domingo, 9 de septiembre de 2012

Los abuelos

Hacia el final de una tarde cualquiera, con esos matices tierra que va trayendo septiembre, tomo el fresco sentado en el porche, junto a unas pocas cosas que me son imprescindibles para escribir mi biografía: tabaco de picadura, librillo con papel de liar, una foto que a fuerza de caricias el tiempo ha descolorido, y mis recuerdos, con esa sensación inexorable que me entra cuando pienso que se acabarán conmigo. Cincuenta años atrás, ahora que lo pienso, lo que más me gustaba de esta casa era la cocina. Amplia, acogedora, luminosa. Con su ventanal de doble hoja y su persiana de láminas verdes, siempre enrollada en la parte de arriba, para que pudiera verse la montaña recortada en el azul del cielo. Entraba también el olor a tomillo, llenando cada rincón de la modesta vivienda, y a té de roca, el mismo que crecía salvaje, pegado a la fachada del patio trasero. Dos butacas de mimbre, bastante deterioradas y enfundadas en tela de invierno, eran una tentación para cruzarse de brazos esos meses difíciles en los que la nieve tapaba parte del camino de entrada. Una mesa grande, alargada, de madera robusta, cubierta con hule de cuadros blancos y rojos, y una docena de sillas alrededor, todas desiguales, presidían aquel espacio donde los huéspedes, por lo general, durante la cena, conversaban sobre cómo les había ido el día. Desde mi posición privilegiada de nieto y ayudante de la patrona asistía a aquellas charlas con la boca abierta. Pero la reina de esa cocina era la lumbre baja, con sus tenazas, fuelle, trébedes, todo lo necesario, en suma, para la elaboración de los distintos guisos que se cocinaban a la vez.
          La abuela Felisa, dueña de aquello, tras haber amasado el pan que pronto saldría del horno, tostado y crujiente, trasteaba por allí con sus cosas. Mujer de pocas palabras, ataviada con los colores de quien siempre está de luto. Mirada esquiva, ideas profundas, dormir ligero. Alta, muy delgada, de blancos cabellos, que recogía en un moño bajo, estilizando, todavía más, si cabe, su figura. Al despuntar la primavera, a la puesta de sol, le gustaba escuchar a Carlos Gardel, en un viejo magnetófono, balanceándose en el columpio del porche. Por entonces, yo era un chico rebelde que no quiso estudiar. Mis padres, desesperados e impotentes, al no poder disciplinarme en el entorno de la ciudad, decidieron enviarme con la abuela, por si ella, con más mano izquierda que dura, conseguía poner orden al caos en el que se estaba convirtiendo mi vida. No hizo falta que marcara normas a seguir; ni un solo motivo le di para la reprimenda. Enseguida, aquel aire, sus gentes, el paisaje, las costumbres y la presencia insustituible de la abuela Felisa, hicieron que encajara a la perfección.
          Recuerdo muy bien que un día llovió mucho. Los caminos estaban cortados, la carretera inundada, y las noticias nada halagüeñas que llegaban del campo presagiaban una noche de gran preocupación. Sería larga, de sobresalto, y la vuelta de la gente, según de qué zona vinieran, a este lado del valle, era una incógnita a despejar en la madrugada. Por eso, y porque la incertidumbre era mala consejera para la paciencia, serví dos vasos de vino tinto y corté unos tacos de queso curado, el preferido de la abuela, y al que, sin mayor esfuerzo, me fui aficionando. Sumidos en el silencio, escuchando tan solo el crujir de la leña quemándose, atrapada en las garras implacables de las llamas, observé que la mirada de la abuela Felisa se perdía por las esquinas de un tiempo que yo no había conocido. Quizá fuera una fecha, marcada con círculo rojo, en el calendario de sus temores. Sin pensarlo dos veces, ni madurar la pregunta, me atreví a realizarla, sacándola de sus pensamientos: ¿Qué le pasó al abuelo Miguel? Apenas quedaba algo de los troncos que la abuela había cortado en la amanecida anterior, pequeñas astillas, escasos rescoldos que apenas daban para mantener templado el guiso de liebre con patatas. Descolgué de la percha mi chaquetón y me dirigí al cobertizo donde guardábamos la leña. Cogí toda la que por suerte no se había mojado y entré en la casa de nuevo. Cuando restablecí la lumbre, me miró con aquella mirada, profunda y a la vez esquiva, tan suya, con los labios apretados y las manos sobre las rodillas. Alargó las manos para calentarlas e, indicándome que hiciera lo mismo, dijo con media sonrisa: ¿Qué se dice de él por ahí? Yo respondí: Pues que en 1945, cuando avistaron un convoy de la guardia civil subir por el camino del apeadero, el abuelo Miguel, junto a otros hombres y mujeres del pueblo, y otras personas de los alrededores, se echaron al monte, dejando atrás a sus familias. Y que tú, desde aquí, ejerciste de enlace para con ellos. Pero la leyenda dice que, en un encuentro furtivo que tuvisteis, alguien, a quien identifican como tu amante, os siguió, y, pistola en mano, acabó con su vida. Se mantuvo pensativa, con la mirada fija en el fuego y manteniendo un silencio estremecedor. Entonces, por primera vez en toda mi vida, comprendí que la tristeza era un cuerpo de mujer, cargado de hombros, con los pies cansinos y el corazón escondido en algún refugio del cerro.
