domingo, 30 de abril de 2023

Detroit, una historia cualquiera

16.

Han pasado tres meses desde que dejé en Texas las cenizas de mis hermanos y no he vuelto a tener noticias del hijo de Joanne, mi antigua secretaria en Motors Carson Company. Pero hoy, al recoger la bolsa semanal de alimentos en la iglesia del reverendo Bob W. Perkins, me han dado una nota suya con la dirección a la que debo acudir dentro de cinco días y, aunque no me apetece en absoluto hacerlo, en el fondo me siento en deuda con él. Seven Mile Road es uno de los barrios de Detroit con mayor índice de criminalidad, robos y prostitución, donde el bazar de la droga mueve la mercancía a sus anchas entre los voluntarios que prestan sus venas agujereadas y el tabique nasal necrosado, a cambio de un rato de placer artificial cada vez más corto. Aceras alfombradas con cartones grasientos, desperdicios roídos, sujetadores y bragas rotas a jirones, coches de bebés sin ruedas, colchones manchados de orín, maderas con moho y toda clase de objetos inservibles formando parte del mobiliario urbano. A la espalda de una tienda donde venden repuestos para automóviles de segunda mano, entre hierbas silvestres crecidas sin control y mucha más suciedad de la anteriormente citada, hay una nave abandonada cuyo cierre ha sido forzado. Cuatro criaturas, entre seis y diez años, con la cara llena de churretes y tanto alboroto como si hubiese un regimiento, dan patadas a un balón y echan a correr al verme doblar la esquina. Una joven guapísima, de rasgos familiares, piel mestiza y brillante viene hacia mí.
          –Hola, señor Carson. Soy nieta de Joanne, papá le espera. Vayamos por aquí –señala un sendero mal trazado.
          –Eres igual a tu abuela –¡vaya comentario ridículo!
          –Eso dicen, aunque ya me gustaría estar a su altura en generosidad, empatía y ser la mitad de buena persona que es ella.
          –Todos tenemos nuestro lado mejorable.
          –Usted la conoce bien, ¿verdad?
          –Trabajó muchos años en nuestra empresa, primero con mi padre y después conmigo. Guardo un grato recuerdo suyo.
          –Un buen día –continúa–, mientras me cepillaba el pelo, me dijo: “cariño, tú eres muy inteligente y debes ayudar a nuestros hermanos, la mayoría no sabemos defendernos ni cuáles son nuestros derechos y nuestras obligaciones. ¡Anda, ponnos en el buen camino! Y entonces me hice abogada, según mamá de causas perdidas, tantas que las deudas superan en mucho a los clientes. Pase por aquí –haciendo las veces de puerta retira una cortina sujeta con dos clavos en la pared.
          –¡Ayden, amigo! Me alegro de volverle a ver.
          –¿Dónde se ha metido hasta ahora?
          –Atareado con mi mamá, cada vez necesita mayor atención, apenas sale de la habitación y casi siempre está con los ojos cerrados. Aunque es ley de vida y en esas condiciones no sé cuánto tiempo durará, mientras esté quiero pasarlo con ella.
          –Ánimo.
          –Bueno, no le he hecho venir para esto.
          –Pues me dice, pero si es para que vuelva a visitarla a la residencia, la respuesta sigue siendo: no.
          –Tranquilo, eso me quedó muy claro. Necesitamos de su ayuda.
          –¡No me diga! –la chica desaparece por un hueco oscuro y al poco regresa con dos personas atemorizadas. Sus rasgos nicaragüenses, el miedo a lo desconocido reflejado en la mirada, la huella de horas durmiendo a la intemperie y atravesando abruptos territorios les delatan: han migrado y son carne vulnerable en un mundo de buitres. El bebé inquieto, acunado en brazos de la muchacha, busca desesperado el pecho de ella emitiendo nerviosos sonidos, mientras, marcando el territorio que no está dispuesto a compartir con nadie, introduce la mano de dedos diminutos entre dos botones de la blusa palpando el pezón.
