domingo, 22 de mayo de 2022

Helen Wyner

19. 

Los primeros meses de estancia en Nuevo México para los Gray fueron de gran alivio ya que por fin iban a construir los cimientos del hogar preservando el anonimato. Ubicados en la ciudad de Lovington, condado de Lea, con una tasa de criminalidad bastante baja, pronto se integraron en la comunidad afroamericana yendo a la Iglesia Baptista los domingos, participando en las visitas periódicas organizadas a Chaparral Park donde se aficionaron a la pesca y cuyas vistas espectaculares reconcilian con la vida incluso al corazón más hundido, aunque quizá lo que más fortaleció sus expectativas fue la oportunidad de apostar por un futuro donde echar raíces, para que sus descendientes y las generaciones venideras crecieran en paz, aunque jamás imaginaron que estarían allí sólo de paso. Supuso para ellos un balón de oxígeno haber dejado atrás Foley, marcando distancia con aquellos compatriotas que, enarbolando la bandera confederada sentenciaron a su hijo a cadena perpetua, aun habiéndose demostrado su inocencia en el caso de la violación a una menor. Por eso, lejos de aquel ambiente mantenían la esperanza de que con el tiempo el chico remontase hacia un estado anímico mucho más saludable, pero Daunte no superó el trauma y tampoco quiso volver a oír nada referente a sus cualidades para la música. Se volvió huraño, reservado y fundamentalmente un ser sin alma ni materia. Empezó a trabajar con su padre en un yacimiento petrolífero donde el fuerte olor a gasolina impregnaba el aire, sobre todo cuando había que mover tuberías hasta los camiones. Tenía las manos llagadas, la espalda encorvada con fuertes dolores y una profunda sensación a vacío que le cogía el cuerpo entero. ‘Cariño, ¿es que no esperas a papá? –preguntó la madre–, se está afeitando’. ‘No, hoy me adelanto yo –respondió esquivo–, quedé con otros compañeros que van a enseñarme a diferenciar distintas rocas y minerales’. ‘Así me gusta, que te relaciones. ¡Aguarda un momento, jovencito! ¿Acaso no olvidas algo? –se quedó pensativo–. Anda, llévate el almuerzo y bébete la leche que no es bueno salir en ayunas’. ‘Es verdad –dijo, echando un trago largo y besándola en la mejilla–. ¡Qué cabeza la mía!’. Dio un portazo, un traspié, ella retiró la cortina de la ventana y vio cómo se alejaba indeciso calle abajo. ‘¿Acabaste ya, querido?’. ‘–miró el sabroso desayuno puesto en la mesa y lamentó sentirse falto de apetito–. Guárdame un pedazo de pastel para la noche’. ‘¿Conoces a los amigos del niño? ¿Se portan bien con él?’. ‘Es la primera noticia que tengo, nunca le veo con nadie. Además, estamos en espacios diferentes, pero no me consta, es muy solitario’. ‘¡Qué raro! Bueno, de todas formas no le pierdas de vista’.
