domingo, 18 de diciembre de 2022

Detroit, una historia cualquiera

8.

Agradecimiento a mi amiga la doctora Fuentes,
sin cuya ayuda con la terminología médica
en este capítulo, no habría sido posible.


Cuando los profesionales del servicio de emergencias llegan frente al edificio de la Facultad de Derecho, donde Megan Aniston se ha desplomado frente al edificio de la Facultad de Derecho, ella ha recuperado la conciencia y está sentada en un poyete asegurando sentirse bien y dispuesta a reanudar su marcha, ya que el tonto accidente sólo ha sido un susto, algo sin importancia. Pero, tras la primera valoración que confirma falta de oxígeno, disnea y mucha fiebre, la llevan al Detroit Medical Center donde realizarán un examen exhaustivo descartando sospechas o corroborándolas. A pesar de que el coche patrulla de la oficina del sheriff del condado les precede, intentando abrir camino, se ven atrapados en una caravana de automóviles que van en dirección a las montañas para presenciar el momento irrepetible del eclipse lunar que se espera a partir de las 11:23 p.m. Minutos después, recostada en la camilla y con la lengua raspándole el paladar como si fuese lija, empeora de repente, aumentando también los episodios de tos y flemas, dolor agudo en el pecho, somnolencia y, aunque de momento no observan confusión o aturdimiento, no lo descartan. Por tanto, con el conjunto de síntomas significativos le comunican al conductor que informe a los agentes por radio para que hagan lo posible por sacarlos de ahí rápidamente. Así lo hace, y la policía, consciente de que iban a realizar la peligrosa acción de invadir el espacio del viandante, conectan el altavoz e instan a los peatones para que despejen la acera. Megan Aniston empeora por momentos acercándose al precipicio y entrando en la fase en la que cuesta un triunfo no abandonarse al sueño. No obstante, realiza el gran esfuerzo de contestar a los sanitarios pronunciando un nombre a medias: Ayden Car… Y entonces se desmaya.
          La urgencióloga adjunta que debía estar en familia celebrando su vigésimo cuarto aniversario de boda, dobla turno cubriendo a una compañera que ha tenido que ausentarse debido al brote de gastroenteritis que lleva días circulando por el hospital y que al final se va a cebar con todos. La tarde ha sido de lo más tranquila y confía en que la noche también lo sea, por eso aprovecha para descansar un rato en la sala de médicos antes de hacer la ronda rutinaria ya que todavía hay ingresados sin haber subido a planta. En la taquilla guarda la comida que trae de casa y el termo con café, lo saca todo y, tumbada en el sofá, se prepara para hacer una videollamada con su esposo. Sin embargo, alguien grita desde fuera que llega un código naranja. Sale deprisa pensando que una vez más le ha fallado. Reúne a la enfermera jefa de urgencias, a un par de residentes, otra auxiliar y, equipados con un EPI, aguardan en el muelle donde cada uno, sin disimular los nervios, recuerda los primeros meses de la pandemia y el caos que supuso para toda la comunidad médica y científica enfrentarse al flamante virus del que no se sabía nada, ni cómo plantarle cara. Aunque desde el inicio surgen nuevas variantes y cada dos por tres salta la noticia de que en China vuelven a confinar ciudades o suburbios siguiendo su estrategia de covid cero, en Estados Unidos hace bastante que no se dan casos graves, señal de que estamos haciendo las cosas medianamente bien. El guardia de seguridad, un afroamericano de casi dos metros y músculos que imponen, se ha posicionado en uno de los ángulos por si tiene que darle el alto a los curiosos. El rugido de las sirenas, que espantan a todo ser viviente, se oye cerca y las luces intermitentes, que parecen chispas saltando de perfil en el horizonte, se visualizan próximas pero, la espera se hace larga y los minutos avanzan a paso lento. Dentro del recinto hospitalario el parking ha quedado casi vacío, eso facilita que los roedores corran a sus anchas y busquen agujeros donde resguardarse del importante desplome de temperaturas que acaba de producirse. El eclipse trae consigo la negrura borrando del panal del cielo la estructura formada por las estrellas.
          –Mirad, ahí están –dice una voz temblorosa por detrás de ellos.
      –Mujer, setenta y dos años –vocea el camillero–. Desvanecimiento en la calle, no recuerda qué ha pasado. Ha vuelto a desmayarse, viene crítica.
          –Vamos dentro, rápido. ¿Cómo se llama? –pregunta la enfermera.
          –No lleva ninguna identificación salvo esta propaganda de Pope Francis Center en el bolsillo y un nombre incompleto que dijo antes de perder el conocimiento.
          –¿Habéis administrado algo? –dice un residente.
          –No, sólo lo básico para estabilizarla, pero a punto hemos estado de hacerle una incisión en la garganta para que respirase, por suerte ha remontado.
          –¿Es alérgica a algo?
          –No se sabe.
      –Bueno, gracias. Nos encargamos nosotros. –Sin embargo, la urgencióloga adjunta entiende que lo más acertado es pasarla directamente a la UCI. Así lo hacen.
          Violeta Reyes nunca quiso abandonar Cuba. Le gustaba su patria, su gente, el color del Caribe, recibir la brisa desde el Malecón, la generosidad de aquella tierra, el arraigado sentimiento de compartir lo poco que uno tiene, bailar la guaracha, estar con los suyos y comer yuca con mojo, pero al encarcelar a su esposo por motivos políticos, ambos comprendieron que los niños y ella debían salir de La Habana. Desgarrada de dolor, dejando atrás a sus padres octogenarios, enfermos y vulnerables, emprendió un camino sin retorno empezando a escribir la primera página del incierto y prometedor futuro. Junto a dos de sus hermanos, y gracias al cuñado que les facilitó papeles desde Estados Unidos, cogieron un avión llevando sólo lo puesto y cuyas coordenadas iban directas a pisar suelo americano. Al principio fue bastante complicado ubicar a los dos chavales de 12 y 13 años que, en plena explosión de la adolescencia, no entendían por qué tuvieron que dejar la escuela a la que fueron desde pequeños, a los compañeros de siempre y aquellos juegos que tan felices les hacían, pero el coraje de la mujer luchadora que ante la adversidad no se rendía era fuerte y, pese a las noticias desalentadoras que llegaban de la isla, se propuso seguir adelante. Meses después falleció el marido de muerte natural, lo encontraron los carceleros, tendido en la cama de la celda. Tras diversas circunstancias que no vienen al caso, comenzó a levantar cabeza en el estado de Michigan donde pudo convalidar el título de medicina y conseguir una plaza de intensivista en Detroit Medical Center, además de seguir estudiando nuevas técnicas para aliviar el sufrimiento de determinados pacientes que, de no haber sido así estarían desahuciados. Posteriormente, la lucha incansable que tanto la caracteriza, la vocación arraigada dignificando su oficio y la ferviente creencia de que todo ser humano merece la pena, ha sido suficiente para desempeñar el cargo de directora de la Unidad de Cuidados Intensivos, lo que ha compaginado con su faceta de activista.
          Cuando el 11 de marzo de 2020, Tedros Adhanom Ghebreyesus, Director General de la Organización Mundial de la Salud (OMS), declaró el coronavirus Covid-19 pandemia global, Violeta Reyes, intensivista en Detroit Medical Center, tenía mucho miedo de llevar el virus impregnado en la piel y en las ropas y contagiar a sus hijos, ya que las vías de transmisión no estaban nada claras y todo era una gran incógnita. Pero unos buenos amigos, con chicos de la misma edad, se ofrecieron para tenerlos mientras que no mejorase la situación. Aceptó, aunque la decisión también fue dolorosa. Tras semanas de intensa e inagotable lucha, durmiendo poco y sin respiro, pilotó la iniciativa de establecer una red de comunicación entre profesionales sanitarios con los investigadores de Hospital Mount Sinai, de Nueva York, donde están los mejores científicos de la biología molecular de los virus de la gripe y otros patógenos. De esa forma, el hecho de compartir experiencias, métodos, tratamientos…, sirvió para atajar algo la tremenda incertidumbre del principio. Actualmente, lidera y coordina, en colaboración con algunos laboratorios, las pautas a seguir con determinados tratamientos que han demostrado una cuantiosa mejora respecto a los nuevos casos, la mayoría leves, excepto que la persona porte otras patologías. Ha escrito artículos académicos publicados en Journal of the American Medical Association (JAMA) y recibido menciones a su trabajo y dedicación. No obstante, el ingreso de Megan Aniston ha despertado en la memoria de la doctora los peores recuerdos cuando miles de personas morían solas y ellos caían derrumbados.
