domingo, 2 de julio de 2017

Olivia

Han pasado muchos años y casi tres generaciones desde que el abuelo Miguel fuera por primera vez a La Habana y emparentara con mami echando raíces en el corazón de Eloy: un legado de cariño y entendimiento que concluye en mí como único sobreviviente y narrador. Pero nada de la historia a la que he ido dando forma hubiera crecido sin la principal protagonista, esa mujer que ha vehiculado las cordilleras si acechaban las dudas, el chato de vino en la taberna del relajo, los ríos y sus afluentes, el oleaje, el sentido del humor, la fidelidad, el viaje clandestino, la caída de la hoja, el frío en las cumbres de la soledad, las turbulencias del vuelo −a veces con aterrizaje forzado− y las luces y las sombras que han estructurado el atlas del ser humano recorriendo algunas arterias y bifurcaciones circunstanciales. Olivia es la almendra de cada persona que durante estos meses hemos contado nuestras cosas abiertamente. Es la materia, el músculo, la columna vertebral, el alumbrado en mitad del campo, la suerte de amainar el epicentro de la tormenta, el deseo inagotable por quedarse en lo sencillo, el camino boscoso que paso a paso hay que ir descubriendo y las manos templadas que uno quiere tener cerca por si el lobo feroz sale de su caverna a amedrentar, con rayos y truenos, el sosiego de las personas.
          De haber vivido más tiempo ahorita sería una entrañable anciana recordando su niñez y las calamidades de la época conmigo en el parque… Cada vez que podía, siendo yo pequeño, mientras me lavaba los dientes esmeradamente, el abuelo hablaba de su mujer con admiración. En ocasiones pensé que lo que decía era, más que real, producto de su imaginación. Pero… ‘¿Sabes, hijo? Era la más guapa de la verbena −se le llenaban los ojos de lágrimas−. Antes, tanto en los barrios como en los pueblos había este tipo de ferias. Los chicos sacaban a bailar a las chicas puestas en círculo alrededor de la pista, y, si aceptaban tres veces seguidas, entonces sonaba la campana y se hacían novios. Yo no es que fuera tímido, es que era soso de remate. Además, como se me enganchaba un pie con otro, no me atrevía a proponérselo a ninguna. Debió de fijarse en mí desde un principio, y buscó la manera de cogerme desprevenido proponiendo marcarnos un pasodoble. Apagué el pitillo con la puntera del zapato y miré en torno mío convencido de ser afortunado despertando las cosquillas de la envidia en los demás. Desde ese mismo instante decidí compartir la vida con ella y no he dejado de seguirla hasta el infinito…’. Entonces aparecía mami, le acariciaba la barbilla y él agachaba la cabeza buscando la imparcialidad del suelo que no pregunta. Desaparecían juntos dejándome así, con cara de tonto, y un cerco de dentífrico reseco en la periferia de los labios…
          Keiko ha venido de vacaciones y lleva conmigo todo el fin de semana. Entre los dos montamos la mesa, preparamos unos aperitivos y esperamos que llegue el resto de la familia. Comeremos carne a la brasa con salsa de teriyaki. ‘Tío Andy, por favor, cuéntame otra vez la historia del prendedor de pelo de la abuela Olivia’. ‘Pues, verás… Los festivos cogían su seiscientos y pasaban el día por ahí. Compraban embutidos de la zona y hogazas, patatas de la huerta y tomates recién cortados, o legumbres para enriquecer el puchero… A veces se encontraban con fiestas medievales, romerías −no eran creyentes−, encierros −tampoco taurinos−, mercadillos de baratijas y ropa económica, y muy rara vez actos culturales. Eran tiempos más feos… Una compañía de teatro itinerante representaba “La casa de Bernarda Alba”, de Federico García Lorca, en una aldea del interior de Castilla. Como llegaron antes de lo previsto entraron a la cantina a tomar un bocado. El local era la leñera anexa a la casa particular del cantinero. La actriz que daba vida a Adela, la hija apasionada y rebelde, bebía aguardiente como si de gaseosa se tratara. Lucía un abrigo imitación leopardo hasta los tobillos, y mostraba un lamentable aspecto: sin maquillaje y desgreñada. Se fijó, más que en los abuelos, en la cazuela de barro donde apenas quedaba rastro de los choricillos a la sidra que se habían pedido. Acercó una silla y, sin pedir ningún permiso, se sentó entre ambos dejando fluir por la boca los estragos del alcohol. Decía que estaba cansada y harta de ir de un lado para otro, mendigando una función más, un poco de cariño sin acabar en el estraperlo del placer o unas medias de licra a cambio de un plato de lentejas. Al finalizar el espectáculo la felicitaron y comprobaron que la magia del personaje se había tragado la borrachera. Entonces ella, que en ese momento iba muy de diva, se quitó del pelo el prendedor para regalárselo a la abuela…’.