          Ambos, aunque preocupados, arrancaron la jornada cada uno en lo suyo. Ella cosía prendas de bebé y cuando no tenía encargos hacía conservas de mermelada de tamarindo que vendía muy bien. Aquella mañana, por unas cosas u otras, estropeó los ingredientes de preparación confundiendo el azúcar con la sal. Tampoco atinó a enhebrar la aguja de la máquina. El pequeño, que ya no lo era tanto, sentado frente a su madre, se recuperaba, echándole más cuento que realidad, de un esguince de tobillo. El esposo era peón de boca de pozo con jornadas intensas e interminables, cuya labor consistía en la limpieza general de las excavaciones para que los especialistas cualificados en manejar el costosísimo equipo no perdiesen tiempo con cosas insignificantes para ellos. ‘Hola. Me manda el jefe, ¿qué tengo que hacer?’. ‘Raspa la pintura adherida a las piezas de rotación y engrásalas. Date prisa’. Se ajustó el casco y los guantes para trepar por la estructura de hierro y manejó con habilidad las herramientas adecuadas. Enseguida llegaron dos personas más de refuerzo, hora y media después todo estaba listo. Así, un día con otro. Una tarde, a última hora, a punto de cambiarse de ropa, recogida la bolsa de la comida intacta y dispuesto a emprender el trayecto de media milla hasta el ferrocarril que lo llevaría de vuelta a casa, el encargado abrió la puerta y dijo: ‘¡Eh!, amigo, te esperan en la oficina’. ‘¿Para qué?’. ‘Y a mí qué me cuentas’. Temió que lo despidieran. ‘Señor Gray, soy el vigilante. Acompáñeme, por favor’. ‘Yo no he hecho nada, se lo juro, por favor, necesito este trabajo, llevamos pocos meses en Lovington y nos gusta, además mi hijo también trabaja aquí’. ‘Tranquilo, hombre, que nadie va a ponerle en la calle’. ‘¿Entonces qué pasa?’. ‘Venga con nosotros –dijo una mujer aun con el uniforme puesto–. Me llamo Madeleine J. Spencer, soy la ingeniera y en estos momentos la máxima responsable presente’. ‘Me están asustando’. ‘¡Vamos!’. Un jeep de la empresa con el logotipo en los costados los trasladó a una zona alejada, donde incalculables de torres de perforación perfilaban la línea del infinito, con sus brocas penetrando en el suelo continuamente. A la izquierda, accediendo por un terreno plagado de montículos de tierra, se hallaba el primer pozo que abrió la compañía y que, pese a seguir allí, estaba en desuso. ‘¿Ha habido algún accidente? –preguntó angustiado–. Mire que a mí la sangre me marea y no sé si voy a ser capaz de limpiarla, eh’. ‘Pare –indicaron al chófer–, iremos a pie’. Eso hicieron. Un grupo de unas diez personas rodeaban algo imposible de determinar a esa distancia. ‘Señor Gray –se dirigió a él un joven despeinado–, soy el abogado de la empresa y quiero trasladarle el sentir de todos nosotros por lo ocurrido’. ‘No entiendo’. Sacó un pañuelo del bolsillo trasero del mono y se secó la frente. ‘Le presento al jefe de emergencias’. ‘Oiga, me estoy alarmando mucho’. Tapado con una sábana térmica el cuerpo sin vida de Daunte Gray yacía tumbado en el suelo, con los brazos extendidos en paralelo al torso, las venas de las manos relajadas, una marca de soga en el cuello y en la comisura de la boca la sonrisa congelada. Vencido por la pena y al borde del delirio, sollozando arrodillado ante el hijo. Pasados unos minutos intervino el sheriff. ‘Comprendo que la situación es delicadísima para usted’. Por desgracia lo es’. ‘Mi obligación es informarle de que no hay implicadas terceras personas’. ‘¿Dónde lo han encontrado?’. ‘He sido yo, colgado de aquellos hierros –dijo un operario detrás de él–. Antes de irnos siempre lo superviso todo’. ‘Siento ahondar en la llaga pero: ¿reconoce que es su hijo?’. ‘Si’. ‘No obstante, tendrá que ir a reconocerlo al depósito de cadáveres. Es el procedimiento y no nos lo podemos saltar. Van a abrir una investigación, pónganoslo fácil’. Asintió. Entre dos hombres subieron al chico a la camilla, ajustaron las correas, lo introdujeron dentro de la ambulancia y conectaron la sirena para circular más deprisa. La esposa terminó de lavarse el pelo y cortar unas verduras, Nina Simone cantaba Feeling Good y ella hacía una segunda voz mientras llevaba el ritmo con los pies. Él apareció antes de tiempo, se apoyó en el marco de la puerta, la miró a los ojos, se fundieron en un abrazo y no hizo falta añadir más…
