domingo, 8 de junio de 2025

La otra Florida

19.

Rodrigo Núñez se quedó dormido con una media sonrisa y a la mañana siguiente cuando las auxiliares fueron a asearle estaba rígido. Carmela Benet recibió aviso del Hogar de Ancianos de Santovenia, en el municipio habanero de El Cerro, comunicándola el fallecimiento de su abuelo y la obligación de hacerse cargo del cuerpo y sus pertenencias: maquinilla de afeitado manual, brocha, dos pijamas, zapatillas, un sombrero de ala, la fotografía de su mujer, un librito de canciones populares y la dentadura postiza que ya ni le ponían. En el sepelio Gilberto Núñez, amigos y familiares de gente a la que había ayudado a salir de la Isla, acompañaron a la nieta desolada, que lo enterró junto a su Esposa e hija Elsa. Todos resaltaron su gran humanidad y el compromiso adquirido en pro de los demás considerando causa justa mejorar el futuro de cualquier persona. Desde Chokoloskee, Ernesto Acosta, el morenito, le rindió homenaje a su manera, sacó la vieja barca y puso rumbo a la zona más pacífica de los Everglades. El Sol asomaba por el horizonte limpio de nieblas y de tráfico aéreo. Recordó la vez que navegaron juntos, la expresión en la cara del tío igual a la de quien se emociona con la inmensidad del mar o los dibujos de animación en el cine, así como también la pasión hablando de Cuba, esa patria arraigada a lo más profundo de su corazón. En definitiva, soltó el ancla y dejó que la suave brisa le llevase con la imaginación hasta Puerto Escondido, a la infancia que atesoraba dentro de sí. Rescató de la memoria una conversación que mantuvieron su mamá Mirta con el tío Rodrigo y que él oyó por casualidad yendo a recoger el balón que se les había escapado. Ella, sentada a la sombra de aquel árbol donde cosía la ropa que los más pequeños rompían jugando, surgió lo siguiente:
          –¿Hermano, crees que son felices? –refiriéndose a nosotros, mientras que, ajenos al futuro incierto y caprichoso, corríamos detrás de la vieja pelota deshinchada.
          –Ay, mijita, no lo sé. ¿Tú lo eres? –preguntó el otro, un silencio abrumador surgió entre ambos. A lo lejos, la inconfundible voz de Antonio Machín llegaba desde algunas cuadras más allá.
          –A veces me pregunto hasta qué punto los progenitores tenemos derecho de tomar ciertas decisiones que afecten directamente a nuestros hijos e hijas.
          –Siempre suele ser por su bien –respondió Rodrigo no muy seguro.
          –Ya, ¿pero y si en nuestro deseo los arrastramos hacia un precipicio sin marcha atrás? –Recordando ahora aquella conversación, Ernesto imaginó que su mamá intuía algo respecto a la desgracia del naufragio.
          –Anda, no te atormentes y deja que la brisa del mar roce tus cabellos. ¿Vendréis a la excursión del domingo?
          –¿Adónde? Nadie me ha dicho nada.
          –A la Cueva de los Tiburones –llamada así porque dentro vivió un tiburón gato. Entonces, al decir esa frase los chicos y chicas se arremolinaron alrededor de ellos sedientos de aventuras.
          Hasta tomar Donald Trump posesión de su cargo, los pueblos Stanstead, de la provincia de Quebec, Canadá, y Derby Line, en Vermont, EE. UU, vivían en paz, compartiendo en un mismo espacio la casa de la Ópera Haskell, en la parte canadiense y la biblioteca en el lado estadounidense. Dentro, la única marca que indicaba en qué lugar de la frontera estabas era una cinta adhesiva de color negro pegada en el suelo. Pues bien, hace relativamente poco, Sylvie Bourdreau, presidenta de dicho centro cultural recibió un correo electrónico de la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de Estados Unidos en el que se le avisaba de la prohibición de acceder los canadienses por la puerta principal, situada en el otro lado, y a la que llegaban siguiendo la acera lateral que bordeaba el edificio. Por tanto, a Sylvie no le quedó otra alternativa más que habilitar un acceso por la puerta de emergencia con salida por Stanstead. Así que, el Presidente Trump, además de todos los cambios, incomprensibles y peligrosísimos, realizados hasta el momento, ha decidido levantar muros a la cultura y las artes en general. Ernesto Acosta supo de esto a través de una hoja de periódico donde iban envueltas las hortalizas que compró en el mercado de Naples, al que acudía una vez al mes. Para él fue muy emocionante, no en sí la noticia, sino localizar entre los participantes de la protesta, en apoyo a todos los vecinos de ambos pueblos, a Koa y Amy Dayton, muy envejecidos, encabezando la marcha, megáfono en mano, con esa expresión reivindicativa, propia de todo activista que va localizando con la mirada posibles adeptos. Bastantes días después Ernesto se encontró con un pescador, defensor también de dichas causas y con el que coincidía muy de tarde en tarde.
          –¿Qué tal, morenito? –preguntó apoyando el pie en el borde de la barca, mientras liaba un cigarrillo con absoluta destreza.
          –Bien, limpiando las herramientas para salir a navegar en cuanto mejore el tiempo, aunque todavía lloverá durante toda la semana –el muelle estaba semi vacío, con apenas unas pocas personas trajinando en él, además del crujido de la madera y el vaivén de las olas a lo lejos–. ¿Y tú, cómo estás?
          –Acabo de volver de Vermont –dijo con tono entristecido.
          –¿Has estado con los Dayton en las protestas? –pregunto esperanzado por saber del matrimonio.
          –Sí, éramos los de siempre, y es una pena, la gente ya no quiere comprometerse porque tiene miedo de que les señalen o que les traiga consecuencias. Estuvimos conversando pacíficamente con más compañeros cuando los detuvieron delante de nuestras narices, fuimos a protestar a las puertas de los juzgados y no apareció nadie, no se sabe adónde los han llevado, en qué condiciones, ni cómo –el hombre se giró y sacó la cuerda del agua para enrollarla poco a poco, mientras hacía un gesto de lamento arrancando el motor cabizbajo. Ernesto Acosta pensó que de ser más atrevido se habría lanzado a investigar el paradero de los ancianos, pero lo más que hizo fue poner rumbo a los Everglades, a pesar de no ser aconsejable.
          –¡Desnúdate, vamos! –ordenó el carcelero a Koa Dayton a la vez que le entregaba el uniforme de la penitenciaría.
          –¿Dónde han llevado a mi esposa?, está enferma y necesita sus pastillas. Aguarden un instante, acá las tengo –metió la mano en el bolsillo y, al sacar un pequeño bote de plástico, le golpearon la mano cayéndosele al suelo.
