domingo, 27 de septiembre de 2020

No puedo respirar

2.

A menos de una semana para que Alaia, Iker y Sira regresaran a Rochester de su viaje por cuatro o cinco estados, el 24 de agosto de 2005, quedé con un grupo de antiguos alumnos, íntegros y comprometidos, con los que mantenía estrecho contacto. Y, aunque ahora hablaban el español correctamente, todavía recuerdo cuánto les costó conjugar los verbos, memorizar el amplio vocabulario y asimilar lo extenso de nuestra gramática. Sin embargo, aquel esfuerzo les abrió las puertas de alguna multinacional con sede en América Latina, que a la larga dejarían para dedicarse en exclusiva al activismo medioambiental. Organizábamos dos cenas al año: una, antes de arrancar el curso escolar, y la otra entre el Día de Acción de Gracias y Navidad, ésta con familia incluida. ‘Profesor Atxaga –eran reacios a aparcar el protocolo–: su mujer no seguirá todavía en Bahamas, ¿verdad?’. ‘¿Lo dices por el Katrina? No, ahora están en Nueva Orleans. Mis suegros se empeñaron en conocer la casa donde nació Louis Armstrong, su ídolo de juventud. Supongo que al adentrarse en tierra firme, como tormenta tropical, llegará muy debilitada a Luisiana. Así que, estoy tranquil. Cierto que lo estaría aún más si hubiesen regresado a Minnesota’. ‘Seguro que dentro de nada los tiene usted por aquí –opinó Georgia Hardin, una madre soltera que siempre tuvo muchas dificultades para salir adelante– organizándole la vida –asentí y reímos–. Ya me lo dirá, ya’. De todos ellos, el menos dado a la conversación, era William Harrison, pero cuando hablaba sentaba cátedra. ‘Yo que usted no me confiaría, teacher –sentenció–. Mejor contacte con el National Hurricane Center de Miami y que le informen de la trayectoria. Pregunte también cómo está en la escala Saffir-Simpson. Más vale que nada le coja por sorpresa, ¿no cree?’. Dicho comentario me dejó bastante preocupado. ‘Pero qué listillo y pedante eres, colega –saltó Nelson Baez, un dominicano nacido en Santo Domingo y afincado en Estados Unidos, que ha sufrido en sus propias carnes el desprecio de la xenofobia–. Jamás compartiré contigo ninguno de mis miedos. Amigo, tus conclusiones son catastróficas’. Traté por todos los medios de ser un buen anfitrión para que no faltara ningún detalle en el restaurante, pero lo que verdaderamente deseaba era quedarme solo de una vez por todas y pensar qué hacer. 
            La negrura inquietante de la casa parecía un túnel sin salida. Al fondo, la luz parpadeante del contestador automático se visualizaba desde la entrada como reclamo para ser atendido de inmediato. Además de los mensajes rutinarios de mamá, con sus quejas interminables por lo poco, según ella, que la visito, y otro de papá invitándome a un partido de fútbol americano, saltó la angustiosa y acelerada voz de mi pareja: ‘Markel… Ahora, vam… …consideración …los aires’. Incapaz de intuir la frase completa fue lo único que descifré. Llamé a la redacción de National Geographic por si sabían algo más, pero estaban tan alarmados como yo. Puse la televisión y, en todas las cadenas de noticias, ya se hablaba de una catástrofe sin precedentes. En el plató de los estudios, expertos y gurús, trazaban la ruta del huracán sobre mapas de isobaras muy juntas. Ni un segundo aparté la mirada de la pantalla. Avanzaba el tiempo y al otro lado del teléfono la preocupación de amigos y familiares aumentaba por momentos. Afronté las horas inciertas de la madrugada con consecutivas tazas de café recién hecho. Era más que probable que el presidente George W. Bush compareciera en breve para informar a la nación de la situación tan grave que estábamos a punto de vivir. Las horas siguientes fueron de auténtica locura. No sabía dónde acudir. Un amigo de mi mujer, freelance, venía de Alabama con la exclusiva bajo el brazo de que, a consecuencia de la marejada ciclónica, los diques de Nueva Orleans cederían inundando la ciudad. ‘Puedo pasar –dijo, con el rostro descompuesto bajo el dintel a medio barnizar–. Hay que sacar de allí cuanto antes a Alaia’. ‘¿Cómo te has enterado?’. ‘Porque he ido a la asociación de la prensa que compra y distribuye mis fotos y, ya sabes que en este mundillo todos nos conocemos, ha corrido el rumor de que la cámara de Atxaga estaba en el ojo de la tormenta, he hecho un par de llamadas para confirmarlo y, aquí estoy. ¿Ha contactado contigo?’. ‘Escucha –puse el mensaje–. A lo mejor tú lo entiendes. ¿Qué podemos hacer?’. ‘Llamemos a la Agencia Federal para la Gestión de Emergencias, a ver qué dicen’. Eso hicimos, pero las comunicaciones se cortaban y cuando lo conseguimos nos pasaron de una persona a otra, que estaban tan perdidas como nosotros.