          –Mi hija colabora con una ONG pasando gente a este lado de la frontera, proporcionándoles refugio hasta establecerse o ubicarse en otro lugar donde tengan conocidos o familia –explica el hijo de Joanne, mi antigua secretaria en Motors Carson Company–. Suelen cruzar a USA por Ciudad Juárez, en el estado de Chihuahua, México, por el puente fronterizo internacional Paso del Norte-Santa Fe, en donde un grupo de voluntarios pertenecientes a la organización les esperan. Sin embargo, en esta ocasión ha surgido un problema.
          –¿Cuál?
          –El negocio de las migraciones mueve muchos intereses alrededor. Verdaderos expertos en el arte del engaño prometen el paraíso a quienes se endeudan por conseguir un futuro mejor para los suyos. Como sabe, anexo al tráfico de seres humanos existen mafias especializadas en redes de prostitución que se dedican captar a hombres y mujeres y, con el engaño de protegerles contra la xenofobia y la supremacía blanca, les ponen la única condición de trabajar para ellos en los clubs de alterne hasta saldar la deuda, porque de lo contrario la familia que ha quedado atrás sufrirá las consecuencias. Este no es el caso.
          –Pues como no sea más explícito todavía no me aclaro.
          –Viajaban con otros compatriotas  –refiriéndose a la pareja–cuando fueron asaltados por unos bandoleros con el firme propósito de robarles las pocas pertenencias y violar a las mujeres. Un tipo baboso y ebrio la atacó –la chica empieza a llorar–, la bajó el pantalón y cuando lo tenía entre las piernas, el muchacho, con la criatura en el portabebe a espalda, le abrió la cabeza dándole un golpe contundente con un palo.
          –¿Y por qué me cuenta esto?
          –Si no fuese de vital importancia jamás me habría atrevido a recurrir a usted. Verá, durante nuestra aventura a Texas dijo tener conocidos en el país vecino y he pensado que quizá podríamos solicitar su complicidad y sacarlos de aquí.
          –¿Quiere llevar hasta Canadá a una persona en busca y captura?
          –Sí, y para eso necesitamos a alguien allí, para encontrarles una casa, un empleo, una salida. El accidente ocurrido fue en defensa propia, no hay testigos ni rastro de cámaras de seguridad. Nada de nada, así que, estamos en condiciones de decir que está limpio.
          –Joder, se ha vuelto rematadamente loco. Oiga, ¿se está oyendo?
          –Por supuesto. Ayden, le considero un hombre de mundo y puede echarnos una mano.
          –Hace mucho tiempo perdí el contacto y quizá ni siquiera me recuerden o tal vez no estén vivos.
          –Inténtelo. De la parte económica nos encargamos nosotros, corremos con los gastos.
          –Estaba seguro, aunque la plata no siempre lo arregla todo. –Pese a estar pendientes de la niña nos miran como se mira a un ser de otro planeta que usa otro lenguaje. Me acerco a la abogada y pregunto–: ¿Cuál es tu plan?
          –Realizar un viaje turístico en coche.
          –¿Y qué serían cuatro adultos y una criatura a bordo?
          –No, voy sola, papá tiene compromisos laborales y no puede. Con un poco de suerte en la aduana no habrá vigilancia y podremos adentrarnos en el túnel sin problema.
          –Es peligroso –digo–, la frontera canadiense es una de las más vigiladas y la travesía puede ser dura, precisamente en estas fechas los campos están cubiertos de nieve y surgirá toda clase de inclemencias meteorológicas, así como asaltadores, si a eso le añadimos que llevan una niña tan pequeña pues… No sé, no lo veo. Insisto: una locura.
          –Correremos ese riesgo, no quieren quedarse, tienen miedo y merecen vivir tranquilos y en paz.
          –¿Desde dónde puedo realizar una llamada? –pregunto.