          –Obedece, ¿acaso crees que tengo toda la mañana para contemplarte? –se jactó el agente pisando las pequeñas píldoras que mantenían con vida a Amy. La prisión federal ADX Florence, conocida como el “Alcatraz de las Montañas Rocosas”, está ubicada en el condado de Fremont, Colorado. Considerada de máxima seguridad, cuenta con celdas individuales donde los reclusos pasan todo el tiempo confinados. En una de ellas, Koa Dayton agotará el resto de los días sin haber cometido ninguna falta, solo por el mero hecho de luchar contra las injusticias. Sin embargo, Amy Dayton, no duró ni una semana en el Centro Correccional de Mujeres de Denver, donde la encontraron tirada en las duchas, saliéndole espuma por la boca, había fallecido cinco horas antes. Así concluye la trágica historia de ambos activistas cuyo ciclo de vida fue la entrega total a los demás. Aunque Ernesto Acosta no era creyente, rezó por aquellas dos almas la oración que de niño le enseñara su mamá.
          –He enviado el paquete con los artículos de primera necesidad que pedías, además de algunas partituras que compré en un mercadillo en Naples, espero haberlas elegido bien. En breve mandaré también algo de dinero –dijo el morenito por teléfono a Carmela con tono sonriente.
          –Espérate un poco, las cosas han empeorado y no sé si podré recoger el paquete. Ahora, todo lo enviado, corre el riesgo de ser confiscado en los exhaustivos controles de entrada al país.
          –Vaya, cómo lo lamento. ¿Y Gilberto, ésta ahí? –preguntó impaciente por escuchar el “mijito, ¿cómo le va?”.
          –Te manda saludos, tuvo que salir a un recado –la chica calló la verdad, en realidad llevaba ingresado cerca de un mes, con un virus desconocido que le hacía vomitar en cuanto injería siquiera líquido.
          –¿Os habéis echado a la calle a protestar? –Ernesto no disimuló la preocupación.
          –¿Por qué lo preguntas? –Carmela se puso bastante nerviosa, la habían llegado rumores de fuertes altercados a punto de ocurrir.
          –En Miami los inmigrantes latinos sin papeles temen ser expulsados y devueltos a sus países de origen, lo cual no garantiza su seguridad.
          –Acá, en La Habana, aunque sabes que los cubanos y cubanas somos muy pacíficos, en estos momentos de gran incertidumbre, peleamos por cosas muy básicas, por ejemplo, tener para comer al día siguiente. No me malinterpretes y pienses que no me importa la situación mundial de pobreza que hay, pero cuando las uñas del hambre arañan las paredes del estómago, apenas te quedan fuerzas para pensar.
          –Eso podemos solucionarlo: vente conmigo –el sonido de una clavija de cierre o apertura cortó la comunicación y la chica lloró desconsolada, cogió la mochila y, a falta de plata para la guagua, caminó varias cuadras durante una hora y cuarenta y cinco minutos hasta el hospital donde Gilberto parecía menos demacrado.
          –Dice el médico que no vomitas desde anoche, te dieron un poquitico de leche y la has retenido, esa es muy buena señal.
          –Pues me siento como si un trasatlántico me hubiese aplastado los huesos –dijo bajándose de la cama.
          –He hablado con el morenito –comentó como de pasada.
          –¿No le habrás dicho dónde estoy ni cómo, ¿eh? –la increpó.
          –Claro que no, ¿por quién me tomas? –soltó molesta.
          –Perdona, estoy demasiado susceptible, lo siento. –Gilberto Núñez y Carmela Benet siguieron recibiendo paquetes periódicos de Ernesto Acosta. Continuaron con sus profesiones: ella dando clases de música y él amenizando con su voz y guitarra los atardeceres en el Malecón habanero, fieles a los principios que los han mantenido en pie.
          –Cuando salgas de aquí, hasta que te recuperes, vendrás conmigo a casa, fui a la tuya y te traje esta ropa interior, cámbiate. Por cierto, la tienes hecha una pocilga…
          Transitaba por la US-41N/Tamiami Trail E. camino del diner ubicado en el viejo vagón de ferrocarril traído expresamente de Connecticut, cuando al morenito la nostalgia se le extendió por todos los poros de la piel, recordando la segunda vez que estuvo reunido allí con compatriotas cubanos que le contrataron para sacar de la isla a los suegros. El entorno había cambiado muy poco desde entonces, la iluminación seguía siendo pobre y el ambiente no dejaba de estar recargado de humos y olores, al frente del mismo, una joven pareja de sudamericanos, probablemente con el corazón en un puño por si los deportaban en cualquier momento, se esmeraban por atender a la clientela lo mejor posible. Al morenito aquel lugar le reconfortaba y no sabía muy bien por qué. Los últimos tragos de Corona, la cerveza de fabricación mexicana, su preferida, que le refrescaron la garganta y le perfilaron los labios con espuma, dieron paso a otras botellas, como queriendo ahogar en alcohol la apatía que deja casi siempre sentirse de brazos caídos.
          –¿Desea algo más? –preguntó la mujer de dentadura blanca, impoluta, igual a la camiseta de los Rolling Stones.
          –Pepinillos, un plato de pepinillos y media libra de filete de buey a la brasa –dijo Ernesto recordando a Andrew.
          –Tenemos la mejor carne de la comarca. ¿Es de por aquí o está de paso? –preguntó mientras preparaba un plato generoso con pepinillos.
          –De Chokoloskee –respondió por educación.
          –No lo conozco ni sé dónde está –la mujer perdió entonces interés.
          –Es un pequeño pueblo de pescadores al que se accede por Everglades City –el morenito bajó la vista y se concentró en la cena que iba a enfriarse. Pensó en el primer camarero que estuvo ahí, un tipo desdentado, de pies planos, con botas ortopédicas que arrastraba mientras barría y al que encontraron muerto de hipotermia no lejos de allí. Entre bocado y bocado, entre trago y trago, Ernesto repasaba secuencias de la vida como si al hacerlo consolidase más su existencia. Sin embargo, le abstrajeron de los pensamientos y la emoción, un grupo de motoristas hambrientos camino de Tampa, según oyó comentar. Apuró el último sorbo de café y se puso en carretera lamentando no haberlo hecho antes por la caravana de automóviles que había. Era temporada de pesca competitiva, se daban cita en los alrededores gentes de toda la Florida y otros estados del sur, por lo que en EFC Everglades Fishing CO se duplicaba la faena y, aunque él ya no trabajaba para la empresa, salvo sábados y fechas puntuales, puso rumbo en esa dirección con la idea de dar una cabezadita en la camioneta antes de que abriesen la tienda.