          De nuevo solo, y tras múltiples intentos fallidos de contactar con ellos, debí de quedarme traspuesto. Cuando desperté, sobresaltado, eran las 09:55 del 29 de agosto de 2005, y no daba crédito a las brutales imágenes que aparecían delante de mí. Debajo de infinitas latas de cerveza ya vacías y trozos de sándwich mordisqueados de crema de cacahuete y plátano, estaba el mando a distancia. Escarbé hasta desenterrarlo, subí el volumen para escuchar mejor las palabras consternadas de la exgobernadora de Luisiana Kathleen Blanco, junto al exalcalde Ray Nagin –luego declarado culpable de soborno, fraude, evasión de impuestos…–, cuyos rostros desencajados trataban de solapar las vistas anegadas de la cuna del jazz. Diez minutos antes de espabilarme, el huracán Katrina, de categoría 5 y vientos de más de 180 kilómetros por hora, destruyó buena parte de la ciudad. La población, que a duras penas salvó la vida gracias a la colaboración ciudadana, de bomberos y policía local, quedó sumida en la más vergonzante de las miserias, atendidas tardíamente por los gobiernos de distintos rangos que se vieron sobrepasados reaccionando tarde a la emergencia. Fue impactante ver la autopista interestatal 10 convertida en un río lleno de lanchas transportando a los damnificados. Cogí las llaves del coches, el permiso de conducir, la tarjeta de crédito y algunos dólares sueltos, sin percatarme que iba en pantalón corto y con mi camiseta favorita de los Boston Celtics de la NBA, ya muy descolorida.         
               La directora de la escuela estaba en el despacho. Cuando entré, lloraba abrazada a otro compañero que a duras penas contenía el hipo. Desesperado, necesitaba dar con el paradero de mi familia y fui decidido a pedir ayuda. En realidad, buscaba la de su hermano que pertenecía a las Fuerzas Armadas o la de su hijo que era miembro del Departamento de Bomberos de Bloomington, entendiendo que, cualquiera de los dos, dispondrían de más recursos para localizarlos que yo. Bastó una sola llamada suya, y, a continuación, me vi en un taxi acompañado por ella. Lo siguiente que recuerdo es el ensordecedor ruido dentro del helicóptero del ejército y verme rodeado de medio centenar de soldados, todos cabizbajos, y cuya primera misión sería rescatar desde el aire a las miles de personas encaramadas en los tejados. Me colocaron un casco y un chaleco. Lo digo así porque no soy consciente de haberlo hecho yo. Siete horas después sobrevolábamos Luisiana. Las vistas eran sobrecogedoras. Habían cerrado al tráfico comercial el aeropuerto internacional Louis Armstrong de Nueva Orleans, dejándolo operativo sólo para militares e instalando también uno de los muchos hospitales de campaña que encontré repartidos por la metrópoli agonizante bajo el nivel del mar. Con un par de fotos de Alaia y sus padres, que enseñaba a todo el que se cruzaba conmigo, fui de un lado a otro como zombi. Gente malherida a la que no socorrí, lanzaban gritos de auxilio para que los evacuaran pronto. Bebés destetados, hombres y mujeres vagando sin destino y con las manchas de hollín que perduran cuando ya no te queda nada de nada. Un grupo de voluntarios sugirió que preguntara en el Barrio Francés y demás distritos del centro que no estaban tan dañados, pero allí tampoco tuve suerte. Ni siquiera sus nombres estaban en las listas de desaparecidos. Durante las semanas siguientes, sin hallar resultados positivos, continué como perro sabueso husmeando su rastro. Sin embargo, poco a poco, interioricé el peor de los escenarios según asistía a la crecida de cadáveres flotando. Amparado por el personal de la Cruz Roja Americana, encontré cobijo en sus dependencias, un colchón para dormir y algo de comida, mucha más de la que admitía mi desganado estómago. A través de ellos, y tras concienciarme de que tenía que prestar colaboración humanitaria, participé en tareas de achique de agua, con la esperanza, cada vez más debilitada, de descubrir alguna pista.
