domingo, 24 de noviembre de 2019

Nocturno, en el estado de Nevada

6.

Tras dejar a los caballos en un establo de las afueras, nos hospedamos en The Royal Inn, uno de los hoteles más viejos y económicos de Casper, la única ciudad del condado de Natrona. Nuestra habitación, de contenido minimalista, era luminosa y daba al aparcamiento, casi siempre vacío. Papá llegó con los huesos molidos y un ataque de ciática que, por suerte, no fue a más. Apenas sin apetito por la dureza del camino, tomamos tan sólo los aperitivos y bebidas gaseosas que saqué de las máquinas expendedoras. Dormimos un día entero, o eso me pareció, y el hecho de hacerlo en una cama mullida nos congratuló con las comodidades de la vida que a veces infravaloramos. Hasta llegar a Dakota del Sur, nuestro destino final, necesitábamos recuperar la entereza física al máximo. Por eso, era conveniente quedarnos allí algo más de tiempo, y me correspondía a mí encontrar la manera de convencerle. ‘¿Sabes qué me gustaría? −dije, como el que no quiere la cosa−, visitar Fort Caspar Museum’. Y a Brayden Morgan, que se le llenaban rápidamente los ojos de curiosidad, le gustó tanto la idea que decidió venirse conmigo. ‘Vamos, ¿a qué estás esperando? Mueve el trasero de una vez, muchacha’, −soltó enérgico−. ‘¿No preferirías seguir tumbado? ¡Vale, vale! No me mires así, vayamos’. Recostados en la empalizada que rodeaba todo el Fuerte, nos asombró la perfecta recreación cuidando el pequeño detalle, tanto en los trajes del ejército de aquella época, como en la reproducción exacta de una diligencia de viajeros, llevando nuestra imaginación a orillas del Oeste americano, el mismo que John Ford dio a conocer a través de su cine, donde hombres de distinto color hacían tratados de paz y de entendimiento para que los pueblos convivieran entre sí. El interior de los barracones donde pernoctaba la compañía no se parecía en nada al aposento del general de turno: con su piel de oso por alfombra, la espada enfundada, un candil, telégrafo, tintero, pluma y el baúl donde guardaría sus objetos personales. Pero lo que más nos llamó la atención fue el mapa extendido sobre la mesa del escritorio, con sus soldaditos de plomo en posición de ataque y la derrota del adversario escenificada. ‘¡Grandes historias guardan estas paredes, Allison!’, −afirmó−. ‘Sí. ¡Lástima también de tanta sangre derramada por las decisiones ordenadas desde aquí!’. Terminamos el recorrido dando un largo paseo por Platte Bridge Station: el puente del viejo Oregón, que fue una de las sendas de los emigrantes. Observábamos a distancia las maravillas que dibuja la naturaleza en el lienzo del paisaje, la copia perfecta de las carretas, del pozo en mitad de la nada, de la cantina y los tipis impregnados de la cultura y costumbres de cada tribu. Al amanecer reanudamos la marcha. Llevé los caballos y cargué en uno la comida y otras cosas compradas para el viaje…
          He revisado las declaraciones de los testigos una por una −informé a mi jefe respecto al inminente juicio del atraco a la gasolinera, que últimamente había descuidado un tanto− y resulta que uno de ellos se contradice en varias ocasiones. Primero aseguró que nuestro cliente salió del lavabo con las manos ensangrentadas. Y después cambió la versión diciendo que entró a comprar cigarrillos y entonces le vio delante de los cadáveres empuñando el arma homicida’. ‘¿Y tú qué opinas?’. ‘Pues, no sé. Puede que sea un tipo buscando un poco de fama para salir por la tele. Aunque, a saber’. ‘¿Habéis preparado los interrogatorios?’