          El hijo de Joanne, mi antigua secretaria en Motors Carson Company me cede su celular y marco el número telefónico de la Stewart Electric Automotriz, perteneciente a dos empresarios de la provincia de Quebec que aún me deben algunos favores. Expongo el caso y se comprometen a hacer las diligencias correspondientes y acogerlos en sus casas de Montreal como parientes lejanos llegados de Estados Unidos. Una semana después, con los detalles del itinerario a seguir bien detallados, parten hacia el condado de Essex donde alguien les espera para trasladarlos a los territorios del noroeste, ahí habrán de acostumbrarse  a los veranos muy frescos y a los duros y largos inviernos. Nunca pregunté si todo salió bien, si la joven pareja había logrado rehacer su vida, tampoco volví a contactar con nadie del mundo del automóvil, esa es una etapa cerrada para mí y no estoy dispuesto a reabrir viejas heridas sin cicatrizar.
          La hija de Megan Aniston, ya con su madre en planta, pasa casi todo el día en el hospital. Cuidarla a lo largo de este tiempo ha sido para ella una terapia personal obligándose a salir fuera de la burbuja donde ha permanecido escondida e irritable durante años, convirtiendo la existencia en un verdadero infierno. Ahora, fuerte y satisfecha de haber encontrado las piezas exactas para arrancar el motor de lo cotidiano, le gusta mirarse por dentro y, reconfortada, con la silueta del suave oleaje por la playa de la autoestima, a la caída del sol, dar plácidos paseos por la orilla de las cosas importantes. Finalizada la jornada, agotada y orgullosa, exhausta y pletórica, tumbada junto al marido que ya ni la toca, piensa en cómo se ha ido deteriorando su relación. A la mañana siguiente, como todas las mañanas de los últimos meses, ajena a la delicada situación económica que atraviesan, cuando suena el despertador se levanta a preparar el desayuno y los bocadillos para el almuerzo. Él, evitando preguntas comprometidas se mete a la ducha y después, mordisqueando una tostada rompe el silencio.
          –¿Cómo está tu madre? –esquiva la mirada.
          –Mejor. Te extraña.
          –He de ir a verla –le suben los colores–. ¿Sabes cuándo le darán el alta?
          –La verdad, no lo sé.
          –Hemos de hablar y lamento hacerlo en estos momentos, pero no puedo esperar.
          –Hay otra, ¿verdad?
          –No. Ven, siéntate. –Traga saliva y sin rodeos dice que la empresa le envía una larga temporada fuera de Detroit –miente.
          –¿Ha pasado algo?
          –Necesitan cubrir un puesto en Wisconsin –miente– y han pensado en mí. Además, ganaré más dinero y eso nos viene muy bien.
          –Si, no te lo voy a negar, pero tan lejos.
          –Vendré a en vacaciones –miente.
          –¿Cuándo partes? –la invade la nostalgia.
          –Hoy.
          –¿Lo saben los niños?
          –Se lo dije anoche un poco antes de volver tú. Se portarán bien y van a ayudarte.
          –¿Cuánto estarás?
          –No lo sé. Meses, quizá un año.
          –Bueno, cariño, por nosotros no te preocupes, estaremos bien.
          Abrazados prolongan la despedida, mezclando el sudor de cada uno en las mismas gotas, uniendo los labios tímidos y atrevidos, temblando de reproches y de agradecimientos, buscando la postura más delicada y menos dañina para separar sus cuerpos. Se despiden así, rodeados de un halo de ternura y pareciendo que haya pasado una eternidad entre ellos. Cobarde, engordando la mentira, gira sobre los talones y cierra la puerta tras de sí.
          La sala de médicos en el Detroit Medical Center está recién limpia y con algunos trozos del suelo aún mojados. Ordenados por materias, libros y revistas científicas decoran las muchas estanterías de la habitación. Nathan Trembley, jefe de Medicina Interna, enciende las luces, toma asiento en un extremo de la mesa ovalada, saca el portátil, un cuaderno con notas y la taza térmica con café americano. Suele aprovechar esa primera hora, antes de que comiencen a llegar los compañeros, para estudiar minuciosamente la evolución y respuesta a los tratamientos aplicados a cada paciente. Dos semanas atrás ingresó un chico joven, le trajo la novia, doblado de dolor. En principio el diagnostico fue inflamación de hígado por posible hepatitis, sin embargo, lo descartó un simple análisis de sangre. Sin embargo, el dolor abdominal, la ictericia, el reflujo gástrico y demás síntomas, lejos de desaparecer, se han agravado. Todavía no ha expuesto el caso entre los colegas y estudiantes a su cargo, teme que todas las opiniones concluyan en cáncer, pero su intuición le dice que no. En cualquiera de los casos, no puede demorarlo mucho más. Respecto a Megan Aniston, pese a tener las ideas bastante claras, ha preparado a conciencia una reunión con su equipo cercano.