          El 7 de noviembre de ese mismo año. Es decir, setenta días después de la devastación, regresé a Rochester con la carta de dimisión en el bolsillo. Era incapaz de presentarme ante los alumnos y el profesorado, y menos aún dar explicaciones para justificar la ausencia y la tristeza que envolvía toda mi existencia. ‘Oye, ¿lo has pensado bien? –preguntó el subdirector de la escuela que sustituía a la titular–. Podemos negociar algún tipo de permiso especial, es una pena que pierdas la plaza y, por supuesto, que nos dejes’. ‘No tengo ganas de seguir haciendo las mismas cosas, ni motivaciones para continuar dedicado a la enseñanza. En principio, estaré por aquí el tiempo justo de arreglar unos papeles, pasar por la redacción de National Geographic y volverme a Nueva Orleans’. ‘¿Has averiguado algo?’. ‘Poco, por no decir nada. Aquello es horroroso, no hay palabras que lo describan, es una balsa donde el dolor es el náufrago que atraviesa la ciudad fantasma’. Los cuerpos de Alaia, Iker y Sira, como los de tantos otros, nunca se encontraron. Seguí la búsqueda por mi cuenta hasta que se me acabó el dinero y tuve que regresar. Una mañana, yendo hacia Mayo Civic Center para asistir a un evento deportivo, me encontré con Georgia y Nelson Baez, ambos exalumnos que iban a la conferencia ofrecida por la activista neoyorquina Lois Gibbs, quien fundó el Centro de Salud, Medio Ambiente y Justicia cuando descubrió que la escuela de su hijo estaba construida sobre un vertedero de productos tóxicos causantes de diversas enfermedades desarrolladas por los niños. ‘Anímese y venga con nosotros Mr. Markel, seguro que disfrutara con la charla’. Así empezó la aventura que ahora me traigo entre manos, y que en aquel momento me abriera los ojos también para entender que, además de los daños humanitarios, económicos y materiales, el Katrina provocó efectos ambientales contaminando, entre otras cosas, las reservas de agua subterráneas…
          En Washington D.C. las manifestaciones en protesta por el asesinato de George Floyd están siendo multitudinarias. Desde la ventana del hotel Harrington diviso la interminable marea humana que camina hacia la avenida Pensilvania para culminar en la Casa Blanca, lo que será bastante complicado, ya que el cordón policial rodea todas las calles adyacentes, desde Madison PI NW, a Jackson PI NW, bordeando también por Constitution Ave NW. Desde el 28 de agosto de 1963, cuando Martin Luther King encabezó la marcha por el trabajo y la libertad, pronunciando su histórico discurso Yo tengo un sueño, no sucedía nada parecido. Y ya hay quien pronostica como movimiento perdurable, el grito universal de: “I can’t breath”. ‘¿Lo estáis viendo? –dije a los compañeros de The Climate Reality Project de la habitación de al lado–. ¿Nos unimos a ellos…?’.

