domingo, 16 de febrero de 2014

Déjalo estar


La melancolía es a veces una ausencia de pequeños tesoros.
Luis García Montero.


Tocaron al telefonillo de la calle a la vez que entraba un correo electrónico y el silbato de la cafetera de vapor chillaba como poseído. Oyó que se abría la puerta corredera del ascensor y que el cartero salía al rellano de la escalera trayendo una carta certificada a su nombre. Descorrió el cerrojo y retiró la cadena de seguridad para firmar el recibo de entrega. Buscó en los bolsillos de su tejano unas monedas para darle propina, y se despidieron con amabilidad. El sobre era de color verde oscuro, tamaño folio, y traía instrucciones muy claras de no abrir. Supuso que dentro venían los documentos que el notario ya le había comentado por teléfono días atrás: Una libreta de ahorros con cincuenta mil euros a la vista, un manuscrito en papel cuadriculado con caligrafía desescolarizada, donde indicaba qué hacer para llevar a cabo sus últimos deseos, la póliza del seguro de un todo terreno que apenas arranca y las escrituras de la casa del lago donde recuerda haber pasado algún que otro verano en compañía de los abuelos.
         El hermano mediano de mi madre, por aquello tan primitivo de conocer mundo, salió de casa con dieciocho años y durante treinta estuvo por diferentes regiones del Amazonas. Apenas un par de postales en todo ese tiempo fue el único contacto que mantuvo con la familia. Una mañana, mientras tendía las sábanas en la parte de atrás que daba a la cocina, la abuela oyó cómo un coche paraba delante de la verja de entrada. Al asomarse, vio a un hombre, que aparentemente había perdido peso y estatura, bajarse de él. Llevaba una cartera bajo el brazo y una maleta pequeña, desgastada, que la abuela reconoció enseguida. Desde entonces vivieron juntos en la casa, sin estorbarse, compartiendo el peso amargo de la soledad que, por diferentes causas, les atenazaba. Ninguno preguntamos nunca cuál fue la verdadera razón que motivó el regreso del tío, ni el porqué de su melancolía. Sin embargo, ahora pienso que aquel silencio por parte nuestra se debía a que lo único importante era que ya estaba entre nosotros.
         Los horizontes con montañas recortadas al fondo son camas de reposo para miradas perdidas. Desde que mi tío regresó me pasaba largas temporadas con ellos. Aquella paz tan acogedora, los  sabrosos guisos de la abuela, las puestas de sol que curan la piel dolorida y la luna llena que de noche abraza, hicieron más fácil mi existencia de entonces. Una de las mañanas, cuando mi madre terminó su turno de limpieza en la clínica donde trabajaba, se acercó a verlos hasta la casa del lago con la intención de almorzar juntos. Entre los postres y el café le pidieron que los bajara al pueblo, porque tenían que ir al despacho del notario. Así que, ajena a los planes que tenían, lo hizo, entendiendo, tal vez, que serían cosas pendientes de su hermano, asuntos de cuando estuvo en esos sitios tan raros donde había vivido alejado de sus raíces.
         La abuela y su hijo mediano fallecieron con dieciocho meses de diferencia. Mi madre y su hermana pequeña dejaron pasar un tiempo hasta ver qué decisiones tomaban con respecto a la herencia: La casa familiar, los pocos objetos que había en ella y el posible dinero que tuvieran en el banco. Por aquella época mi situación económica estaba estabilizada. Había diseñado un sofisticado método de cableado para una empresa de telecomunicaciones en Toronto. Y, sobre todo, lo más atractivo era que, si no se torcían las expectativas marcadas, tendría trabajo asegurado para varios años. Así que la idea que me rondaba era proponerles que me vendieran la casa. Pero la llamada tan extraña del notario y la llegada de aquel sobre con los documentos me hicieron dudar de mis proyectos.
         Cuando llegué a la notaría me esperaba el resto de la familia. De una puerta lateral salió un administrativo, que nos encaminó a una sala alargada donde había también una mesa casi de iguales dimensiones con sillas alrededor. Tomamos asiento. A los pocos minutos un hombre entrado en años, cargado de hombros y vestido con traje de corte clásico, entró trayendo otro sobre idéntico al mío. Se sentó, presentándose como uno de los socios titulares del despacho. Tras una breve explicación, aunque sin demasiados preámbulos, dio lectura al testamento que la abuela había rectificado recientemente, teniendo al hijo mediano como testigo, y que decía, más o menos resumido: “Encontrándome en plenas facultades mentales, y acogiéndome al derecho de que se cumpla mi última voluntad establecida, dispongo que mi nieto mayor sea usufructuario de todas mis pertenencias, incluida la casa familiar, para que así se evite la tentación de poner en venta aquello que con tanto esfuerzo he levantado”. Nos quedamos perplejos; yo, en particular, no me lo esperaba, y no supe cómo reaccionar.
            Un tiempo después, a pesar de no haber ido todavía por la casa del lago, tenía la sensación de oler al arroz con leche y canela que la abuela nos hacía los domingos. Me parecía oír su voz ordenándonos poner la mesa, recoger los platos o llamar a la vecina para que entrara a tomarse un café con la familia. Echaba de menos aquellas reuniones, sus risas, el sentido del humor con el que encajaba las cosas desagradables y, sobre todo, a ella. Un día, sabiendo que tarde o temprano tendría que poner orden al patrimonio que me había confiado, y consciente como era de que estaba dándole largas, me vino a la memoria, quizá para justificarme, el “Let it be” de The Beatles. Pues eso me dije a mí mismo: “Déjalo estar”.

