizas de los que se fueron y temes que el viento espante, o esa jodida costumbre de verlo todo de color negro, nos hundirá como especie, en el caso de que no estemos espabilados. Si de algo me está sirviendo la terapia es para comprender que vivir instalada, como he hecho hasta ahora, en la amargura no me ha conducido a ningún buen puerto. ¡Qué raro! Carlota no ha salido a recibirme, se le nota por la respiración que tiene la barriga llena y parece que ha llorado…

domingo, 15 de octubre de 2017

Nueva York. Quinto día de la segunda quincena del mes de noviembre

Carlota no ha parado de maullar hasta bien entrada la madrugada, ni de recoger las pelusas del gato del vecino, golfo como el dueño, extraviadas debajo del felpudo de entrada. ¡Como esto siga en modo desamor, igual tengo que darme al Advil para combatir la jaqueca, o trepar con ella a cuatro patas hasta los tejados a exfoliar la pena…! “Nueva York. Quinto día de la segunda quincena del mes de noviembre. Perdida la vista en el vacío y muy mareada, permanecí tendida en la camilla con la desagradable sensación de tener cerca la respiración acelerada de mi agresor mordiéndome la oreja. El médico de guardia, cuyo diagnóstico hoy hubiera sido cuestionado, sólo puso en el informe, simplemente, trastorno postraumático, pasando por alto un matiz importantísimo: tenía delante de sus narices la agresividad de una violación y no activó el protocolo a seguir… Yo luchaba por salir de allí lo más rápido posible, del ambiente inhóspito de la sala de curas vaporizada en extracto de cloroformo. Por eso, atrapada entre la incertidumbre y los efectos secundarios del sentimiento de culpa que germina en las tripas como tabiques que pueden emparedarte, no me atreví a preguntar por la otra persona que me acompañaba… Padre esperaba en el llano del camino, antes de entrar a la explanada donde, además del nuestro, había un par de caserones más. Miró a uno y otro lado, chascó la lengua, escupió en diagonal, se rascó la calva e, increpándome, dijo: ‘límpiate los mocos y que no vuelva a verte así’. Sus palabras, puntiagudas como carámbanos, hincaron sobre mis hombros toda la crueldad que contenían”.
          Los Harries son unos viejitos cuya costumbre es hacer la compra, dos o tres artículos a lo sumo, diez minutos antes del cierre, justo cuando estamos a punto de cuadrar la caja. Siempre traen noticias frescas del vecindario porque consideran que así ponen la guinda en el broche de nuestra aburridísima, según ellos, jornada rutinaria. Verles discutir en la calle forma parte del paisaje urbano. ‘Sabes que me molesta un montón y lo haces todavía más aposta. ¿No puedes acostarte sin calcetines, coño?’. ‘¡Ja! Pues anda que tú, dejar la dentadura todas las noches encima del lavabo. Eso sí que es una asquerosidad, hija’. ‘¡Yooo! Pero qué dices, si no me falta ni un solo diente. ¡Habrase visto cosa igual! ¡Qué hombre éste…!’. Tras unos minutos de silencio y sin soltarse del brazo, él, enternecido, dice: ‘Cuidado con el escalón, querida, no te vayas a tropezar’. Cuando llegan hasta mi puesto depositan en la banda transportadora unos clínex, una botella de zumo de melocotón y un paquete de café soluble. ‘¿Cuánto es?’ −pregunta ella−. ‘$17.11’. ‘¡Qué caro está todo!, ¿verda, usté? No sé adónde vamos a llegar’. El mendigo que cada día merodea alrededor nuestro entra a pedir alguna de esas bolsas de comida que, por distintas circunstancias, al final quedan rotas en las estanterías y van directas a la basura. Pero el encargado, ser despreciable e insensible donde los haya, le suelta: ‘largo de aquí, imbécil. A cagar a la vía’. El hombre nos mira, se da media vuelta, y hasta perderlo de vista sigue empujando el carrito donde amontona piezas de reciclaje inservibles en su mayoría…