          –Hemos comprobado los resultados de las pruebas y creo que está muy claro. ¿A vosotros qué os parece? –pregunta al grupo de estudiantes que van con ella.
          –Yo diría que –responde uno de los flamantes médicos–, con toda probabilidad, por los síntomas que presenta, se trata, sin lugar a duda, de SARS-CoV-2
          –Macho, no seas tan técnico y di Covid que no estás delante del tribunal de examinadores de Harvard –dice una de las chicas que se inclina por la rama de cirugía.
          –No os peleéis, ambos tenéis vuestra parte de razón, pero el protocolo está activado y requiere de un lenguaje y términos adecuados. A ver, continuamos. ¿Quién puede detallarnos lo que debemos hacer primero?
          –Test de antígenos –interviene un colombiano en prácticas.
          –¿Y qué más?
          –También –salta otro estudiante–, un angioTAC para confirmar que el síncope ha sido a consecuencia de un tromboembolismo pulmonar (TEP).
          –Muy bien. ¿Y cuál sería el siguiente paso? –Violeta Reyes, directora de UCI, insiste siempre a los alumnos que la acompañan lo importante que es reflexionar antes de dar una respuesta que pueda equivocar un diagnóstico y, en consecuencia, el tratamiento a pautar.
          –Oxígeno a alto flujo –salta otro de ellos.
          –Correcto. ¿Y qué más?
          –Corticoides por sus efectos antiinflamatorios.
          –Antiviral de última generación.
          –¿Por qué?
          –Ha quedado demostrado –sigue el estudiante con su exposición– que la mayor farmacéutica de nuestro país los ha potenciado y los resultados son muy satisfactorios, mejora el estado general del paciente.
          –Antibioterapia –se atropellan unos a otros para subir nota.
          –¿Y no hay algo que se os escapa? –Violeta es muy consciente de que tiene delante de ella a un equipo de médicos que, en el futuro inmediato, se van a convertir en grandes profesionales porque tienen madera para ello.
          –¿El qué? –preguntan nerviosos y preocupados, ya que cometer un error a esas alturas de carrera puede restarles puntos.
          –Repasadlo todo paso a paso.
          –¡Ya sé! –salta la flamante cirujana–. Suministrarle heparina de bajo peso molecular.
          –Muy bien, querida. ¿Y por qué eso en lugar de anticoagulante de acción directa? –pregunta la titular.
          –Porque el tratamiento de inicio es ese, además es más fácil de revertir en caso de complicación, por ejemplo, si surgiera un sangrado. ¡Ya tendremos tiempo de pasarle a un anticoagulante oral una vez esté más estabilizada!
          –Perfecto. Durante los siguientes días haced un seguimiento del caso: anotaciones diarias respecto a la presión arterial, cantidad de orina vertida en las bolsas, coloración de heces y flemas, si las hubiera, saturación, arritmias, si empeora o se mantiene estable… En fin, pensad que de nosotros depende que los compañeros de planta, cuando suba, tengan una guía completa de cuanto ha acontecido aquí. Digamos que completamos las piezas de la evolución para que después ellos hagan los ajustes finales. Plasmad vuestra opinión, escribid el informe que adjuntaríais al historial médico y, sobre todo, no toméis decisiones a la ligera, sopesad los pros y los contras, preguntad lo que no sepáis o penda de la duda. Poner todo empeño por salvar cada vida humana es una responsabilidad adherida a nuestra vocación.
          –¿Nadie sabe su nombre? –preguntan.
          –Los colegas de la ambulancia no saben nada –contesta Violeta–. No obstante, en esa bolsa –se refiere a la que tiene colgada a los pies de la cama–, está su ropa, quizá encontremos algo. –A pesar de que eso era labor de los servicios sociales del hospital, la doctora Reyes procuraba responsabilizarse de todo lo referente al paciente mientras que estuviese en su unidad.
          –Si me lo permite, yo misma puedo mirar –contesta otra vez la colombiana.
          –No hay inconveniente.
          –¡Qué casualidad! –dice entusiasmada–, lleva propaganda de Pope Francis Center, mis abuelos son voluntarios ahí, les voy a preguntar.
         –Doctora Reyes –dice con timidez otra de las jóvenes que ha permanecido callada–: ¿es verdad que se dan casos de ictus en pacientes ingresados en UCI con covid-19?
          –Ocurre con frecuencia, tanto aquí como en cualquier otra planta convencional. Lo que sí sabemos es que aquellos que sufren ictus con infecciones concomitantes por covid-19, son más graves que quienes no tienen el virus. –Cuarenta y ocho horas más tarde a Megan Aniston se le desencadena una neumonía bilateral.
          Con el endoscopio listo para ser utilizado, tomando notas a gran velocidad, revisando las últimas placas de tórax y analítica más reciente, llevando doble mascarilla, gafa protectora y guantes de nitrilo, el equipo médico encabezado por Violeta Reyes conversa rodeando la cama de Megan Aniston, mientras que esta pelea por salir del cilindro herméticamente cerrado que la ha devuelto a los días de infancia, a las calamidades pasadas entonces y después, a la suerte que siempre estuvo desaparecida, a lo malo y lo regular que a lo largo de los años se ha cruzado en su camino, a los rostros de los que se fueron y de los que están, a la culpabilidad enconada por haber parido una hija con salud delicada, a lo complicado que le ha resultado abrirse camino siendo una mujer de color, a la mala experiencia de haber enviudado tres veces demasiado pronto. En definitiva, un repaso biográfico a toda una vida que ahora puede írsele de las manos. Varias millas más allá, simpatizantes de uno y otro partido, despliegan por las calles el júbilo de la bandera estadounidense celebrando los resultados que arrojarán las elecciones de Medio Mandato y, por consiguiente, el futuro de Estados Unidos y, en cascada, el del resto del mundo. Si yo siguiera al frente de la Motors Carson Company, con total seguridad habría votado a los republicanos Jack Bergman y John Moolenaar por el estado Michigan. Pero, aunque los demócratas Hillary Scholten y Bill Huizengal me caen bien, me importa un cuerno quien pilote la nación en estos momentos, ya que a este lado de la pobreza las cosas van a seguir más o menos igual de jodidas.
          –Gracias por su colaboración. ¡Alabado sea Dios! –dijo el reverendo Bob W. Perkins, al hijo de Joanne, mi antigua secretaria.
          –No hay de qué.
          –Es usted una persona muy humana y fiel a su cita semanal trayendo alimentos que ellos –señala hacia nosotros– agradecen tanto.
          –Todos debemos estar a la altura en la medida de nuestras posibilidades. Permítame hacerle una pregunta.
          –Por supuesto, faltaría más.
          –¿Cómo se llama aquel hombre?
          –¿Cuál? ¿El del gorro de lana?
          –No, el que está más allá.
          –¡Ah!, bueno. Es Ayden Carson. Un tipo bastante raro. Su familia era dueña de una importante empresa, fabricaban automóviles, pero se arruinaron como la mayoría del sector.
          –Ya. Mi madre, que actualmente tiene Alzheimer y está en residencia, trabajó para ellos. Es curioso, hace unos días cuando vine, le dije que me sonaba su cara de haberle visto en alguna foto con ella y lo negó.
          –Es muy introvertido, apenas habla con nadie.
          –Lo curioso es que ha estado viéndola y no sé cómo actuar: si abordarle o dejarlo estar.
          –Yo que usted no me molestaría. En fin, me esperan para el estudio de la Biblia. Vuelva pronto –dice con un apretón de manos al que el otro corresponde cordialmente.
          Regreso a casa y me resulta extraño caminar por los bulevares sin la charlatana de Megan Aniston pegada a mi lado, hilando una historia con otra sin respiro, hablando de sus antepasados, de arquitectura, de política, de lo que fuese con tal de no tener la boca callada. ¿Cómo imaginar lo que me esperaba al día siguiente a primera hora de la mañana…?

domingo, 4 de diciembre de 2022

Detroit, una historia cualquiera

7.
 