          –Perdona –irrumpe Violeta Reyes, directora de la Unidad de Cuidados Intensivos–, no quiero molestar.
          –Entra, estoy acabando, además hay sitio para los dos.
          –¿Mucho trabajo? –pregunta Violeta
          –Bastante, la enfermedad no nos da tregua.
          –Ya lo creo, a veces no damos abasto, faltan camas en UCI, empezamos a habilitar otros espacios para los menos graves, como hicimos en plena pandemia.
          –No creas, aquí estamos por el estilo –cuenta Nathan–. Priorizar es un cargo de conciencia. ¡A ver cómo le dices a los familiares que no apostamos por su ser querido a consecuencia de otras patologías!
          –En urgencias, me cuenta un compañero, hay personas hacinadas en los pasillos –Violeta se entristece–. De repente el número de gente malita supera al de médicos.
          –Situación difícil, sí. ¿Estás preparando algún informe?
          –Tenemos ingresado a un niño de ocho años con leucemia, no ha respondido a la quimioterapia.
          –Si puedo colaborar cuenta conmigo –se ofrece Violeta.
          –Gracias, lo tendré en cuenta. He solicitado la opinión de uno de los mejores oncólogos pediátricos a nivel nacional, su llegada desde Nueva York es inminente.
          –¡Ah!, fantástico. En Cuba parte de las prácticas las hice en oncología y vi de cerca algunos casos complicados.
          –¿No te gustó la especialidad? –pregunta Nathan relajado, estaba viniéndole muy bien hablar con esa mujer.
          –Sufrí mucho, te sientes bastante impotente, absurda, sin recursos ni ideas. Donde estoy ahora también es complicado, pero…
          –Para que luego digan que somos insensibles –el internista chasca la lengua.
          –Esa es la imagen –ella se aparta el pelo hacia atrás–, pero lo realmente jodido es cuando te llevas el diagnóstico a casa y te roba horas de sueño, de concentración, espacios privados sin poder compartir nada con nadie porque tienes la mente en otro sitio y eres incapaz de entregarte. Entonces pareces fría, austera y empollona porque te tiras estudiando hasta la madrugada, leyendo trabajos de investigación compartidos en Internet por otros colegas, cualquier salida que aporte un mínimo de esperanza es poco y cuando lo encuentras es emocionante.
          –No podría haberlo explicado mejor. ¿Echas de menos tu patria?
          –Echo de menos a los míos. Mi mamá y mi suegro, longevo ambos, no quisieron salir de allí y a mí no me resulta fácil ir. Puedes imaginar si suena el teléfono a altas horas y la llamada es de sobrinos o allegados más jóvenes, te pones en lo peor.
          –Comprendo, soy canadiense y conozco la angustia de haber dejado lejos a los más ancianos.
          –Ahora mismo, por el puesto que ocupo aquí, no debo viajar a la isla. La política es importante para entender a dónde estamos y hacia dónde nos dirigimos, todo se mueve alrededor de ella, sin embargo, debería haber más libertad para decidir.
          –En fin, se me está haciendo tarde y es la hora de visita. Por cierto, tengo en mi zona a una paciente que lo fue tuya: Megan Aniston.
          –Sí, sí, es verdad. Ves, es uno de esos casos a pelear, merece la pena sacarla adelante.
          –En esas estamos.
          –Suerte.
          –Lo mismo digo.
          Un día más, los ascensores empiezan su carrera frenética y el techo de las galerías por donde transitan médicos y enfermeras amortiguan las risas cotidianas que se escapan. Dos plantas por debajo, el automóvil del hijo de Joanne, mi antigua secretaria en Motors Carson Company frena a pie de urgencias, detrás de la ambulancia que transporta a su madre. El hombre, compungido y sobresaltado, sale del vehículo y la coge de la mano…

domingo, 16 de abril de 2023

Detroit, una historia cualquiera

15.
