domingo, 20 de mayo de 2018

Nueva York. Segundo día de la primera quincena de abril

Una semana después de celebrarse la fiesta de Halloween en 1989 cae el Muro de Berlín, todo un baluarte del siglo XX. Este hecho significó el comienzo de la abolición fronteriza entre ciudadanos de una misma capital, y también la decadencia de un imperio que agonizó con la dimisión forzada de Erich Honecker, hasta entonces jefe del Estado de la extinta República Democrática de Alemania. Familias enteras rebosantes de alegría, separadas durante más de veinte años, convirtieron Checkpoint Charlie −zona de control estadounidense con la soviética, popularizada en muchas películas de espías− en una parcela de júbilo para el reencuentro. La ciudad se llenó de turistas dispuestos a no perderse el acontecimiento histórico. Enseguida surgieron tenderetes donde ofrecían souvenirs de hormigón grisáceo y cilindros deformes y oxidados que bien podrían ser la antigua carcasa de alguna bala. Dicho período fue sin duda un avance para la humanidad, pero al mismo tiempo aparecían los primeros brotes de un cierto retroceso en el horizonte mundial, ya que, justo un lustro después de correr la esperanza por las calles de Europa, el gobierno de Bill Clinton ordenó levantar una valla de seguridad contra la inmigración ilegal entre Estados Unidos y México, que hoy sigue dejando un reguero… Recuerdo la curiosidad en el vecindario por visitar un mural formado por tres secciones del llamado Telón de acero, en el jardín de la Sede General de las Naciones Unidas, un regalo del país germano a la city de los rascacielos. Esa vez la idea de ver aquel pedazo de muralla me atraía. No entiendo de arte, menos de graffitis, pero sí del sufrimiento de las personas, por lo que intuyo que, dentro de esa orfebrería hecha de cemento, ha de haber mucho desconsuelo. Camino de Brooklyn, en metro, a terapia, decido contarle a Eric esta reflexión. Al final del vagón, un homeless sin rumbo fijo, que se pasa el día de un convoy a otro, se desploma en el suelo. Nadie mira, nadie se inmuta, nadie le atiende…
          E.J. siempre tuvo la ilusión de aprender a bailar foxtrot. Cuando su esposa le animaba a hacerlo realidad, él buscaba la excusa perfecta y convincente que a ella le hacía reír a carcajadas: ‘Dónde quieres que vaya con esta barriga y la estatura que tengo ¿eh?’. Pero al quedarse solo se apuntó a la Swing Dance Bronx, una vez por semana, en horario nocturno. Su pareja de baile es una pelirroja teñida, entrada en años, extrovertida y con un aire extravagante que la hace diferente al resto de alumnos. Están a gusto, sin profundizar en lo personal, hasta que cada uno se va por su lado. Igual, más adelante… El entrecot de carne de vacuno, la compota de manzana que lo complementa y una cerveza bien fría contra la sequedad de garganta, rellenan la base de la bandeja que se lleva al sofá donde ve la televisión. Aparecen, blanco sobre negro, los primeros títulos de crédito del film Adivina quién viene esta noche, a la vez que retumba el timbre de la puerta en la desnudez del recibidor. Contrariado, antes de desechar los cerrojos, comprueba que, recién salido del váter, lleva abrochada la bragueta. Un guardia penitenciario, con una cicatriz que parte su mejilla en dos, de la cárcel de mujeres Unidad Mountain View, en Gatesville, Texas, donde cumple condena la hermana pequeña de Michelle, le trae un comunicado de la reclusa donde expresa el deseo de verle antes de ser ejecutada con una inyección letal en menos de una semana. Le entrega también una nota manuscrita en la que cuenta la frustración que siente tras perder la apelación en la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos de América presentada por The Proyect Innocence −organización independiente sin fines de lucro, cuyos abogados utilizan las pruebas de ADN para demostrar la inocencia de quienes han sido injustamente condenados−. Mr. Coleman no puede negarse, y estructura ya en su cabeza los detalles para el inminente viaje…
          Ralph ha ido con Bobby a hacer footing a Central Park, y le he prometido que a la vuelta iríamos a comprar el aspirador que necesita. Sin embargo, el accidente del chihuahua ha puesto del revés todos nuestros planes. ‘Fíjate que vamos a menudo por ese mismo sendero y nunca ha pasado nada, pero cuando me he dado cuenta tenía la bicicleta encima. Podía haber sido muy lamentable’ −le acaricia debajo del hocico−. ‘¿Cómo van las cosas en el hotel?’. ‘Raras, Maurita, raras. Crece el rumor de que tejen una maniobra para declararse insolventes y así echarnos con una mano delante y otra detrás. No sé qué voy a hacer, la verdad. Si te enteras de algo, lo que sea, me lo dirás ¿verdad?’. ‘Claro’. Carlota llama mi atención para que accione el mecanismo de defensa, no sea que se tome la libertad de... ‘Bueno, es hora de irse, vosotras tendréis que descansar ya’. ‘Eso es. Hasta mañana’. Sin dar pie a alargar más la charla, coge al perro en brazos con mucho cuidado de no lastimar la pata vendada. Echo la cadena antirrobo y susurro que todos tenemos problemas… y nos los tragamos, coño.
