Mientras
apagaba el televisor desde el mando a distancia, y dejaba medio caída la manta
con que se había tapado las piernas, pensó en el gran fastidio que suponía que
no dejara de llover, justo cuando iba a salir a comprar su dosis diaria de
heroína, en alguno de los mercadillos de droga repartidos por la ciudad. A su
lado, en el sofá, invadiéndole el espacio, diversos objetos acaparaban el otro
asiento: una cajetilla de tabaco vacía, la foto de los chicos a los que no ve desde
hace meses, el prospecto de los ansiolíticos que ya no le hacen efecto, y un
libro de poemas de Ángel González, que son la
única compañía con la que comparte sus miserias.
Cinco años atrás, Mauro disponía
de todo lo importante que una persona puede necesitar: una pareja estable que
le quería, unos hijos que lo adoraban, un buen puesto de trabajo donde estaba
considerado, amigos, y dinero suficiente para vivir holgadamente y financiar
las aficiones propias y las de los suyos. Llevaban una vida saludable:
programaban largas caminatas a pie o en bicicleta con otras parejas de su
entorno, y hacían ejercicios de mantenimiento en un gimnasio próximo a su
barrio. Todo iba bien hasta que la empresa para la que trabajaba aumentó la
plantilla e incorporaron en su departamento a una persona manipuladora y
embaucadora que, con su influencia, hizo que la ordenada vida de Mauro se
viniera abajo, como lo hace un castillo de naipes con un simple manotazo. Si bien es
cierto que en lo profesional chocaron, en lo personal se convirtieron el uno en
la sombra del otro. El nuevo compañero arrastró a Mauro hacia un mundo hasta
entonces desconocido para él: juegos, prostitución, borracheras que alcanzaban
con facilidad hasta el esbozo de la madrugada, y ajustes de cuentas
en callejones oscuros, que acababan a veces dejando en el suelo a algún herido.
Poco a poco fue
autodestruyéndose. Aumentaba la guerra familiar, que empezó fundamentalmente
por el rechazo de su mujer a dormir pegada a un tipo empapado en vicio y
alcohol. Peleas constantes que deterioraban la relación, amenazas verbales, y
continuos reproches, rompían lo que tiempo atrás parecía resistente a cualquier
adversidad. En el trabajo tampoco le iban bien las cosas. A menudo faltaba o
llegaba tarde, poniendo excusas inverosímiles que ya no creía nadie. Una de
esas veces, el delegado de personal lo llamó por teléfono para avisarle de que
la empresa pensaba despedirle de forma inminente. Y lo sentía, así se lo dijo,
porque esta vez no pudo negociar a su favor para que lo reconsideraran. Pero
Mauro acababa de meterse una dosis en vena, y no tenía capacidad de escucha,
por lo que abandonó el teléfono descolgado en el suelo. Lo había perdido todo:
mujer, hijos, trabajo, hogar, amigos…, e incluso al tío que lo embarcó en esa
locura, puesto que a éste ya no le interesaba relacionarse con un tipo que
compartía piso con un yonqui, que de noche ejercía de puta.
Una noche de esas frías, soplando un viento de justicia, se sentó a descansar
a orillas del fuego que habían encendido un grupo de personas sin techo.
Circulaban entre ellos los cartones de vino barato, igual que los cigarrillos,
y, aunque Mauro tenía dolor de estómago y de cabeza, dio unos tragos y diversas
caladas. El ruido de un motor paró cerca. Cinco personas jóvenes se les acercaron. Llevaban un chaleco con una inscripción en la
espalda, traían termos con café y caldo, y dosis de metadona para quien quisiera. Una
de las mujeres, aparentemente la mayor y quien parecía organizar al resto,
estuvo hablando con él: de la droga se
sale si tú quieres; con voluntad y esfuerzo se pueden recuperar las cosas
perdidas… Le tendió la tarjeta de los servicios sociales, con el número de
un móvil que anotó por detrás, insistiendo en la posibilidad de salir de
aquella mierda. Mauro la cogió y se la guardó en un bolsillo trasero de los
tejanos. El vacío le pisaba los talones de regreso a casa, y el miedo se le
metió en el cuerpo, porque corría el rumor de que algunas dosis de heroína
estaban adulteradas, pudiendo causar la muerte en el acto.
Desesperado, atrapado en las
garras crueles del insomnio, daba vueltas a la tarjeta entre sus manos, hasta
que se decidió a llamar, aunque no estaba del todo convencido.
Creyó reconocer la voz de la mujer que se la había dado, pero bien podría no
ser; en cualquier caso, concertaron una cita para esa misma tarde. La
habitación estaba pintada toda de blanco. Era absolutamente impersonal: una
mesa, dos sillas y una ventana, cuya persiana estaba
partida por la mitad. La mujer le dio dos posibilidades para tratar de salir de
la droga. Mauro se quedó con el reto más difícil: acudir
a un centro de desintoxicación, aunque en el fondo supo desde un principio que
no lo conseguiría. Recogió unas cuantas prendas de vestir –camisetas y cómodos
pantalones de pijama– que guardó en una bolsa. Le acompañaba la mujer que, por
cierto resultó
ser la misma.
En el patio central del viejo
edificio, construido a mediados del siglo XIX,
retumbaba como un minutero el sonido de la lluvia al golpear contra el suelo de
cemento. En el interior, a la altura de la galería principal que dividía la
parte privada de los despachos y consultas, el silencio era vulnerado por los
gritos desesperados de algún interno. El sitio, cuanto menos, era lúgubre, y la
escasa luz artificial, de bombilla de bajo consumo, perdida entre las curvas de
los techos altos, aumentaba la sensación de sombras que acechaban por detrás.
