domingo, 28 de abril de 2019

Beirut, Puerta de Atocha

16.

Los primeros síntomas de la enfermedad dieron la cara en el rango de lo cotidiano: no encontrar las llaves ni acordarse de si había comido, o confundir la fecha de ayer con la de hoy. En cuanto los problemas de orientación y el peligro de no saber regresar a casa se hicieron evidentes, un nieto de Naima tuvo que irse a vivir con ella. Al morir el marido, en un bombardeo a la salida de la mezquita, quedó atrapada voluntariamente en la guarida del abandono. ‘¿Hace mucho que está así?’, −dice conmovido Ahmad Abu-Abbad, acariciando la mano de su consuegra, sujeta entre las suyas−. ‘Menos de dos años’, −contesta el joven−. ‘No sabía nada. ¿Alzheimer?’. ‘Sí, bueno, algo similar. Una clase de demencia que no acaban de diagnosticar con claridad. Tras enterrar al abuelo se encerró en sí. Apenas hablaba, hasta que un día, antes de darnos cuenta, se desmayó en la calle al haber dejado de comer. Permaneció hospitalizada un mes largo, aquejada de “Anemia aguda con deshidratación”, o eso dijeron’. ‘¿Y te viniste aquí?’. ‘No, yo trabajaba fuera, y el médico dijo que estaba muy recuperada. Así que, cuando le dieron el alta, se quedó sola. Al poco perdí el empleo y su situación empeoró, con lo cual desde entonces nos hacemos compañía mutua’. Un mechón blanco de cabello encrespado se escapó del pañuelo, el joven lo colocó en su sitio con mucha ternura, y la anciana en agradecimiento le regaló el resplandor de una sonrisa desdentada. ‘Te preguntarás a qué he venido después de tanto tiempo, ¿verdad?’, −sin ningún interés el chico se encogió de hombros, y el beirutí, ansioso de respuestas, continuó hablando con sencillez−. ‘Yo no sé nada, mis padres murieron hace bastante tiempo y mis hermanos andan dispersos. Somos nuestra única familia’, −la señala−. ‘Quizá oyeras algún comentario que me sirva de ayuda. Piénsalo, es muy importante para mí encontrar pistas que me lleven hasta donde esté mi hijo’. ‘Nos vino a ver −refiriéndose a la nuera−, y se le notaba la tristeza y la preocupación. Además, recuerdo que repitió varias veces algo sobre cárceles kurdas y Siria. Lo siento, no sé más’. Ismael, observando a cierta distancia, intuyó que el chico no era del todo sincero…
          El misionero viajó a la población de Tamanrasset, en las montañas de Ahaggar, al sur de Argelia, para ultimar la salida de su joven protegido con el grupo de activistas que ayudan a migrantes refugiados a alcanzar el deseo de pisar tierras europeas. Mauritania se había convertido en la ruta elegida por más personas, aun siendo una de las más duras y peligrosas. ‘Siéntese, por favor −dice quien le atendió en un cobertizo hecho de adobe−. ¿Él es consciente del riesgo que corre? Nosotros no garantizamos la seguridad de la gente, sólo ponemos los medios a su alcance para avanzar en el peregrinaje. Durante algunos tramos del camino proporcionamos algo de alimento o asistencia sanitaria si se precisa. Pero nada más. Se lo aclaro porque después hay quien nos echa en cara determinadas cosas, sobre todo cuando salen mal’. ‘Sí, no se preocupe, lo sé. Y en cuanto al muchacho, está dispuesto a lo que sea con tal de llegar a Barcelona, donde le esperan’. ‘Perfecto. Entonces activaré nuestro protocolo interno y, en dos o tres semanas, nos pondremos en contacto con usted’. ‘De acuerdo, −aunque hizo intento de levantarse siguió hablando−. Verá, vengo de una comunidad muy pobre que se mantiene gracias a la solidaridad de las ONG con las que cooperamos. Así que, es imposible hacer frente a los gastos que esto genere’. ‘Eso no es problema, hombre. Los inversores anónimos adscritos a nuestra causa lo cubren todo’. El monje se fue esperanzado y con ganas de llegar cuanto antes para explicar su ausencia y la gestión realizada. Sin embargo, en el campamento, mientras tanto… Jamal Kundu, ajeno a los planes del otro, y habiéndose reestablecido sus fuerzas, se puso ropa limpia, dejó una nota escrita encima de la cama y se unió a la caravana que emprendió la marcha hacia el desierto.
