A la hija de la paciente
Muchas
veces los escritores le dan mil vueltas a un texto. Quieren hacerlo perfecto:
que llegue directo al corazón y a ser posible libre de malas críticas Buscan la palabra exacta, la frase simplificada que
suele ser la más difícil. Apuran el tiempo, y un buen día resulta que la
pantalla del ordenador está toda en blanco, y el escritor, desesperado, anda
sin ideas. Mira a su alrededor y, aparentemente, las cosas que le ayudan están
todas en su sitio, pero las manos del autor tiemblan, mientras crece la
angustia por quizá haber perdido la habilidad
para contar historias. Conozco a una escritora a la que en estos momentos le
sucede algo parecido; sin embargo, la
coincidencia de varias situaciones ha puesto delante de ella una hermosísima historia que merece ser contada. Una
historia de hospital, contada con el corazón.
Cada mañana, mientras la
escritora esperaba su turno para entrar a diálisis, la
paciente de la habitación 2309 comenzaba el día, dolorida
y fatigada. Probablemente le aguardaba una jornada más de incertidumbres, de
interminables pruebas médicas, de sufrimiento, de poca o lenta mejoría, de ¡a
ver qué pasa!, de horas y horas que se suceden unas a otras, bajo la mirada de
un mismo escenario, y con los mismos actores aparentes de siempre, con el único
aliciente de esperar a que vengan los suyos, y un solo director de orquesta: la
suerte. Bueno, los suyos y los conocidos, claro. Pero,
por encima de todo, será una fecha a añadir a la lista abierta de
agradecimientos que tiene la paciente, de sonrisas, de conformidad en todo
caso, de saber muy bien lo que quiere, cómo lo quiere y cuándo lo quiere, de
coquetería, de cariño en su mirada y de ternura en sus manos, de cuidar los
detalles, y, por supuesto, de una expresividad enternecedora al ingerir unas
simples gotas de agua.
Entrada la luz del día, a veces,
llegaba una hija para cuidarla. Entonces a la paciente se le iluminaba la cara,
se ponía contenta, sacaba un sol radiante por sonrisa, buscaba la caricia de
aquella mano, una señal de complicidad, y a la
escritora, que lo presenciaba todo a cierta distancia, le daban unas ganas
locas de acercarse y abrazarla. La hija era buena conversadora y contaba a la
madre cosas de los nietos, de los hermanos, del trabajo de unos y de las
obligaciones de otros, de esa otra vida cotidiana que en estos momentos no
estaba a su alcance, y a la que tardaría mucho en regresar. Oían pasos,
vislumbraban una bata blanca, y la hija se echaba a temblar. Las expectativas
eran: a ver cómo está el nivel de glucosa en sangre, la coagulación, la tensión
arterial, el intestino, el líquido del pulmón, los latidos del corazón… Un sin
vivir que afrontaba agarrada a la tabla de salvación de la esperanza, esa que
por muy oscuro que amanezca nos negamos a soltar.
Una de las veces, la escritora,
cansada de esperar, y tras el rumor de haberse estropeado la máquina que habría
de ocupar, se levantó y anduvo por el pasillo. Lo hizo discretamente, sin
fijarse en nadie, sin mirar hacia la intimidad de las camas. Solamente quiso experimentar en su piel el trasiego que observaba desde la sala. La hija de
la paciente de la habitación 2309, al verla, y sabiendo que su madre recibiría
la visita con los brazos abiertos, la hizo pasar. Miró a la mujer, se sentó en
el borde de la cama, tomó una de sus manos entre las suyas, y comenzó a
experimentar una serie de sensaciones difíciles de describir. Aquella mujer
transmitía paz, serenidad, sosiego, textura cariñosa, seguridad, pero ante todo transmitía vida, ganas de seguir luchando, de
demostrar que valía la pena hacerlo por el mero deseo, placer y necesidad de
ver crecer a los nietos, de seguir arropando a los hijos, de continuar siendo
el vínculo y el referente que les unía a todos.
La escritora se dejó conquistar. Acudía puntual a la 2309 antes de ir a diálisis. Reían juntas, sufrían, sentían, y sin necesidad de
expresarlo todo con demasiadas palabras. La hija y la escritora notaban que la
mujer tenía unos ratos con más vitalidad que otros, en los que la fuerza
parecía apagarse. Procuraban entonces transmitirle energía. Ella abría los ojos
y les regalaba la sonrisa más hermosa y luminosa que posiblemente hubieran visto nunca. Empezaron a tener confianza, charlaban
por los codos en la sala de espera, compartían temores respecto a las
enfermedades, dejando que el tiempo transcurriera fuera
de ellas. Sin embargo, cuando tocaba irse, a
la escritora le costaba muchísimo dejarlas allí: se había encariñado.