          Mizuki se ha ido con su nuevo novio un par de semanas fuera, porque dice que necesita poner distancia para conocerse a fondo, sin que la juzguemos continuamente o cuestionemos sus decisiones. La niña está con su padre adoptivo, y me temo muy mucho que será por una larga temporada. Keiko ha regresado a Boston y promete volver en cuanto le sea posible. ¡Tan responsable, como sus padres! Así que, nos hemos quedado vacíos y atrapados en el malestar del estómago que levanta los jugos de la soledad. Todos los días salimos a dar un paseo. Naoko se agarra de nuestro brazo y caminamos despacio hasta el Jimmy's Coffee, un lugar acogedor donde nos gusta pasar la tarde del domingo. ‘Goa marcó un antes y un después… De ser el último viaje que pensaba realizar el abuelo a la memoria de Olivia, se convirtió en el escenario ideal para agarrarse a la vida −cuento, ante la humeante taza que tengo delante y los atentos ojos de mis amigos−. Cuando Miguel visitó ese país le faltaban las fuerzas y estaba a punto de darse por vencido. La ausencia de su mujer era cada vez más difícil de sobrellevar, y empezaba a no interesarse por ninguna cosa. Maduraba la idea de irse a una residencia con el fin de dejar que Alina viviera su propia vida, sin tener que estar pendiente de él. Pero…, la noticia del embarazo de mami le obligó a cambiar de planes, dándole un motivo potente para afeitarse muy bien cada mañana: rozar mi carita de recién nacido’. “El aire de la noche desordena tus pechos,/y desordena y vuelca los cuerpos con su choque./Como una tempestad de enloquecidos lechos,/eclipsa las parejas, las hace un solo bloque”. (Miguel Hernández).
          Les acompaño hasta su casa. Ya en la mía, elijo al azar un viejo disco: la voz rota e inconfundible de Janis Joplin me hace recordar una anécdota de la infancia. ‘¿Por qué Olivia nunca viene a atarme los cordones?’, −solté de sopetón. Él salió por los cerros de Úbeda diciendo−: ‘Lazo grande entre lazo chico sujetan el pie del señorito’. Apenas tenían fotos: alguna en la Puerta del Sol tomando las uvas por nochevieja, otras en el campo con amigos, y una de medio cuerpo, de ella sola, donde se la veía recostada en la barandilla de lo que reconozco como el Estanque del Retiro, y que el abuelo sacaba de su cartera cuando no le veía nadie para besarla una y cien veces. Ese gesto me chocaba y enternecía −hoy soy yo quien lo hace−. Mami manejaba muy bien las palabras, y decía al respecto que “la gente que queremos no debería irse tan pronto”. Pero se van, como lo hicieron ellos, como lo haremos todos… ‘Ay, mi hermano, que sí. Que las piernas más bonitas eran las de tu mujer. Que no me lo restriegues más, coño’. ‘¡Cómo te pones, Alinita!’. ‘No me llames así, viejo. Que no me gusta’. ‘Pero si lo hago con cariño, mijita…’, −rompía a carcajadas−. ‘Zalamero…’, −y le pellizcaba la mejilla−. ‘¿Y tú de qué te ríes, mocoso? Anda y ve a hacer los deberes, que te distraes con una mosca’, decían a la vez mientras que yo me iba refunfuñando porque al final me echaban la culpa de todo. Y no. No era cierto.
          A partir de aquí no sé qué nos deparará el futuro, pero intentaré seguir siendo viajero... Puede que João dé señales de vida, que Hiroshi se jubile en breve y monte su tallercito en el chiscón donde guarda las herramientas y repara lo que vamos estropeando los demás. Es posible que Mizuki consiga la estabilidad por la que lucha sin saberlo, que los descubrimientos de Keiko den la vuelta al mundo y curen los males de otras personas, que Bean alcance la paz y el sosiego, y que Naoko tenga paciencia para aguantarnos a todos. Seguramente las cosas podrían haber sucedido de otra manera, pero entonces serían los recuerdos y las vivencias de otras gentes, sus viajes particulares y los destinos que hubieran elegido. ‘Siéntate ahí, Naoko. Mira, ¿ves aquellos puntos relucientes en el horizonte que aparecen y se van al instante? Hay quien dice que es la costa de la Florida. Pero yo lo dudo… Sólo se adivina. Me siento feliz de que estemos en el Malecón, en el mismo lugar donde Eloy y Miguel conversaban de la vida con un habano entre manos y mamá se despedía del Caribe…’. En el vaivén de estas aguas transparentes arrancó la historia de Olivia y es en este punto donde me vienen a la memoria los versos de una canción de Silvio Rodríguez: “…tú me recuerdas las cosas/no sé, las ventanas/donde los cantores nocturnos cantaban/amor a La Habana, amor a La Habana”. ‘Abuelo, cierra los ojos y pide un deseo’. ‘Vale. Ya está’. ‘¿Cuál es?’. ‘Si te lo digo, ya no es un deseo…’. Pero yo jugaba a las adivinanzas con su cara: si fruncía el entrecejo significaba que le dolía la barriga, si guiñaba un ojo que haría de rabiar a mami, si apoyaba las manos bajo la barbilla que me iba a dar una charla de las suyas y si entornaba los ojos es que se moría de ganas de rodear una vez más las caderas de su compañera. ‘Que te estás durmiendo, hombre, y te manchas. ¿No ves que se te cae el helado?’, −decía ella sentada frente a él en el parque−. ‘Que no me duermo, Olivia. Es que me hace daño el sol…’. ‘Pues ponte aquí, a la sombra, a mi lado’. Y él, obediente, se dejaba caer junto a ella…