          –¿Qué tal, muchacho? –preguntó el encargado a la par que alzaba el cierre.
          –Bien, señor, con algo de sueño, pero bien –respondió restregándose los ojos.
          –A ver cómo se presenta hoy la jornada, ayer tuvimos muchos clientes –le dio la vuelta al cartel de closed por open, Ernesto barrió la entrada.
          –Dentro de dos meses me largo, cojo el retiro, estoy cansado de los jefes, seré más pobre, pero más feliz.
          –Creo que viene un año bastante activo de tormentas tropicales, que podrían convertirse en potentes huracanes. La Administración Nacional Oceánica y Atmosférica de Estados Unidos le ha quitado hierro al asunto y es que, desde que el Presidente Trump tomó el poder, ha recortado el presupuesto de dicha agencia y a despedido a casi mil trabajadores, porque niega el cambio climático y lo considera una conspiración progre.
          –¿Y tú cómo sabes tanto? –dio media vuelta y se metió en el almacén. Apenas cruzaron más palabras salvo para despedirse.
          Ernesto Acosta se sentó en el porche con vistas a la Bahía de Chokoloskee, buscó un disco de vinilo de canciones cubanas y lo pinchó en el viejo tocadiscos. Siguiendo el ritual, aprendido de Andrew, limpió la trucha que pescó para la cena y la preparó en la cocina según la receta de Tracy. Regresó a la butaca con una jarra de limonada bien fresquita, la puesta de sol apareció por el horizonte con su mezcla espectacular de rojos, azules y amarillos tapizando el lienzo del cielo. Entonces, de repente, y sin esperarlo, un pinchazo le encogió el pecho. “¡Argelina! ¡Papi! ¡Jorge! ¡Mami!”. La oscuridad y el sudor gélido se apoderaron de él. “¡Ayudadme! ¡No sé nadar! ¡Ayudadme! ¡Mami! ¿Dónde estás, Argelina? ¿Y la niña? ¿Y la niña? ¡Jorge! ¡Jorge! ¡Agárrate, no te sueltes!”. Una fuerte sacudida le levantó del asiento y, como si nada, fue hasta el fogón donde aguardaban su festín y, sobre la mesa, los cuadernos que ha ido escribiendo a lo largo de los años, episodios de la vida propia y ajena, sentimientos plasmados en caliente, ejercicios que le han servido de terapia para no enloquecer en los momentos complicados y difíciles. Algunas noches, aunque ya más espaciadas, sufre la pesadilla del naufragio y se ve en la balsa con un cadáver a su lado, los buitres planeando por encima y la muerte, vestida de blanco, pisándole los talones. The Garber House quedó en un proyecto fallido, un cristal hecho añicos cuya idea de ofrecer refugio y alojamiento a aquellos que cruzan el Estrecho de la Florida y necesitan permanecer un tiempo escondidos hasta arrancar con los planes de futuro. Cerró con llave la habitación de Tracy, guardando dentro los mapas y todo lo relacionado con la travesía, así como un listín telefónico de posibles contactos. Cogió su bolsa estanca, apagó las luces, se dirigió al muelle y, una vez acomodado en la barca, se dirigió hacia la zona más salvaje de Los Everglades, adonde Andrew le enseñó a sobrevivir ante la adversidad. El movimiento peculiar de los caimanes ondulaba el agua, paró la barca, lanzó la caña y dejó que los peces picasen el anzuelo…

domingo, 25 de mayo de 2025

La otra Florida

18.

Y regresaron las pesadillas…
          Ernesto Acosta gritaba en mitad de la oscuridad: ¡Argelina! ¡Papi! ¡Argelina! ¡Jorge! ¡Mami! ¿Dónde está la niña? ¡Argelina, cógeme de la cintura! ¡Jorge, cuidado con las olas! ¡No te veo! ¡Mami, mami, tengo miedo! ¡Mami…! En su imaginación o tal vez fuera producto del subconsciente, sintió las burbujas que salen a la superficie cuando un cuerpo se sumerge hacia el fondo, cejas y pestañas congeladas por el agua a temperatura bajo cero, la piel gris azulada, ya sin vida y la respiración de los tiburones cada vez más cerca. Aunque apenas llegaba a Cuba información sobre el extranjero, consiguió enterarse de que toda la parte sudoeste de Florida sufría un apagón de más de setenta y dos horas, así que, intuyó que en el vecindario los generadores sonarían al unísono, así como los crujidos de madera en el muelle de la Bahía. Eran las 2:27 p.m., a la caída del sol partiría con el hombre desconocido, hasta que llegase ese momento decidió pasear por la ciudad. Llegó caminando al Gran Teatro de La Habana Alicia Alonso y, un poco más allá, a un café cercano donde pidió la especialidad de la casa: un expreso muy endulzado, además, también preguntó si tenían algo de prensa internacional, el camarero hizo oídos sordos.
          –¿Le limpio los zapatos? –dijo un crío de unos nueve o diez años aproximadamente.
          –No, gracias. Así están bien –contestó sonriente.
          –Por dos dólares se los dejo como nuevos –insistió con vehemencia.
          –De verdad que no. ¿Tendrías que estar en la escuela? –trató de ser convincente sacando la billetera con amago de darle una propina.
          –Tengo algo que puede interesarle, pero vale tres dólares –le enseñó el pico del periódico que guardaba dentro de la camisa.
          –¿Tú crees? –preguntó desconfiado.
          –Oí cómo se lo pedías al camarero –aseguró con gesto pícaro.
          –Es de mala educación escuchar las conversaciones de los mayores –la cara del pequeño se tornó triste y Ernesto comprendió enseguida que todo era válido para conseguir plata con la que comprar en el mercado negro. Pagó al chaval y éste escapó a correr tan contento.