          “Nueva York. Segundo día de la primera quincena de abril. Se me antoja que si existe en el mundo un lugar donde los contrastes saltan a la vista es aquí, en el país donde resido. Y no me refiero sólo a las diferencias obvias: color de la piel de claro a oscuro o distritos de altos alquileres pegados a otros arruinados en su deterioro, por citar dos ejemplos, sino a las cosas terribles e inverosímiles a las que al final te habitúas. Tomé por costumbre escuchar cada día un programa matinal mientras el café y los huevos revueltos terminaban de hacerse. Una mañana emitieron la entrevista realizada a la periodista Jennifer Toth, quien, cuando realizaba prácticas en Los Ángeles Times, encontró el material necesario para escribir quizá lo que en principio iba a ser sólo un reportaje y se convirtió en el libro Mole people, donde narra con absoluto desgarro su experiencia al ver que, en las líneas abandonadas del subterráneo, un grupo considerable de personas vivían en condiciones infrahumanas. Gente sin control, sin número de la seguridad social, sin normas, sin localizadores de ubicación, sin perfil en las redes. En definitiva, topos identificados como amenaza contra las instituciones. Aunque no puedo precisar exactamente el año, estoy segura de que eso ocurrió en los noventa, coincidiendo con la llegada al supermarket del encargado que tantas putadas nos hizo, y quien se alió con el contable de entonces −después resultó ser un estafador−. Afirmaban que los no nacidos en la ciudad de los rascacielos éramos intrusos que otras superpotencias habían destinado ahí para comerse el pan de sus hijos. Se burlaban de mí llamándome redneck, no sé si por la vestimenta o porque llevaba escrito en la cara mi procedencia pueblerina. Lo cierto es que se ganaron el desprecio de la mayoría. En una ocasión, cerca del tercer lunes de febrero, cuando se celebra el Día del Presidente, que yo tenía mucha gente en línea de caja y decía mecánicamente who’s next para aligerar la cola, uno de estos dos personajes se acercó por detrás y me dijo al oído que, por mucho que me empeñara en disimularlo, era residuo de alcantarilla, como los indeseables que pueblan los suburbios bajo la metrópoli. Tuve que hacer grandes esfuerzos para no graparle los testículos al pantalón. Después, en casa, me puse a llorar como una perra…”.