          Mi hermana Beth peleó desde el principio para que su exmarido no obtuviera la custodia compartida –dijo Helen Wyner–, argumentando que él era alcohólico y que andaba metido en asuntos turbulentos. Por suerte el tribunal lo tuvo en cuenta y falló a su favor, estableciendo, según marca la ley, un régimen de visitas y vacaciones a lo que no se pudo negar’. ‘¿Con qué argumentos vino la policía por primera vez? ¿Qué sospechas manejaban? ¿Cómo es que ustedes no denunciaron la desaparición de la niña? –preguntó Rachell W. Rampell, del Reports Alabama Times–. Entienda que debemos aclararlo ya que el cuerpo de su sobrina lo hallaron dos semanas después’. ‘Cada vez que la tocaba con él era un suplicio para la niña, supimos que en ocasiones la encerraba en un cuarto hasta que, por agotamiento, dejaba de llorar’. ‘Continúe, por favor’. ‘Fueron los vecinos quienes pusieron a la policía sobre la pista extrañados de que la pequeña desapareciera de repente y observasen movimientos raros y fuertes golpes dentro de la casa’. ‘Por algo así nadie determina que se haya cometido un asesinato, ¿no cree?’. ‘Sin duda, pero al interrogarlos dijeron que la criatura gritaba constantemente que se quería ir con su mamá, sin embargo, de pronto, todo quedó en silencio y él fuera de control’. ‘Explíqueme lo siguiente: si al tipo lo detuvieron tratando de cruzar la frontera con Canadá por llevar el permiso de conducir caducado, ¿cómo asociaron ese hecho con la desaparición de la niña?’. ‘Cuando metieron el nombre en la base de datos saltaron varios delitos pendientes de sentencia y la prohibición de abandonar el país. Además, había restos biológicos en el maletero que enviaron al laboratorio para analizar’. ‘Sigo sin comprender qué les condujo a la niña y desde luego aquí’. La memoria de Helen Wyner recreó la escena de aquella fatídica jornada con su madre esperándolas en el jardín, atropellada en palabras, nerviosa e intuyendo que la desgracia planeaba por encima de sus cabezas. ‘No ha contestado a mi pregunta. Mire, nosotros somos un periódico local, con pocos medios y escasos recursos, pero creemos en el periodismo que se implica en las historias, que escarba, investiga, empatiza y publica lo más lejos posible del sensacionalismo. La vez que me vio junto a otros compañeros yo buscaba la parte humana del doloroso suceso, pero para conseguir eso hemos de ser muy escrupulosos con la información y comprender que un reportaje se fundamente a base de muchas cosas, sobre todo de que el resultado final sea capaz de despertar el interés del lector’. Helen tragó saliva, encendió un cigarrillo e indicó que conectase la grabadora. ‘Desde la muerte de la niña nadie volvió a usar aquel columpio –señaló hacia un árbol–, las inclemencias del tiempo han podrido la madera y los roedores mordisqueado las cuerdas’. ‘¿Vivían aquí?’. ‘Cuando se separaron, mamá las acogió’. ‘¿Y qué pasó aquel día’. ‘Beth y yo, cuando volvimos de Montgomery, fuimos a la oficina del entonces sheriff Landon, ya que ellos vinieron a buscarnos. Nos ofrecieron asiento, café y pastas. En otra habitación, quien después se identificó como inspector jefe discutía con alguien por teléfono. Nosotras estábamos desconcertadas –respiró profundamente, entornó los ojos y dijo: Oye, ¿te importa que lo dejemos para otro día, no me encuentro bien y está refrescando’. ‘Claro, sin problema. Veamos, el próximo jueves lo tengo libre’. ‘Hasta entonces, pues. ¿Cenamos en The taco mexican cantina?’. Perfecto’. ‘Fuera de este entorno estoy más cómoda’.