Por muy desgraciado que uno se sienta y piense que la vida le va dando hostias por todos los lados, de vez en cuando no está de más concederse algún gusto que haga el camino más llevadero. Eso mismo es lo que he hecho yo al encontrar dinero entre un montón de papales inservibles de la Motors Carson Company, a punto de tirar, comprar un boleto de autobús para pasar el día en Bay City, ciudad ubicada en la Región de la Bahía de los Grandes Lagos, a la que tanto fui por negocios. Al igual que pasa en Detroit, se aprecia el deterioro del paso del tiempo, la dejadez urbanística con desconchones en las fachadas, los cierres echados que nunca más se levantarán y las caras de amargura ya que un porcentaje elevado de la población vive bajo el umbral de la pobreza, excepto aquella zona que, por la amplia oferta de actividades al aire libre atrae al turismo. Sin buscarlo llego hasta el Mercado de las Pulgas situado en una amplísima explanada. Objetos de toda clase, algunos mutilados, deslucidos y otros en perfecto estado aguantan el transcurso de las horas hasta que alguien se fije en ellos y decida comprarlos. Custodiando un tenderete en el que se lee en letras grandes: “Anticuarios”, dos parejas de hippies, fumando marihuana, venden todo tipo de cosas colocadas desordenadamente, sin guardar ninguna estética. Me llaman la atención tres elementos en particular: una billetera que dice haber pertenecido a Johnny Cash, una mecedora tallada en madera y en muy buen estado y una Biblia encuadernada en piel, desgastada de tanto uso. En la esquina inferior derecha, está tallado el nombre de mi padre y en la primera página la dedicatoria para Emily, nuestra ama de llaves. Para ser sincero me ha emocionado y me pregunto cómo habrá llegado aquí. Quién sabe…
          –Hola Megan. Sé por mi esposo que una de tus hijas está delicada. ¿Cómo se encuentra? –pregunta la mujer del reverendo.
          –Mal, señora. Nació antes de tiempo y con poco peso, nunca fue una niña fuerte, siempre estaba pálida, no saltaba ni corría como sus amigos y amigas, era delgaducha, enclenque y siempre iba pegada a mí. Necesitaba determinadas medicinas que nosotros no podíamos comprar, eso le ocasionó problemas y alteraciones hormonales.
          –¿Y no la trataron?
          –Ya sabe que el sistema de salud estadounidense apenas da cobertura a los pobres y, en aquella época, menos aún.
          –Cierto, la reforma sanitaria de Obama llegó más tarde.
          –Pensábamos que al bajarle la regla resolvería sus males ajustando el organismo y así fue porque pasó unos años tranquilos, incluso cogió peso, pero desde el segundo embarazo que tuvo mellizos y un parto muy complicado arrastra una anemia que por más que hemos intentado frenarla ha sido imposible.
          –Aquí no damos abasto, sois muchas las personas que venís a recoger alimentos, pero he hablado con un contacto en Pope Francis Center y os van a ayudar, además cuentan con médicos solidarios que ofrecen sus servicios gratis.
          –No sé cómo agradecérselo, usted es madre y sabe lo que se sufre –coge su mano y trata de besarla, pero la otra la retira.
          –Anda, boba. Sécate esas lágrimas.
          –¿Y adónde dice que debo ir?
         –El 438 de St Antoine con el cruce de Larned St. Pregunta por Larry, te está esperando.
          –Si me necesita para cualquier cosa no tiene más que decírmelo.
          –Pues, ahora que lo dices…
          –¿Qué?
          –El domingo hablamos.
          –De acuerdo –se despidieron con un cariñoso abrazo.
         A la mañana siguiente Megan Aniston despertó barruntando un mal presagio y la extraña sensación de haber pasado por encima de ella un convoy de carros de combate, triturado todos sus huesos. Apenas puede moverse de agotamiento, pero hace de tripas corazón pese a la tos seca que clave alfileres en sus costados. Le duelen las articulaciones, arde su frente y la opresión del pecho revierte dentro de sí un aire contaminado. Quita del fuego el cazo que contiene un caldo instantáneo y lo reparte en dos tazas: de una, bebe tan sólo dos sorbos que no le saben a nada y la otra, la reserva para después. Ha perdido el olfato. Rebusca entre los cajones la mascarilla en mejor uso y se la ajusta en las orejas. Coge un gorro de lana, guantes y una chaqueta gorda para paliar el frío. Comprueba que todo está apagado y, con tiritona, dolor de cabeza, garganta y pecho, temblores en el vientre, visión borrosa y malestar generalizado, acude a la cita concertada en el centro de la ciudad adonde espera obtener soluciones para su hija. Sin embargo, apenas unas cuadras más allá, en mitad de la multitud que pasa de largo, se desploma en el suelo sin que nadie la socorra…
          A esa misma hora, no lejos del lugar donde Megan Aniston se ha caído, comienzo a prepararme para salir de casa. Hace una eternidad que no cuidaba mi aspecto personal y debo decir que parezco otro con el pelo bien peinado, la barba arreglada y camuflado en el único traje que conservo de mi anterior vida. Retengo el gusto del agua templada manchada con café típico americano, vuelco la lata oxidada donde guardo algunas de las monedas que me dan y cuento en total cinco dólares que tal vez alcancen para comprar una rosa. Respiro hondo, calculo mis fuerzas, la templanza que he perdido en la distancia corta tratando a los semejantes o que quizá nunca tuve, y llevo a cabo la dificilísima decisión de visitar a Joanne, mi antigua y querida secretaria, aunque confieso que tengo miedo en doble sentido: por un lado, a su reacción en el caso de reconocerme y, por otro, a mí mismo entrando en una dinámica de normalidad para la que todavía no estoy preparado y supongo que tampoco quiero estarlo. Pero cabe también la posibilidad de que Greyson Davis, el jodido psicoterapeuta me descubra y tache de intruso impidiendo que vuelva a merodear por allí. Seré cauto, estaré alerta, no bajaré la guardia. Durante el tiempo que llevo vigilando las rutinas de su familia y estudiando cada una de sus costumbres, sé que el primer día de la semana no aparecen por la residencia, así que, hoy no tendrá un pedazo del pastel de boniato que tanto le gusta y la botellita de cerveza que, de vez en cuando, introducen clandestina. El viento de la mañana, absolutamente helado, recorre los poros de mi piel exfoliando las células moribundas de las mejillas. Apenas media docena de personas transitan por el vecindario, entre ellas, el dueño del restaurante coreano que hay más abajo y adonde apenas acuden ya clientes, y la empleada de la peluquería que, un día sí y otro también, frota con estropajo la pintura de las palabras obscenas escritas cerca de la puerta. Es lunes y aún perdura en el ambiente que los Detroit Tigers derrotaron anoche a sus contrincantes, un equipo local, de poca monta, a los que hicieron papilla, pero bastantes nervios tengo encima como para preocuparme de eso. Avanzo por la amplia avenida y diviso el distinguido edificio de la Facultad de Derecho. Un poco más allá, pegados al estrecho arcén, hay un control montado por la policía dando libre acceso a la ambulancia que llega a toda prisa. Malhumorado por la contrariedad de impedirnos el tránsito, blasfemo en voz alta y recibo alguna mirada de desprecio.
          –¿Qué ha sucedido? –pregunto al corrillo de gente cada vez más numeroso–. No pueden bloquearnos, somos ciudadanos libres.
          –La libertad no existe, hermano. Nos vigilan, están en todas partes –interviene un homeless salido prácticamente de la nada–. Tienen micrófonos invisibles, cámaras ocultas y se han metido dentro de nuestro cerebro…
          –Muy bien, lo que tú digas, pero no pienso quedarme de brazos cruzados. Averigüemos qué coño ocurre –digo sacando ese punto de autoridad que todavía no he perdido.
          –Yo lo sé, una drogadicta se ha pegado una leche y al levantarla ha agredido a un agente –cuenta toda convencida una mujer que se acerca por detrás.
          –¿Y tú cómo lo sabes? Vamos, dínoslo.
