domingo, 26 de junio de 2022

Helen Wyner

22.

La plantilla del Reports Alabama Times celebraron el éxito del reportaje sobre la violencia vicaria en una cantina de la ciudad de Kimberly, adonde iban a tomar copas finalizada la jornada. Antes de eso, Rachell W. Rampell pasó por casa de sus abuelos, querían felicitarla y saber de primera mano cuánto de verdad había en aquella tremenda historia, y cuánto de la magnífica escritora que llevaba dentro. Por eso pensó ir con Helen Wyner para que la conocieran. ‘Cariño –dijo la mujer– ¡estamos muy orgullosos de ti! Escribes con el corazón y llegarás muy lejos. ¡Ya te veo ganadora del Premio Pulitzer en periodismo!’. ‘¡Quieres dejar que entren de una vez! –gritó él desde el porche–. Siempre tienes que ser la primera, coño’. ‘No le hagáis caso, queridas, es un viejo cascarrabias que llama la atención en cuanto me descuido, pero está loquito por mis huesos’. ‘¡Ay, abuela!, no hay quien pueda con vosotros, ¡eh!’. Una jarra de limonada, cuatro vasos alrededor y un plato con pastas de mantequilla y nuez esperaban sobre la pequeña mesa de madera rústica. El hombre, sentado en la mecedora, sostenía en las piernas un álbum de fotos abierto por la mitad. ‘Mira –dijo a la invitada especial–, esta es de cuando se cayó del caballo. Y esta otra peleándose con sus primos en el lago empeñada en pilotar la barca –pasaba las hojas de cartón plastificado con absoluta devoción, como si viajar por los recuerdos trajeran el bienestar de una época mejor–. Aquí fue en la Feria del Ganado y Rodeo de Fort Worth, en Texas. Íbamos todos los años, lo pasábamos en grande. ¿Recuerdas la rabieta que cogiste porque querías montar un pura sangre y al no dejarte juraste no dirigirnos la palabra nunca más?’. ‘¡Joder, abuelo!, esas cosas no se cuentan ni se enseñan’. ‘¡Pero si estás la mar de graciosa!’. ‘¡Qué bobo eres! –intervino la esposa–. ¡Como le sigáis la corriente estamos perdidas, es un peliculero. ¿Os sirvo? –señalando al refresco–. Mi esposo estuvo toda la tarde de ayer eligiendo los limones, creí no tenerlo listo para ahora –rieron–. Está recién hecha’. ‘No lo llene, por favor. Así es suficiente, muchas gracias’. ‘No las merece, hija’. Helen Wyner hablaba de su sobrina con ternura narrando la emoción que sintieron la primera vez que Beth la trajo del hospital, y cómo, día a día, asistiendo al maravilloso espectáculo de verla crecer, llenó sus vidas de indescriptible ilusión. Su memoria recuperaba episodios sueltos como aquella herida que se hizo en la rodilla y que agotada de tanto llanto aseguraba, con media lengua, que por ahí saldrían gusanos. Los tres la miraron conmovidos, mantuvo unos segundos de silencio y… ‘Una mañana –continuó–, leyendo juntas su cuento favorito de la ardilla que emigró a las montañas porque huía de la camada de lobos que invadieron el pueblo, de repente dijo que mamá y papá no se acariciaban. Aparté un poco del pelo que cubría su frente e idiota de mí no le di importancia’. ‘No te tortures, pequeña –intervino el hombre–, las personas no siempre percibimos las alarmas que manifiestan los otros’. Rachell W. Rampell dio por concluida la visita con la promesa de regresar pronto. ‘Esperad un momento –dijo la abuela–, tengo algo para vosotras’. Y volvió con dos tarros de mermelada de arándanos que ella misma envasaba. Ya en carretera, cada una por separado, dirigiéndose a sus respectivos destinos, guardaron en el corazón la velada con los ancianos, dos seres humanos convencidos de que la gente puede alcanzar espacios de felicidad con cosas sencillas.
          ¿Cree que por ser del FBI puede arrestar a la gente sin ton ni son? –dijo Betty Scott entrando cuan huracán en la sala de interrogatorios–. Sepa que voy a denunciarle’. ‘Señora, no está detenida –dijo Anthony Cohen acomodándose en la silla frente a ella– y espero que su comportamiento no me obligue a hacerlo. ¿Entendido? Tome asiento, voy a mostrarle una película muy interesante’. Desbloqueó el iPad y cliqueó sobre el archivo con un golpecito de dedo. ‘Me acojo a la Quinta Enmienda’. ‘No diga tonterías. Insisto, no la vamos a meter en el calabozo a no ser que nos dé motivos para hacerlo’. ‘Pues ya puede apagar ese cacharro –señaló