domingo, 2 de febrero de 2014

Dos mujeres y un tequila


No se puede encontrar la paz evitando la vida.
De la película “Las horas”, de Stephen Daldry.

El pronóstico del tiempo anunciaba la llegada de un frente frío por el norte del país que barrería la península en las próximas cuarenta y ocho horas, y que venía acompañado de fuertes lluvias y cotas de nieve por debajo de los 600 metros en algunos lugares. Tanto es así que la Dirección General de Protección Civil y Emergencias alertaba a la población para que, salvo una cuestión de máxima urgencia, permaneciera en sus casas hasta que pasara el temporal. Todavía no eran las cinco de la mañana cuando la radio despertador sonó en la habitación de Pablo, quien,  tirándose enseguida de la cama, encendió la luz del flexo y se puso la chaqueta de lana gorda con cremallera. Le gustaba enterarse de lo que pasaba en el mundo para opinar después con conocimiento en la tertulia de la taberna. También aprovechaba el silencio que había hasta las señales horarias de las siete para ordenar sus pensamientos o leer cosas pendientes, una manera como otra cualquiera de hacer más llevadero el tránsito de la madrugada, antes de que las paredes se hicieran eco del ir y venir de los huéspedes con el ruido del mal humor en la suela de los zapatos.
            Le faltaba por escribir el último capítulo de la novela que preparaba y cuyo argumento giraba en torno a la historia de nueve personas que durante una semana al año se daban cita en un hotel de lujo en la costa. Siete días de relajo, derroche, placer y conversaciones superficiales respecto a los éxitos que a cada uno le habían colocado en el ranking de lo más granado de la sociedad –o eso pensaban–. Gente con economía desahogada  y carácter frío. Calculadores, materialistas, incapaces de dar rienda suelta a los sentimientos porque pensaban que eso era una vulgaridad que les haría parecer seres débiles. Sin embargo, Pablo estaba a punto de darle un vuelco diferente a la narración, y para ello contaba con la posibilidad de introducir un personaje nuevo que aportara algo de calor, de ternura y de equilibrio a la trama, pero hasta el momento no había dado con el hilo exacto del que tirar.
            La zona de trabajo del escritor es un territorio de cuadernos en edad escolar. Esa mañana, llevando un par de ellos en la mano, mientras aguardaba en el bar de abajo a que sirvieran los desayunos, vio que tomaba asiento, en otra de las mesas reservadas para los huéspedes de la pensión, la mujer misteriosa que llevaba tiempo sin venir y a la que llamaban entre ellos “la guadiana”, porque aparecía y desaparecía a menudo, como el río. No sabían su nombre ni trataba con nadie. Apenas conocían cosas de ella: a qué se dedicaba, de dónde era, o qué asuntos la traían por aquí de cuando en cuando; solamente que siempre alquilaba la misma habitación, la de la entrada, la más independiente, la que después, en su ausencia, permanecía cerrada, como si todo lo que hubiera dentro le perteneciera. El escritor se la queda mirando, analizando cada uno de sus movimientos, observando su manera de vestir, la elegancia con la que toma notas en la libreta Moleskine que permanentemente consulta, el billetero de piel en color burdeos que saca del bolso para pagar el poleo menta que no se acaba, o la discreción con la que se va. Pablo no perdía de vista ni un solo detalle porque sabía perfectamente que, sirviéndose de aquella mujer, estaba encontrando la clave perfecta con la que dar el broche final a la novela. Rápidamente, para no perder la idea, pidió al camarero que le preparase lo suyo en vaso para llevar. Una vez en el cuarto, conectó el ordenador y retomó la narración…