          –Me lo ha dicho Dios. –Mucho tiempo después supe que aquello estuvo relacionado con el desmayo que Megan Aniston sufrió y por el que tuvieron que llevarla urgentemente al hospital.
          Los alrededores de la residencia de mayores donde está Joanne se parecen mucho al Distrito Histórico de West Canfield donde los Carson crecimos cuando teníamos la industria automotriz y pensábamos que nada ni nadie podría con nosotros porque éramos miembros invencibles de la alta sociedad. Cualquiera que conozca ambas zonas encontrará similitudes entre ellas fijándose en el diseño de las mansiones tipo palacetes, en los tonos otoñales de las fachadas de ladrillo visto que según por dónde se mire cambia la gama de marrones, en el césped cuidado a diario y en los distinguidos jardines que dan al lugar la elegancia que le corresponde y, por consiguiente, a mí un pellizco de nostalgia, máxime si cierro los ojos y rescato de la memoria del paladar la textura de las tiras de langosta con Wontón crujiente que tan deliciosas preparaba nuestro cocinero coreano Chul-Moo. Desde la última vez que estuve el paisaje sigue igual dentro del recinto. Los paseantes continúan buscando las coordenadas del rumbo perdido y el personal vigila cada uno de sus movimientos para que no se escapen. La galería luminosa por la que voy hasta el final conduce al área privada de los residentes y al control donde firmas en el libro de visitas junto a la fecha, hora de llegada y nombre de la persona a la que vas a ver. Previo a eso se pasa por el arco de seguridad que detecta cualquier objeto peligroso que pudieras introducir.
          –¿A qué habitación va? –pregunta la administrativa sin levantar la vista de los papeles.
          –No sé el número, hace mucho que no vengo –procuro sonar convincente.
          –Imagino que el nombre de la persona que quiere ver si lo sabe, ¿verdad? –noto algo de sarcasmo.
              –Mrs. Joanne, no recuerdo el apellido.
          –5011. Al fondo verá un arco de madera, giré a la derecha y rápidamente verá su aposento. Hoy no ha querido salir del dormitorio.
              –¿Está enferma?
            –Qué va, lo hacen a menudo, sobre todo si se desvela y tarda en conciliar el sueño, entonces se enfada con el mundo.
              –Tendré cuidado no sea que la tome conmigo.
        –Tranquilo, es inofensiva. Una flor preciosa. Le va a encantar, sigue siendo muy coqueta.
              –Eso espero –digo forzando una sonrisa.
          –Perdón –aunque la puerta está semi abierta toco con los nudillos–, vuelvo luego, cuando acabe.
              –Pase, por favor. La he traído jugo de piña porque apenas ha probado el desayuno.
              –Comprendo.
            –Siempre lo toma en el jardín, pero no le apetece hacer nada –acaricia la barbilla de la anciana–. ¿Nos habíamos visto?
             –Creo que no –mejor dejarlo en suspense y no levantar sospechas.
             –¿Es otro de los hijos?
             –En realidad sólo un viejo amigo.
          –¡Anda, qué callado te lo tenías, eh! ¡Una cita con un apuesto caballero! –dice mientras la coloca bien las horquillas del pelo–. Bueno, cualquier cosa que necesiten toque el timbre y acudiremos.
         Joanne permanece con la vista clavada en el horizonte de una pared blanca que parece querer atravesar y por la que huir del encarcelamiento que sufre tras las rejas de la ingrata amnesia. Observo sus manos hidratadas, brillantes, de dedos largos que se me antojan de pianista y las uñas en forma de almendra, esmaltadas en rosa claro y sin restos de cutículas que las afeen. En el anular izquierdo una discreta sortija y el reloj que regalábamos en la empresa a cada trabajador que alcanzaba los objetivos marcados, es el total de complementos que luce. Lleva un traje pantalón verde atrevido que realza su figura y un fular gris, apagado, aportando el punto exacto de elegancia. Ninguno de los dos tenemos prisa, así que, antes de sentarme frente a ella, pongo en agua la flor para que no se marchite.   
      –Supongo que se preguntará qué hago aquí, le juro que ni yo mismo lo sé. Hace semanas que su hijo me abordó y negué conocerla, pero ya ve, el pasado siempre vuelve y sentí la necesidad de venir –siquiera parpadea–. He pensado muchas veces en lo contenta que se puso cuando despedí de la Motors Carson Company al hombre de confianza de mi padre. Estaba indignada porque era maleducado y pésimo compañero, de los que te traicionan por la espalda. Todavía recuerdo lo que nos costó subir hasta el despacho la documentación guardada en la caja fuerte del sótano, de la que yo no tenía ni idea. En ese momento usted hizo que me sintiera menos ridículo de lo que era –permito que nos arrope el silencio pegando los labios unos instantes–. Aquello fue el despropósito de una locura que nunca debió ocurrir y yo la persona menos indicada para dirigir la nave. Sin embargo, a pesar de todo lo que pasamos juntos me alegro de que no viera lo mal que me porté con la esposa y los descendientes del obrero al que aplastó la pieza que se soltó de la grúa. Cuando esto ocurrió yo era sólo un niño y papá ocultó la verdad diciendo que el accidente se produjo a consecuencia de un fallo humano, librando así a la compañía de toda culpa. Años después la familia del hombre nos llevó a los tribunales, y como yo aún conservaba contactos influyentes me orientaron para poner en marcha estrategias muy sucias y destruir la memoria del ser que ya no podrá defenderse –oigo pasos que se acercan y me pongo a la defensiva–. Prometa que se va a cuidar.
          –Lo siento, caballero –irrumpe un auxiliar–, pero el horario de visitas ha terminado por hoy y debe irse.
          –Claro. –Me pongo en pie y abordo la despedida tocando suavemente su hombro. Ella, que no rechaza el contacto en absoluto, descruza las piernas y se acomoda un poco más dentro del sillón, mientras que a través de la ventana sigue con la mirada el vuelo de una curruca en libertad. Esa fue la última vez que nos vimos. En el exterior, un joven en bicicleta pedalea silbando la melodía de un conocido blues, mientras que yo, cabizbajo y abatido, me alejo con la imagen de mi antigua secretaria guardada en la retina.
        –Ayden, ¿qué puede haberle pasado a Megan Aniston para no venir hoy?pregunta Olivia Perkins, la esposa del reverendo, cuyo enfado se adivina a la legua ya que, al término de la misa del domingo, pensaba contarle que podían organizar juntas la función de navidad con los más pequeños.
          –¿Y yo por qué tengo que saberlo? –dijo arqueando una ceja, ¿acaso soy su perro guardián?
            –No te ofendas, hombre. Es que tenía que haber acudido a una cita y hablar conmigo, pero al parecer se ha evaporado como la espuma. –Larry, el voluntario de Pope Francis Center, quien facilitaría asistencia sanitaria para su hija, enferma casi desde el nacimiento, estuvo esperándola más de hora y media–. Ojalá que esté bien.
          –Esta maldita ciudad nos elimina, señora. Y, ahora, si me disculpa, he de ponerme a la cola o me quedaré sin la bolsa de la semana.
          –Claro, discúlpeme. ¡Qué boba!
          –¿Queda algo para mí? –pregunto al encargado de repartir las bolsas de alimentos aportadas gracias a la generosidad del vecindario.
        –Esto es lo último, llévatelo. Hay mantequilla, galletas, una pastilla de jabón y salchichas, poca cosa, lo lamento. Desde la pandemia la solidaridad de las personas se ha visto mermada por las propias dificultades de cada uno –en Detroit los problemas se multiplican por la alta tasa de paro, la evasión industrial, la bancarrota y el abandono de la metrópoli–. La gente cada vez tiene que hacer frente a más gastos y echar muchos números para sobrevivir. Entristece ver la deriva que ha tomado la humanidad. ¿Verdad?
          –Puede. No sé. Gracias. –Esas son las únicas palabras que logro pronunciar. Tres millas más allá, la ambulancia que lleva a Megan Aniston urgente al hospital, intenta abrirse paso entre la caravana de automóviles que van en dirección a las montañas, para observar el eclipse lunar.
          –Aguanta, querida, estamos llegando –dice el dulce enfermero que no deja de acariciarla… 