          Abul Khan no se movió del lado de Salma, cuyo corazón seguía latiendo a pesar de la gravedad del mal que padecía. Pasaban los días y la mujer se aferraba a la vida, quizá estimulada por la voz de su hermano, que le contaba peculiaridades de la tetería, de los clientes más queridos y del país que le acogió cuando, desesperado, lo daba todo por perdido. Algunas mañanas entraba el médico a pasar visita. ‘¿Cree que oirá lo que digo, doctor Rahman?’, −pregunta al facultativo, fijándose en el nombre que pone en la identificación−. ‘Puede, −responde éste−. Hay estudios que apuntan a una audición casi total, aun estando sedado el paciente, como le ocurre a ella. Identifican los sonidos por separado, familiarizándose con ellos. Por tanto, es muy posible que sí’. ‘Comprendo, aunque me preocupa el hecho de que pueda sufrir o emocionarse’. ‘Bueno, habrá que probar, y pensar que dicho ejercicio va a ser positivo para una mejoría, al menos parcial, ¿no le parece? Se dan casos en los que rescatar de la memoria anécdotas o viejas historias estimulan el cerebro hasta recuperar el conocimiento, lamentablemente parece que esta vez no va a ser posible. Pero estoy seguro de que tiene más paz desde que usted está aquí −le da unas palmaditas en la espalda y gira sobre sus talones−. Resignación, hermano. Resignación’. Esas palabras calaron hondo en él. Se colocó en la cama medio tendido, recostó la cabeza en la almohada y siguió susurrando al oído de ella. ‘No lo digas, estás pensando que estoy tonto, pero te juro que ahora mismo es como si viera a mamá de nuevo preñada, y, a los diez meses justos, de luto por el recién nacido, y vuelta a empezar. No cabe duda de que con nosotros dos echaron sus mejores semillas, ya que seguimos adelante. Por eso, no te rindas, por favor. No te rindas’. A partir de una cierta hora apagaban las luces. El bangladesí tomó un ligero tentempié y se puso en el sillón para estirar las piernas y dar una cabezada, pero, a punto de cerrar los ojos, una de las alarmas de los aparatos a los que estaba conectada saltó con un pitido estridente…
          Siento llegar tarde. Oye, qué buena pinta tiene este guiso’. ‘Es pollo estofado con verduras’. ‘Pues si sabe tan rico como huele, me harás engordar un par de tallas’, −dice Binta, riendo con ganas−. Kesia continuaba sin alterar sus rutinas. Tampoco manifestaba los verdaderos planes que,  con suma delicadeza, tejía paso a paso, a escondidas, ya que lo último que querría hacer era herir los sentimientos de quienes creyeron en ella dándole la oportunidad de construir un futuro con su hijo. No obstante, la primera toma de contacto con su familiar de Alemania se llevará a cabo cinco días después de esa cena…
          Durante tres jornadas consecutivas, las mismas que duró el difícil parto, la mar estuvo violenta y picada. En mitad de la nada, donde el agujero de la desesperación te hace pensar que está llegando el fin del mundo, el viento traía y llevaba la frase tan repetida a bordo y reproducida por el eco: ‘Empuja. No te duermas, coño. Empuja’. Adrián subió a cubierta, liado en una sábana, el cuerpo del bebé fallecido, y la rabiosa duda de no tener seguro si la madre sobreviviría a la complicadísima intervención que, con tan escasos recursos, acababan de realizar. El tiempo corría en su contra y urgía tomar una decisión rápida. Así que, le practicaron una cesárea. Sin embargo, la sorpresa vino al encontrar la bolsa de la placenta rota y, por consiguiente, a la criatura ahogada dentro del vientre. ‘Se ha complicado todo muchísimo, compañeros’, −dice consternado el enfermero mientras alcanza el último peldaño−. ‘¿Está consciente? Debería de explicarle lo que ha pasado’, −opina el patrón−. ‘No, todavía sigue bajo los efectos de la anestesia, −aunque el sanitario titubea prosigue−. Me preocupa que la fiebre no remita, porque no cuento con medicinas para hacer frente a una infección’. ‘Pues, apliquémosle el método del agua fría, −suelta el cocinero−. ‘¡Mira que eres bestia!’, −se le oye al oficial−. ‘Nunca debí aceptar este tipo de misión, ni implicaros a vosotros’. ‘Jefe, déjate de gilipolleces, que aquí somos uno’, −vocea el piloto y asiente el resto−. Bájate el cadáver, porque hasta que ella no lo vea no es posible deshacernos de él. Podrían acusarnos de secuestro, e incluso de tráfico ilegal de seres humanos’. Navegaban lento, a pocos nudos, contrariados por la pérdida y bien despiertos para avistar el barco que había de llevársela. ‘Atención −emitían por radio−, les hablamos de Médicos Sin Fronteras. Necesitamos saber su posición para acercarnos’. ‘Aquí el capitán del Sin Muros, nuestras coordenados son…’.