            Los nueve subían de la sauna diaria directos a la terraza privada, accediendo desde las suites, donde les aguardaban algunos reconstituyentes: frutas tropicales, tostadas de pan negro, lácteos bajos en grasa, cereales integrales… Uno de los miembros, rompiendo el pacto que hicieron desde el principio de no traer compañía, vino con su hija: una guapa pelirroja de larga melena rizada que acababa de llegar de un país en guerra. Estudió periodismo, y su padre era consejero delegado y accionista mayoritario de un grupo de comunicación multimedia, pero ese mundo nunca fue tentador para ella porque prefería resolverse la vida por su cuenta. Llevaba años jugándose la vida por tierras peligrosas, trabajando para agencias, sufriendo incomprensibles vejaciones propias y ajenas a manos de bárbaros, gente sin escrúpulos que no apreciaban la vida lo más mínimo. Ha estado secuestrada, retenida en las dependencias de un aeropuerto internacional, ha perdido a su compañero sentimental en un atentado y recibió  un tiro que la mantuvo convaleciente en la cama de un hospital muy por debajo del mínimo de salubridad recomendable. Sus colegas la consideraban acérrima defensora de los derechos humanos, de la lucha por los más indefensos y desfavorecidos de la Tierra. En dos semanas viajaría a una célebre ciudad europea a recoger un premio solidario, y lo haría como acostumbra, en nombre del equipo que a veces la acompaña y de todos sus compañeros que, repartidos por el mundo en zonas de conflicto, se juegan la vida por el derecho de informar y de ser informados.
            Se sentía incómoda, fuera de lugar, disgustada consigo misma por haber aceptado la invitación de su padre sabiendo que no funcionaría. Le sudaban las palmas de las manos y tenía humedecidas las sienes. Quería marcharse. Entonces, uno de los presentes preguntó por el trabajo que realizaba y para quién. Así que se puso a hablar de la realidad, esa que todos conocemos y que es tan complicada para muchas personas desfavorecidas que hay repartidas por el planeta en inferioridad de recursos. Miró de soslayo a su padre cuando éste, tajante, se puso de pie, suspiró aburrido, caminó unos pasos por la amplia estancia y dijo: “Ya, lo entendemos; pero, hija: ¿qué quieres?... Nosotros no podemos hacer nada”…
            Horas más tarde, cuando Pablo salió del dormitorio para bajar a comer, se cruzó en la escalera con la mujer misteriosa de la habitación de la entrada. Ni siquiera le miró. Iba muy deprisa, o muy ausente; no sabría muy bien qué pensar. Entonces a la memoria del escritor vinieron los versos de una canción de Chavela Vargas: Uno se despide/insensiblemente de pequeñas cosas./Lo mismo que un árbol/que en tiempo de otoño se queda sin hojas… Esa tarde pondría el punto final con sabor a tequila.