domingo, 20 de noviembre de 2022

Detroit, una historia cualquiera

6.
 
Conseguí el dinero necesario para pagar la boda a cambio de firmar un documento notarial en el cual cedía las patentes más importantes de la Motors Carson Company, en aquel momento con el cincuenta por ciento de participación canadiense, lo que significó que, en todos los aspectos, estaba en minoría respecto a la toma de cualquier decisión. Era domingo, mamá seguía disgustadísima conmigo y se fue a pasar el día con su novio, supongo que lo hizo por no ver continuamente mi cara de empresario amargado, así que, asumiendo lo monótona que iba a ser una jornada solitaria, cuando me disponía a salir a la cafetería más cercana justo a la hora del brunch, mi hermana Dakota se presentó en el motel por sorpresa y fuimos juntos. Ella siempre se ha jactado de ser buena comensal gozando y disfrutando la degustación de cada alimento, de modo que pidió huevos, beicon crujiente, salchichas y tostadas, para mí sólo café y pastelitos dulces, de repente sentí que no tenía apetito.
          –¿Qué le pasa a la novia que está tan mustia? –dije besando sus mejillas–. ¿No te habrás echado atrás, eh? Eres capaz de huir por menos de nada.
          –¡Ay, Ayden! ¿Y si me estoy equivocando? ¿Y si no estoy preparada para cabalgar por las colinas ni desenvolverme en la vida rural? Soy una chica de ciudad acostumbrada a ciertas comodidades y forma de vida. ¿Cómo voy a lucir allí mis vestidos y sombreros si hay arena en todas partes? –definitivamente se me encendieron todas las alarmas.
          –Bueno, pues te calzas las botas, te subes a lomos del caballo y emulas a Barbara Stanwyck en la legendaria serie Valle de pasiones. A dos semanas de la ceremonia no puedes romper el compromiso. ¿Imaginas el tornado que provocarías? –Por primera vez la vi empequeñecida e intuí que la influencia de nuestra madre la había empujado a echarse a los brazos de aquel hombre, pero tenía que apechugar y llegar hasta el final de la palabra dada ya que habíamos hipotecado la herencia sentimental de la familia.
          –Para ti –dijo entre sollozos–, si no afecta directamente a tus gestiones mercantiles todo es una cuestión menor que no salpica al gran hombre de negocios que no tiene que aguantar los comentarios, las risas ocultas detrás de un pañuelo, el ninguneo de amigos y amigas en determinadas fiestas a las que te invitan porque das mucho juego en los corrillos de chismosos y chismosas o el vacío que a veces se siente dentro. –Aquellas palabras me dolieron bastante porque nunca la imaginé tan desgraciada como se mostró. ¿Dónde quedó aquel espíritu aventurero que narraba en la cocina amoríos imposibles poniendo en vilo el corazón de Dominic el jardinero, Jaslene la doncella, Chul-Moo el cocinero, Brody el chófer y Emily el ama de llaves?
          –Estás equivocada, querida, todo lo que concierne a cada uno de nosotros me importa y me apena mucho que tengas ese concepto de mí. –Mi hermana Dakota celebró la boda y con el tiempo, cuidando mucho las formas de comportamiento en público y su reputación, se convirtió en una señora de Texas muy respetable colocándose al lado de las de las mujeres más influyentes de Dallas. Nunca contó que estábamos arruinados aunque era un secreto a voces.
          El enlace tuvo lugar en el rancho propiedad del novio quien a su vez se ocupó de organizar hasta el último detalle, así que, en ese sentido, me quité un gran peso de encima. Mamá, su actual novio y mi hermano Colorado Sprint que para sus costumbres venía sin acompañante, llegaron en una carreta ornamentada con flores y tirada por dos caballos de la raza Cuarto de Milla viejos ya para la competición. Recuerdo que era la primera vez que asistía a un rodeo y confieso que, lejos de disfrutarlo, me espantó tanta testosterona suelta. El banquete fue a base de barbacoa de carne de res, tortillas de maíz al estilo mexicano, dada su ascendencia, frijoles, embutidos, papas y pastel de nuez, regado con una extraordinaria cerveza artesanal traída expresamente desde San Antonio. Dakota estaba radiante, y yo, disfrazado de padrino, pasable. Según se me indicó, y siguiendo la tradición de sus antepasados, entregué la dote en una reunión privada con los hombres de la familia. Me metieron en un salón en cuyas paredes había colgadas cabezas disecadas de venado cola blanca, antílope americano, jabalíes y cocodrilos, decorado bastante desagradable. El miembro más anciano de la familia habló en nombre del resto.
          –Hemos preparado un contrato que ha de firmar, es nuestra costumbre hacerlo, no lo tome a mal. – Lo leí despacio y, aunque estaba redactado desde el absurdo, acepté.
          –Hermanita–la cogí por debajo del brazo y la llevé a un aparte–, no puedes divorciarte, si lo haces, además de quedarse con los bienes aportados al matrimonio, tendríamos que pagar una indemnización respecto al tiempo que hubieses vivido juntos. Nos tienen pillados por las pelotas.
          –No pienso hacerlo, aquí voy a ser alguien muy importante a la que no pararán de invitar a fiestas y a grandes acontecimientos, quizá me presente a Gobernadora, fíjate lo que te digo.
          –Pues más te vale comportarte como una dama o de lo contrario te pondré a picar piedra.
          Dio media vuelta y me dejó ahí, con la palabra en la boca y la certeza de que nuestros caminos tomarían rutas muy diferentes. Rodeada de invitados y de un marido al que le faltaba un hervor, ganaba terreno afianzándose en el papel que siempre representaría. Entonces, comprendí que yo estaba de más. Los aparcacoches merodeaban de vez en cuando por si algún invitado deseaba marcharse, así que, le di a uno de ellos las llaves para que trajera el auto que había rentado, un modelo muy viejo que se caía a pedazos. Busque con la mirada a mi hermano Colorado Sprint, a mamá y a la novia para despedirme y me entristeció comprobar que, faltos de complicidad en un día tan importante, andaban evitándose para no tener que disimular. Volvimos a vernos años después en el sepelio de nuestra madre y la conversación que tuvimos fue muy fría:
          –¿Cómo te va, Ayden? Supe por el periódico del cierre de la Motors Carson Company y te quise llamar, pero en aquel momento las cosas tampoco eran fáciles para mí –dijo por cumplir.
          –Hiciste bastante trayéndote a mamá cuando dejó de valerse por sí misma, mi situación no era la más indicada para hacerme cargo de ella, la bancarrota de la fábrica se precipitó y no sabía cómo acabaría todo aquello –empleé su mismo tono.
          –No tienes que justificarte, podía y quería hacerlo.
        –Jamás podría haber puesto a su disposición personal cualificado en cuidados paliativos como la proporcionaste tú.
         –Bueno, no sufras querido, simplemente me lo he podido permitir –eso me incomodó–. Perdona, no pretendía ofenderte.
          –Y no lo has hecho. Ahora dime: ¿Son verdad los rumores que corren de tu viudedad?
          –Sí, claro, y os lo dije, Colorado Sprint y mamá vinieron, y según su versión tú estabas ocupado. –Cualquier observador que se precie, concluirá en la teoría de que aquellas palabras salían desde el reproche y el escozor.
          –Alguien se tenía que ocupar del negocio, porque todavía no vislumbrábamos el catastrófico final contra el que se estrellaba.
          –Pues sí, me dejó plantada a los treinta y seis meses de contraer matrimonio. Había amanecido un sol espléndido, una mañana rasa tras varios días de tormenta y mi esposo realizaba tareas de reparación en el establo cuando una de nuestras mejores yeguas le dio una coz en la sien y calló muerto, minutos después yo misma sacrifiqué al animal.
          –¡Qué horror!, lamento no haber estado a la altura.
          –Convertida en la viuda más joven y rica de la comarca, apenas tuve tiempo para vivir el duelo y sí para espantar a los muchos parientes que de repente surgían de la nada.
          –No pensarás que vengo a algo parecido, ¿verdad?
          –No, claro que no, de haberlo pretendido hace mucho que me habrías pedido dinero, pero nunca lo hiciste. ¿Por orgullo?