          El hijo de Jasmin hacía los deberes tumbado en el sofá cuando ella llegó de trabajar. Restos de gotas de leche con cacao y migas de pan o galleta se colaban entre los ejercicios de lógica del libro de matemáticas. La televisión del comedor encendida, y la cama deshecha en el dormitorio, eran señales clarísimas de que algo funcionaba mal. ‘¿Qué te pasa, cariño?’. ‘Déjame, tengo que estudiar’. ‘¿Repasamos juntos?’. ‘No, que no sabes y la lías’. ‘¿Qué te apetece cenar?’. ‘Un bocadillo de queso, que no me gusta cómo cocinas. Y ahora deja de molestarme’. Le conocía muy bien, siempre había sido un niño muy sociable, pero de poco tiempo acá, se comportaba con rebeldía. Al principio lo asoció al cambio hormonal de la adolescencia, hasta que, siendo los enfados cada vez más a menudo y su carácter irritable en extremo, consultó con un psicólogo de la organización. Éste, analizando el perfil que presentaba el chico, le puso sobre aviso respecto a que el problema podría ser todavía más grave, de no afrontarlo lo antes posible. ‘¿Qué tal te va en el colegio? ¿Hay algo que quieras contarme?, −se acercó por detrás y, al abrazarlo, notó que temblaba−. A mamá puedes decirle cualquier cosa sin miedo’. La rapidez con la que se levantó de la silla hizo que ella casi perdiera el equilibrio, quedándose pálida con la reacción disruptiva de él, quién, dando un fuerte portazo, roto de dolor, se encerró en su cuarto con la lengua mordida, el ceño fruncido y la desesperación endureciendo la almohada antes tan mullida. Sólo el retumbar de los vasos dentro de la vitrina y el llanto compulsivo del muchacho alteraron el sopor del silencio. A la mañana siguiente, y sin haber dormido en toda la noche, Jasmin se presentó en el colegio y pidió ver a la profesora…

domingo, 7 de abril de 2019

Beirut, Puerta de Atocha

15.

La capacidad de resiliencia y superación de Jamal Kundu rebosó todas las expectativas que jamás supuso tener dentro de sí. Sabía que para conseguir sus propósitos era necesario ganarse la confianza de ciertas personas del campamento, con las que estaría eternamente agradecido por haberle rescatado de una muerte segura. ‘Aprieta aquí con fuerza −señala con los dedos−, vamos a hacer un torniquete hasta que llegue el médico y decida’, −dijo el misionero, con quien tenía una complicidad cada vez mayor−. ‘Joder, la pierna tiene un aspecto asqueroso’, −soltó el muchacho tapándose la nariz−. ‘¡Ah, sí! Entonces es que hoy no te has visto bien la cara −ríen con ganas−. Anda, dame esas gasas para limpiar la herida, y busca dentro de la bolsa, hay algo para ti’. El hombre nació en un monte perdido de Galicia, lindando casi con Portugal. A los siete años le mandaron al seminario, y sólo regresó a la tierra natal para el entierro de sus padres. Se ordenó sacerdote, y al poco tiempo cambió la sotana por ropa ligera y una simple mochila donde cabían todas sus pertenencias. Ha recorrido medio mundo al lado de los diferentes, en los hospitales de campaña con los damnificados en los conflictos de Oriente, junto a los explotados en Latinoamérica, o los huérfanos en el Congo. Incluso participó también en una protesta con chilenos reclamando la soberanía del territorio de la Antártida. Pero ya estaba viejo para seguir el mismo ritmo, y ahora tocaba terminar su ciclo de vida ahí, como un refugiado más, ahuyentando la nostalgia sin entornar los ojos e imaginando que, en cualquier momento, en la línea fina del horizonte que se aprecia a lo lejos, aparecerá la costa española dándole la bienvenida. ‘Muchísimas gracias. ¡Una brújula!’. ‘Sí, para que no pierdas el norte’. ‘¿De dónde sacas estas cosas?, −no respondió−. A ver si te haces con algo de té y nos echamos unos tragos’. Continuaron atendiendo a los que llegaban exhaustos del desierto y traían los labios deshidratados y los pies llenos de llagas. ‘Desinfecta esta úlcera −procurando no rozarla, dibuja una circunferencia por encima de la frente de un niño−. Hazlo con sumo cuidado porque la piel de alrededor está desprendida. ¿Lo ves?’. ‘No voy a poder, me mareo sólo de pensarlo’. ‘Respira hondo, de nosotros depende que disminuya un poco la intensidad del dolor, hasta que consigamos un calmante que le ayude a dormir’. ‘Se supone que todavía estoy convaleciente. Y, sin embargo, ¡mira dónde me metes!’. ‘Mucho cuento es lo que tú tienes. Céntrate o no acabaremos nunca’. ‘He decidido salir por Mauritania’. ‘¿Cuándo será?’. ‘No sé…’.