domingo, 13 de septiembre de 2020

No puedo respirar

1.

La segunda vez que mis suegros decidieron salir al extranjero, desde nuestra Euskadi natal, fue en julio de 2005, con destino a los Estados Unidos de América, a Minnesota, donde su única hija y yo vivimos una bonita relación que duró diez largos años. Tras haber insistido tanto, nos pareció estupendo que Iker y Sira vinieran a pasar dos meses con nosotros, sobre todo a Alaia, que no los veía desde el otoño anterior, cuando hizo una escapada de diez días a España. Yo sabía que para ella era muy importante que se sintieran a gusto, así que reservamos un par de semanas libres de trabajo, para recorrer juntos lo más destacable de esta impresionante región, del Medio Oeste del país. ‘Markel, ¿te importaría que mis padres durmieran en nuestra habitación en lugar de en la de invitados? –soltó, con tono inocente y meloso, camino del aeropuerto–. Es que me da apuro instalarlos ahí. ¡Es tan estrecha!’. ‘Claro que no, pero necesito una recompensa o no hay trato’. ‘Bueno, me lo pensaré –pellizcó un pliegue de mi barriga–. Gracias, amor. Ya veremos lo que se me ocurre…’. Aparecieron tal y como imaginé: campechanos, con esas chapas rojas en las mejillas brillantes, símbolo de la tranquilidad y del aire puro del campo. Avanzaron unos pocos pasos, frenaron en seco, extendieron los brazos, lloraron de emoción, nos estrujaron casi hasta rompernos los huesos y, entre aquellas muestras de cariño desinteresado, sentí que volvían a mí los olores a leña de la infancia, a ramas de helecho y al correspondiente festejo de la txarriboda, ejecutando al cerdo con la pistola de perno que tanto me horrorizaba.
          Nuestro mayor propósito era procurarles una estancia lo más placentera posible. En Minneapolis les impresionaron los rascacielos situados entre lagos, nada que ver con los prados verdes a los que estaban acostumbrados, ni a las casas con estructura de invierno enmarcadas en piedra o los tejados color burdeos a juego con el gris del cielo. Disfrutamos muchísimo en el Museo de Arte Weisman, situado sobre el río Mississippi. El paseo en barco por el Parque Estatal Fort Snelling, a las afueras de la capital Saint Paul, trajo a su memoria aquel otro que hicieron a Venecia, por las bodas de plata. ‘Saldréis mucho, ¿no? –preguntó Iker, mientras le servía una copa de vino y ponía para picar unos pepinillos crujientes con salsa de queso–. Esto es tan grande’. ‘Bueno, no te creas. Tu hija está muy ocupada, y yo por el estilo. Suele pasar que conoces más del sitio donde vives por lo que cuentan los forasteros’. ‘Ya. Pues no sé, si yo viviera aquí no pararía de subir y bajar de esos edificios tan altos y elegantes. Cambiando de tema: ¿Y los nietos para cuándo? Porque veo que a este paso no nos hacéis abuelos’. ‘¡Papá! –exclamaron la madre y la hija desde la zona de la cocina–, tú tan directo como siempre’. ‘Coño, es verdad’. ‘Vendrán, no te apures. Un bebé requiere mucha dedicación, tiempo del que ahora no disponemos. Pero todo se andará’. ‘¿Entonces –cortó Sira, notando que dejé entrever cierta incomodidad– das clases de español?’. ‘Sí, en el Century High School. Es una escuela pública. ¿Os apetece conocerla? Podríamos ir mañana. ¿Qué os parece?’