          Acomódate, paya’. ‘Hola’. −Estrechamos las manos−. ‘¿Qué tal la semana?’. ‘Igual que todas, nada destacable. Bueno, sí, los celos de Carlota con Bobby. El chihuahua ha sufrido un accidente y estamos volcados en él. Si vieras los arañazos que tengo. En cuanto nota que huelo a perro la jodía se desquicia. Claro que, si yo fuera otra, acariciaría su panza y asunto resuelto, pero no quiero que se ablande, después se sufre mucho. No sé si lo que voy a decir tiene algún significado especial u otra lectura de las contradicciones que me fluyen por dentro, pero según venía he pensado en las murallas discriminatorias que desembocan en venganza, humillación o codicia, levantadas por los seres humanos para marcar la diferencia entre privilegiados y desdichados, adinerados y empobrecidos, por el solo hecho de haber nacido al otro lado de una verja. Si mi infancia hubiera tenido un desarrollo normal, identificaría la luz plomiza que aparece a la caída de la tarde con la costumbre de los niños de la aldea a esa hora: asaltar la caja de hojalata donde las madres guardaban los dulces caseros. Sin embargo, los recuerdos personales de entonces están enturbiados por la huella de la correa de padre estampada en algún lugar mullido de mi trasero. Había siempre una excusa, un motivo para el castigo, una brusca apropiación de la paz y la ternura que debería de haber tenido una niña de esa edad, con todas las dificultades de la época, que eran muchas −tomo aliento, Eric permanece callado hasta que reanudo el monólogo−. Es tristísimo confesar las veces que me han dado ganas de prenderle fuego a la casa cuando estaban todos, huir monte a través y sepultar así mi tortura bajo las cenizas. Mas no era como ellos, ni quería acarrear con esa culpa el resto de mis días. ¿Cómo tenían valor para dormir a pierna suelta tratándome de esa forma? ¿Cómo superar el rencor que durante años ha malgastado mi existencia? ¿Y si retirando las capas necrosadas del corazón, para que sea más accesible, se garantiza que no me van a hacer daño? De ese modo: ¿conduciría el final de mis días a un estado más confortable?’ −la congoja impide que continúe−. ‘¿En tu opinión qué cambiarías?’. ‘No voy a seguir con esto, me tengo que ir. No puedo…’. ‘Como prefieras. Déjate llevar por tu instinto, Maura, eres demasiado dura contigo. No pasa nada por permitir que le quieran a uno. Bueno, lo dejamos ahí. Todos merecemos otra oportunidad, tú también. Piénsalo’.
          Salgo a la Avenue y el frío de la noche primaveral, que aún no se ha despojado del todo del invierno, se cuela por los poros, apretando la prisa para llegar cuanto antes al metro. Respiro fuerte y al expulsar el aire suelto por la boca partículas de vaho. Me acuerdo de madre, de los gitanillos de la ladera del río, de las pocas amigas que tuve, de las madrugadas, de la retirada de la luna acostada sobre las llanuras y de las habladurías que incitan al sufrimiento en un sitio tan pequeño. Veo las caras cansadas de quienes regresan de la larga jornada, de los ancianos vencidos por el sueño, de las mujeres que no pueden disimular que están en periodo de lactancia, de los estudiantes que piden a gritos su tiempo, su espacio, un lugar para llevar a cabo el proyecto que les motiva a levantarse cada mañana. Cierro los ojos, y, con la tranquilidad de saber que cada uno va a lo suyo, acogida al anonimato de esta city que respeto, alcanzo la serenidad dentro de mí. En el centro del andén se agrupan viajeros con destino a Harlem. Me abro paso entre ellos, y cuento las cuadras que me quedan para buscar consuelo en Carlota, que me recibirá con los bigotes manchados de leche…

domingo, 6 de mayo de 2018

Nueva York. Dieciséis días después de la segunda quincena de marzo

La llegada del hombre a la Luna hizo temblar los cimientos de nuestro planeta, corriendo como la pólvora el interrogante de: ¿y si no estamos solos y hay que repartir el pastel? El 16 de julio de 1969 teníamos los ojos puestos en las televisiones que emitían en directo desde cabo Kennedy, Florida, donde el Apolo 11 sería impulsado al espacio por el cohete Saturno V. La imagen de los astronautas Neil Armstrong, Edwin Aldrin y Michael Collins, enfundados en sus trajes espaciales, daba la vuelta al mundo, regalando planos cortos de sus sonrisas destellantes como signos de victoria. En esa época salía con un novio −muy soso, la verdad− más interesado en beber cualquier líquido que contuviera un grado de alcohol importante que en practicar sexo, lo cual me daba igual. Por eso, el día del alunizaje, nosotros estábamos en el vecindario de Woodlawn, en el Bronx, tomando pintas de cerveza en la taberna irlandesa Arthur & Brigitta, descendientes de emigrantes que escaparon a tiempo de La Gran Hambruna. El local era pequeño pero acogedor, con muchas sombras y poca iluminación, perfecto para los solitarios. Vigas de madera transversales sostenían el techo, del que pendían jarras de vidrio y cintas de colores verde, blanco y naranja, en honor a la bandera de su país de origen. Las paredes estaban cubiertas con fotografías de personajes famosos y anónimos que pasaron por allí. Acodados a la sólida barra, testigo de tantas penurias, los presentes aliviábamos la derrota evadidos con la música country de Kris Kristofferson, entregados al vacío de la lengua pastosa, al terraplén por el que caeríamos sin problema de no ser porque quedarse tonto acojona bastante. Ahí estábamos, repatriados en lo individual y ajenos por voluntad propia al hecho sin precedentes que marcaría, sin duda, un punto y aparte en nuestras vidas, y en los libros de Historia.