          Sobre las diez de la noche, y con el muelle iluminado tan solo por las luces de algunos pesqueros preparados para hacerse a la mar, Binta y la chica embarazada, a puntito de parir, subieron a bordo del Sin Muros, donde el capitán las esperaba. ‘¿Y el enfermero?’. ‘No tardará, de lo contrario nos iremos sin él’. ‘No sería la primera vez que hacemos de comadronas, ¿verdad jefe?’, −añade otro miembro del equipo habitual, pero el aludido obvia el comentario y siguen con la conversación−. ‘Está muy asustada. Tened mucho tacto, no se crea que el viaje es para deportarla a Senegal. ¿Qué plan vais a seguir?’. ‘Hemos trazado una ruta en base a estas coordenadas, −le da una hoja de papel doblada−. Una vez que alcancemos aguas internacionales y estemos alejados más de 200 millas de cada país cercano, aguardaremos a que nazca el bebé’. ‘¿Y si lo hace antes?’. ‘Pues, a cruzar los dedos para aparecer solamente en el radar de la ONG que después se hará cargo de ellos’. ‘Id con cuidado, compañeros’. Abrazó a la joven pronunciando en francés palabras tranquilizadoras, garantizándole que quedaba al cuidado de buenos amigos que velarían por su seguridad y la de la criatura en camino. Ella asintió y dejo escapar unas lágrimas al tiempo que pasaba su mano por la tripa transmitiéndole sosiego al hijo y la seguridad de que todo iría bien. El sanitario subió a bordo por los pelos y ella les dijo adiós desde tierra firme. Acomodaron a la mujer en el camarote principal, improvisado como paritorio. ‘Creo que viene de nalgas’, −dijo tras la exploración−. ‘No jodas’, −respondió Adrián−. ‘A ver si empieza a dilatar y consigue darse la vuelta’. ‘¿Y si hay que hacer cesárea?’. ‘Ojalá que no’. La temperatura no era excesivamente fría y las olas parecían acariciar la parte baja de la estructura como si fuera una señal de haberlos echado de menos. El piloto prendía el tabaco de pipa conduciendo la máquina con absoluta delicadeza, mientras que el patrón anotaba la fecha en el cuaderno de bitácora todavía sin incidencias. El ruido del afilado cuchillo cortando hortalizas en juliana delataba la felicidad del cocinero guisando para su gente. Reinaba la calma, interrumpida sólo por el ruido del motor, cuando de repente, en mitad de la nada, con el perfil de Barcelona aún visible, ella gritó, y una voz nerviosa decía: ‘Empuja. No te duermas, coño. Empuja…’.