          Cómo llegó hasta el niño el diario español EL PAÍS, en su edición mexicana, era un misterio que nadie estaba dispuesto a desvelar, pero a Ernesto Acosta eso le traía sin cuidado, ya que solo le interesaba cómo contaban las cosas fuera de Estados Unidos y, fundamentalmente, la versión que daban respecto a la figura y a las políticas de Donald Trump. Se celebraba el festival de Coachella (Indio, California), con conciertos de música clásica, pop y rap de la Filarmónica de Los Ángeles cuando apareció en el escenario el senador de izquierdas Bernie Sanders, representando al Estado de Vermont, muy crítico con la actual Administración respecto a las medidas aprobadas a golpe de decretos, al despido masivo de empleados federales y la privación de libertades. Junto a Alexandria Ocasio-Cortez, miembro de la Cámara de Representantes, por el 14º distrito congresional de Nueva York, proclaman el lema “todos deberíamos poder votar en las elecciones Presidenciales”. El morenito recordó a Koa y Amy Dayton quizá preguntando en alguna de aquellas convocatorias masivas que hacían por todo el territorio: ¿Estará en peligro la democracia en Estados Unidos? Casi supo el discurso que darían y, tal vez, la respuesta. Sin embargo, le llamó la atención un cuadradito en la esquina inferior derecha de la página con la historia de Daniela Patricia Ferrer Reyes, una niña cubana de tan solo siete años, hija del líder opositor más importante del oriente cubano José Daniel Ferrer, y de la activista política de la Unión Patriótica de Cuba Liettys Rachel Reyes, pues bien, la pequeña era víctima del proceso legal, largo y desgarrador para conseguir asilo y quedarse con su mamá en la ciudad de Amarillo, al norte del Estado de Texas, donde ha mejorado muchísimo su calidad de vida, pero lo más indignante era que tenían hasta noviembre para encontrar representación legal, de lo contrario sería deportada a Cuba donde asistiría a la encarcelación continua de su papá y allanamiento de su casa. Ernesto Acosta, presenciando in situ el declive de la patria que le vio nacer, y el futuro tan gris que tendría allí Daniela Patricia, lamentó no conocer a ningún abogado para ayudarla. Cuando se quiso dar cuenta tenía el tiempo justo para coger su bolsa estanca y llegar a la playa de donde partirían. Con las coordenadas que le dio la nieta mayor de Rodrigo Núñez anotadas en un papel arrugado guardado en el bolsillo del pantalón y la vieja brújula de Andrew en el otro, dejó atrás la breve estancia en el cogollo de sus orígenes.
          Un escalofrío recorrió la espalda de Gilberto al ver cómo se alejaban en el horizonte convertidos en una diminuta mota hasta desaparecer. La balsa, construida con los peores materiales encontrados en la isla, era inestable, lo cual no impidió que partieran en la fecha y hora prevista, a pesar de que el Centro Nacional de Huracanes avisara de la llegada inminente de uno bastante potente, con categoría 7, cuya esperanza era que disminuyera al tocar tierra. Aunque Ernesto Acosta trató por todos los medios de posponer la salida, el tipo que contrató la locura de aquella aventura se negó. El morenito iba con los ojos bien abiertos, comprobando continuamente que el chaleco salvavidas –se negó a no llevarlo– estuviese bien ajustado, así como no perder de vista la posición de la Luna, tal y como aprendió en su primera lección de navegación. Muy a lo lejos, enfocando con los prismáticos, creyó visualizar a la Guardia Costera, sin embargo, tan solo era una camada de aves migratorias que con su vuelo rozaban incluso el trópico de cáncer. De repente, nubes bien formadas cubrieron el cielo por completo. Tenía un mal presentimiento manifestado a través de la sequedad de boca, notó un bulto en el bolsillo del pantalón, metió la mano dentro y palpó una bengala de humo, algo le dijo, quizá el instinto, que la conservase, así como proteger dentro del chubasquero la bolsa estanca. Todo guardaba suspense, incertidumbre, sorpresa, hasta que el hombre inició conversación.
          –El 7 de agosto de 1976 una enfermedad respiratoria me salvó la vida –hizo una pausa–. Era muy pequeño cuando más de cuarenta balseros, entre ellos mi mamá, embarazada de ocho meses, se lanzaron a cruzar el estrecho de la Florida. Recuerdo tal enfado que no la despedí, fui un estúpido, lo reconozco, ahora me arrepiento –miró al infinito, tomó aire y…, Ernesto le cortó.
          –Asegúrate bien, en breve entraremos en zona muy peligrosa –continuó sin hacerle caso.
          –Pasada la fiebre, y aún muy débil, asimilé las palabras de consuelo de la abuela para que aceptase la realidad, es decir, mami no volvería más. Pero yo contaba los días postrado en cama a la espera de recibir noticias suyas –entornó los párpados y se rascó la cabeza–, alimentando la esperanza de reunirnos en una preciosa casa de Mississippi, adonde siempre quisimos ir. Después, durante años, alimenté la esperanza de que mi mamá y hermanito viviesen en alguna isla desierta del Planeta, y que soltasen una bengala, igual a la que guardas tú –debió de vérsela antes de embarcar–, y que al estallar el humo contra el Universo formase mi nombre, pero la mayoría de los sueños no se hacen realidad y crecí entre los tentáculos del rencor donde fui preparando la venganza –el morenito estaba desconcertado hallando la manera de recuperar los mandos de la situación y reconducirla hacia lo importante: salvar el pellejo.
          –Cuidado, rema más fuerte por babor o nos desplazaremos varias millas –temblaba el cuerpo de Ernesto, bien por frío, bien por pánico.
          –Pero el tiempo pasaba, me hice adulto e indagué sobre aquel naufragio que delante de mí nadie comentaba, mantenido como tabú, a pesar de los rumores, cada vez más fundamentados, de que hubo un solo superviviente –el oleaje comenzaba a ponerse violento, llenando de agua espumosa el suelo de la balsa.
          –Has de ir más atento, yo no puedo hacerlo todo y en cualquier momento alguna corriente nos puede arrastrar hacia el Golfo de México –ni por esas.
          –Más tarde me enteré de que fue hallado el cadáver de una mujer y su feto. Gracias a la documentación que llevaba plastificada y cosida al dobladillo del vestido, nos localizaron en Puerto Escondido, el abuelo y otros familiares fueron a reconocerla.
          –En este momento tan delicado no entiendo por qué me cuentas todo eso, cuando en realidad lo único importante es mantenernos a flote.
          –¿Serías capaz de repetir la historia arrojándome por la borda con tal de salvarte?
          –No digas estupideces –temía muy mucho lo que vendría a continuación.
          –¿Te suena la historia? –claro que le sonaba, pero no se podía permitir el lujo de bajar la guardia.
          –Si los cálculos no fallan estamos a menos de la mitad de camino, ve atento a cuanto te parezca extraño –Ernesto sintió pánico de aquel individuo tan misterioso y de la negrura de la noche que saca a pasear de los escondites a los fantasmas.
          –Fíjate, qué casualidad, y resulta que esa persona eres tú –la tormenta eléctrica asomaba entre el confín de la realidad y la ficción.
          –No te quites el chaleco –lo hizo y lo lanzó lejos llevándoselo el mar.
          –¿Por qué no la llevaste contigo? –no había escapatoria.
          –Estaba muerta y los buitres revoloteaban por encima de nosotros –el morenito sollozaba ocultando la cara con las manos.
          –Eres un asqueroso asesino, un ingrato, un traidor –se abalanzó contra él cogiéndole desprevenido.