. Bueno, no exactamente’. ‘¿Y a qué esperáis? No nos podemos permitir el lujo de pasar por alto algo que sirva para desmontar las mentiras creadas en torno a este asunto’. ‘La verdad es que me tiene bastante ocupada la historia que os comenté referente a la abuela’. ‘Ya veo, aunque de momento se te paga por los casos abiertos, no por uno que puede que ni siquiera llegue a serlo’. ‘Llevas razón. No obstante, estoy segura de que será un proceso importante. Lo verás muy pronto’. ‘Estupendo, −se quedó pensativo unos segundos−. Por ahora sigue husmeando en lo que nos interesa. Mañana, a primera hora, lo quiero todo detallado para la reunión de equipo’, −concluyó−. ‘Así lo haré’. −contesté, malhumorada y dolida, sospechando que no confiaba en mí para sacar adelante algo de mayor envergadura−. ‘No lo olvides: a primera hora. Luego, una vez que esto pase, dedicas todo el tiempo que necesites a lo que gustes’. Cumpliría con lo encargado, pero lo haría a mi manera. Por eso, tras guardar las notas en la cartera y copiar algunas carpetas del ordenador a un pen drive que siempre llevaba conmigo, me despedí de los compañeros hasta el día siguiente. ‘¿Ya te vas?’, −preguntó uno de ellos al cruzarnos en el ascensor−. ‘Sí, aquí no me concentro. Seguiré trabajando en casa’. ‘Muy bien. Pero no te mates, no merece la pena’. ‘Tienes mucha razón’.  Cogí la camioneta y durante largo rato conduje sin rumbo fijo, dudando entre escuchar al corazón o encerrarme entre papeles buscando una mota minúscula de la que tirar. Como siempre me ocurre cuando quiero pensar, detuve el motor frente al paisaje montañoso de Carson City. El horizonte lucía espectacular, sobrevolando las cimas una manada de buitres a la caza de sus presas. Eso me trajo el recuerdo de mi rancho en Jackson y el anhelo de volver al principio de mis raíces cuanto antes. Regresé a la realidad tomando aliento y continué el paseo. A los pocos minutos aparcaba delante de la oficina del detective privado.
          Habían pasado algunos años desde la última vez que estuve allí, pero reconocí el sitio sin problema, sobre todo por el intenso olor a podrido que salía hasta el rellano de la escalera, provocándome las mismas náuseas de entonces. Al otro lado de la puerta, la voz ronca y adormilada de Ethan Ross indicó que podía entrar. Lo hice con cautela, y observé que sufría una pérdida acelerada de pelo y que el volumen de la barriga alcanzaba dimensiones exageradas. Frunció el ceño, y señaló una butaca vacía donde poder sentarme. Supongo que mi rostro reflejó despiste cuando en realidad era intriga, ya que trataba de localizar un ruido parecido al de una grapadora, y que resultó ser un cortaúñas escondido por debajo del escritorio. En la oficina apenas noté cambios, ni siquiera estaba actualizado el retrato del presidente. En cambio, seguía intacta una instantánea de George W. Bush, padre, a punto de invadir Irak. ‘Se acuerda de mí?’, −pregunté−. ‘Claro, la chica de los Smith. ¿Cómo le va al viejo Richard?’. ‘Falleció. Ahora los hijos dirigen el negocio’. ‘¡Ajá! ¿Sigue con ellos?’. ‘Sí, realizo casi toda la parte administrativa’. ‘¿Y no ejerce? Él confiaba mucho en usted. Decía que llegaría lejos’. ‘Fue una gran persona y alguien muy importante para mí. A lo mejor ha llegado la hora de cumplir sus deseos’. ‘¿Y dígame? ¿A qué debo el honor de su visita?, −carraspeé. No sabía por dónde empezar. Del cajón que tenía abierto sacó una hamburguesa gigante−. La escucho’. Expliqué los verdaderos motivos que me habían llevado a él, y la urgencia por presentar argumentos sólidos y contundentes capaces de convencer a mis superiores. ‘Soy muy consciente de que no podemos ceñirnos a las sospechas de la abuela, porque cualquier tribunal diría que son infundadas, o motivadas por la emocionalidad, pero, de verdad, son tan creíbles que…’. ‘Bueno, a ver, no perdamos la calma. Lo primero de todo es hacerle un seguimiento al tal Johnny, ver con quienes se junta, qué tipo de vida lleva, cuál es su nivel adquisitivo, investigar si hay más denuncias, etcétera. Una vez tengamos claras todas estas cosas, el segundo paso es montar vigilancia. Piense que la mayoría de los maltratadores reinciden y, si tenemos la suerte de estar cerca: ¡zas!, lo habremos cazado’. ‘Ya sabía yo que no me equivocaba viniendo…’.