Cuando el celador más simpático del recinto hospitalario abre la puerta corredera de la habitación y saca a Megan Aniston en la cama con el cabecero levantado y lista para subir a Medicina Interna donde presuntamente pasará una larga temporada, el turno de mañana en la Unidad de Cuidados Intensivos, del Detroit Medical Center, encabezado por la doctora Violeta Reyes, hace un pasillo despidiéndola entre aplausos y felicitaciones por lo valiente que ha sido luchando con fuerza para conservar la vida. Ella, emocionada y abrumada por tanto cariño recibido rompe a llorar mientras levanta la mano izquierda y les dice adiós llevándose la otra al corazón en muestra de agradecimiento hacia todos ellos. A punto de terminar las prácticas y con la preocupación del futuro incierto a flor de piel, la estudiante colombiana tampoco reprime las lágrimas ni el impulso de besarla en la frente. Una vez dentro del ascensor este se detiene en la quinta planta y, aunque el ambiente que se respira parece más oxigenado, sigue habiendo un silencio sepulcral que congela las entrañas. A través de amplias galerías en cuyo techo parpadea un fluorescente sí y otro no, realizan el trayecto escondiendo la risa detrás de la mascarilla. De repente, tuerce hacia un espacio muy luminoso, alegre, de paredes blancas y grandes ventanales donde se vislumbra a lo lejos el skyline de Canadá. El control de enfermería indica el final del recorrido.
          –Bueno, querida, te dejo en buenas manos, aunque mis compañeros y compañeras no son tan guapos ni guapas como yo –bromea colocándola en el sitio correcto y accionando los frenos de las ruedas–. Te deseo una pronta recuperación.
          –¿Ya no vendrá?
          –En cuanto tenga un momento, me escapo y subo –las mentiras piadosas son menos mentiras, repetía para sí, aunque podría darse el caso.
          –Gracias por el paseo.
          –¡Va!, no ha sido nada, la gasolina –se toca ambas pantorrillas– es barata. Aquí tiene el timbre –se lo acerca– por si necesita llamar.
          –Gracias.
          –Cuídese mucho, abuela.
          –Y tú, y tú.
          –¡Anda, quién viene! No se quejará ¡eh! –entra la hija de Megan Aniston y él sale.
          –Cariño, ¿por qué has venido? Esto es muy fatigoso para ti. ¿No está tu marido?
          –Fue a recoger la bolsa de alimentos semanal a la iglesia del reverendo Bob W. Perkins, y por mí no te preocupes, mama, puedo hacerlo, ya es hora de que cuide de ti. Además, quiero estar para cuando vengan los médicos, así me entero bien de las cosas.
          –Pronto volveré a ocuparme de todo, ya lo verás –son interrumpidas por un desfile de batas blancas.
          –Hola Megan. Soy el doctor Nathan Trembley y, a partir de ahora, seré su médico. ¿Cómo se encuentra? –dice este canadiense de color y mediana estatura.
          –Bien, dispuesta para irme a casa.
          –¿No quiere quedarse un poco con nosotros? Tenemos que mejorar esos músculos y alguna reparación más, hemos de poner en marcha el motor.
          –Bueno, pero habrán de darse prisa, he de atender a mi familia.
          –¡Mamá, por favor! –exclama la hija.
          –Ya habrá tiempo de eso –prosigue–. Por lo pronto vamos a hacer una serie de pruebas para arrojar luz al diagnóstico y según den los resultados tomaremos decisiones. También subirán del servicio de Rehabilitación a valorar si puede bajar al gimnasio o realizan los ejercicios aquí. Mi colega de la UCI señala en el historial que ha superado usted más de una crisis importante mientras estuvo en coma, ha peleado duro, ¡eh! eso juega a favor suyo. Ahora vendrá un enfermero a sacarle sangre.
          –Igual no tengo venas, me han pinchado tanto –sonríen.
          –Va tolerando la dieta, pero dígame ¿algo no le sienta bien?