          Desde la desaparición del abuelo, la abuela y mi padre se quedaron solos. Fue entonces cuando ella tuvo que reinventarse para sacar al hijo adelante. Y así arregló la parte de arriba de la casa para alojamientos baratos. Pero el chico no encajaba en el lugar. Demasiado orgulloso como para darle de comer a las gallinas o retirar las ropas sucias de las camas. Así que no tuvo más remedio que satisfacer sus deseos, dejándole ir a estudiar a la capital. Mi padre es de esa clase de personas que se creen superiores al resto de la humanidad. De esos tipos que le ponen a sus raíces tierra de por medio y le niegan el saludo a los paisanos si, ocasionalmente, regresan obligados al pueblo, que suele ser, casi siempre, por la contrariedad de algún entierro. Además se sentía muy lejos de todo lo relacionado con su padre y, por consiguiente, de la pasión del abuelo por la política, que mantuvo  hasta sus últimas consecuencias. Tanto es así que para mi padre ser de izquierdas era tan despreciable como ser homosexual. Habría que exterminar ambas plagas, escuché una vez decirle a mi madre. Nosotros nunca congeniamos, y menos aún cuando supo, por oídas, que, de alguna manera, y en muchos aspectos concretos y determinados, yo, sin pretenderlo, había recogido el testigo del abuelo, convirtiéndome en el primer alcalde que gobernó en el pueblo con principios republicanos.
          Al abuelo lo mataron por la espalda, tras reunirse conmigo y regresar rápido monte arriba. Pronunció con voz rota y en la más absoluta de las amarguras. Yo, por mi parte, ya había perdido toda esperanza de saber la verdad. Continuó hablando: El miedo vino a instalarse entre nosotros, con la noticia de la rendición o apresamiento de otros maquis de Zaragoza. Alguien tenía que alertar a los nuestros y ponerles sobre aviso, para que reforzaran la guardia, conscientes, por otra parte, del riesgo que corría quien lo hiciera, puesto que podría ser perseguido y posiblemente asesinado. Aguardé la llegada de una noche sin luna, tal como acordé con el enlace que me unía al abuelo. En una bolsa de tela, puse una buena ración de pan y algunos embutidos. La cogí junto a la cantimplora llena de agua, y salí de casa con la toquilla por la cabeza. Aunque había hecho infinidad de veces el mismo camino, con el corazón encogido y el temor de ser detenida, tendiéndole sin querer al abuelo una trampa, ésta vez, no sabría decirte por qué, iba segura y confiada. Al llegar al cruce de las nueve curvas, encontré una nota escondida, indicando el punto exacto en el que saldrían a mi encuentro. Seguí de frente, contando los pasos. Giré a la izquierda, bordeé unas piedras bastante altas y, entonces, le vi. Allí estaba, sonriente, galán, esperándome enamoradizo, con el pitillo a medio apagar. Cuando calmamos el universo de las pasiones, y fui capaz de narrarle el verdadero motivo que me había impulsado a subir, él se convirtió en un amasijo de preocupación. Algo no encajaba. Los nuestros nunca se rendían: se suicidaban. Si separarnos siempre era duro, cuánto más ahora que los dragones de los malos presagios expulsaban su fuego por la boca. Antes de alcanzar el último llano para refugiarme en la maleza, las cuchilladas de varios disparos me desgarraron el alma. No había vuelta atrás; eso pondría también en peligro a los demás. Aunque tenía el corazón sangrando de pena y estaba algo bloqueada, contuve la respiración todo lo que pude, agachándome para no ser descubierta. Pero un huracán de pisadas, cada vez más cerca, me hicieron reaccionar. Si conseguía llegar hasta el pueblo, por el otro lado de la montaña, entraría en casa por el patio trasero, sin ser vista. Cada pocos metros, la fatiga me obligaba  a hacer un alto. El sendero, cuesta abajo, no era fácil, y menos todavía en las condiciones que me encontraba: destrozada por el asesinato de mi marido, enfurecida por haber sido engañada, perdida en una oscuridad abrumadora y pisando un suelo que me resultaba extraño. Además del propio nerviosismo de querer llegar antes de que amaneciera. Cuando me pareció ver la torre del campanario, ya tocaba con los dedos la puerta de entrada. Abrí muy despacio, me dejé caer sobre una silla y rompí a llorar. Las primeras luces se filtraban por las rendijas de las contraventanas que no ajustaban. Entonces, comprendí que había picado el anzuelo, que el objetivo era tender una emboscada al abuelo. Una mañana, de camino a la fuente a por agua, una mujer, también con un cántaro, se me acercó y dijo: el agua para las ranas. Supe que traía un mensaje para mí. Me dio una nota doblada que guardé con disimulo en el delantal. En ella ponía que, cuando entendieron que la guardia civil se había retirado, salieron de su escondrijo y buscaron minuciosamente el cuerpo sin vida de mi marido, sin ningún resultado. Nunca apareció. El resto de la historia la conoces perfectamente; una buena parte de la misma la estás viviendo conmigo. Impresionado, no sólo por la narración en sí y todo lo que conllevaba, sino también por la entereza  de la abuela, tomé sus manos entre las mías y, retirándole unos pocos cabellos de la frente, para poderla besar, me comprometí a reanudar el trabajo que el abuelo, por razones ajenas a su voluntad, había dejado inacabado. Sería mi manera de rendirle tributo y demostrar el impagable agradecimiento que sentía por los dos. Así lo hice y en esas sigo estando.
          Años más tarde, cuando la abuela murió, lo hizo absolutamente tranquila, cogida de mi mano, ya que no me aparté ni un momento del lecho. Recibió mis cuidados y cariño, así como el reconocimiento de todas aquellas personas que directa o indirectamente, habían tenido relación con ella. En la tumba de la abuela Felisa quedaron enterrados también, además de la mitad de mí mismo, algunos objetos personales que quedaban del abuelo Miguel. Hasta hace bien poco, que empezaron a fallarme las fuerzas, he llevado adelante la posada con buenos resultados. Heredé la destreza en los fogones, y aprendí a satisfacer las necesidades del viajero, para que vuelva. Estoy viejo, solo, se me han oxidado los sentimientos y ya no puedo caminar por el cerro, porque las piernas no me aguantan. No sé el tiempo que podré resistir aquí, pero ahora, cuando empiezan a llegar los primeros rayos de la primavera, me gusta sentarme en el columpio del porche, encender un cigarrillo, tener cerca la bota de vino y dejar que, a través del viejo magnetófono, suene la voz de Carlos Gardel, por la galería de mis emociones.