          Un abanico de gajos anaranjados con la pálida luz del atardecer caía sobre el solitario pueblo de Elberta, mientras el humo de las chimeneas particulares formaba columnas trepadoras y el aire se impregnaba del olor a panecillos recién horneados. En el canal de noticias CNN daban cuenta de diversos altercados en Texas, entre defensores de la derogación del aborto, armados con rifles de asalto y activistas, en su mayoría mujeres, que se manifestaban en contra del acelerado retroceso de ciertos derechos y libertades. Lejos de allí, cerca del límite con Tennessee, dentro de los fríos muros del psiquiátrico, en Hazel Breen, donde la autonomía de las personas dejó de pertenecerles, la doctora García, muy a su pesar, aumentó la dosis pautada de tranquilizantes a Beth Wyner después de sufrir un importante y agresivo empeoramiento. Aquellos pequeños ratos de consciencia en los que incluso realizó trabajos de restauración en el taller de manualidades, de repente se esfumaron como la espuma que arrastra el agua. Ahora es un ser inerte sin perspectiva, una memoria quieta, un corazón sin latido, un pasado sin presente... ‘¿Y dices que la situación es crítica? –preguntó el jefe del departamento–. ¿Has informado a los familiares?’. ‘Aún no’. ‘Pues deberías hacerlo, y es una orden’. ‘Deja que lo intente otra vez, la paciente merece una segunda oportunidad, hemos de ayudarla a sacar fuera todo su sufrimiento, perder a un hijo es horrible y a ella le ha pasado’. ‘Tienes dos semanas, pero consúltame antes de tomar ninguna decisión’. ‘Descuida’. ‘¿Has hecho la ronda de visitas?’. ‘Todavía no’. ‘Pues voy contigo’. Los más afectados no interactuaban con los demás, apenas una ligera reacción en las pupilas bastaba para comprobar que seguían vivos, algunos tenían en las paredes fotografías de gente que ya les eran ajenos, dibujos de los nietos por el Día de Acción de Gracias donde ponía que los echaban de menos y postales de cumpleaños sin invitados. ‘¿Cómo te sientes hoy, querida? –la doctora García a Beth quien, inmóvil en la cama ni parpadeó–. Me gustaría aflojar las correas un poco y ver cómo reacciona –dijo al colega que ladeaba la cabeza de un lado a otro–, sería una manera de ganarme su confianza’. ‘Ni hablar. ¿Acaso has olvidado que tenemos  a una enfermera con el labio partido por su culpa?’. ‘No, por supuesto que no, pero estos métodos destruyen la escasa dignidad que les queda. Manejamos un material muy sensible, son seres humanos y no prisioneros de guerra a ejecutar en videojuegos virtuales’. ‘Aclaremos una cosa: a partir de ahora todo lo que pase bajo tu responsabilidad’. ‘Lo asumo’. Cada mañana un psicoanalista en prácticas trabajaba con ella la parte emocional, a pesar de que la residente no mostraba ningún cambio. ‘Está metida en un bucle del que no quiere salir –expresó él–, por mucho que nos empeñemos en lo contrario’. ‘¿Eso opinas, y ya está? –preguntó ella–. A lo mejor es que no nos esforzamos lo suficiente’. ‘No te ofendas, doctora, estás malgastando tus energías y los recursos que podría aprovechar otra persona, a esta mujer no le interesa la vida’. Frustrada, regresó a su despacho donde comenzó a redactar el informe que nunca habría querido hacer.
          Paul Cox, consejero escolar, y actual director en funciones, vivía una segunda juventud junto a su esposa tras superar ésta las secuelas del accidente de automóvil que casi se la lleva por delante. Sin embargo, la felicidad duraba hasta entrar en la escuela y lloverle los problemas, los desencuentros entre compañeros, las amenazas de padres vestidos de justicieros al más puro lejano oeste, las irregularidades administrativas, las llamadas a deshoras de electores que, a cambio de hacer campaña a su favor, prometían cosas que jamás cumplirían y, lo más grave casi de todo era que a diario chicos y chicas sacaban sus armas en clase. ‘Tienes que firmar estos papeles –avisaron en administración–, los están esperando’. ‘Aguardad un instante, por favor –respondió–. Acabo de llegar’. ‘Como quieras, pero vas tú y te las entiendes con el repartidor’. ‘Además –continuó–, primero he de saber qué es’. En las pocas semanas al frente del centro descubrió que Mitch Austin, anterior gerente, se llenó los bolsillos con fondos destinados para la educación de alumnos y alumnas, así como a través de donaciones, mercadillos solidarios y una ONG fantasma. Se lo contó a Zinerva Falzone y Coretta Sanders, ninguna pareció sorprendida en absoluto. ‘Si estás dispuesto a destaparlo –dijeron ambas–, nosotras estamos contigo’. ‘Primero se lo diré al Gobernador’. ‘No lo hagas –le aconsejaron–, apunta más alto’. Descolgó el teléfono, marcó una extensión interna y dijo: ‘Consígueme una cita con la congresista Evans’. ‘Estás loco de remate, tío’.