          E.J. abrió su primera consulta en una habitación pegada al garaje (hoy trastero) que le alquiló a Michelle en su casa actual en Brooklyn. Pronto se hizo con una amplia clientela que corrió la voz de lo buen profesional que era. Rápidamente se les llenó el porche de pacientes, ocupando también un espacio considerable en el bulevar. ‘Deberías de instalar el gabinete dentro, Eric −le dijo la casera una tarde lluviosa con viento, en vista de la afluencia cada vez mayor de personas que acudían a hablarle de sus fobias y complejos−, sería más cómodo y privado’. ‘Tienes razón, lo pensaré…’. Empezaban a intimar, no como dos quinceañeros apasionados, sino como adultos que posicionan aquello que creen más conveniente para ambos. Meses después, en secreto, y en compañía de una pareja amiga, se fueron y volvieron de Las Vegas como Mr. y Mrs. Coleman, bajo las habladurías de todos porque la señora le doblaba la edad. Diez años después seguían comportándose como dos desconocidos con un contrato de arrendamiento en apariencia renovable. Nadie dudaba que se tenían mucho respeto, admiración y cariño, pero había algo que no funcionaba e impedía aportar lo esencial para darle sentido al hogar… En sillas de madera maciza y diseño antiguo se sentaban a cenar en los extremos de la mesa rectangular del comedor. Sin hablar, sin compartir, metidos en ese mundo hermético donde el otro no estaba invitado.
          A veces celebro fechas que no aparecen en rojo en ningún calendario: cuando la alcaldesa parió a su primer hijo, un sietemesino con cara de gánster. El día que despropiaron del terreno a los gitanillos (repatriados al puesto fronterizo de la más absoluta miseria), que me regalaron un colgante de oro con el colmillo extraído al patriarca estando de cuerpo presente. O el momento en que decidí que no valía la pena seguir llorando… El Bronx es muy grande y da para mucho. Sus contrastes estampan un condado fundamentalmente de inmigrantes, cuya población más numerosa es la formada por la comunidad latina. En el noroeste, en el barrio adinerado de Riverdale, se encuentra la gran finca de Wave Hill, que comprende un centro cultural y sus jardines públicos con vistas espectaculares al río Hudson. Ahí, acodada en una de las balaustradas que separan las zonas temáticas (invernadero Marco Polo Stufano, bosque nativo, alpinum…), voy a festejar ese tipo de cosas, y a pensar en lo bueno y regular que me ha pasado en la vida, ahora que hago repaso de ella… Con el paso del tiempo, quizá porque lo condiciona también el hacerse mayor, lamento no haber regresado en alguna ocasión a España y poner ante los míos todo en su sitio, aclarando dudas prescritas. Sin embargo, agarrada a lo fácil, no me he preocupado de investigar qué pasó realmente aquella noche en el bosque. Tal vez si hubiera vuelto al lugar de los hechos… A las pocas semanas de acudir a terapia, el psicoanalista mencionó algo que ya no he olvidado: ‘Maura, hay circunstancias terribles que nos vacían del todo, y solo nosotros conocemos dónde está el interruptor para alumbrar nuestra calle interior, esa que cada uno llevamos estampada en las entrañas…’. Yendo hacia el metro paso por delante de Calvary Hospital, especializado en cuidados paliativos, y pienso en mis padres, en el final que tuvieron e ignoro…
          Cuando alguien en el supermarket me pregunta tal o cual cosa sobre este Estado, e intuyo que lo visita por primera vez, yo siempre digo que sólo hay que patear aquí y allá para darse cuenta de que existe una ciudad diferente que no aparece en las guías turísticas, ni ofertan las agencias de viajes. Una vida mucho más barata y tranquila, a pesar de los grupos derrotistas que hay en todas partes pregonando lo peligroso que también puede llegar a ser. Hablo de determinados cinturones de Harlem, de Queens, de Bushwick en Brooklyn, de Chinatown…, paisajes alejados del Upper East Side, por ejemplo, de las firmas de alta costura, del poder financiero y de esa población, acelerada