          –No, por puro machismo…
       Dueña de 600,000 acres de tierra que llegaban hasta más allá de donde la vista alcanzaba el horizonte, cerca de 1000 vacas que el capataz y sus hombres trasladaban a pastar en áreas lejos de los depredadores, 350 pozos petrolíferos y tanta liquidez en el banco que no gastaría ni en siete vidas armaban la sólida estructura de su patrimonio. En el fondo me alegraba mucho porque al menos uno de nosotros había conseguido una cierta estabilidad y, en su caso, a pesar de haberse quedado sola, consolidar el espacio social para el que fue educada por las mujeres de la familia siguiendo el protocolo de “la bien casada”, pero dicho entusiasmo de ninguna de las maneras quería dejarlo entrever, prefiriendo mostrar total frialdad insensible delante de Dakota.
          Dejando atrás el pasado y de vuelta a la cruda realidad enmarcada en este presente alarmista y frívolo que parece querer exterminar a la especie humana, enmudezco las noticias en la radio apagando el interruptor, reservo unas barras de chocolate, mantequilla de maní y un pedazo de pastel de carne para la cena y, como cada jueves, a las 9:45 a.m., con la barba recortada allá donde sobresale, la gorra regalo de nuestro equipo de beisbol profesional, Los Detroit Tigers, el abrigo largo que me ha conseguido el reverendo Bob W. Perkins, gafa oscura para solapar las bolsas negras de debajo de los ojos y los nervios agarrados a la boca del estómago todavía vacío, sigo al hijo de mi antigua y querida secretaria, por E Jefferson con el cruce con St Antoine hasta la Casa Reposo donde pasa la recta final de su vida. Los residentes que a menudo deambulan por el jardín buscando las coordenadas del rumbo perdido, ya no notan mi presencia porque soy un elemento más de su hábitat, cuan sombra que no destaca o presencia en tinieblas. Un hombre de edad avanzada sostiene en la palma de la mano un mendrugo de pan que desmiga poco a poco para dar de comer a los pájaros, sin embargo, cuando ve en mí la amenaza que puede romper su rutina, arruga la bolsa de papel, con tan sólo cortezas dentro, y la esconde tras de sí. Orientada frente al gran ventanal, en la cómoda butaca de mimbre, sobre cojines mullidos, está sentada Joanne precipitándose por el acantilado de la desmemoria. Luce una blusa de seda estampada, pantalón negro y zapatillas de paño gris en cuyas suelas rebosan pasos perdidos. Junto a ella, con idénticos rasgos, el hombre de pelo ensortijado y canoso que todos los días ejecuta el mismo ritual: saca el manojo de fotografías que lleva consigo y, esparciéndolas sobre la mesa, repite una y otra vez el nombre de las personas que aparecen.
          –Mira mamá, aquí es cuando bautizamos a la pequeña, papá aún estaba con nosotros. Y aquél de allí es el tío Paul. ¡Que sí, mujer!, nos ha visitado cientos de veces. Acuérdate de lo cambiado que vino de la guerra de Vietnam y a los pocos meses se casó con una peruana –ella toca los bordes de las cartulinas y con la yema del dedo trata de seguir las siluetas irreconocibles–. ¿A qué no sabes quién me pregunta por ti a diario? Los Morrison, ahora son sus hijos quienes llevan la gasolinera y les va bastante bien, no creas, aunque en el vecindario dicen que están endeudados. –Con los ojos entornados y, visiblemente molesta con aquella voz monótona que no la deja en paz, mira por primera vez hacia donde yo estoy y frunce el ceño...
          –Caballero, perdone el atrevimiento –me aborda un joven con bata blanca–, le vengo observando y no es la primera vez que se queda ahí, sin atreverse a entrar. Si me dice a qué residente quiere visitar con sumo gusto yo mismo le acompaño.
          –No vengo a ver a nadie, siento curiosidad y por eso miro, nada más. ¿Acaso está prohibido?
          –No, por Dios. No se ofenda, nada más lejos de mi intención, es sólo que algunos familiares no soportan enfrentarse al deterioro de sus seres queridos y suelo ser la persona que tiende puentes entre unos y otros. Me llamo Greyson Davis, soy trabajador social y, entre otras muchas funciones, mi tarea consiste en atender sugerencias que los allegados de los residentes proponen, sobre todo las relacionadas con las mejoras de convivencia. Las llevo ante la junta de dirección y ahí se matizan, configuran e intentamos llevarlas a cabo.
          –Pues muy bien, y a mí qué me cuenta. Váyase por donde ha venido y déjese de hostias. –Diez minutos después y, para no desentonar, me pongo también a dar vueltas en torno a un árbol hasta comprobar que la visita de mi secretaria se ha ido. Entonces, dejándome llevar por un impulso espontáneo, me quedo a un pie de atravesar las puertas giratorias. Sin embargo, las potentes luces y la sirena de una ambulancia que se acerca me hacen retroceder.
          De los pocos negocios que quedan intactos en el vecindario sin sufrir continuos saqueos, sobrevive una tienda de venta al por mayor de aparatos electrónicos. Es habitual pasar por delante del escaparate y que lo tape una multitud de personas mirando las televisiones encendidas. Ahí hemos seguido los discursos del estado de la Unión –esto también se proyecta en la fachada de diversos edificios–. Los tiroteos en las escuelas encogiendo el corazón de la ciudadanía, el asesinato de George Floyd, las celebraciones del Día de la Independencia el 4 de julio, la reciente concentración ante el Ayuntamiento de Los Ángeles en repulsa por los comentarios racistas de una concejala latina que se burla del hijo afroamericano de un compañero diciendo que parece un changuito, grandes inundaciones que han anegado pueblos enteros, la retransmisión en directo de huracanes que una vez arrasado el Caribe toman tierra en las costas de Estados Unidos dejando un reguero de desaparecidos muchas veces incontables, el juicio del impeachment contra Donald Trump o las oraciones y ceremonias de Acción de Gracias, así como crisis internacionales sin precedentes. Pero ahora todo lo ocupa el estallido de bombas que impactan contra infraestructuras civiles abriendo cráteres junto a parques infantiles, dejando cadáveres que yacen sin identidad entre adoquines, el éxodo de hombres, mujeres y criaturas que huyen de Ucrania y pasan al otro lado de la fronteras alejándose así del enemigo. De repente impactados por las imágenes se rompe el silencio.
          –¿Eso dónde está ocurriendo? –pregunta un joven cuyas rodillas le asoman por un roto en los pantalones–, a nosotros nos queda lejos, ¿no?
          –Creo que es en el sur del continente europeo –salta alguien de la tercera fila–, pero no sé. ¿Alguno de vosotros sí? –Ninguno respondemos.
          –A mí me sacas de Michigan –cuenta un taxista que se ha parado por curiosidad– y me pierdo.
          –Yo estuve con la OTAN en la guerra de Bosnia –apuntan desde el fondo– y me suena cerca de ahí.
          –¿Y qué más da? –sentencia una anciana cargada con bultos–, no es nuestro problema, muchacho, ni son nuestro muertos, ni nuestros migrantes, y tampoco nuestros compatriotas, esa batalla no nos corresponde librarla.
          –Diga que sí, mujer. A mí no me preocupa –apunta un tipo bien vestido que se ha unido al grupo–, somos una gran potencia y nada nos aniquilará.
          –El presidente Biden ha dicho que no nos tomemos a broma la amenaza nuclear que pone en jaque al mundo –suena tal vez la voz más realista– y que de producirse nuestra respuesta será contundente.
          Observo la escena desde mi posición de vencido y lo único que quiero es huir para que el sentimentalismo ajeno no me salpique. Así que, como puedo, incluso a codazos, me abro paso hasta salir a la claridad de la acera donde tropiezo con un muchacho muy joven que recoge botellas de plástico. Las campanas de la catedral tocan incesantes mientras que al menos ocho coches de bomberos van a toda velocidad en dirección a la Avenida Hamilton. Ha comenzado a caer una lluvia muy fina obligando al sol a hacerse a un lado y tiñendo las esquinas de un negro más oscuro que la noche. Es entonces cuando la ciudad se me figura moribunda o puede que sea yo quien esté muerto.