domingo, 8 de mayo de 2022

Helen Wyner

18.

Desde que Daunte Gray quedó en libertad no volvió a ser aquel joven alegre y soñador que quería dedicarse a la música, casarse con su novia de la escuela, comprar una casa de tres plantas, cerca de las montañas, donde viviría toda la familia con muchos niños alrededor, un porche lleno de mecedoras para contemplar los espectaculares atardeceres del sur de los Estados Unidos y la tranquilidad de haber cumplido los objetivos marcados. Sin embargo, agravada por los juicios paralelos de la opinión pública y el reproche que percibía cada vez que se cruzaba con alguien, la amargura le comía espacio por dentro, ya que, a pesar de haber retirado los cargos contra él, hecha pública su inocencia tanto por parte de la policía como declaraciones del abogado defensor a la prensa, nadie le veía sin el cartel de violador colgado en la frente. Retomar las clases de piano se convirtieron en un auténtico calvario de ida y vuelta por el camino donde lo detuvieron, además de comprobar que los compañeros no querían tocar juntos, sintiéndose, en definitiva, un apestado. Pero no le quedaban fuerzas para luchar contra esos muros, de manera que decidió abandonar. ‘Muchacho, ¿lo has pensado detenidamente? –preguntó el profesor de solfeo–. Es una pena que lo dejes ahora que habías avanzado tanto en los últimos meses. Pensábamos promocionarte como candidato a una beca para financiar tus estudios en Curtis Institute of Music, de Fhiladelphia’. ‘¿Y cree que me cogerían dadas las circunstancias actuales?’. ‘Haríamos todo lo posible’. ‘El chico tiene razón –intervino la maestra de Armonía–, quizá cuando pase algo más de tiempo’. ‘No te marches así, hombre –dijo el otro apenado–. Demuéstrale al mundo que no podrán contigo’. ‘Cuídense. He aprendido mucho de ustedes’. Tendió la mano para darles un apretón, pero ellos se fundieron en un cálido abrazo. ‘Mucha suerte, querido’. Recogió sus cosas y salió del recinto dejando atrás el sacrificio de tantos años de estudio, la renuncia de una infancia y adolescencia corriendo por los prados en pro de la preparación académica, y la posibilidad de haber triunfado junto a sus compañeros a pesar de diferenciarle la piel negra. Dándose por vencido, bajó la cabeza consciente de que se acercaba a un precipicio sin retorno y, poniendo el pie en el último peldaño de la escalera, sitió una punzada en el corazón.
          Se descolgó la tarde por las afueras del vecindario, sus padres y hermano leían la Biblia en voz alta, alternándose. Colgó el abrigo en la percha de la entrada y apoyó la cartera en la pared. ‘¡Qué pronto llegas, cariño! ¿Te han traído en coche?’. ‘No, vine caminando’. ‘Ve a lavarte las manos, la cena estará lista en pocos minutos’. ‘Tengo que hablar con vosotros –dijo compungido–, he dejado…’. ‘Nosotros también tenemos una noticia que daros –interrumpió la madre–. Cuéntaselo, querido’. ‘No seas impaciente, mujer. Ahora, cuando estemos todos’. El chico fue al cuarto de baño, abrió el grifo del lavabo y se echó agua fría por la nuca. La escena distendida que transcurría en la cocina era tan dispar con su estado de ánimo, convertido en bacteria que muta multiplicando el miedo hasta el infinito. Ocupó su sitio, entrelazó las manos y, antes de comunicar la determinación tomada quiso escuchar eso tan importante que al parecer provocaba tantas risas en los suyos. ‘Me han ofrecido un empleo en Nuevo México –informó el hombre–. Vuestra madre y yo pensamos que es una gran oportunidad para alejarnos de aquí y construir nuestro hogar donde nadie nos conozca’. ‘¡Pero cómo voy a dejar la escuela a mitad de curso –dijo el hijo pequeño– y a mis compañeros!’