Prolongaba la despedida, el contacto con los dedos, el abrazo perdurable, el
beso surgido del mismo corazón, la promesa de volver mañana, y, aunque guardaba
la tristeza para sacarla al otro lado de las puertas del ascensor, se marchaba
agradecida por cuanto había recibido.
Una tarde en casa, la pantalla
en blanco del ordenador le pedía a gritos ser llenada por palabras que contaran
las experiencias que estaba viviendo en el hospital; que dijeran que la amarga impotencia
que se siente, al ver sufrir a los demás, puede convertirse en admiración hacia
los que luchan, hacia los que dan ejemplo, hacia los que se resisten, hacia los
que esperan que el sueño sea mucho más tranquilo, que las constantes vitales,
endemoniadas a veces, estén cada una en su sitio. Comprendió que la paciente de
la habitación 2309 y su hija le habían dado una motivación para seguir, una
excusa para no rendirse, y, por supuesto, le habían dado vida. Sabía que
estaría eternamente en deuda con ellas, que nada del mundo sería suficiente
para compensarlas, para agradecerlas. Aquella mujer, la paciente de la
habitación 2309, que impartía lecciones con cada gesto, que no rechazaba a
nadie, que siempre decía que estaba bien aunque los demás supieran que no era
cierto… Aquella mujer, que se había metido dentro de la escritora, que se había
colado por los poros de su piel, que había devuelto el impulso a un corazón
desganado que acababa de convertirse en un
motivo más para que amaneciera… Aquella mujer,
y su hija al lado, eran lo más parecido a la ternura que había conocido.
Ah, los hospitales y las gentes que allí se encuentran. Los que, por desgracia, estuvimos por ellos sabemos bien de lo que hablas. La suerte o la esperanza es la única tabla a la que agarrarse. Buen texto, Mayte.
ResponderEliminarPues a mí me parece que la hija y la escritora, son afortunadas, han encontrado amistad.
ResponderEliminarTremenda historia cargada de sensibilidad y de sentido solidario. Te felicito.
ResponderEliminarCuando uno escribe deja sentir aquello que respira. Hace poco vi la pelicula de Fernando Trueba, el artista y la modelo, en ella se relatan cosas sobre cómo concretar la obra, modelar lo que llevamos dentro. Hermoso relato Mayte
ResponderEliminarAcabo De leerlo capulla, me hiciste llorar. Cuando vas a escribir un libro? Si no lo has hecho ya?
ResponderEliminarUn beso fuerte
Uff..que recuedos tan dolorosos.Pero es la cruda realidad, y aunque los hospitales parecen frios y desalmados,también están llenos de amor y ternura...Un beso.
ResponderEliminar¡Bien expresado! Yo hace tiempo que voy a un hospital con niños y era incapaz de contar todas esas sensaciones y muchas más que nos transmiten.
ResponderEliminarUna vez más de cualquier encuentro humano cabe la posibilidad de la sorpresa; en este caso, solidaridad, cariño, amistad,...
ResponderEliminarUna historia de fina observación de una de las mil cosas que pasan en el día a día, en cualquier sitio,... que denotan una enorme capacidad de empatía en quien la cuenta. Un abrazo , Mayte.
Acabo de leer esta historia que se me resistía.
ResponderEliminarCon razón me sentía reticente a leerla, pues me he visto reflejada en esa hija que junto a su madre espera resultados en la habitación de un hospital, una historia que se repite muchas veces y no por ello cada una es distinta a la propia.
En mi caso también había una mujer asustada pero fuerte, callada y llena de ganas de vivir y una hija que sabía que no era posible y que sus días estaban contados.
Las dos solas en esa habitación , después en otra mientras se apagaba día a día y durante el tiempo que convivimos las dos con la muerte un destino que aunque seguro nos gustaría postergar a los que queremos y egoistamente necesitamos.
Si te hubiera contado mi historia pensaría que la has escrito para mi, me has emocionado y sé que mis lagrimas son las de tantas y tantas hijas que cogen la mano de sus madres queriendo guardar ese momento como un tesoro enorme y último. Un beso Mayte.
Hola Mayte! Tengo una teoría que habla de el tren de la vida, ese en el que la gente sube y baja a lo largo de tu vida, donde conocemos a don chasco y a doña sorpresa y en donde el tiempo pone a cada uno en su sitio( para bien y para mal) En este relato he podido comprobar una vez más de que seguramente en alguna parte de este mundo las cosas estén escritas y tengamos que hacer o decir cosas que nos conlleven a otras y así sucesivamente y que en el transcurso de estas cosas conozcamos a personas o mismamente..a nosotros mismos.
ResponderEliminarEn relidad son este tipo de cosas que le dan sentido a nuestras vidas y creeme que en hospitales o en la calle, hay personas que enfermas o no, necesitan ser conocidas para darle un toque de sentido , cambio y color en la vida.
Espero que te guste mi comentario jeje, un beso y hasta pronto!