domingo, 16 de diciembre de 2012

Mauro


Mientras apagaba el televisor desde el mando a distancia, y dejaba medio caída la manta con que se había tapado las piernas, pensó en el gran fastidio que suponía que no dejara de llover, justo cuando iba a salir a comprar su dosis diaria de heroína, en alguno de los mercadillos de droga repartidos por la ciudad. A su lado, en el sofá, invadiéndole el espacio, diversos objetos acaparaban el otro asiento: una cajetilla de tabaco vacía, la foto de los chicos a los que no ve desde hace meses, el prospecto de los ansiolíticos que ya no le hacen efecto, y un libro de poemas de Ángel González, que son la única compañía con la que comparte sus miserias.
                Cinco años atrás, Mauro disponía de todo lo importante que una persona puede necesitar: una pareja estable que le quería, unos hijos que lo adoraban, un buen puesto de trabajo donde estaba considerado, amigos, y dinero suficiente para vivir holgadamente y financiar las aficiones propias y las de los suyos. Llevaban una vida saludable: programaban largas caminatas a pie o en bicicleta con otras parejas de su entorno, y hacían ejercicios de mantenimiento en un gimnasio próximo a su barrio. Todo iba bien hasta que la empresa para la que trabajaba aumentó la plantilla e incorporaron en su departamento a una persona manipuladora y embaucadora que, con su influencia, hizo que la ordenada vida de Mauro se viniera abajo, como lo hace un castillo de naipes con un simple manotazo. Si bien es cierto que en lo profesional chocaron, en lo personal se convirtieron el uno en la sombra del otro. El nuevo compañero arrastró a Mauro hacia un mundo hasta entonces desconocido para él: juegos, prostitución, borracheras que alcanzaban con facilidad hasta el esbozo  de la madrugada, y ajustes de cuentas en callejones oscuros, que acababan a veces dejando en el suelo a algún herido.
                Poco a poco fue autodestruyéndose. Aumentaba la guerra familiar, que empezó fundamentalmente por el rechazo de su mujer a dormir pegada a un tipo empapado en vicio y alcohol. Peleas constantes que deterioraban la relación, amenazas verbales, y continuos reproches, rompían lo que tiempo atrás parecía resistente a cualquier adversidad. En el trabajo tampoco le iban bien las cosas. A menudo faltaba o llegaba tarde, poniendo excusas inverosímiles que ya no creía nadie. Una de esas veces, el delegado de personal lo llamó por teléfono para avisarle de que la empresa pensaba despedirle de forma inminente. Y lo sentía, así se lo dijo, porque esta vez no pudo negociar a su favor para que lo reconsideraran. Pero Mauro acababa de meterse una dosis en vena, y no tenía capacidad de escucha, por lo que abandonó el teléfono descolgado en el suelo. Lo había perdido todo: mujer, hijos, trabajo, hogar, amigos…, e incluso al tío que lo embarcó en esa locura, puesto que a éste ya no le interesaba relacionarse con un tipo que compartía piso con un yonqui, que de noche ejercía de puta.
                Una noche de esas frías, soplando un viento de justicia, se sentó a descansar a orillas del fuego que habían encendido un grupo de personas sin techo. Circulaban entre ellos los cartones de vino barato, igual que los cigarrillos, y, aunque Mauro tenía dolor de estómago y de cabeza, dio unos tragos y diversas caladas. El ruido de un motor paró cerca. Cinco personas jóvenes se les acercaron. Llevaban un chaleco con una inscripción en la espalda, traían termos con café y caldo, y dosis de metadona para quien quisiera. Una de las mujeres, aparentemente la mayor y quien parecía organizar al resto, estuvo hablando con él: de la droga se sale si tú quieres; con voluntad y esfuerzo se pueden recuperar las cosas perdidas… Le tendió la tarjeta de los servicios sociales, con el número de un móvil que anotó por detrás, insistiendo en la posibilidad de salir de aquella mierda. Mauro la cogió y se la guardó en un bolsillo trasero de los tejanos. El vacío le pisaba los talones de regreso a casa, y el miedo se le metió en el cuerpo, porque corría el rumor de que algunas dosis de heroína estaban adulteradas, pudiendo causar la muerte en el acto.
                Desesperado, atrapado en las garras crueles del insomnio, daba vueltas a la tarjeta entre sus manos, hasta que se decidió a llamar, aunque no estaba del todo convencido. Creyó reconocer la voz de la mujer que se la había dado, pero bien podría no ser; en cualquier caso, concertaron una cita para esa misma tarde. La habitación estaba pintada toda de blanco. Era absolutamente impersonal: una mesa, dos sillas y una ventana, cuya persiana estaba partida por la mitad. La mujer le dio dos posibilidades para tratar de salir de la droga. Mauro se quedó con el reto más difícil: acudir a un centro de desintoxicación, aunque en el fondo supo desde un principio que no lo conseguiría. Recogió unas cuantas prendas de vestir –camisetas y cómodos pantalones de pijama– que guardó en una bolsa. Le acompañaba la mujer que, por cierto  resultó ser la misma.
                En el patio central del viejo edificio, construido a mediados del siglo XIX, retumbaba como un minutero el sonido de la lluvia al golpear contra el suelo de cemento. En el interior, a la altura de la galería principal que dividía la parte privada de los despachos y consultas, el silencio era vulnerado por los gritos desesperados de algún interno. El sitio, cuanto menos, era lúgubre, y la escasa luz artificial, de bombilla de bajo consumo, perdida entre las curvas de los techos altos, aumentaba la sensación de sombras que acechaban por detrás. La estancia que le asignaron nada tenía que ver con esto. Un espacio pequeño y desnudo, de una sola cama que sería su calvario por el tiempo indefinido que él mismo marcaría. Los primeros días sin droga los pasó delirando y con  calambres dolorosos en las pantorrillas y en los brazos, alucinaciones, sudor frío y fiebre alta. Vomitaba continuamente y quería morirse, mientras repetía el nombre de su mujer entre sollozos. Sus fuerzas flaqueaban, sabía que no toleraría el tratamiento, y, lo peor, es que no quería salir de aquel infierno. Fue una lástima que no aprovechara aquella oportunidad de oro, ya que acabó por abandonar a la semana de llegar.
                Reconoció el olor de la calle nada más asomar su rostro, esa esencia peculiar que identifican fácilmente quienes viven pegados a la tentación. El metro a esas horas iba medio vacío, y había desafiado un torno colándose en el andén. Tenía claro que lo primero sería hacerse con una dosis; después ya vería. Por detrás de las montañas se adivinaba el final de la tarde. El descampado donde montaban el mercadillo móvil de la droga quedaba a la izquierda de una carretera poco transitada. Hombres y mujeres buscaban un polvo rápido y los heroinómanos dinero fácil. Mauro fue hacia un hombre entrado en años que estaba apoyado sobre una pared. Concretaron el precio y, pagándole por adelantado, desaparecieron  dentro de una caseta improvisada con maderas… No muchos minutos después, Mauro salió abrochándose la bragueta y canjeó el billete que había ganado por un poco de caballo.
                Seguía lloviendo. Faltaban un par de horas para que la oscuridad cerrara todas las esquinas a la noche y la ciudad bajara el ritmo frenético del día a día. Mauro caminaba muy lentamente bajo los efectos de la droga. Estaba desubicado, pero caminaba. Pronto daría con su casa, pronto recuperaría el sofá, y la manta, y los poemas de Ángel González, y la foto de los chicos… Pronto estaría a salvo de las miradas que acusan, rechazan y condenan, y de quienes a toda costa quieren salvarle la vida, la misma por la que él no da ya ni un duro. Por poco no pierde el equilibrio y cae, al tropezar con el cuerpo de una chica que había comprado un poco  antes que él. Se le revolvieron las tripas. Pero ni siquiera eso lo persuadió. Ni la posibilidad nada remota de ser el siguiente hizo que recapacitara, porque, a excepción de su propia persona, nada le quedaba ya por perder.