y casi sin vida familiar, que se mata por conseguir unas migajas de éxito y un pódium pegado a los triunfadores… Dicen que en el Bronx la gente permanece quieta o deambulando por la calle, sin rumbo, esperando algo que nunca pasa. Me gustan sus avenidas sombrías, ocupadas por personas solitarias, el color y estilo de los edificios, esa mezcla de condado emergente con zonas decrépitas. −Le digo a E.J., que tiene la vista puesta en un insecto que se ha posado en el cristal de la ventana−. No sé por qué, Eric, pero de alguna manera me recuerda a mi aldea, como si en el fondo de mi imaginación hubiera tendido un puente entre un espacio y otro, para no perder la identidad de dónde vengo’. ‘Háblame de eso, paya’. ‘No sé… Mi único deseo es que no ocurra lo inevitable, que los oscuros presagios no se cumplan y que la provisionalidad, una vez asumida, haga de nosotros seres más fuertes y más libres. A trescientos metros de la vaquería, sentada en la valla de piedra que separaba el cementerio del monte, esperaba una sacudida de viento que me asustara e hiciera desaparecer la hinchazón de la tripa que yo identificaba como gases… El espejo maldito y delator cambiaba las curvas de mi silueta. Tenía vómitos y angustia permanente, así que fuimos al médico. Luego, en la casa, de la paliza que me dio padre delante de todos, figuras permaneciendo de pie frías y estáticas, perdí al bebé. Al poco tiempo apareció en una acequia el cadáver del sacerdote, lo encontraron unos campesinos que iban de paso, y, por los signos brutales que descubrieron, especularon con la posibilidad de que podría haber sido asesinado, sospecha que corrió como la pólvora’. ‘¿Qué se te pasó por la cabeza? Cuéntame. ‘Pues, algo sencillo: muerto el perro acabada la rabia’. −El hombre se queda pensativo mirando el reloj y, a continuación, el parpadeo de la luz verde en el contestador−. ‘Bien, ahí lo dejamos. ¿Cómo llevas el ejercicio?’. ‘Mi gata, enrabietada o celosa, no sabría definirlo, disfruta muchísimo arañando cada hoja, como si las letras que plasmo la provocaran empujándola a la acción…’. Mr. Coleman escucha atento el mensaje grabado por una paciente que necesita cambiar el horario de la sesión. Sube a la planta de arriba, llena la bañera y se mete en sales aromáticas. Nunca imaginó que la vida sin su esposa tuviera tantos huecos y rendijas por donde se filtra el frío, tanta soledad que lejos de cerrar heridas las sangra mucho más. ‘Ay, Michelle, Michelle…’.

domingo, 1 de octubre de 2017

Nueva York. Tercer día de la segunda quincena de noviembre

Carlota olisquea mis papeles girando en círculo sobre ellos. Observando con distancia cada adjetivo, como si entendiera su significado para explicarlo sin problema. Estira los bigotes, levanta las orejas tratando de juntarlas y brinca a su cueva de lona donde inicia el proceso de la digestión felina… “Nueva York. Tercer día de la segunda quincena de noviembre. La lluvia torrencial nos cogió por sorpresa. La comarca estaba en fiestas y ya no quedaban camas en la posada El Ciervo Cruzado (en honor a una especie protegida que abundó en el siglo pasado), ubicada en la intersección de dos localidades. La dueña, a través de un vecino, mandó recado para que fuera. No era la primera vez que les echaba una mano, y de paso me sacaba algunas propinas. Pero cuando llegué dos sobrinas suyas se habían encargado de todo. Por acortar, y pese a la poca visibilidad que había, regresé por el sendero estrecho de la montaña. En el tramo más peligroso, donde si se te iba un pie caías barranco abajo hasta el infinito, coincidí con el cura (hacía doblete en varias aldeas) y acepté su compañía. Pronto se echaría la noche y ese trayecto a solas imponía muchísimo. Horas después, desorientada, con una herida en la frente, las rodillas magulladas y soltando palabras indescifrables, llegué con mis hermanos al puesto de la Cruz Roja…”.