          –¡Ay, doctorcito!, cuando el pan te falta a diario, te sabe todo bien rico.
          –Eso lo comprendo, sin embargo, he de saber si tiene intolerancia a algún alimento.
          –No, a ninguno. ¿Cuándo podré sentarme un poco para descansar de la cama?, este colchón me tiene molida. ¿Podría hacerlo?
          –Esperemos al menos hasta mañana, de momento recomiendo permanecer tumbada, más adelante lo iremos haciendo –da media vuelta y se marcha.
          –Mamá, déjales hacer. Voy al baño, enseguida vuelvo –pero Megan Aniston, sin un pelo de tonta, sospecha que va al encuentro de los médicos, como así es.
          –Perdone, doctor Trembley, dígame la verdad, ¿está grave?
          –Su madre tiene una edad y es de riesgo, intentaremos resolver los problemas surgidos a consecuencia del covid. Habrá de tener en cuenta que posiblemente ya no pueda mantener el mismo ritmo de antes, pero no se preocupe, Violeta Reyes la ha sacado adelante y yo no voy a ser menos –tiene un gesto cariñoso y hace lo posible por desprenderse de ella.
          –¿Qué pruebas la van a hacer? ¿Hasta…? –no puede acabar la frase
          –La informaremos, no lo dude. Y ahora, si me disculpa, he de atender a otros pacientes. –Estática, como si tuviese los pies clavados en las baldosas, los vio desaparecer inmersos en ese lenguaje técnico que tanto asusta. Regresa a la habitación y varias enfermeras y enfermeros rodean a su madre, es una bajada de tensión, escucha…
          A la caída de la tarde, con el traje de la pereza echado por los hombros, el reloj sin minutero abrochado en la muñeca, el peso de las nimiedades cargadas en la mochila creyendo que fui el más feliz del universo por sacar fajos de billetes delante de mis semejantes, los zapatos de lluvia con material permeable y ajeno a la realidad a punto de ocurrir justo en el mismo lugar adonde me dirijo, salgo de casa con un maletín invisible y el celular sin cobertura, imitando a la gente ocupada como también yo lo estuve. Algunas personas van a la carrera para llegar a tiempo de ocupar su asiento en las gradas en Comerica Park, uno de los mejores estadios donde se juega al béisbol. Sin embargo, hoy la fiesta del deporte se verá empañada por un hecho absolutamente detestable. Caen las horas previas al evento y los alrededores con apenas algo de tráfico siguen estando muy solitarios. Una mujer de aproximadamente cuarenta años camina por Brush St con E Adams Ave escuchando música a través de los auriculares inalámbricos. Da clases de biología en la universidad donde ha desarrollado una carrera brillante y exitosa. Es inteligente, espabilada, estricta, disciplinada, asequible y arrolladoramente alegre. Sin embargo, pese a haberle ido las cosas muy bien en el ámbito profesional, planea un futuro prometedor y arriesgado lejos de allí, en African Conservation Foundation para poner al servicio de los demás sus conocimientos protegiendo la vida silvestre en peligro de extinción. Hasta donde recuerda la atrajo la idea de conocer el continente africano y por fin iba a ver cumplido su sueño. Dos años antes inició cambios importantes rompiendo con su novio de siempre, ya que la relación amorosa, muy deteriorada, se estaba convirtiendo en una montaña rusa cayendo fuera de los rieles. Tomar dicha decisión significó para ella dar un paso sincero e importante: no estaba enamorada. En un principio el tipo encajó el golpe bajo con tremenda inacción, pero conforme lo asimilaba el semblante turbio de la venganza enmascaró su rostro. De repente, apretó los dientes, cerró los puños, contuvo la ira expulsándola a través del sudor, se excitó como nunca y cogiéndola por sorpresa contra la pared la penetró agresivo. Asustada, con el corazón apenado y mucha tristeza, se metió en la ducha, guardó algo de ropa en la maleta y volvió al viejo apartamento en el Downtown de Detroit, donde continuaba viviendo una de sus mejores amigas quien, al abrir la puerta, la acogió con los brazos abierto. Cuando se calmó y pudo contar lo sucedido, la otra preparó una taza de cacao caliente que ambas tomaron como reconstituyente. Hasta ahí, todo bien.