La estancia que le asignaron nada tenía que ver
con esto. Un espacio pequeño y desnudo, de una sola cama que sería su calvario
por el tiempo indefinido que él mismo marcaría. Los primeros días sin droga los
pasó delirando y con calambres dolorosos en las pantorrillas y en
los brazos, alucinaciones, sudor frío y fiebre alta. Vomitaba continuamente y
quería morirse, mientras repetía el nombre de su mujer entre sollozos. Sus
fuerzas flaqueaban, sabía que no toleraría el tratamiento, y, lo peor, es que
no quería salir de aquel infierno. Fue una lástima que no aprovechara aquella
oportunidad de oro, ya que acabó por abandonar a la semana de llegar.
Reconoció el olor de la calle
nada más asomar su rostro, esa esencia peculiar que identifican fácilmente
quienes viven pegados a la tentación. El metro a esas horas iba medio vacío, y
había desafiado un torno colándose en el andén. Tenía claro que lo primero
sería hacerse con una dosis; después ya vería. Por detrás de las montañas se
adivinaba el final de la tarde. El descampado donde montaban el mercadillo
móvil de la droga quedaba a la izquierda de una carretera poco transitada.
Hombres y mujeres buscaban un polvo rápido y los heroinómanos dinero fácil.
Mauro fue hacia un hombre entrado en años que estaba apoyado sobre una pared. Concretaron el precio y, pagándole por
adelantado, desaparecieron dentro de una
caseta improvisada con maderas… No muchos minutos después, Mauro salió
abrochándose la bragueta y canjeó el billete que había ganado por un poco de caballo.
Seguía lloviendo. Faltaban un
par de horas para que la oscuridad cerrara todas las esquinas a la noche y la
ciudad bajara el ritmo frenético del día a día. Mauro caminaba muy lentamente
bajo los efectos de la droga. Estaba desubicado, pero caminaba. Pronto daría
con su casa, pronto recuperaría el sofá, y la manta, y los poemas de Ángel
González, y la foto de los chicos… Pronto estaría a salvo de las miradas que
acusan, rechazan y condenan, y de quienes a toda costa quieren salvarle la
vida, la misma por la que él no da ya ni un duro. Por poco no pierde el equilibrio y cae, al tropezar con el
cuerpo de una chica que había comprado un poco antes que él. Se le revolvieron las
tripas. Pero ni siquiera eso lo persuadió. Ni la posibilidad nada remota de ser
el siguiente hizo que recapacitara, porque, a excepción de su propia persona,
nada le quedaba ya por perder.
¡Qué triste historia! Una de tantas, me imagino, que asolaron este país y que siguen haciéndolo, desgraciadamente. Está bien reflejarlo en toda su crudeza, con calma, sin estridencias, como lo has hecho. Despojando de artificio todo el texto, directos al grano. Bien, Mayte, amiga.
ResponderEliminarSuscribo las palabras de Ovidio y conociéndote, habrás sufrido mucho escribiendo el relato.
ResponderEliminar¡Muy buen relato!
ResponderEliminarRefleja perfectamente lo fácil que es la caida, al perder todas las conexiones que nos hacen humanos, lo facil que es perder la dignidad y lo dificil que es recuperarla.
Además de gran actualidad por los recortes sociales y de todo tipo a los que está sometiéndonos este gobierno.
Buen artículo para la reflexión, Mayte, como siempre.
Un beso
Tere
Una vida ejemplar te la arrebatan en un momento, es curioso como personas así pueden perderlo todo de la noche a la mañana ,tanto esfuerzo por conseguir una vida ejemplar y todo se desvanece cuando un obstaculo se cruza en tu vida.
ResponderEliminarUna gran historia pero también una gran verdad, yo personalmente no conozco a nadie que le haya pasado pero mientras lo leía...he sentido como si est historia ya la hubira leído, no es así pero es el final que nos espera a todos los que de alguana manera caen en la droga, un saludo Mayte, hasta pronto!
Como han dicho más arriba, una historia muy directa, sin artificios,...dura. Quizá hoy día el "caballo" no está tan de actualidad, pero hay otras drogas y otras situaciones con las mismas consecuencias. Quizá no esté del todo mal probar de (casi) todo, pero con cuidado de no caer en las adiciones de nada. Las hay de muchos tipos, y te pueden llevar a la destrucción.
ResponderEliminarMayte, parece que no se te acaban la variedad de temas que tocas.
Un abrazo.
Acabo de leer el relato y me impresiona la sencillez con la que está narrado.
ResponderEliminarMuy emotivo. El valor de vida, un tema muy profundo.
ResponderEliminarUn abrazo Mayte
Lourdes
Se me pone la piel de gallina, Mayte. Estoy muy impresionada. Felicidades!
ResponderEliminarBesos, ternura...
A mi también me ha parecido muy bien escrito. Además hay un elemento muy interesante de la marginalidad. Y es que existe una resistencia en salir de allí...que es el mayor obstáculo con el que se encuentran los servicios sociales. Y es que ese mundo de miserias que destruye también acompaña. Detrás de muchos de esos personajes perdidos existe una gran humanidad.
ResponderEliminarEsperanza
triste, bella y real historia...
ResponderEliminarUn relato escalofriante y muy común, (por desgracia), es una lacra que cada vez, a pesar de estar la gente informada, abunda más, y ahora peor, con los parados que hay y la necesidad de conseguir dinero rápido, los desaprensivos no van a parar para seguir ganando dinero a costa de la desesperación de algunos .
ResponderEliminarUn beso