          Geográficamente, Queens se sitúa en la parte occidental de Long Island (frontera entre el océano Atlántico y Nueva Inglaterra). Es el distrito más grande, tanto como alguna capital de provincia europea, de los cinco que componen la ciudad de los rascacielos, la metrópoli que nunca duerme. Corona es un barrio obrero perteneciente a ese condado. El 15 de octubre de 2003 (desde entonces he seguido yendo regularmente) yo era una de las muchas personas que aguardaban la apertura de la Casa Museo de Louis Armstrong, en el 34 56 de la 107 st., la vivienda que ocupó con su esposa Lucille desde 1943 hasta julio de 1971, fecha de su fallecimiento. Nunca había planteado la posibilidad de fijar una residencia, a él le gustaba vivir así: hoy aquí, mañana allí, pasado…, a saber. Fue ella quien, cansada de ir de hotel en hotel, y pudiendo haberlo hecho en una zona más selecta, la compró y decoró a su gusto, ocupándose también de ponerle los mimbres a un lugar que sería para ambos mucho más que cuatro paredes y un tejado. Así que, estando en plena gira (esa vez no le acompañó), le mandó un telegrama donde decía: ‘querido, cuando llegues a New York dale esta dirección al taxista, porque a partir de ahora ahí está nuestro hogar’. La cocina es espectacular. Con ese azul celeste de los muebles combinado con remates en blanco y la sobriedad aportada por los electrodomésticos, dan ganas de sacar las cacerolas y ponerse a hacer arroz con frijoles para los visitantes. Aprendí a amar el jazz al poco de llegar a América. Frecuentaba tugurios de mala reputación donde se hacía muy buena música, y mi primer novio tocaba el bajo en un cuarteto que actuaba en un local de Harlem (no duramos mucho porque en aquella época no estaban bien vistas las relaciones interraciales). Por eso, pasear la vista por encima de los objetos personales del genio de la trompeta, nacido en Nueva Orleans, que cantó, entre otros, el hermosísimo tema What a wonderful world, proclamando en él un mundo maravilloso, era y es para mí un regalo exquisito. Un detalle especial que el destino o la suerte han tenido conmigo. En cada pieza prevalece fundamentalmente la humildad y la empatía del matrimonio hacia sus semejantes. De ahí que cobren muchísimo vigor documentos gráficos que muestran a Lucille repartiendo helados a los niños, o preparando bocadillos para darles de merendar, mientras que Louis, sentado en las escaleras de entrada, con todos los chavales pegados a él, les enseña a tocar canciones, porque igual así les despertaba la vocación y se labraban un porvenir más confortable…
          Siempre he pensado que detrás de cada ladrillo hay una historia que merece ser contada. Una vida que crece o finaliza al otro lado de las cortinas, un proyecto o un fracaso que se abre paso echando raíces alrededor de la chimenea, un ayer o un mañana que estructura el tejido y la pasta con la que estamos hechos cada uno de nosotros: solos o acompañados, tristes o eufóricos, viejos o jóvenes, fuertes o blandos… Apenas cinco personas esperamos en el andén la llegada del metro. Nos aborda un vagabundo que pide unos centavos para comprar un billete a Beverly Hills y al que nadie hacemos caso... Me vienen a la memoria imágenes sueltas que seguro tendrán algún significado: un saco de tela de sábana que yo misma cosí y usé para guardar la poca ropa que tenía, la cuerda de una peonza que escondida en el escote me daba suerte, una alubia seca para no olvidar de dónde vengo y las lágrimas que por orgullo no derramé ante el desafecto de los míos. Burgos me pareció el paraíso, y la habitación que me cedieron, a cambio de realizar trabajos domésticos, un palacio. Ahora tengo muy claro que nunca me asustaron las jornadas largas y duras, sino la crueldad en el trato que pueden llegar a ejercer algunos miembros de tu misma sangre.