          –¡Pero qué haces!, ¿te has vuelto loco? –Ernesto Acosta sacó fuerzas y se separó–. ¡No pares el motor! ¡Arranca! ¡Arranca!
          –¡Llegó tu hora! –reía histérico.
          –Nos vamos a matar –el morenito entró en pánico
          –Soy el elegido, has de pagarlo –Ernesto pensó que no podía estarle pasando eso.
          –¡Coge el remo! ¡Rema! ¡Rema! ¡Cuidado! ¡Rema! ¡Nos vamos a matar! ¡REMA! ¡No te muevas! –lucharon contra un oleaje infernal, agresivo, que los llevaba hacia el Golfo de México como si descendieran por un tobogán. Ernesto se bloqueó en el fondo de un agujero cuyas paredes de agua le impedían trepar, hasta que imaginó que Andrew y Tracy le empujaban del culo.
          –¡No puedo, no encuentro el remo, no puedo!
          –¡Gira! ¡Gira! ¡Gira…! –Ernesto Acosta consiguió dominar los nervios.
          –¡No quiero morir! ¡No quiero morir! –dijo suplicante.
          –Tenemos que virar a babor para salir de este remolino, Cayo Hueso está en aquella dirección –concretó el morenito, cuando consiguieron enderezar la embarcación quedaron exhaustos, con los ojos cerrados, tumbados en el suelo empapado todo lo largo que eran y a punto de desmoronarse. Pasados tres cuartos de hora, encima de ellos, se abrió un cielo absolutamente raso. Iban a la deriva, sin motor ni remos, solo con la voluntad de cada uno, la destreza de sus manos y la suerte de cara.
          –¿Qué se siente habiendo estado al borde de la muerte? ¿Te haces idea de cuánto pudo sufrir mi mamá? ¿Por qué lo hiciste, por qué? –Tras la calma a veces vuelve la guerra.
          –Como te dije, ya estaba muerta –le temblaba el labio inferior al morenito.
          –¡Mientes! –reinició la venganza.
          –Lo juro, nada pude hacer por ella, ni por los míos, ni por nadie. ¡Nada!
          –¿Y por ti, sí? –el comentario estaba cargado de furia.
          –A menudo sufro de pesadillas, tengo el brazo muy largo, cada vez más, pero cuando estoy llegando a donde están los náufragos para rescatarlos, se alejan y ya no logro alcanzarlos.
          –Pero vives y tuviste futuro, lo que ellos no –Ernesto lloró de nuevo.
          –No sabes cuánto deseé haberme ahogado aquel día, mi sufrimiento ha sido muy intenso.
          –¿Intenso? ¡No fastidies!, te salvaron dos tontos de remate que te lo dieron todo.
          –¿Cómo lo sabes y que fui el único que se salvó? –preguntó tras limpiarse la nariz.
          –Ahora viene la segunda parte –resonaron sus carcajadas hasta el infinito.
          –¿A qué te refieres? –otra sorpresa más, no, suplicaba para sus adentros.
          –Hay mil maneras de sobornar a las personas, todos lo somos y a ti mijito te han traicionado –se le nubló la mente y prefirió no pensar.
          –En fin, concentrémonos en llegar a tierra firme –de repente, una manga de agua apareció por estribor cogiéndoles por sorpresa–. ¡Cuidado, agáchate!
          –Si yo caigo, tú caes –el hombre misterioso, de pronto, con un movimiento relámpago sacó un mosquetón de alpinista enganchando el cuerpo de Ernesto a la cuerda que rodeaba la balsa, éste se agarró con todas sus fuerzas mientras que el otro intentaba volcarla columpiándose de izquierda a derecha con ambas piernas, sin embargo, entre blasfemias, carcajadas, amenazas e insultos, perdió el equilibrio y cayó por la borda, quedando solo en la superficie la cabeza.
          –¡Dame la mano! ¡Dame la mano! –exclamaba el morenito.
          –¡Ayúdame! ¿Dónde estás? ¡Ayúdame! –suplicaba el náufrago.
          –No alcanzo, aguanta un poco –Ernesto peleaba para soltarse y poderle lanzar la cuerda, pero resultó imposible–. ¡Aguanta, por el amor de Dios, aguanta!
          –Lo has vuelto a conseguir –esas fueron sus últimas palabras. En el derrumbe de su interior sonaba el eco devuelto desde alta mar: ¡Argelina! ¡Papi! ¡Mami! ¡Jorge!; y la voz de Tracy diciéndole que espabilase. A tientas logró sacar la navaja multiusos de Andrew y liberarse. A la deriva, sin tener claro hacia dónde iba, visualizó el muelle donde estacionó su barca para dirigirse a la Bahía de Chokoloskee, a su casa, a su cama, con sus guardianes… Tiempo después supo quién le había vendido por dinero, uno de los contactos del tío Rodrigo, al menos así lo recuerda.
          Aunque la iglesia católica tiene poca influencia en Estados Unidos, los estadounidenses siguieron el funeral del Papa Francisco a través del viaje a Roma de Donald Trump junto a Melania, de riguroso luto, destacando como una de las damas más elegantes de las delegaciones que acudieron. El Presidente aprovechó la presencia de la prensa internacional para reunirse con Volomidir Zelenki y que dicha foto apareciera en las portadas de todos los periódicos mundiales. El contenido del encuentro nunca se sabrá en profundidad y de lo poco que transcendió se conoce, tan solo, que hay abiertos canales de diálogo entre ambas administraciones. Sea como fuere, lo más relevante es que ejerciendo Trump de mediador entre Rusia y Ucrania, y con la esperanza puesta en un alto el fuego inmediato, han firmado un acuerdo donde la Administración estadounidense se beneficiará de los recursos minerales ucranianos. Desde el naufragio del hombre misterioso, el primo Gilberto estaba pendiente del morenito, quizá arrepentido por haberlos presentado, de modo que, a pesar de las dificultades existentes en Cuba para comunicarse con el exterior, cada día conversaban haciendo uso de alguno de los canales disponibles. En una de las más recientes, mientras que el morenito veía por televisión la Plaza de San Pedro del Vaticano llena de fieles despidiéndose del Pontífice, cuando le sonó el celular, era una llamada de Carmela, la nieta mayor del tío Rodrigo, desde la escuela de música donde impartía clases.
          –¿Cómo estás, mijito? –se oyó la voz de Gilberto.
          –Preparándome para ir a pescar –respondió eludiendo una explicación más detallada y profunda.
          –Hola Ernesto. ¿Cómo estás? –intervino ella mirando desconfiada por si alguien los descubría en el despacho.