domingo, 6 de noviembre de 2022

Detroit, una historia cualquiera

5.

Año y medio después de morir papá cuando la situación económica era insostenible prescindí de todo el servicio excepto de Dominic, obligado a cumplir con él la cláusula añadida en el testamento donde se nos ordenaba que permaneciese con nosotros hasta el final de sus días. A pesar de que las manos de Chul-Moo ya no se movían ágiles por los fogones y la estructura del cuerpo dolorido y encorvado estaba muy deteriorada, encontró empleo en la cocina de un barco que, tras atravesar medio mundo, arribó en el principal puerto de su país de origen, lo cual significó el regreso del hijo pródigo a la patria y, aunque no quedaba vivo ninguno de sus allegados, y los paisajes guardados en la memoria en nada se parecían a la realidad, consiguió llegar hasta la provincia de Jeolla del Norte, al suroeste de la República de Corea del Sur, donde creció y presintió que algún día volvería para morir en la tierra que le vio nacer. Esa misma mañana Brody partió a Wisconsin donde abriría en breve un pequeño taller de reparación de automóviles y toda clase de maquinaria junto a la mujer que le había robado el corazón. Anterior a esa fecha, una vez, regresando de la empresa charlábamos en el coche y me dio a entender su intención de dejar el trabajo cuanto antes, pero yo le necesitaba un poco más para conservar una cierta apariencia. Así que, fiel a sus principios de lealtad aguantó hasta que le despedí. Para entonces mis hermanos Dakota y Colorado Sprint ya habían emprendido su propio camino lejos de Detroit. La casa, habitada por tres desconocidos, de repente entró en modo silencio. Estábamos faltos de liquidez para hacer frente a las facturas y mamá no dejaba de generar gastos superfluos engordando unos números rojos de escándalo, ni aceptaba la presencia del viejo jardinero considerando que aquello no era más que el capricho de su difunto esposo quien estaría descojonándose en la tumba. Sin embargo, a lo largo de algunas semanas permanecimos ahí hasta que, tras la imposibilidad de vender la mansión, embargada hasta los cimientos, no me quedó otra opción que instalarnos de manera provisional en un sencillo motel de dos estrellas a poca distancia del centro.
          –He conocido a una persona –dice mamá.
          –¡Coño! ¿Te has enamorado? –por alguna razón no me ha sorprendido.
          –¡No digas sandeces, Ayden! –exclama molesta.
        –A ver, que no me importa en absoluto, y conste que lo entiendo. Todavía eres una mujer muy atractiva y libre de hacer cuanto te plazca. En cualquier caso, reconoce que así, tan de sopetón, no lo esperaba –me justifico.
          –No dejes volar la imaginación que es sólo un amigo. Nos conocimos en la ópera, ama el arte, los buenos restaurantes, los viajes exóticos y, qué quieres que te diga, me siento muy sola, tú estás casi siempre en la fábrica, frecuentas otros ambientes, recibes a gente importante, cambias impresiones con ellos, pero yo me siento prisionera pagando las consecuencias de algo que, no he buscado ni merezco. He perdido el contacto con todas mis amistades porque me tratan y miran con lástima, y eso no lo soporto, igual que la vergüenza de no llevar en el bolsillo ni para un té. Además, como siga pegada a esa momia me voy a quedar sin energía –refiriéndose a Dominic.
          –Lamento muchísimo que tengas que pasar por esto, te juro que hago todo cuanto está en mi mano para normalizar nuestra vida.
       –¿Piensas de mí que soy una egoísta o todavía peor una frívola a la que sólo le preocupa su posición social y el concepto que tengan de mí los demás?
          –Ninguno de nosotros imaginó que caeríamos por un precipicio de difícil ascenso.
      –Desde luego. La culpa es de tu padre que fue un irresponsable y desconsiderado. Comprendo que tus sentimientos hacia él te impidan ver al verdadero hombre miserable que se escondía bajo su piel bronceada –hice una mueca.
          –Perdón por interrumpirles. No me esperen a cenar –el longevo jardinero viene hasta el saloncito a excusarse–, tengo el estómago algo revuelto y, si ustedes no tienen inconveniente, preferiría retirarme a descansar.
          –Claro. ¿Quieres que venga el médico?
          –No, por Dios, no es nada. Mañana estaré mucho mejor, seguro.
          –Entonces ordenaré que te suban una bandeja con alimentos.
          –De verdad que no me apetece. Muchísimas gracias.
          –Como prefieras, pero llámame si te encuentras mal, por favor.
    –Así lo hare, señorito. A sus pies, señora –Mamá no respondió por desprecio e indiferencia. 
       –Oye, no te atreverás a gastar nuestro dinero en un matasanos para que visite al viejo, ¿verdad?
          –¡Ay!, eres tremenda –nunca sospeche que con los años me volvería igual de distante y frío que ella–. Son las 6:00 p.m. y mañana he de estar pronto en la oficina. ¿Pasamos a cenar?
          –Entra tú, a mí me esperan. –Se levantó, besó mi frente, guiñó un ojo e hizo gala de esa personalidad tan suya subida en los zapatos de aguja que nadie lleva mejor que ella. Entonces, altiva y prepotente, con andares elegantes, recorriendo el largo pasillo, desafió a los semejantes con una caída de pestañas por encima de los hombros.
          Miré por la ventana y aún era noche cerrada, todavía faltaba más de media hora para que tocase el despertador, pero como tenía la lengua pegada al paladar, me levanté a meter la boca debajo del grifo del lavabo y, sin atragantarme, beber toda el agua que pude. Así que, una vez desvelado lo mejor que podía hacer era darme una ducha y empezar la jornada. La pantalla del portátil permanecía encendida con el documento del último balance sin cuadrar, lo repasé de nuevo y entonces vi dónde estaba el error: resulta que hay pagos cuyos justificantes no aparecen o lo que es todavía peor: puede que jamás hayan existido. Es decir, alguien se lo estaba llevando crudo. Me vestí corriendo y salí escopetado para la oficina, no sin antes…
          –¡Mister Carson! ¡Mister Carson! –dijeron desde el mostrador de recepción.
          –¿Sí? –respondí–. Lo siento, tengo mucha prisa y no me puedo entretener.
          –El caballero de la 325 ha dejado esto para usted.
          –¿Se encontraba mal? – pregunté mientras sacaba la nota del sobre.
          –No sabría decirle, en ese momento estaba otro compañero.
          –¿Hace mucho?
          – Supongo que no, he venido hace treinta minutos y el sobre ya estaba el mostrador.
          Unas breves líneas de trazo infantil y pulso tembloroso resumían la despedida de un hombre agradecido a su antiguo jefe por la consideración de ofrecerle cobijo junto a la familia y también a mí por cumplirlo. Sin embargo, tras el giro del presente se veía obligado a tomar un camino distinto esperando que tal decisión no enfadase a los señores. Finalizaba expresando su cariño hacia mí y apuntando que en el dormitorio había dejado unas flores para mamá. Una vez más sentí que había fracasado, por eso me eché a la calle y le busqué casi sin descanso durante tres días en diversas organizaciones e iglesias adonde acuden homeless. No obstante, el entrañable anciano que se incorporó a nuestro servicio en tiempos de la abuela, a pesar del empeño que puse por encontrarle, desapareció sin dejar rastro. Tiempo después salió en el periódico la noticia del hallazgo del cadáver de un mendigo, a orillas del río e identificado como Dominic McCarthy, cuerpo nadie reclamó. Las siguientes semanas luché duro contra un fuerte resfriado, aunque seguí pilotando la empresa.
          –¿Quién autorizó el pago de estos cheques? ¿Y por qué no se me ha informado al respecto? –interpelé al administrador agitando con la mano el listado que acababa de imprimir.
          –La orden vino de su madre –dijo con un hilo de voz– y supuse que estaría al corriente.
          –Deme el talonario.
          –Lo siento, pero no es posible.
          –¿Por qué?
          –A raíz de morir su padre lo tiene ella.
          –Convoque al abogado para una reunión en mi despacho a primera hora de esta tarde.
          –No me malinterprete jefe, pero dicha tarea no me corresponde hacerla a mí si no a su ayudante.
         –¡Llámelo, ya! ¿No ve que no hay secretaria porque está enferma? –lo hizo sin rechistar aunque el enfado le duró meses.