. ‘No te preocupes, cielo. Papá ha buscado otro colegio para ti y enseguida harás amigos’. Daunte Gray, incapaz de expresarse, estaba atrapado en un agujero sin salida. Aquello le sonó lejano, incomprensible, ajeno a sus circunstancias… Apenado, imaginó la imagen de un futuro donde él ya no estaría. ‘He dejado las clases de piano, no me interesa la música, no tiene porvenir. Buscaré trabajo para ayudar con los gastos’. Ninguno esperaba ese anuncio que cayó por sorpresa barriendo de golpe todo atisbo de alegría, tan sólo la alarma del horno con el pastel de carne en su punto fue capaz de traerlos a la realidad. ‘No digas tonterías, ser concertista fue siempre tu deseo –dijo ella alarmada por el deterioro del joven–. Además, lo haces muy bien’. Permaneció callado. Con disimulo ellos se miraron y comprendieron que a su hijo se le habían enquistado las secuelas psicológicas. Por eso, una vez instalados era urgente buscar la ayuda de un especialista. ‘Veremos más adelante. Tu madre tiene razón, debes alcanzar tus metas’. ‘Silver City, donde viviremos, posee una buena universidad, la Western New Mexico University y quizá podáis asistir a ella’. ‘¿Y también van ahí estudiantes negros? –preguntó el pequeño–. Los niños cuentan en el recreo que oyen decir a los mayores que siempre nos tratarán como esclavos’. ‘La raza blanca no es superior a la nuestra –zanjó ella–, ¿me oís bien? Por encima de todo somos personas’. Se pasaron la fuente de puré de patata, el bol con guisantes secos, la jarra de té dulce y la cesta de panecillos de maíz, sirviéndose cada uno a su gusto. Después, en la soledad del dormitorio, el hombre y la mujer, sollozaron abrazados, mientras que un estampado de nubes ocultaba el resplandor de la Luna.
          Zinerva Falzone sospechaba que en breve habría de dar un giro a su vida. Las cosas en la escuela empezaban a ponerse feas tras lo ocurrido en los últimos meses con el secuestro de alumnos y alumnas, la violación a una adolescente, la entrada en prisión del director presuntamente implicado en las agresiones cometidas contra ciudadanos afroamericanos y un importante desinterés colectivo tanto del equipo de administración en funciones, como de los estudiantes, lo cual determinó que algunos padres cambiaran a sus hijos e hijas de centro educativo. Eso creó mucha incertidumbre en el personal que se veía entrando de lleno en la espiral de la desigualdad salarial, o aún peor: en el umbral de la pobreza. Un día salió a depositar la piel de las patatas y cáscaras de nueces en el cubo de basura que hay detrás del pabellón docente y aprovechó para encender un cigarrillo. ‘¿Desde cuándo fumas? –preguntó Coretta Sanders al abrir la puerta–. Nunca te vi’. ‘¿Y tú qué haces fuera?’. ‘Tengo un descanso y prefiero respirar aire puro a estar encerrada’. Descendientes ambas de emigrantes que lucharon por encontrar su espacio en un país donde nada resulta fácil, excepto para la clase alta de la sociedad, nunca olvidaron sus raíces ni los principios fundamentales que guían a todo ser humano, y se hicieron amigas desde la admiración y el respeto mutuo. ‘Quizá ponga un puesto callejero y venda Panelle como hicieron mis antepasados cuando vinieron de Italia –manifestó pensativa entre bocanadas de humo–. Al fin y al cabo es un negocio como otro cualquiera’. ‘¿Lo estás diciendo en serio? –bromeó la otra–. Oye, si necesitas un pinche de cocina me ofrezco encantada’. ‘Lo tendré en cuenta, te irá bien, puedo llegar a ser una jefa muy transigente rieron algo escandalosas. ¿Crees que nos echarán?’