          Michelle se despertó en mitad de la noche empapada en sudor, se puso las lentes de lejos y sacudió la cabeza para ahuyentar los restos de la pesadilla. Todavía le temblaba el labio inferior al rodear la taza de té con los dedos. Avanzó unos centímetros y, recostándose en el lomo de la pared, comprobó que seguían esparcidas por la encimera las viejas fotografías que estuvo viendo la tarde anterior, en las que aparecía su infancia subida a un columpio, antes de que todo lo destrozase la hoja de la navaja, aquella vez después de regresar de la escuela. Ese día, como si presintiera la catástrofe que iba a vivir, estuvo tan inquieta en clase que le llamaron la atención en varias ocasiones. ‘¿Puedo ir al lavabo, por favor?’, −dijo−. ‘Sí, pero rapidito, que luego se te va el santo al cielo’. Pero la realidad era que los espacios cerrados la ahogaban, seguramente porque cuando sus padres discutían los cimientos retumbaban, los platos se caían y ella terminaba debajo del hueco que había en el fregadero con las piernas encogidas, el alma en vilo y la garganta reseca sujetando las lágrimas. En la puerta de entrada al colegio, su mejor amiga le hacía señas para que se acercara. ‘Dice mi madre que ha llamado la tuya para decir que te vengas con nosotras, porque ella no puede recogerte’. ‘Bueno, pero en el atajo os dejo y continúo sola’. Las otras asintieron. El perro dormía en la caseta, y eso la extrañó, porque siempre salía a recibirla. ‘Mamá, ya he llegado, ¿dónde estás?’. ‘Luego bajo, cariño. Me duele un poco la cabeza. En la cocina tienes la merienda’. ‘¿Subo?’. ‘No, no, déjalo’. Pasó una hora y se oyeron pasos: el padre llegaba con ese brillo caliente en los ojos que anunciaba pelea. Subió detrás de él y…
          Mayalen leía un pasaje de la Biblia mientras esperaba que la secadora terminase su colada. Eran cerca de las diez de la noche y en la sala sólo había tres personas más que dormitaban ayudadas por el zumbido de las máquinas. Afuera hacía frío, y apenas alumbraba las calles la delgada luna creciente. Minutos después una camioneta huía a gran velocidad rompiendo el silencio y perseguida por la policía. Unas cuadras más allá, acababa de producirse una violación múltiple. Una mujer de color, corriendo despavorida, alertaba del peligro de que uno de los presuntos agresores escapara a pie. La abuela de Alexa y quienes estaban con ella en la lavandería echaron el pestillo por dentro, apagaron la luz de la sala y pegaron sus caras al cristal del escaparate quedando al acecho. De repente, la sonrisa desdentada, temerosa y amenazante del Johnny, apareció desafiante delante de ellos. Tras un gesto de absoluta chulería tocándose la bragueta, les apuntó con el dedo índice y después sopló sobre él…

5 comentarios:

  1. ¡Ay!, me dejas la espera metida en un puño.

    ResponderEliminar
  2. Me encanta el marco que has elegido para el relato, de adolescente era fan de westerns y novelas del oeste. Además hace más llevadera la dura y real historia sobre la que pivota.
    Siempre fiel en las descripciones a la realidad, es tu sello.

    ResponderEliminar
  3. Me gusta mucho este relato. Me dejas en vilo esperando el siguiente. Besos.

    ResponderEliminar
  4. Me impresiona tu modo de contar. Que este placer por leerte sea quincenal... lo llevo regular.
    Afecto y admiración sin condiciones.
    Besos.

    ResponderEliminar
  5. Miguel Ángelnoviembre 25, 2019

    Mayte: con tus relatos me estoy ahorrando una pasta en viajes.
    Y los retratos de los personajes son totalmente creíbles. Hasta la próxima entrega.

    ResponderEliminar