. ‘Pues tendrá que ser a la vuelta –continuó ella–, porque, al contratar el vuelo en la agencia, cogimos un paquete que comprende las Bahamas, Veracruz y los Cayos de la Florida. Ya que cruzamos el charco, aprovechémoslo, pensamos. ¿Por qué no os venís? Os invitamos. Se podría arreglar. Lo preguntamos allí y nos dijeron que no habría ningún problema’. ‘Ya me gustaría, pero no puedo. Tengo un seminario de profesores, lo hacemos cada año antes de comenzar el curso. Me es imposible faltar’. ‘¿Y tú?’. ‘No sé, mamá. Tal vez a la revista le interese. Dejad que lo tantee. ¿Para cuándo sería?’. ‘Marchamos dentro de dos días’. ‘Joder, apenas tengo margen’. ‘Seguro que lo puedes arreglar –palabras de las que me arrepentiré mientras viva–. Además, te deben algunos días de vacaciones, ¿no?’. ‘Uy, tú quieres quedarte solo, canalla’. Dijo, poniendo una de esas posturas en jarras que me volvían loco. Aquellas veladas fueron inolvidables, conversando sobre política sin entrar de lleno en el terreno de juego, de las relaciones con mi familia, de las habladurías en el pueblo… Pero, principalmente, disfruté de dos seres humanos excepcionales y de la felicidad que derrochaba mi pareja. Aunque duró tan poco, que… Por eso, cuando alguien me pregunta por qué no he fijado mi residencia lejos de Rochester, Minnesota, con todo el sufrimiento que he padecido en cada rincón de esta ciudad, respondo: ‘Porque lo que más he querido en la vida se quedó a menos de mil doscientas millas de aquí…’.
          Mis padres se conocieron por casualidad. Acababa de fallecer el abuelo y la familia fue a Bilbao, al notario, a una de aquellas visitas interminables por el papeleo de la herencia. Como mis tíos no llegaban a ningún acuerdo y los intereses particulares de cada uno cargaban con ira la pólvora de los reproches, papá, harto de oír tanta estupidez, dijo: ‘Cuando estéis preparados para razonar, vuelvo’.  A diferencia de sus hermanos, que realizaban trabajos en la mina, unos taladrando la roca y los otros cargando el mineral en las vagonetas, optó por labrar las tierras y gestionar las arrendadas a los vecinos que usaban de pasto para el ganado. Apenas salía de Herboso, donde nacimos, una aldea del Valle de Carranza, en el extremo occidental de Las Encartaciones, bellísimo paraje de Vizcaya. Aunque, cuando lo hacía, se juntaba a lo grande con su cuadrilla de txikiteros, proclamándose el mejor levantador del vaso típico para esa categoría. Así que, esa mañana, antes de estampar la firma definitiva en la notaría, los pies le llevaron hasta el laberinto de las Siete Calles, en el Casco Viejo. Amaneció muy nublado y había comenzado a llover. A la altura del Puente de San Antón encontró a un grupo de extranjeros desorientados, entre los que se encontraba una rubia deslumbrante y muy simpática. ‘¿Necesitan ayuda?’. ‘Yes’. ‘Así no nos vamos a entender, ¡eh!’. ‘¿Dónde queda frontera francesa? –dijo, con ese acento suyo tan yanqui mientras se enamoraban–. Nosotros no saber dónde estar’. Ella desplegó un mapa y él, con el dedo índice, marcó la ruta a seguir. Seis meses después se casaban en la Iglesia de los Santos Juanes. Y al año justo nací yo. Los recuerdos que guardo del entorno corresponden ya a mi etapa de adulto, puesto que, al cumplir cinco años, nos trasladamos a los Estados Unidos. ‘Tu madre es cruel conmigo, querido –soltó la americana–. Además, no soporto más el olor a estiércol y la soledad de este caserío al que nunca viene nadie’. ‘Pero mujer, que son figuraciones tuyas, si te aprecia muchísimo’. Y fue así como terminé viviendo en Rochester, paseando esa mezcla de vasco y minesotano que ha hecho de mí una persona plural.