. ‘No sé –contestó Coretta–, date cuenta de que al haber cerrado algunas aulas porque no hay niños ni niñas suficientes, no tiene sentido mantener a toda la plantilla’. ‘Mi sueldo es bajo, pero con él pago las facturas y cubro las necesidades básicas. No sé si estoy preparada para empezar de nuevo lejos de aquí –extendió la vista alrededor del recinto–, estos fogones son mi zona de confort, hemos crecido juntos he inventado platos especiales y divertidos para los comensales, no sabría posar el pie sin escurrirse en otro suelo que no sea este’. ‘Todo se arreglará, ya lo verás’.La gente está super inquieta, lo noto en el comedor, hablan en voz baja y, a escondidas, consultan las ofertas de empleo en el periódico’. ‘Cuando tienes responsabilidades a tu cargo es normal, nosotras necesitamos poco para mantenernos a flote’. ‘Pero también contamos con una edad complicada a la hora de contratarnos. Nadie inserta en la maquinaria una pieza a punto de caducar’. ‘Joder, italiana, menudos ánimos. ¿Acaso la experiencia no es uno de los mejores patrimonios que podemos dejarles a las generaciones venideras?’. ‘Mira que a veces te pones estupenda, ¡eh! ¿Almorzarás en el primer turno? –preguntó Zinerva–. ¿Te espero?’. ‘Sí, las dos últimas horas las tengo libres, después visitaremos la galería de arte, quiero que aprecien el valor de las cerámicas y de la bisutería hecha a mano’. ‘Pues a mí me enamoran los objetos de madera, que quieres que te diga, rústica que ha salido una’. ‘Tengo una cajita que el abuelo de mi madre talló durante el tiempo que estuvieron en la plantación de algodón, guardaban en ella los pocos centavos que ahorraban. Es una de mis joyas más preciadas’. ‘¿Conoces la obra de Edward Hopper? Me gustan sus retratos urbanos’. ‘Su estilo se denomina “Realismo Americano”. Es descriptivo y juega mucho con la iluminación, es un gran experto mostrando la verdadera esencia de los bares de noche en Nueva York’. ‘Bueno, entonces que, ¿te apetece probar el guiso de capunata que traigo de casa?’. ‘¿Has puesto abundante apio?’. ‘Cada ingrediente guarda su justo equilibrio, querida. Pero sí, lleva mucho en tu honor’. ‘Genial, luego voy’. ‘Que tengas una mañana tranquila’. ‘Lo mismo digo’. A diferencia de otras conversaciones a menudo mantenidas con profundidad, filosofando sobre los avatares de la vida, regresó cada una a lo suyo con un nudo en la boca del estómago. Las semanas siguientes transcurrieron con normalidad, hasta que recibieron una circular convocándoles en la Sala de Juntas, entonces, las hipótesis más descabelladas se dispararon…
          ¿Betty Scott?’. ‘’. ‘Agente Cohen. FBI –dijo mostrando su placa–. Traemos una orden de registro’. ‘¡Eh!, un momento, no pueden irrumpir así en una propiedad privada –exclamó a la vez que ocho personas uniformadas se desplegaron en el interior con su sofisticado equipo para hallar huellas y restos de tejido orgánico–. Oiga, cuidado con eso, es un recuerdo muy preciado. ¡Cómo se atreven a ponerlo todo manga por hombro!’. ‘Apártese, señora, por favor’. ‘Quítenme las manos de encima, he de salir a recoger la correspondencia –forcejeó con el agente que la retenía por la cintura–, espero una carta muy importante’. ‘No se preocupe, ya la cogerá’. Visiblemente incómoda, y temiendo que encontrasen alguna postal desde Irlanda delatando el paradero de su hijo, se le cayó de las manos la figura de porcelana arrebatada al policía. ‘Vosotros dos, y alguien de la científica, subid al piso de arriba –ordenó a los compañeros enviados desde la central de Birmingham–. Quiero que lo miréis todo, milímetro a milímetro’. ‘A la orden, jefe’. ‘No saben que mi marido es oficial del ejército, ¿verdad? –soltó amenazante–. Cuando regrese van a tener un problema, ya lo verán’. ‘Será difícil porque ahora mismo está arrestado en el cuartel’. El mundo se derrumbaba a sus pies y no veía escapatoria. ‘Señor, la puerta del cobertizo tiene puesto un candado, necesitamos la llave’. ‘Ya lo ha oído –Anthony procuró sonar suave–, ¿dónde la tiene?’