          Durante los veinticuatro meses siguientes ha conseguido mantenerse tranquila y estable, sobre todo porque él se trasladó a Ohio, lo cual, sin lugar a duda, ha proporcionado un poco más de relajo a su estabilidad emocional. Volcada en el trabajo y en la gente que la apoya desde un primer momento ha ido superando aquella brutal experiencia, aunque todavía en noches cerradas sin luna llena la memoria se le llenan de fantasmas. Ahora apura los últimos días en la universidad y sospecha que las compañeras y los compañeros andan organizando una despedida sorpresa en los salones del campus. Hoy el equipo local de la ciudad, los Detroit Tigers, en Comerica Park, aspiran a hacerse con un trofeo más a exhibir en la vitrina del club, disputando un partido contra otro contrincante de la Liga Americana. Todavía falta un poco para el evento cuando ella camina por los alrededores de Elwood Bar y Grill, frente al estadio, donde había disfrutado en varias ocasiones del sabor de la buena cerveza. El GPS del móvil señala el trayecto más corto hacia el 3256 Grand River Ave, ubicación exacta de Goodwill Industries, la tienda de segunda mano en la cual piensa comprarse algo apropiado para África. Según llega titubea si continuar por la estrecha acera o atravesar una zona verde vallada y en obras, opta por lo segundo: el camino más corto. Los auriculares inalámbricos se quedan sin batería y deja de escuchar música. Mientras los guarda en la funda un hombre con pasamontañas y vestido de negro parte a puñetazos unos palés arrinconados. La lógica le dice que huya lo antes posible sino quiere tener problemas, pero el pánico la ha clavado en el molde del asfalto. Entonces, cogiéndola por sorpresa, se acerca por detrás y la arrastra de los pelos hacia el rincón más lúgubre, la lanza con fuerza contra las maderas rotas y astilladas y empieza a propinarle patadas en el estómago, el pubis, los pechos, la cara y la espalda. Una, tres, cuatro…, veinte veces, hasta que, provocando un ruido ensordecedor, la tira sobre los cubos de basura esparciendo un charco de sangre alrededor suyo. Reconoce la voz jadeante del otro, su aliento a sarro y nicotina, el olor a sudor, los dedos ásperos de yemas agrietadas apretando su garganta, la longitud del pene dentro de la vagina, las palabras obscenas que tanto detestó y luchó por borrar de la memoria, la frustración y la derrota, el deseo apremiante de acabar con el sufrimiento cuanto antes, la luz y la oscuridad, el bien y el mal, el ayer y el presente, el último anochecer... Detrás de unos arbustos, paralizado como el cobarde que soy, lo he presenciado todo. Ella, al verme, pide auxilio con la mirada y con la punta de los dedos roza la nada para palparme, pero, igual que siempre, no quiero problemas y huyo sin ningún cargo de conciencia, o eso creo.
          La policía recibe una llamada anónima y la patrulla que hace la ronda por la zona se persona hasta el lugar de los hechos donde encuentran al presunto homicida sentado en el suelo con un cuchillo de grandes dimensiones y a la mujer tumbada de espaldas, con el pelo impregnado en orina y vómito, inmóvil junto a él. Con sumo cuidado, para no alterar ninguna prueba en la escena del crimen, le impiden moverse y avisan por radio para activar el protocolo. Treinta minutos después, y a la espera de la llegada del FBI encargados de la investigación, el sheriff del condado de Wayne, guiándose de su instinto sabueso husmea cada rincón por si descubre cualquier cosa, como así ocurre. Se agacha, y con la punta del bolígrafo, gira una nota manuscrita, quizá conteniendo las huellas del hombre y la confesión del asesinato, piensa para sí. Pensativo, con los pulgares metidos entre la goma de los tirantes y rumiando algo que no le cuadra, ve aparecer el coche oficial de la Gobernadora de Michigan doblando la esquina una cuadra más abajo.
          –¡Agente!
          –¡Señora!
          –¿Qué tenemos?
          –Ya lo ve.
          –¿Ha interrogado al detenido?