          “Nueva York. Dieciséis días después de la segunda quincena de marzo. Lejos del glamur de Manhattan, muy bien paseado por las estrellas del cine, el Maspeth se me antojaba lo más parecido a una pequeña capital de provincias, con lo más imprescindible como para no tener que desplazarse a otros distritos. Sin embargo, me sentía forastera incluso en la casa donde vivo −me duele no haber sido capaz de hacer hogar, ni siquiera con la llegada de Carlota que ya conté aquí−. Oímos la palabra refugiado y rápidamente lo asociamos a tres conceptos: conflicto bélico, huir de la miseria o estar en busca y captura por las ideas políticas. Desde que salí de la aldea he dado muchas vueltas a esto. De alguna manera, y salvando todo tipo de distancias, también vine a este país pidiendo asilo, aunque mis motivos no estuvieran tipificados. −Hago un alto en la escritura y llamo a Ralph por teléfono. Bobby no ha dejado de ladrar en las últimas dos horas. Estoy preocupada. Nada, no contesta−. Los primeros meses en el supermarket fueron complicados. Elaboré listas mentales a dos columnas: en una el precio, en la otra el artículo. Así, relacionando nombre y objeto, aprendí las primeras palabras en inglés. En general di con buenas compañeras, pero, como ya he apuntado en otras ocasiones, ni tomo ni doy confianza. Todo era nuevo, grande, diferente, ordenado… Yo venía de un espacio gris y oprimido, con un precario sentido del respeto −y no me refiero sólo a lo personal−, en el que las normas que rigen la convivencia cívica brillaban por su ausencia. Pondré un ejemplo: me costó asimilar que, para transitar por las aceras entre tanta gente, había que respetar la circulación de doble sentido y no invadir el carril contrario. Una vez, en el barrio de Corona, cruzando Martense Ave con 53-98 108th St, por poco me atropella un carro −todo un Cadillac de 1950, descapotable−. Aún no controlaba los indicadores del semáforo y resultaba un lío Don’t Walk. ¿Cruzo o me paro? Opté por lo segundo y forcé un frenazo en seco. No fue la única vez que salvé la vida por los pelos… Ahora, con la edad, y adoptadas muchas costumbres neoyorquinas, sentiría desamparo en otro lugar, porque tengo la piel hecha a estas calles, a los edificios de ladrillo rojo con escaleras de incendio rompiendo la monotonía de las fachadas, a la capa de asfalto desconchada por los bordes de tanto uso, a la oquedad de los portales dejando a la intemperie la pasión de los amantes, a los contrastes de Tribeca y el SoHo, a las luces de neón que pestañean en la noche y al gusto de cruzarme con Woody Allen por Prospect Park cuando regresa a Brooklyn, por donde pasean sus raíces judías. La gata me adivina el pensamiento y se aparta a un lado del pasillo. Alarmada −ella también lo está−, cojo de abrigo lo primero que encuentro y pulso el botón de bajada. Salgo del ascensor y Bobby reconoce mis pasos. Ladra, ya enloquecido, pero ninguna palabra es capaz de consolarlo. Entonces, la posibilidad de perder lo único bueno que he tenido pone en marcha toda la maquinaria de búsqueda…”.          ¿Qué tal la semana, Maura? ¿Algo destacable?’. ‘He recibido carta de España. No sé cómo habrán localizado la dirección −callo unos segundos y cambio de postura−. La nieta mayor de mi hermano pequeño, que como no encuentra trabajo de lo suyo −no sé lo que es ni me importa, al enterarse de la existencia de una tía en América, ha pensado que quizá aquí tendría más suerte. No te jode, no se han preocupado de saber en todo este tiempo si estoy viva o muerta, y ahora quieren aprovecharse. ¡Ni hablar! ¡Esa mocosa no sabe con quién se la juega!’. ‘¿Has respondido?’. ‘¡Qué dices, ni pienso! Es más, como aparezca la pongo de patitas en la calle y, ¡a buscarse la vida!, como hemos hecho los demás. No cuenta nada de su abuelo. Tampoco tengo gran interés, pero coño, ya que escribes, expláyate algo más, ¿no?’. ‘¿Qué te gustaría saber?’ −encuentro a Eric entusiasmado, como con otras ganas−. ‘Nada en particular. ¿Cómo crees que me recordarán?, no digo ella, sino mis hermanos. La verdad es que a estas alturas eso carece de sentido. Conservo en la memoria un episodio de cuando tendría siete u ocho años. Merodeaban por la aldea una camada de lobos. Cada amanecer traía un paisaje dantesco: animales muertos, destrozos y mucho miedo. El silencio de la noche en campo abierto intensificaba los aullidos, y el pánico a que entraran dentro me impedía descansar. Una vez, con la última cucharada del estofado de alubias blancas que tocaba en la cena, busqué algo de cariño en aquella mesa y un poco de complicidad para protegerme. Era imposible dejar una luz en el dormitorio de los niños para espantar a los fantasmas, así que metí la cabeza debajo de la almohada y crucé los dedos. No fue suficiente, veía y oía cosas muy raras. Llegué a oscuras hasta la habitación de los chicos, trepé a lo alto de la cama y me hice hueco entre los dos cuerpos, ya inertes y roncando. Pero madre, casi en volandas, me devolvió a la austeridad de mi dormitorio, al arrepentimiento de haber vulnerado el espacio de ellos, a la inferioridad de mi clase, de mi género, a la nulidad como ser humano libre e independiente. Sin embargo, he comprendido que su propósito era hacer de mí el espejo de sus frustraciones’. −Respiro hondo para amainar el dolor intenso que casi me ahoga−. ‘Lo que somos, nuestro presente, está conectado por un hilo invisible al pasado. Las primeras imágenes que tenemos de la infancia dan muchas pistas para trabajar según qué aspectos de la personalidad. Maura, el proceso que estás haciendo de psicoanálisis, no sólo en terapia, es un ejercicio de aprendizaje de ti misma. Tal vez tengamos que trabajar eso. Llegados a este punto, ¿qué ves ahora? A tu entender, ¿cuáles son las diferencias que resaltarías?’. ‘Pues, además de envejecer a pasos agigantados, tengo la sensación de haber aflojado algunos corchetes en la faja’. ‘Fenomenal. Lo dejamos ahí. Sigue en el cuaderno’.
          Ralph trae la cara magullada y lo que en principio parece el zigzag de una ceja partida. Aunque cierre los ojos, reconozco el perfil de su figura como si surgiera por delante de dos faros que deslumbran a lo lejos: los andares vencidos arrastrando los pies, la lentitud de las caderas cuando avanza y la comisura izquierda de los labios arqueada por la forma del cigarrillo. Es él, me lo dice el corazón más que la vista. ‘Otro susto como éste y no te hablo, cabronazo’ −suelto, abrazada a él−. ‘Ay, Maurita. Eran unos “guajes” que no levantaban un palmo −suspende la mano en el aire a la altura de la cintura y señala−, y mira qué tunda de palos me han dado porque no les habían cambiado las toallas. Y claro, hemos pagado los platos rotos los recepcionistas’. ‘¿Vienes del hospital? ¡Haberme llamado!’. ‘Sí. Bueno, no quería preocuparte. La cosa se ha complicado un poco y han explorado a fondo un dolor que tengo en la espalda. Nada importante, antinflamatorios y confiar en que mitigue lo antes posible. ¿De verdad temías por mí?’ −dice con lágrimas−. ‘No te hagas ilusiones, era por la molestia de tener que llamar a la policía para que arrestaran a tu perro’ −se coge del costado amortiguando la risa−. Bobby, educado en la generosidad y exento de rencor, salta de alegría al vernos aparecer. Hombre y mascota se funden en un abrazo. Contemplo la escena mientras limpio varios charcos de orines con una bayeta, y, sin hacer ruido, para que no se distraigan, les dejo disfrutando de su intimidad. La gata está en mitad del salón jugando con su pelota de goma, en el mismo sitio donde se había quedado. ‘Ven conmigo, Carlota’ −doy pequeños toques en el sofá para que suba−. Obediente, con la cabeza sobre mi muslo, se enrosca tan pegada que noto sus palpitaciones, y me siento afortunada por tenerla.
          E.J. ha cocinado una excelente carne de vacuno, con compota de manzana como acompañamiento, y tiene previsto ver una reposición de Adivina quién viene esta noche, con Spencer Tracy y Katharine Hepburn, entre otros. Pero la inesperada visita de alguien alterará sus planes…