          –Bien, gracias. ¿Qué hay de nuevo por allá? –optó por mostrarse frío.
          –Ahora iremos a una misa en la Catedral de La Habana por el Papa Francisco, los mejores músicos del país han preparado la parte musical y otras personalidades destacadas resaltarán de su papado la magnífica labor realizada a favor de los excluidos, de los marginados, de todos los diferentes, de la paz universal–dijo Carmela.
          –¿Y vosotros no estáis entre ellos? Sois excelentes profesionales –aseguró.
          –Pero no estamos dentro de los importantes –intervino Gilberto.
          –Lo que cuenta es asistir por él, por Francisco –expresó Carmela con absoluta sencillez.
          –En Chokoloskee su mandato pasó desapercibido, pero la prensa, incluida la de aquí, destacan de él su humildad y sencillez y lo alejado que estaba de las riquezas del Vaticano.
          –Y transgresor, abriendo las puertas de la Iglesia a todo ser humano –añadió Gilberto.
          –Sin embargo, no se atrevió a autorizar el ordenamiento de mujeres –lamentó Carmela.
          –¿Qué tal tu abuelo? –quiso saber el morenito, todo quedó en silencio. Minutos después dedujo que se había producido un corte de suministro en la Empresa de Telecomunicaciones de Cuba S.A.
          A partir de ese momento, sin haber asimilado el naufragio del hombre desconocido, Ernesto Acosta se dedicó solo y exclusivamente a vivir cada día de manera tranquila, atendiendo a sus propias necesidades que, a decir verdad, eran pocas.

domingo, 11 de mayo de 2025

La otra Florida

17.

Los días en que el glamur de Los Ángeles quedó hecho cenizas, con los habitantes corriendo por las calles como alma que lleva el diablo, desencajados al huir de los hogares arrugados por el monstruo de las llamas devorando cuanto encontraba a su paso, Ernesto Acosta, impactado por las imágenes que le recordaban a aquellas otras del fatídico 11-S, preparaba el equipaje con artículos de primera necesidad para los suyos y un bloc para escribir música, con ilustraciones hechas a mano, para la nieta de Rodrigo Núñez, incluyendo también la bolsa estanca con sus cosas. Todavía faltaban quince horas para aterrizar en el Aeropuerto Internacional José Martí, de La Habana, sin embargo, no dejaba de pensar en las consecuencias que le acarrearía el solo hecho de pisar suelo cubano y ser detenido, tirando por tierra el esfuerzo y sacrificio de Andrew y Tracy, además del propio naufragio de sus padres y hermanos quizá para que él prosperase. Pero, dentro de su corazón tenía deudas por saldar desde hacía mucho, tal vez el arrepentimiento de no haberse quedado flotando en aquellas aguas, cogido de la mano de Argelina o de su papá, no obstante, el destino quiso que se quedase para contarlo. Mientras que las televisiones emitían sin interrupción la tragedia ocurrida en una de las ciudades más avanzadas de Estados Unidos, lejos de allí, Gilberto se apartó de un grupo de jóvenes que bailaban salsa frente al Malecón. Entonces, miró en dirección a Cayo Hueso, respiró profundo, echó la vista atrás, a su infancia, a los juegos inocentes y callejeros, al adoctrinamiento respetuoso hacia aquel individuo vestido de militar con potestad para elegir a quien darle un poquitico de leche. Encendió el celular de prepago comprado en Miami, y marco el único número que había grabado en agenda. Tras varios tonos de llamadas y el amago de cortarse un par de veces, pudo comunicar.
          –¿Me oyes? –preguntó el cubano en voz alta al descolgar.
          –¡Apenas te escucho! –respondió el otro–, hay muchas interferencias.
          Mijito, ¿tú me recibes bien? –insistió. De repente, un pitido ensordecedor casi les deja sordos.
          –¡Ahora sí! ¡Por fin! –exclamó el morenito.
          –¿Qué tal vas? –temió una respuesta negativa.
          –Muy nervioso, no lo voy a poder hacer, es horroroso volver a pasar por el mismo punto donde naufragaron mis papas y hermanitos. ¡No voy a poder!
          –Ya verás como sí. Dentro de poco iré a recogerte, he pensado que vayamos a ver al tío Rodrigo, está muy viejito y no nos reconocerá, pero a lo mejor tiene un momento de lucidez y se alegra de vernos.
          –De acuerdo. ¿Dónde está?
          –En el Hogar de Ancianos de Santovenia, en el municipio habanero de El Cerro.
          –No sé –dijo indiferente–. Necesito que me pongas en contacto con su nieta mayor, tengo una propuesta para ella.
          –Sólo tienes cuatro días –recalcó Gilberto.
          –Suficientes –aseguró el morenito.
          –Hablaré con la niña.
          –¿Cómo se llama?
          –Carmela Benet.
          Antes de emprender la aventura, sacó el contenido del sobre que Gilberto le entregó, dentro había, además del pasaje, una visa de turista, un seguro de viaje con cobertura médica y las instrucciones para completar un formulario digital, lo adjuntó todo al pasaporte americano y lo puso en la repisa del aparador, entre las fotos de Andrew y Tracy. En la puerta de entrada del Aeropuerto Internacional de Miami, se apeó del taxi con la hora justa. Para Ernesto Acosta era completamente nuevo coger un avión y salir de Chokoloskee hacia lo desconocido. Una vez dentro, en la sala de embarque, buscó los servicios y, a punto de reventar, orinó sintiendo escozor en el tubo largo de la uretra. Durante algo más de noventa minutos de vuelo se mantuvo en tensión, lamentando haber elegido asiento de ventanilla, hasta que, a través de la inmensidad del mar y su infinita belleza, comprendió que bajo aquellas aguas azules se desarrollaba el mayor ecosistema del Planeta. Junto a él, en el asiento contiguo, un joven investigador estudiaba mapas rarísimos en la pantalla de la computadora. De reojo observó el morenito que no había limitaciones territoriales entre países ni ciudades, tan solo trazos irregulares en distintos colores y una bola deforme aparentando la Tierra. Los propios nervios, y la esperanza de que si se estrellaban podrían tomarse de la mano, le incitó a hablar más de la cuenta.
          –¡Qué imágenes tan interesantes! –se extrañó de iniciar conversación.
          –Sí, son apasionantes –respondió con desgana en un inglés bastante académico.
          –Me llamo Ernesto y soy pescador –anunció todo orgulloso.
          –Encantado –ladeó la sonrisa y regresó a sus números y sus notas. Sin embargo, lo más curioso fue cuando dio a reproducir un video de corta duración.
          –Perdone si me meto, ¿pero lo que se ve son pedacitos de plástico sacados del intestino de esa tortuga?