          –No, de eso se ocupan los chicos inteligentes –suelta sarcástico señalando hacia el furgón donde vienen.
          –¿Y usted qué opina?
          –Mire, en los líos de pareja no me meto, allá cada cual con sus motivos, yo me limito a poner orden, nada más.
          –Pero su experiencia cuenta.
          –No se crea, según ellos –vuelve a apuntarles–, nuestros métodos y nosotros mismos nos hemos quedado obsoletos.
          –Déjese de gilipolleces y responda mis preguntas –está visiblemente enfadada.
          –Fíjese en la posición de los brazos. ¿No le resulta extraño?
          –Pues no.
          –¿Y la media melena abierta en abanico con los mechones bien extendidos?
          –Tampoco. ¿Adónde quiere ir a parar?
          –Pues que todo está muy bien colocado, además, el asesinato no se ha cometido ahí, estoy casi seguro.
          –¿Entonces?
          –En aquel rincón, venga –le sigue casi corriendo–. ¿Ve aquellas manchas?
          –Sí, claro, son de grasa.
          –No, es parte del cerebro, ha saltado al romperse el cráneo probablemente con el filo de aquellas tapaderas.
          –¿En qué se fundamenta para diferenciar la sustancia?
          –Si se fija en el cadáver verá la brecha del lado izquierdo, los sesos han saltado por ahí. –Pero ella no presta atención distraída con el despliegue del operativo del FBI por el perímetro buscando pruebas.
          Sheriff, soy el jefe al mando –se presenta un inspector–, y estos dos de mis mejores hombres, facilíteles toda la información que tenga
          –¡A la orden, señor! Debajo de aquello estaba esto, es una confesión en toda regla. Juzguen ustedes mismos.
          –La escena parece muy bien colocada y por las heridas tan violentas del cadáver la muerte no se ha producido ahí –señala hacia donde está–, sino unos cuantos metros más allá.
          –Eso mismo le estaba diciendo yo a la señora –la Gobernadora asiente.
          –Muchachos, presionadle –dice a sus hombres– a ver qué podéis sacarle. ¡Ah!, y no seáis blandos con él.
          El interrogatorio discurre dentro del marco de los patrones normales en tales circunstancias, sin pisarle el terreno al que a posteriori realizaran en la central. La sirena de la ambulancia cada vez se oye más cerca, de repente deja de sonar y minutos después el equipo médico certifica la hora del fallecimiento. Aguardan la llegada del juez para levantar el cadáver y del coche fúnebre para llevárselo. Mientras, al detenido le proporcionan botellas agua y le curan una pequeña herida en los nudillos, a consecuencia, tal vez, de haber dado tantos puñetazos. Aunque en prensa apenas aparece información sobre el caso, a las pocas semanas supimos que la víctima y el presunto asesino han mantenido, tiempo atrás, una relación sentimental. En declaraciones a la policía el tipo da su versión argumentando que la mujer le provocaba a cada momento, le era infiel y le hizo la vida imposible. Sin embargo, la compañera de piso de ella confirma la versión contraria y por tanto de más peso, aportando conversaciones de chat donde su amiga confesaba sufrir maltrato, acoso verbal y físico, así como amenazas mortales. Un confidente de la oficina del sheriff del condado cuenta que los propios presos, The Old Wayne Country Jail, adonde ha ingresado provisional a la espera de ser trasladado a otra cárcel de mayor seguridad, le han dado una brutal paliza…
          Como cada día, a las 4:30 a.m., el yerno de Megan Aniston sale de casa camino del almacén donde trabaja descargando la mercancía de los camiones, sin embargo, hace más de un mes que ha perdido el empleo por cese del negocio. Indeciso, y sin habérselo comunicado a su esposa, mantiene la misma rutina sin levantar sospecha. Así que, ataviado como si tal, cruza la ciudad de punta a punta, hasta una iglesia Baptista alejada de su vecindario donde, tragando bilis y orgullo, pide limosna. Mientras, la mujer, prudente y respetuosa, preocupada por su madre, valorando al marido y satisfecha con los hijos, toma las riendas del hogar ajena a lo que se les viene encima…