          Aunque su esposa ya estaba muy limitada, su sola presencia arriba era suficiente para conservar el orden y la armonía de las cosas. E. J. parece un alma en pena. Ha perdido su cualidad dicharachera, cambiándola por un silencio sepulcral que le hace retraído. Lleva barba desarreglada, manchas de tomate en la camisa y algún que otro botón descosido. Envases de comida rápida, periódicos atrasados, ceniceros a rebosar de colillas y un aparato de radio destripado ocupan los rincones libres del despacho. ‘La taberna funcionaba solamente de viernes a sábado, en la franja horaria que iba desde las dieciocho horas hasta las veintiuna treinta. Además de beber, se celebraban concejos cuando tocaba, y el juez de paz, improvisando un estrado, hacía cumplir la ley. El tabernero, al que una granada amputó medio brazo en la guerra, rellenaba las frascas de vino sujetándolas con el muñón. Padre era el cuarto miembro de la partida de mus, completada con el alcalde, el médico y el guardia civil. A mí se me llevaban los demonios oyendo sus risotadas reaccionarias… Algunos hombres, en plan machitos, con los zapatos relucientes y el traje de los domingos recién cepillado, se iban de putas una vez al mes. Las chicas de mi edad aspiraban a seguir los pasos de las casadas, y éstas a alcanzar el relajo sexual de las viudas. Madre, siempre refunfuñando, con la cabeza gacha, metida en su mundo de pecados imperdonables y juicios de valor gratuitos, se convertía en un ser intratable…’. ‘Y a ti, Maura, ¿qué te molestaba más’, −pregunta Eric con tono entristecido−. ‘La indiferencia’. ‘¿De ellos?’. ‘No, quizá mía por permitir que me chuparan la ilusión y reaccionar tarde’. −El timbre del teléfono interrumpe la conversación, Michelle lleva días vomitando y requieren la presencia de Mr. Coleman. Sin embargo, agota hasta el final el tiempo contratado−. ‘Disculpa, ¿decías…?’. ‘Mi hermano pequeño parecía más accesible. Me armé de valor y le pedí ayuda, porque quería contar en la cena que, suponiendo que no me dejarían formar parte del negocio, pensaba salir allí y buscar un empleo. Me miró malhumorado, se dio media vuelta, cargó la mercancía en la furgoneta y, antes de arrancar, dijo: “Lo que tienes que hacer es buscarte un novio que te saque los pájaros de la cabeza…”. Quedé estática’. ‘Lo dejamos ahí. Profundiza y busca a ver si hay más de un camino que te llevara a esa inmovilización. La próxima sesión, si tú quieres, trabajamos ese aspecto’, −puntualiza E. J., que lleva tiempo aplicando conmigo el método del psicoanálisis denominado “Asociación Libre”, que trata de que el paciente exprese sus ideas sin ninguna coacción, aunque es el especialista quien decide dónde hacer énfasis en algunas cuestiones descritas por la persona.
          Mrs. Coleman se relaja por dentro en cuanto Eric aparece, no está siendo nada fácil adaptarse a la nueva situación. Echa de menos su dormitorio, el canto de los pájaros, el ruido del generador eléctrico situado en el sótano y las visitas, menos cada vez, de un par de amigas que se siguen interesando por ella. Quisiera decirle que han incorporado un par de alimentos a su dieta que no tolera, y que la matan las molestias de estómago. Pero sabe que cada día están más lejos, y se limita a seguir con los ojos cerrados para no influir y hacerle sentir culpable. Viene el médico a hacer la visita rutinaria, y dice: ‘mire, su mujer se mantiene estable, con un corazón fortísimo, lo que puede traducirse en un tiempo incalculable de vida. Conocemos la existencia de un fármaco intravenoso experimental que estimula a estos pacientes y en parte a veces les hace reaccionar. Nos gustaría probarlo, no se conocen efectos secundarios. Para ello necesitamos que firme el consentimiento, y los permisos del traslado al hospital’. Antes de irse se acerca a la cama y comprueba que la sonda de la nariz no se ha salido. E. J. huele a tabaco y a despedida. Mrs. Coleman imagina que se clava las uñas en las palmas de la mano obligándose a revelarse… Han accionado el mando a distancia que baja las persianas y conectan pequeñas luces a ras del suelo para que las habitaciones no permanezcan completamente a oscuras. Ella desea con todas sus fuerzas que todo acabe…