A la memoria de José Antonio L. A
El día que a mi hermano Ginés lo
desahuciaron los médicos del Hospital Universitario de Alicante, lucía uno de
esos soles intensos, penetrantes, característicos de esta tierra agraciada por
la luz y el calor. Ese día, como digo, a punto estaba de bajar a la Playa del Postiguet con uno de mis
nietos, cuando su padre, el mayor de mis tres hijos, que había pasado la noche
en el hospital acompañando a mi hermano, llamó para darnos la triste noticia.
Entonces, dejé al pequeño lloriqueando con su madre y, prometiéndole que
haríamos la excursión a mi vuelta, partí en el taxi que mi nuera, leyéndome el
pensamiento, había solicitado.
La sala de espera, como todas las
salas de espera de los hospitales, era un
espacio abierto donde a sus anchas circulaba
libremente la vida y la muerte. Permanecí allí durante horas, con la
mirada perdida en un horizonte que no auguraba nada bueno, y la certeza
absoluta de que las cosas no volverían a ser lo mismo. Así pasé mucho tiempo,
recomponiendo cada una de las piezas que, dentro de mí, habían quedado rotas.
Recién despuntado el alba, y con el cuerpo debilitado por la
espera, intentaba llegar hasta la máquina de café cuando vinieron a decirme que
Ginés había fallecido. Fuera de la habitación 309, según iban llegando, un
grupo reducido de familiares componían el duelo. Hice un aparte con mis hijos y
les pedí que se ocuparan de los trámites para el sepelio, porque yo me marchaba.
No hizo falta dar explicaciones, tampoco las pidieron. Todos sabían que mi
deber en esos momentos consistía en localizar a los hijos de mi hermano,
abandonados por él cuando no levantaban un palmo del suelo. Nunca se lo
perdoné, sin embargo, ninguno de nosotros movió un solo dedo para mantener con
ellos, al menos, un mínimo contacto que a su vez generara cariño.
Atravesé Alicante de extremo a
extremo, sin rumbo fijo, sin destino o, quizá,
sabiendo perfectamente dónde conduciría la deriva de mis pasos. Lo
sensato habría sido llegar a casa, ponerme en el balcón con vistas al Castillo
de Santa Bárbara y, desde allí, teléfono en mano, averiguar el paradero de mis
sobrinos; pero cogí la Gran Vía
hasta el final del puente rojo,
llegué al barrio de Alipark y, seguidamente, giré a la izquierda por instinto y,
con un nudo que llevaba presionándome la garganta algunas calles atrás, me
detuve delante de la casa de mis padres, en el barrio que nos vio crecer:
Benalúa. Era una sencilla vivienda de dos plantas, cerrada a cal y canto desde
que Ginés cayera en un pozo sin fondo, jugándose la vida a la ruleta de las
drogas duras y otras locuras más. Aunque no parecía descuidada, lo estaba. Detrás
de la puerta de calle, según se abre a la izquierda, pegado a un saliente de
pared desconchada, palpé el interruptor de luz, cuyo embellecedor seguía roto a
la mitad, como recordaba. Una tenue bombilla alumbró el tramo de escaleras, el
mismo que llenamos con travesuras en nuestra
infancia.
No fue fácil encontrarme a solas
en aquellas habitaciones llenas de recuerdos, pero tenía que hacerlo: era la
única que quedaba viva y sólo yo podía bajar persianas, cerrar puertas, apagar
luces, sellar etapas... A tientas entré en el cuarto de Ginés, y sentada en el
borde de la cama, prendí la lamparita del aplique y abrí el cajón de su mesilla
de noche. Hallé pocas pertenencias: un reloj sin cuerda, un mechero sin lumbre,
un llavero desalquilado y una vieja cartera con la foto de mis hijos, otra mía
y la de una antigua novia. También, al fondo, medio caído por el hueco entre el
cajón y la puerta, encontré un sobre cerrado a mi nombre. Metí los dedos con
determinación hasta extraer un papel doblado en cuatro. La escritura nunca
había sido su fuerte, no obstante, de su caligrafía de colegial, pude descifrar
que dejaba todo a sus hijos.
En la cocina, que estaba muy
desordenada, había una caja de cartón grande con botes de conserva caducados
que tiré a la basura y la utilicé para guardar en ella las cosas de Ginés. En
conjunto: un coche de carreras en miniatura, una guía rápida de iniciación a la
mecánica, algunos discos de los Beatles, la documentación de su moto, el casco y poco más. Cuando acabé de
meter en bolsas la ropa que me pareció en mejor uso, localicé a los chicos
poniéndoles al corriente. Una hora y media más tarde, escaleras arriba, dos
hombres corpulentos, guapos, morenos, el vivo retrato de su padre, como quien
dice. Se abrazaron a mí y, por primera vez, sintieron que no estaban huérfanos.
Juntos, con sensación agridulce y cargados de bultos, cerramos la casa de mis
padres, quedando atrás, a buen recaudo, aquellos momentos felices que pasé de
niña.
La vida, que a veces se me antoja
caprichosa, me daba una segunda oportunidad: organizar una excursión a la playa
con mi nieto y la nieta de mi hermano. ¿Qué mejor manera de dar cobijo a
nuestra nueva vicisitud?
Agradecimientos:
A Yolanda M., que me ha
facilitado datos concretos de la ciudad de Alicante.
A Esperanza que me lee antes
que nadie.
A Miguel Ángel, por su
paciencia y ayuda.
Maite, me ha dejado tan impresionada la lectura , que no puedo mas que guardar un respetuoso silencio. Muchas gracias. entre tanta zafiedad,da esperanza leer cosas tan tristes pero tan bien escritas.
ResponderEliminarEn mi opinión, tu seña de identidad es la creación de ambientes "agridulces", la mezcla entre lo triste y la esperanza. Besos.
ResponderEliminarBueno, como siempre, me ha encantado la "historia".....
ResponderEliminarNosotras sabemos hasta qué punto tiene de ficción y de realidad.El final me ha encantado.
Besos
Conmovedor, querida Mayte. Muy conmovedor. Hay que buscar siempre la luz, pese a todo. Enhorabuena por este escrito, por llegar hasta aquí.
ResponderEliminarOvidio Parades
Muy bien Mayte, me ha gustado mucho la historia que has contado y cómo lo
ResponderEliminarhas hecho. Sinceramente me deja sin palabras, es un relato envuelto de
tristeza y escrito con mucha sensibilidad. A pesar de la historia tan
conmovedora, al final se abre un camino de esperanza.
“ Todas tus historias tienen matices con los que indefectiblemente me puedo identificar” Yo tenia una tía con un historia que se me antojaba triste…..
ResponderEliminarAlgunas veces la vida se queda a medio camino y tú escritora inventas un personaje que, dando un salto en el vacío pasa página y decide vivir a pesar de las circunstancias.
¿Existe algo mas optimista?
Además y sin entender me parece que está bien escrito.
Esperanza”
Ya lo he leído prima, es una historia muy bonita y alicantina, como me dijiste. A partir de ahora, buscaré un hueco para leerte.
ResponderEliminarBesos