. ‘Se perdió’. ‘Romped la cadena –mandó, sin apartar la mirada de la mujer observando su reacción– y todos los obstáculos que se interpongan en el camino’. Por la ventana que da al patio trasero vio huir a las ardillas, el viento soplaba suave agitando las ramas de los árboles contra el tejado. Cerró los ojos y recordó la noche en la que vino su hijo con las manos ensangrentadas en busca de la escopeta, porque decía ser uno de los elegidos a hacer justicia. Una voz grave de hombre la trajo de vuelta a la realidad. ‘Anthony –le llamó uno de sus agentes–, ven a ver esto’. ‘No la perdáis de vista –indicó al ayudante del sheriff apostado en el quicio de la puerta–. ¿Qué habéis encontrado?’. ‘Míralo tú mismo, quizá no sea relevante o sí, a saber’. ‘¿Son estatutos?’. ‘Más bien un conjunto de normas a seguir contra todo aquel que no comulgue con la supremacía blanca y dé cobijo al diferente proporcionándole herramientas sencillas para prosperar’. ‘¿Dónde estaba?’. ‘En la habitación del chico, detrás de la cama se movía una tabla, la hemos levantado y, además de esto, tenía también una pistola y munición de sobra como para tumbar a un rinoceronte’. ‘¿Algo más?’. ‘Sí, va a resultar casi imposible detenerle’. ‘¿Ha huido?’. ‘Creemos que anda por Irlanda, en el cajón del escritorio hay cartas cuyo matasellos es actual’. ‘Buen trabajo, compañeros. Si lo tenéis todo, nos volvemos a Birmingham’. ‘Prácticamente, sólo faltan un par de estanterías y el armario del dormitorio principal. Calculo que en una hora habremos terminado’. ‘De acuerdo, haré unas llamadas’. ‘Jefe –irrumpió otra de las personas que los acompañaban–, esta bolsa de deporte está llena de pornografía infantil’. ‘¡Vaya! ¡Vaya!’. ‘La mujer está histérica y dice que eso no es suyo –continuó–, que lo habremos traído nosotros para fastidiarlos’. ‘Acabad, por favor’. Betty Scott, fuera de sí, les increpaba. ‘¿Es que no se piensan ir?’. ‘Señora –intervino Anthony Cohen–, tendrá que acompañarnos, necesitamos hacerle algunas preguntas’. ‘Pues hágalas, adelante, ¿a qué espera?’. ‘Ha de ser en la central del FBI’. Los últimos en abandonar la casa fueron ellos dos, el coche patrulla esperaba tres cuadras más allá. Ella sintió la mirada del vecindario que la lapidaba con humillación y desprecio. Reconoció la camioneta de Paul Cox estacionada en un saliente de la carretera. Todo estaba perdido, no merecía la pena seguir remando contra corriente en el océano de la soledad. Las chispas de los neumáticos al tocar con el asfalto prendieron la mecha de un destino que se le antojaba irrevocable. ‘¿Se encuentra bien?’. No contestó.
          Aunque Helen Wyner y Rachell W. Rampell, del Reports Alabama Times, se citaban con frecuencia en el restaurante The taco mexican cantina, un escenario perfecto para charlar distendidamente, la segunda vez que se vieron lo hicieron en el pueblo de Elberta. ‘Bonito jardín –afirmó la periodista–. ¿Puedo tomar fotos?’. ‘Claro. Aquí empezó todo –señaló el recinto–. Beth y yo volvíamos de pasar el día en Montgomery, era una gran restauradora de muebles antiguos y fuimos a recoger unos materiales que tenía encargados. Mamá nos esperaba en el porche y, con palabras atropelladas, como pudo, nos dijo que la policía anduvo preguntando allí por nosotras, por la niña, por el padre’. ‘Continua, por favor’. ‘No sabes lo doloroso que es asistir al desmoronamiento de toda la familia. Ninguna hemos vuelto a ser las mismas de entonces, mucho menos mi hermana que lo ha perdido todo’. ‘Vayamos al principio’. ‘¿Te apetece una cerveza?’. ‘Mucho’. ‘A mí también, eso me ayudará a empezar por el principio…’.