          –Sí, son los llamados microplásticos. Desgraciadamente la invasión de todo tipo de basura arrojada a los océanos, a los ríos, a suelos de cultivo, así como el abandono total de los vertederos contribuyen a destruir la vida animal, vegetal y, por ende, la nuestra.
          –Alguna vez, limpiando peces, he encontrado en sus tripas, algo similar a un tapón de botella casi destruido por los jugos del estómago.
          –Pues fíjese, algo tan insignificante como puede ser esta menudencia –sacó de la cartera un pedacito recortado de una tarjeta de crédito–, se fragmenta y se convierte en fibras más pequeñas que un pelo humano, entonces se transporta por el aire y cae en cualquier sitio. Es decir, sobre el pienso que come el ganado, sobre los huertos que alimentan a las personas, sobre el agua que bebemos, impregnando el oxígeno que respiramos.
          –Y si está tan claro que los plásticos dañan la salud de todo, ¿por qué no los retiran de la circulación?
          –Es un gran negocio que mueve millones. Por ejemplo: la ropa que usted y yo llevamos también desprenden partículas que se nos cuelan al interior por las fosas nasales, nuestro organismo ya las reconoce y digiere. ¿Se imagina la inversión a realizar por las empresas importadoras de dichos materiales para cambiarlo por otros ecológicos y confeccionar así sus prendas? Ni los gobiernos, ni los grandes empresarios estarían dispuestos a apostar tan alto. Nosotros, la organización a la que pertenezco, somos un grupo de biólogos, científicos, antropólogos, luchadores por el medio ambiente, que abogamos por un mundo menos consumista y más simple.
          –Lo entiendo muy bien, el pueblo de dónde vengo no mana en la abundancia, vivimos de lo que da el mar y nuestro poder adquisitivo es muy bajo –deseó con todas sus fuerzas seguir hablando y despejar la mente mientras que no tomase tierra el aparato de hierro donde iba montado. Sin embargo, el individuo volvió a despejar equis en los algoritmos que solamente él conocía.
          De repente regresó el silencio con sus gusanos arañando la barriga y el sudor frío empedrando la frente, ya no había marcha atrás, ni escapatoria, una vez más le ahogaba en la garganta el sentimiento de orfandad, la sensación de que todo saltaría en mil pedazos: la vida, el mundo, ese avión… Entonces, entornó los parpados y se dejó llevar con la imaginación hasta el Parque Nacional de los Everglades, afanado en alguna competición a ver quien capturaba el pez más grande de la comarca y haciéndolo con sumo cuidado para no encallar por lo bajos que resultaban los canales. Despertó a causa del grito de alguien manifestando desmayo y la carrera de la azafata llevándole una bolsa de papel donde respirar. Separados por el pasillo, en la otra fila, vio a una mujer rezando el rosario y reflejada en la cara el estado de paz. En ese momento él, que no era creyente, querría haberlo sido, haberse agarrado a un clavo ardiendo para eludir el peligro que le esperaba a saber dónde. Cuando la voz enlatada dijo: señores pasajeros, estamos a punto de aterrizar, abróchense los cinturones, el morenito ya lo había hecho. Entre empujones y golpes en las espinillas con los bordes de las maletas, salió a la explanada y visualizó a Gilberto.
          –¿Qué tal ha ido el vuelo? –preguntó alarmado por el aspecto demacrado que traía.
          –Salgamos de aquí cuanto antes –manifestó el morenito mirando a todas partes y apretando las mandíbulas por si visualizaba algún uniforme militar, manifestó el morenito.
          –Gracias a Carmela, la hija mayor de la prima Elsa, me han prestado un carro en la escuela de música. A la noche iremos a cenar a su casa y así habláis, aunque tenemos que llevar nosotros alguna cosa, he conseguido una libra de arroz y frijoles, ya sabes que aquí todo está racionado y se coge con libreta. Sube y disfruta de tus raíces –apenas prestó atención a las palabras del otro, concentrado en memorizar las coordenadas que trazó mentalmente para no ser arrastrados por las corrientes del Golfo de México.
          –Entonces, vayamos a comprar –Gilberto no paraba de reír.
          Mijito, esto no son los Estados Unidos, acá si compras en el mercado negro o en las pymes, te sangran. Ya hice acopio de alimentos, no te apures, eres mi invitado y yo respondo.
          –¡Uf! ¡Cuánta gente hay! –dijo agachándose en el asiento del copiloto.
          –¡Ay, chico, relájate, que nadie te va a meter preso y menos con tus papeles en regla! Devolvamos este amasijo de hojalata y disfrutemos del paseo a pie.
          Recorrieron el paseo del Prado que, de norte a sur, comprende desde la Fuente de la India y la plaza de la Fraternidad, hasta el Malecón; a su vez, esta alameda enmarca el límite de los municipios de la Habana Vieja y Centro Habana. Según avanzaban por la ciudad se sorprendió a sí mismo sonriendo, marcando con los pies el ritmo de las canciones que surgían de cualquier esquina, de cualquier ventana. Un aluvión de recuerdos le llenaron de nostalgia. Debía tener unos diez años, aproximadamente, se celebraba una especie de romería, el abuelo estaba muy achispado y bromeaba divertido, saludando efusivo a todo aquel que, conociese o no. Pero la abuela, que se le subía un sofoco sobre otro, no quería que hiciese el ridículo, así que, entre la mamá del morenito y ella, le obligaron sujetándole por los brazos a abandonar la fiesta. El resto de los familiares se quedaron, incluidos los más pequeños. Una niña forastera algo mayor que él y muy guapa, le enseñó a bailar merengue y a besarse en los labios con la emoción de la primera vez. Había olvidado ese episodio, como tantos otros en diferentes escenarios que naufragaron también de los suyos. De repente se le ocurrió una idea brillante, un retorno a los orígenes, una investigación a fondo sobre su verdadera identidad.
          –¿Podemos ir a Puerto Escondido, por favor? –cogió por sorpresa a Gilberto.
          –¡Haberlo dicho antes de dejar el carro, a ver ahora dónde consigo otro! –manifestó molesto.
          –No es problema, alquilemos uno –Ernesto estaba emocionado.
          –Aguarda un instante, deja que piense, cerca de aquí vive un amigo mío, nos prestará el suyo –así lo hicieron.