          Beirut alzaba el telón a otra jornada más, mezclando el murmullo de los trasnochadores que volvían de fiesta con la llamada del muecín a la oración. El amanecer empezaba a iluminar el Mediterráneo aún de color ceniza y, a lo lejos, los primeros rayos de sol destapaban el espectacular paisaje que sólo se da en ese rincón del mundo. En el malecón, un pequeño grupo de deportistas calentaba, para el entrenamiento de alguna competición o por puro capricho. Alrededor suyo, un paseador de mascotas, bailando al son de la música de sus auriculares, recogía la hilera de excrementos dejada por los perros. Ismael corría en contra de la brisa aterciopelada que rozaba su piel, ya sudorosa como aviso de que sería conveniente hacer un receso. Se sentó en el muro, tomó perspectiva y dejó que toda aquella inmensidad regenerara sus pulmones. Regresó al hotel tentado de decirle a Ahmad Abu-Abbad que estaba asustado, porque desconocía qué consecuencias podría acarrear para ellos la búsqueda de Hassan. Sin embargo, descartó la idea al verle empequeñecido delante del televisor donde emitían imágenes en directo de varias columnas de humo tras un bombardeo más en Gaza. ‘¿Qué tal? ¿Has pasado la noche en la mezquita?’. ‘Sí, necesitaba pensar y tomar decisiones’. ‘¿Me lo cuentas o estaré sobresaltado siguiéndote como un pelele?’. ‘¿Un qué?’. ‘Nada, es una expresión’. ‘Iremos a visitar a la madre de mi nuera, quizá sepa dónde están. Debo avisarte que el barrio de Haret Hreik, donde viven, fue uno de los más castigados durante la guerra’. ‘Bueno, estoy curado de espanto’. ‘Es chií, y se encuentra al sur de la capital. La mayoría de las oficinas de Hezbolá se ubicaban ahí. La última noticia que supe es que solamente quedaba una en pie’. ‘Vayamos pues cuanto antes’. A través de recepción alquilaron un coche con chófer. El libanés iba muy callado en el asiento trasero del automóvil, y con la emoción visiblemente brotada en sus mejillas. Casi no reconocía las calles por donde pasaban, ahora llenas de contrastes sociales. Se adentraron en la zona más castigada durante la lucha armada −lo sigue estando de alguna manera− y, al final de una cadena de casas medio en ruinas junto a otras de reciente construcción, dieron con la de la familia Mossen. Una anciana que apenas se sostenía erguida, tapada de arriba a abajo, excepto los ojos, les recibió en la puerta. ‘Naima, ¿sabes quién soy? −ella seguía como ausente −. ¿Es que no me reconoces…?’.
          Una amiga de Jasmin, maestra en un colegio público, se sentía muy alarmada por el aumento de xenofobia y racismo que observaba en el alumnado de doce a trece años. Por eso, y viéndose impotente para manejar el asunto, le pidió que fuera a dar una charla sobre las labores que desempeñan las organizaciones no gubernamentales. Aceptó gustosa. Además, con todos fuera, en la oficina había poco trabajo. Atravesando el patio que conducía a las aulas, pensaba que quizá se enfrentaría a un público radicalizado que ejerce el acoso vulnerando el principio fundamental del respeto al semejante. Pero, en la mayoría de los casos, se encontró con que el odio al negro, al pobre, al diferente, lo traían mamado de sus hogares. Se compadeció de su querida teacher −la llamaba así cariñosamente−, comprobando el curso tan complicado que le había tocado en suerte. Uno de los chicos levantó la mano para pedir la palabra. ‘Dice mi padre que los putos extranjeros vienen a robarnos el pan y que aprovechan para operarse de apendicitis o cataratas’, −los demás ríen a carcajadas−. ‘Bueno, eso no es así. Las cosas no nos pertenecen por haber nacido en un determinado sitio, hablar una lengua concreta o ser de raza blanca. Tenéis que aprender que, por ejemplo, la sanidad o la educación son servicios universales, y que, salvo excepciones, la gente viene a ganarse lo que se come’. ‘Ya. ¡Y una mierda! −a la chica le reprendió la directora−, que mi abuelo me ha contado que ellos lo quieren regalado, mientras que nosotros nos quedamos sin dentista ni plazas en la escuela’. ‘Entonces, ¿hay trabajo para todos?’, −preguntan desde la primera fila−. ‘Pues, claro, idiota. He oído decir a mi hermano mayor que si las mujeres se quedasen en casa cuidando de los hijos y del marido, como hacían antiguamente, España iría mucho mejor y habría más trabajo para los hombres’, −unos cuantos exaltados golpeaban en el pupitre con el puño−. Tras el desafortunado comentario machista miró de reojo a los profesores y entendió que debía ceñirse a hablar de aquello para lo que había ido. Proyectó una serie de fotografías hechas por ella que tituló: naufragio y salvamento. ‘Las personas que habéis visto −consiguió captar la atención de los chicos−, tanto los ahogadas como quienes lograron subir a nuestras barcas, se arriesgaron para ofrecer a sus familias un futuro mejor’. ‘¿Tú estabas ahí?’, −preguntó una de las niñas muy interesada−. ‘¿Eres tonta? ¿No ves que es un montaje?’, −apuntó un listillo−. ‘He estado en varias misiones. Veréis, cuando se produce un hundimiento en lo único que piensas es en llegar a tiempo y rescatar a toda la gente que puedas’. Se fue de allí convencida de que sus palabras, al menos en uno o dos alumnos, habían calado.
          Kesia terminó de repasar algunos detalles del cuadro y lo cubrió con un trozo de sábana, dejándolo fuera del alcance del niño, que ya lo tocaba todo. Desde la cena con los senegaleses su interior había saltado por los aires, regresando la firme idea de que tenía el destino lejos de allí…