9 comentarios:

  1. Me sigues impresionando.
    Un petò desde Barçelona.

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  2. La descripcion que haces del lugar y personajes donde transcurren los hechos,llevan directamente a interesarse por el relato.Para mi es muy bueno.Incluso me he emocionado.Me alegro por ti.Un beso.

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  3. De los mejores textos, Mayte. Enhorabuena.

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  4. Que bien escrito!

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  5. Maravilloso, la sintaxis perfecta.

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  6. Miguel Ángelseptiembre 10, 2012

    Sigue sorprendiendo la variedad de temáticas que abordas. Habría mucho que comentar, pero así, "a bote pronto", resalto la reflexión de las líneas 4ª y 5ª, que tanto me vienen a mi mismo a la mente desde hace algún tiempo. Eso que se dice en la escena final de "Blade Runner": nuestros recuerdos, nuestras vivencias, nuestro mundo,... desaparecen con nosotros. Quizá coincidan aquí las teorías de la Física actual (Stephen Hawkings a la cabeza) sobre que hay muchos universos: quizá cada uno tiene el suyo. Hasta el próximo.

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  7. Javier Mendozaseptiembre 11, 2012

    Lo que más me gusta es el nivel de detalle y de sentimiento que se ve. Enhorabuena, ya estamos esperando el siguiente.

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  8. Como me dijiste, me iba a gustar y así ha sido.
    Un beso

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  9. Precioso Mayte , muy bueno, no tengo palabras me ha emocionado.

    Un beso mi querida amiga. .

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