     –Perdón por el retraso, hay un tráfico infernal –se quejó tomando asiento antes de ofrecérselo–. ¿Qué puedo hacer por usted? –El letrado apenas rondaba la treintena de edad. Recién llegado de Nueva Inglaterra se presentó al proceso de selección para cubrir una vacante en el bufete que nos representaba y dado su completísimo currículum y lo apabullante de las cartas de recomendación adjuntas, los asociados no dudaron en darle una oportunidad asignándole la cartera de aquellos clientes que menos importaban o quizá la de los presuntos candidatos a caerse de la parrilla, entre los que, lamentablemente, nos encontrábamos nosotros.
          –Quiero que redacte un papel donde especifique que, sin mi consentimiento, como director general de esta compañía, ningún miembro de la familia Carson puede disponer de dinero. Imagino que le habrán puesto al corriente de nuestra delicada situación y de la voluntad que mi padre dejó escrita en el testamento. –Muy concentrado en lo que leía tardó algunos minutos en contestar.
          –Eso que me pide he de consultarlo ya que el testador no lo especifica tal cual, tan sólo se refiere a la asignación para los otros hijos, el regalo de una propiedad al ama de llaves, las condiciones explícitas que le pone a su esposa si quiere seguir disfrutando del hogar y que se hagan cargo del jardinero, además de nombrar gerente de la empresa a su primogénito. Es decir, usted. En cuanto a vetar gestiones bancarias no consta ninguna clausula añadida.
          –Pues informe cuanto antes de mi petición a quien corresponda o me veré obligado a tomar otra determinación que no gustará nada, créame.
          –No sea extremista, hombre de Dios, encontraremos la manera de resolverlo, hay que tener mucha delicadeza con este tipo de cosas tan susceptibles no vaya a entenderse como que quiere acaparar el control absoluto, algo que podría terminar mal y en los tribunales, imagino que no será ese su propósito, ¿verdad?
          –Eso nos perjudicaría a todos, sobre todo nuestra imagen, además no hace falta llegar tan lejos. –El licenciado, convencido de que debía demostrar su valía y cuidándose mucho de no cometer algún fallo que le hiciese perder el empleo, en su cabeza tejió el argumento con el que convencería a la entidad bancaria satisfaciendo también el deseo del cliente, así como los propios intereses de la firma a la que representa.
          El área de aparcamiento del motel estaba desierta con apenas media docena de coches, un par de bicicletas sujetas con candado y un saco de pienso para gatos que alguien se dejó apoyado en una columna. Por el horizonte aparecía la luna llena dando solemnidad al paisaje desdibujado de luces. Había refrescado, lo cual auguraba que la noche sería gélida. Todo estaba en silencio excepto la televisión del recepcionista con uno de esos programas de humor tan americanos. Mamá regresaba a pie y yo diría que algo achispada. Viéndola así, en el fondo me sabía muy mal tener un desencuentro con  ella a consecuencia del asunto que debíamos tratar, sobre todo, porque conociéndola pondría el grito en el cielo y a mí a parir. Sin embargo, había que hacerlo, así que crucé los dedos y me dije que cuanto antes se aclarasen las cosas desagradables, mucho mejor. Unos golpes sueves de nudillo sonaron en la puerta de mi habitación, venía canturreando una melodía para mí desconocida, abrí de golpe y no la dejé hablar.
          –¿Cómo se te ocurre sacar del banco una cantidad de dinero tan desorbitada sabiendo que estamos arruinados? –mamá me miró de arriba abajo, torció un poco la cabeza, emitió con la lengua un ruido insignificante, se dejó caer en la silla, cruzó una pierna sobre otra y…
             –No tengo que darte explicaciones.
        –Por supuesto que sí, eso que has decidido gastar a tu antojo era para pagar los sueldos de la plantilla y ahora tendré problemas, incluso podrían denunciarme por impago.
            –Pues les dices que se lo darás el próximo mes, no creo que sea para tanto.
          –Es una barbaridad lo que acabas de soltar, haré como que no te he escuchado –yo caminaba desesperado de pared a pared de la habitación–. ¿Crees que esas personas no tienen derecho a reclamar lo ganado honradamente? –A decir verdad, lo que menos me importaba eran las calamidades de los trabajadores y sí el desprestigio que una vez más se cebaría triturándonos en los corrillos de la alta sociedad y de los que casi ya nos habían expulsado.
        –Como comprenderás no voy a consentir que mi hija se case sin un banquete de bodas apropiado a nuestra posición –sonó contundente– y acorde a lo que ha significado para el desarrollo de esta ciudad, del estado de Michigan, de todo el país en general, el apellido Carson. Como tampoco que no luzca un vestido en condiciones, ni haya una larga lista de invitados, a los que tú, como padrino, harás llegar personalmente la invitación. Así que, ve haciéndote a la idea: necesitaré mucho efectivo y, por supuesto, una lujosa casa en donde recibir a sus futuros suegros y no en esta pocilga a la que me has traído.
          –No pongas las cosas más difíciles. Admite que no somos los que éramos y no queda más remedio que adaptarse.
          –Mañana tenemos la primera prueba en el modisto, he pedido que la cuenta te la envíen a ti, encárgate de no dejarme en mal lugar. –Durante más de una hora manifestamos nuestras discrepancias resumidas en puntos de vista encontrados o prioridades muy diferentes. Sin embargo, reconozco que de haber tenido menos responsabilidades que me ataban de pies y manos, yo también habría ejercido la misma rebeldía y presión que mamá negándome a descender a los infiernos.
          –¿Quién es el afortunado? –la cogí desprevenida y con toda su artillería a punto de cargar sobre mí–. Supongo que no se habrá enamorado de un simple obrero, ¿verdad? –dije con sarcasmo–, no lo habrías consentido, ¿me equivoco, madre?
          –Veo que tu crueldad no tiene límites. Para tu información, y ya que estás tan intrigado, es un granjero de Texas dedicado a la cría de caballos de raza –tenía las mejillas coloradas en señal de enfado.
          –Mira por donde ahora iremos a los rodeos sin gastar un centavo. ¿Te parece bien que me haga el traje de cowboy antes que el de chaqué? –Salió del dormitorio como un huracán dando un portazo. Aunque mi hermana Dakota se había independizado hacía bastante y andaba de un sitio a otro probando suerte con el amor, era una carga económica sin límite, por tanto, la noticia del enlace fue realmente un alivio. Estudié diversas posibilidades para conseguir dinero inmediato, tales como sacar al mercado un paquete de acciones de la compañía, pero al final todos los caminos me llevaban a un mismo punto: ceder parte de los derechos de explotación.
          –Disculpe, señor, llaman por teléfono e insisten en hablar con usted –dijo el sustituto de Joanne hasta que esta pueda incorporarse. El joven prestaba mucha atención en todo y la verdad es que permaneció ahí mientras la Motors Carson Company estuvo abierta.
          –Pásemelo y que no me moleste nadie, por favor.
          –Descuide –y haciéndose el interesante, continuó–: me ocuparé personalmente de que así sea.
          Yo también esperaba esa comunicación como agua de mayo ya que, a través de un diplomático, antiguo amigo de papá, supe del grandísimo interés que tenía un pez gordo de la industria automotriz canadiense por adquirir las patentes que estaba dispuesto a sacrificar, aunque no a cualquier precio, claro. Con la sensación de que me faltase el aire aflojé un poco el nudo de la corbata, tomé dos tragos de agua, respiré hondo, tragué saliva y descolgué el auricular. Al otro lado del teléfono una voz grave esparció las garras de una oferta abusiva desde mi punto de vista, pero dadas las circunstancias familiares no podía rechazarla. Al día siguiente periódicos de tirada nacional y extranjeros sacaron la noticia a doble página junto al amplio reportaje fotográfico de la Motors Carson Company, desde su inauguración en 1905, con el abuelo a la cabeza, hasta que tomé las riendas. Las crónicas señalaban mi incapacidad como responsable de una empresa a la que le hubiese ido mejor con el tío James de director, a pesar de llevar desde la adolescencia ingresado en un centro psiquiátrico…