11 comentarios:

  1. ¡Qué triste historia! Una de tantas, me imagino, que asolaron este país y que siguen haciéndolo, desgraciadamente. Está bien reflejarlo en toda su crudeza, con calma, sin estridencias, como lo has hecho. Despojando de artificio todo el texto, directos al grano. Bien, Mayte, amiga.

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  2. Suscribo las palabras de Ovidio y conociéndote, habrás sufrido mucho escribiendo el relato.

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  3. ¡Muy buen relato!
    Refleja perfectamente lo fácil que es la caida, al perder todas las conexiones que nos hacen humanos, lo facil que es perder la dignidad y lo dificil que es recuperarla.
    Además de gran actualidad por los recortes sociales y de todo tipo a los que está sometiéndonos este gobierno.
    Buen artículo para la reflexión, Mayte, como siempre.
    Un beso
    Tere

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  4. Una vida ejemplar te la arrebatan en un momento, es curioso como personas así pueden perderlo todo de la noche a la mañana ,tanto esfuerzo por conseguir una vida ejemplar y todo se desvanece cuando un obstaculo se cruza en tu vida.
    Una gran historia pero también una gran verdad, yo personalmente no conozco a nadie que le haya pasado pero mientras lo leía...he sentido como si est historia ya la hubira leído, no es así pero es el final que nos espera a todos los que de alguana manera caen en la droga, un saludo Mayte, hasta pronto!

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  5. Miguel Ángeldiciembre 16, 2012

    Como han dicho más arriba, una historia muy directa, sin artificios,...dura. Quizá hoy día el "caballo" no está tan de actualidad, pero hay otras drogas y otras situaciones con las mismas consecuencias. Quizá no esté del todo mal probar de (casi) todo, pero con cuidado de no caer en las adiciones de nada. Las hay de muchos tipos, y te pueden llevar a la destrucción.
    Mayte, parece que no se te acaban la variedad de temas que tocas.
    Un abrazo.

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  6. Acabo de leer el relato y me impresiona la sencillez con la que está narrado.

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  7. Muy emotivo. El valor de vida, un tema muy profundo.
    Un abrazo Mayte
    Lourdes

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  8. Se me pone la piel de gallina, Mayte. Estoy muy impresionada. Felicidades!
    Besos, ternura...

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  9. A mi también me ha parecido muy bien escrito. Además hay un elemento muy interesante de la marginalidad. Y es que existe una resistencia en salir de allí...que es el mayor obstáculo con el que se encuentran los servicios sociales. Y es que ese mundo de miserias que destruye también acompaña. Detrás de muchos de esos personajes perdidos existe una gran humanidad.
    Esperanza

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  10. triste, bella y real historia...

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  11. Chon Bejaranodiciembre 17, 2012

    Un relato escalofriante y muy común, (por desgracia), es una lacra que cada vez, a pesar de estar la gente informada, abunda más, y ahora peor, con los parados que hay y la necesidad de conseguir dinero rápido, los desaprensivos no van a parar para seguir ganando dinero a costa de la desesperación de algunos .
    Un beso

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