            Alaia estaba considerada como una de las mejores fotógrafas que tenía en plantilla National Geographic, era una magnífica profesional. Viajaba con asiduidad a la Patagonia, con especial parada en el Parque Nacional Torres del Paine, en Chile, donde inmortalizaba con instantáneas irrepetibles, por su calidad y perfección de enfoque, el Glaciar Grey. Dispuesta a llegar la primera a los puntos calientes de actualidad, aunque hubiera que sacar la noticia de debajo de las piedras, se podía contar con ella aun griposa. Una vez estuvo a punto de ser engullida por un cocodrilo macho, de agua salada, de seis metros de longitud, cuando realizaban unos reportajes de especies en extinción por Australia, Sri Lanka y Filipinas. Siempre estuve muy orgulloso de ella y la admiraba muchísimo, aunque no lo demostrara abiertamente. Iker y Sira fueron a uno de los mejores restaurantes recomendado por nosotros a degustar el faisán fresco rostizado con salsa de arándanos rojos, del que tanto les habíamos hablado como una exquisitez. ‘He tenido una reunión con el redactor jefe –dijo mi mujer, preparando algo de cena mientras yo terminaba de planchar unas camisetas– y le parece bien que vaya con mis padres. Por lo visto pensaban mandarme a Los Everglades, porque hay unos animales exóticos que he de fotografiar, además de captar el movimiento de la vegetación en el humedal azotado por el viento. Así que, tendré que dejarles solos uno o dos días y volar a Miami. Markel, ¿de verdad que no te importa? Mira que estaré fuera algo más de un mes’. ‘Sabes que no. Pero, no sé, cariño, habría que consultar a la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica, porque, a poco que os entretengáis, el tiempo se puede complicar y ser peligroso visitar según qué lugares’. ‘No va a pasar nada, ya lo verás, miedica’. Esa noche nos amamos como si se acabara el mundo.
          Partieron el uno de agosto. Nos levantamos al amanecer. Yo conducía silencioso durante las 78,5 millas que separaban nuestro hogar del Aeropuerto Internacional de Minneapolis-Saint Paul. Mis suegros, agarrados al cinturón de seguridad, iban muy tensos, supongo que a consecuencia del exceso de velocidad que llevaba, ya que me preocupaba la ponencia que daría después, delante de un público desconocido, razón de más para llegar pronto. Alaia revisaba que estuvieran en orden sus permisos especiales de prensa, a la vez que me preguntaba si estaba bien. ‘Sí, un poco nervioso, pero nada que no arregle una infusión caliente’. Nos despedimos en el aparcamiento, ni siquiera tuve la delicadeza de acompañarles hasta la sala de embarque. Le dije a mi mujer que tuviera cuidado, no hicieran locuras y llamara al llegar. ‘Enseguida estoy aquí, amor’. Sin embargo, nunca imaginé que la guadaña estropearía los planes de vuelta. Arranqué el coche con la misma urgencia que tiene quien quiere salir del área de fuego. Miré por el retrovisor y vi que los tres, diciéndome adiós, se empequeñecían. A última hora de la tarde, y habiendo escuchado los mensajes del contestador, me di cuenta, por primera vez, de lo fría que estaba la casa, y de que un mal presagio me revolvía las tripas. A partir de entonces nada fue lo mismo…
          Quince años después ha cambiado todo a mi alrededor. Abandoné la escuela pública, y ahora recorro el mundo con la organización creada por el exvicepresidente, y Premio Nobel de la Paz, Al Gore: The Reality Climate Project, desde donde intentamos educar a los gobiernos para que apuesten por energías renovables, eliminen los gases de efecto invernadero y luchen contra el cambio climático. Además, concienciamos también a todas las personas que asisten a nuestras conferencias, ya que los pequeños gestos y las mínimas aportaciones construyen las cosas importantes. Mientras preparaba la maleta, porque a la mañana siguiente salíamos para Washington D.C., a encabezar una protesta contra los negacionistas del calentamiento global, tenía puesta la televisión. Serían aproximadamente las 20:15 hora local, cuando la voz ronca de un afroamericano, corpulento, impotente y desesperado, me estremeció el corazón escuchándole repetir entrecortado: ‘I can’t breath. I can't breath. I can't breath…’.