          Durante el trayecto de hora y cuarto aproximada, por un pavimento en muy malas condiciones, fueron callados, dejándose acariciar por el sol y el viento que entraba a través de las ventanillas, reparando así las arrugas que rotula la tristeza. Gilberto no se atrevía a expresar preocupación, tampoco el inquietante presentimiento que de vez en cuando acudía a violentarlo, haciéndole sentir responsable del destino incierto e inseguro que aguardaría al morenito, en el yin y el yang de aquellas aguas turbulentas que iba a navegar. No obstante, apartó los malos pensamientos y disfrutó del momento único e irrepetible. De la casa donde vivió Ernesto quedaba un solar con medio muro en pie, igual que todo lo de alrededor, víctima del abandono.
          –Debajo de aquel árbol mami daba de mamar a Argelina, mientras que Jorge y yo, con papi, jugábamos a fútbol –dijo esbozando una sonrisa–. Una vez nos visitó un pariente lejano del abuelo, venía desde España, adonde emigró con sus padres y otros pacientes, sin embargo, alcanzada la mayoría de edad comenzó a funcionar por su cuenta y a ganar plata. Cuando reunió lo suficiente para que su familia no pasase calamidades regresó aquí. Recuerdo haberle preguntado lo mismo a papi, tanto es así que, ese día, me fui a la cama convencido de que todos regresaríamos millonarios y podridos de lujo, pero no pudo ser.
          –¡Qué tremendo! Cuánto dolor, ¿verdad? –manifestó Gilberto compadeciéndose del primo.
          –Lo había olvidado por completo, pero ha sido llegar aquí y caerme un aluvión de pasajes encima, aunque puede que tal vez sean producto de la imaginación.
          De vuelta a La Habana fueron directos a la cita con el hombre desconocido que aguardaba en El Floridita, tomando un daiquiri. Al morenito le encantó el sitio, sobre todo, enterarse de que allí Ernest Hemingway se reunía con amigos para hablar de literatura y de los secretos de la navegación. Las condiciones aparecieron sin rodeos: no llevarían víveres, chalecos salvavidas ni bengalas, solos ellos dos, enfrentados a la fuerza del mar y a los remordimientos. Acordaron salir dentro de dos amaneceres, concretaron el punto de encuentro, anotó en una servilleta de papel las coordenadas, se las dio a Ernesto y desapareció sin decir palabra. El morenito se quedó blanco porque aquella ruta era literalmente peligrosa, con corrientes traicioneras y remolinos capaces de tragarse toda una embarcación entera. Pensativo, cayó en la cuenta, esa misma travesía la realizó de niño con su familia y cuarenta personas más. Caminó en shock pegado a Gilberto hasta la casa de la hija mayor de Elsa, quien los recibió con el pelo mojado recién salida de la ducha.
          –Os puedo ofrecer tan solo agua fría, he cambiado cosas de la cartilla de racionamiento por una medicina que necesitaba.
          –Hemos traído comida suficiente para que sobre –aseguró Gilberto mientras lo extendía todo sobre la mesa.
          –Sentaos –ofreció ella sin quitarle ojo al saquito de arroz y a la media libra de azúcar blanca que complementaría con el paquetico de café suyo y leche para los desayunos.
          –¿Cómo está el ambiente en la escuela? –a la chica se le entristeció el rostro.
          –Apenas tenemos alumnos, la gente joven ha emigrado y los pequeños también lo han hecho con sus familias, de modo que nuestras aulas están semi vacías.
          –¿Pero no preparabais espectáculo para estrenar en dos meses? –Gilberto se percató del silencio de Ernesto y quiso hacerle participar–. Carmela es una magnífica concertista que aquí desperdicia su talento.
          –Sí, pero la mitad de los participantes han abandonado el proyecto, con lo cual hemos suspendido hasta más adelante. Y no creas todo lo que dice Gilberto –dirigiéndose al morenito–, solamente soy una pianista.
          –Tu abuelo ya me habló de ti cuando me visitó en Chokoloskee –al fin Ernesto se decidió a participar de la velada. Ella se levantó y, de detrás de algunos cuadernos llenos de notas en el pentagrama, cogió tres vasos, una botella de ron y brindaron por la libertad–. Te he traído esto –la dio el bloc–, espero que te guste, ahí podrás escribir tus composiciones.
          –Muchas gracias, es precioso, jamás vi algo parecido –se acercó y le besó en la mejilla.
          –¿Qué sabes de tus hermanas? –a la chica se le apagó la mirada.
          –Nada, ambas se fueron a México poco antes de morir mamá y perdimos el contacto –hizo intención de seguir, pero se calló.
          –¿Quieres venir a Estados Unidos? –Ernesto la ofreció la oportunidad de proyectar su carrera en el extranjero, ciñéndose a lo que dijo Rodrigo: “mijito, esa niña debería de estar debutando por todo el mundo”.
          –Mientras que un solo niño, en toda La Habana, tenga la ilusión de estudiar música, yo no puedo fallarle.
          –Eres una gran mujer, si cambias de opinión, en Garber House, siempre tendrás un lugar adónde ir.
          –Gracias, de nuevo. Mamá dijo que si venías alguna vez te diese esto –le dio un papel grande doblado por la mitad–, no sé qué significa –era un mapa de navegación con la ruta más segura nunca vista por el morenito para atravesar el estrecho de Florida.
          –Gracias –dijo Ernesto como ausente.
          –Mañana iremos a ver a tu abuelo –intervino Gilberto.
          –Le gustará…
          Rodrigo Núñez pasaba el último tramo de la vida en el Hogar de Ancianos de Santovenia, en el municipio habanero de El Cerro, una institución religiosa en la que, para entrar, uno ha de entregar su propiedad y asegurar que no tiene nadie que le cuide. Bajo un sol de justicia Gilberto y Ernesto le visitaron a primera hora de la tarde con sus guayaberas empapadas en sudor y ese cansancio agotador que provoca siempre el calor asfixiante. Consumido por el deterioro cognitivo de la enfermedad y por la avanzada edad apenas quedaba nada del hombre atrevido y solidario que conoció. El silbido del vapor de la cafetera le trajo a la realidad, dejó a un lado cuaderno y bolígrafo, deteniéndose a leer un titular en su computadora: “El dólar en la cuerda floja, la guerra comercial de Trump también supone una guerra de divisas”. Estiró las piernas debajo de la mesa y pensó en la importancia que se le daba a la economía y lo desapercibido de los problemas sociales, de las deportaciones, de las separaciones fronterizas, arrancando a los hijos, a las hijas de los brazos de sus madres, de los recortes en servicios básicos, de los políticos que, en lugar de resolver, aniquilan con su mala gestión al más pobre, considerado inútil y despreciable. Ernesto había madurado en cuanto a analizar las cosas, ahora se sentía un hombre más libre, un ciudadano contrario a las armas, a la explotación, a la discriminación, a la supremacía blanca que ha conducido a los verdaderos ignorantes hacia el estercolero del odio.