La melancolía es a veces una ausencia de pequeños
tesoros.
Luis García Montero.
Tocaron
al telefonillo de la calle a la vez que entraba un correo electrónico y el
silbato de la cafetera de vapor chillaba como poseído. Oyó que se abría la
puerta corredera del ascensor y que el cartero salía al rellano de la escalera
trayendo una carta certificada a su nombre. Descorrió el cerrojo y retiró la
cadena de seguridad para firmar el recibo de entrega. Buscó en los bolsillos de
su tejano unas monedas para darle propina, y se despidieron con amabilidad. El
sobre era de color verde oscuro, tamaño folio, y
traía instrucciones muy claras de no abrir. Supuso que dentro venían los
documentos que el notario ya le había comentado por teléfono días atrás: Una
libreta de ahorros con cincuenta mil euros a la vista, un manuscrito en papel
cuadriculado con caligrafía desescolarizada, donde indicaba qué hacer para
llevar a cabo sus últimos deseos, la póliza del seguro de un todo terreno que apenas
arranca y las escrituras de la casa del lago donde recuerda haber pasado algún
que otro verano en compañía de los abuelos.
El hermano mediano de mi madre, por aquello tan
primitivo de conocer mundo, salió de casa con dieciocho años y durante treinta
estuvo por diferentes regiones del Amazonas. Apenas un par de postales en todo
ese tiempo fue el único contacto que mantuvo
con la familia. Una mañana, mientras tendía las sábanas en la parte de atrás
que daba a la cocina, la abuela oyó cómo un coche paraba delante de la verja de
entrada. Al asomarse, vio a un hombre, que aparentemente había perdido peso y
estatura, bajarse de él. Llevaba una cartera bajo el brazo y una maleta
pequeña, desgastada, que la abuela reconoció enseguida. Desde entonces vivieron
juntos en la casa, sin estorbarse, compartiendo el peso amargo de la soledad
que, por diferentes causas, les atenazaba.
Ninguno preguntamos nunca cuál fue la verdadera razón que motivó el regreso del
tío, ni el porqué de su melancolía. Sin embargo, ahora pienso que aquel
silencio por parte nuestra se debía a que lo
único importante era que ya estaba entre nosotros.
Los horizontes con montañas recortadas al fondo son camas de reposo para
miradas perdidas. Desde que mi tío regresó me pasaba largas temporadas con
ellos. Aquella paz tan acogedora, los
sabrosos guisos de la abuela, las puestas de sol que curan la piel
dolorida y la luna llena que de noche abraza, hicieron más fácil mi existencia
de entonces. Una de las mañanas, cuando mi madre terminó su turno de limpieza
en la clínica donde trabajaba, se acercó a verlos hasta la casa del lago con la
intención de almorzar juntos. Entre los postres y el café le pidieron que los bajara al pueblo, porque tenían que ir al despacho del notario. Así
que, ajena a los planes que tenían, lo hizo, entendiendo, tal vez, que serían
cosas pendientes de su hermano, asuntos de cuando estuvo en esos sitios tan
raros donde había vivido alejado de sus raíces.
La abuela y su hijo mediano fallecieron con dieciocho meses de diferencia. Mi
madre y su hermana pequeña dejaron pasar un tiempo hasta ver qué decisiones
tomaban con respecto a la herencia: La casa familiar, los pocos objetos que
había en ella y el posible dinero que tuvieran en el banco. Por aquella época
mi situación económica estaba estabilizada. Había diseñado un sofisticado
método de cableado para una empresa de telecomunicaciones en Toronto. Y, sobre
todo, lo más atractivo era que, si no se
torcían las expectativas marcadas, tendría trabajo asegurado para varios años.
Así que la idea que me rondaba era proponerles que me vendieran la casa. Pero la
llamada tan extraña del notario y la llegada de aquel sobre con los documentos
me hicieron dudar de mis proyectos.
Cuando llegué a la notaría me esperaba el resto de la familia. De una puerta
lateral salió un administrativo, que nos encaminó a una
sala alargada donde había también una mesa casi de iguales dimensiones con
sillas alrededor. Tomamos asiento. A los pocos minutos un hombre entrado en años,
cargado de hombros y vestido con traje de corte clásico, entró trayendo otro
sobre idéntico al mío. Se sentó, presentándose
como uno de los socios titulares del despacho. Tras una breve explicación, aunque sin demasiados preámbulos, dio lectura al
testamento que la abuela había rectificado recientemente,
teniendo al hijo mediano como testigo, y que decía, más
o menos resumido: “Encontrándome en plenas facultades mentales, y acogiéndome al derecho de que se cumpla mi última
voluntad establecida, dispongo que mi nieto mayor sea usufructuario de todas
mis pertenencias, incluida la casa familiar, para
que así se evite la tentación de poner en venta
aquello que con tanto esfuerzo he levantado”. Nos quedamos perplejos; yo, en
particular, no me lo esperaba, y no supe cómo reaccionar.
Un tiempo después, a pesar de no
haber ido todavía por la casa del lago, tenía la sensación de oler al arroz con
leche y canela que la abuela nos hacía los domingos. Me parecía oír su voz
ordenándonos poner la mesa, recoger los platos o llamar a la vecina para que
entrara a tomarse un café con la familia. Echaba de menos aquellas reuniones,
sus risas, el sentido del humor con el que encajaba las cosas desagradables y,
sobre todo, a ella. Un día, sabiendo que tarde o temprano tendría que poner
orden al patrimonio que me había confiado, y consciente como era de que estaba
dándole largas, me vino a la memoria, quizá para justificarme, el “Let it be”
de The Beatles. Pues eso me dije a mí mismo: “Déjalo estar”.