amenazante al dispositivo– porque sin la presencia de un abogado no pienso ver absolutamente nada’. ‘¡Cállese de una vez, cojones! –exclamó de muy mal humor– y no me haga perder tiempo’. La imagen de su esposo y ella, a cámara lenta, esperando dentro del automóvil la llegada de su hijo quitándose la túnica blanca del Klan y diciendo “mirad que bien arden las cruces, lástima que no lo hagan también ellos”, la violentó todavía mucho más puesto que delataba su presencia el día del atentado en los alrededores de la casa de Coretta Sanders. ‘¿De qué se me acusa? Sabe perfectamente que no hemos participado en ninguna acción’. ‘Está muy bien informada, ¡eh! ¿Pero qué me dice de la parte moral? ¿Y su conciencia? ¿Puede dormir por las noches? ¿Qué siente teniendo delante a la compañera que acaba de enterrar al marido que no pudo superar la paliza salvaje que le propinaron?’. ‘No sé de qué me habla’. ‘Claro que sí’. ‘Quiero un vaso de agua’. ‘Cuando terminemos podrá beber’. ‘Es usted un dictador’. ‘¿Su chaval sigue en Irlanda?’. ‘No, nunca ha ido. Está con unos amigos recorriendo Alabama’. ‘¿Para qué fue al aeropuerto?’. ‘A despedir a un familiar’. ‘¿Pensaba entregarle la importante cantidad de dinero retirada de su cuenta o quizá realizar usted un largo viaje?’. ‘A ver la orden judicial, no me  pueden investigar sin la autorización del juez’. ‘Aquí la tiene –sacó una hoja de la carpeta–. Entonces, ¿qué va a hacer con la plata?’. ‘Eso a usted no le importa’. ‘Tiene razón, pero al tribunal sí, y es mejor que antes nos lo cuente a nosotros’. ‘Una obra de caridad’. ‘¡Hostia! ¡Pues sí que se ha levantado generosa! Volviendo a lo de antes, ¿reconoce que son ustedes los que están contemplando el destrozo que sufrió el jardín de los Sanders?’. ‘No diré nada sin la presencia de un abogado’. ‘¿Era su chico el cabecilla del grupo?’. ‘No contestaré’. ‘Señora Scott, cuando se cruza con Coretta ¿no se le revuelven las tripas y necesita pedirla perdón en nombre de los suyos?’. Anthony Cohen había encontrado la clave para provocarla, los ojos de la mujer, echando fuego, lo corroboraban. Desvió la vista hacia el espejo espía, donde estaban los agentes del otro lado, y asintió con la cabeza, esa era la señal para que grabaran la conversación y poderla usar, quizá, como prueba, dado el caso. ‘Oiga, ¿pero usted con quien está? –soltó ella–. Esa gente es negra y no merece ocupar nuestras tierras ni tener los mismos privilegios y oportunidades que nosotros, comerse los cultivos y la carne de nuestras reses y dormir a pierna suelta con la tranquilidad de haber construido un futuro para sus descendientes a nuestra costa. Necesitan este tipo de escarmientos para bajarles los humos de la igualdad, son esclavos, inferiores, animales de carga, piezas de establo a destruir cuando ya no sirven. ¡Dios bendiga a América!’. Salió afuera descompuesto, como también lo estaban los compañeros que lo habían escuchado. ‘Llamemos a la oficina del fiscal del distrito –dijo una policía de color–. Tiene que haber alguna manera de vincular a esta mujer con los actos vandálicos y el racismo que la motiva. No debería quedar impune’. ‘No podemos –respondió el superior de la central que entraba en ese momento–. Esto no pasa de ser una opinión en el contexto de un interrogatorio policial. Nada más. Decidle alguien que se marche, no podemos retenerla porque sí. Ven conmigo, Anthony’. Entraron a uno de los despachos que estaba vacío. ‘Mira, no es justo y esta es la parte que más me apetece dejar atrás de nuestro trabajo’. ‘¿Estás decidido a entrenar a la nueva hornada de agentes?’. ‘Pues claro, muchacho. La Base del Cuerpo de Marines de Quantico me espera con los brazos abiertos, pero antes de ir a Virginia pienso disfrutar mis vacaciones interrumpidas y acudir a la cita pendiente en el Parque Estatal Lake Lurleen para pescar pargo rojo’. ‘¿Dónde queda?’. ‘En el condado de Tuscoloosa, así que no se te ocurra llamarme. ¿De acuerdo?’. ‘Te echaré de menos’. ‘No te creo’. ‘Sabes que sí’. ‘Cuídate, amigo’. Antes de desaparecer de allí para siempre, abrazó a los compañeros y compañeras, echó un último vistazo a las dependencias e inició una nueva etapa que desembocaría en una temprana jubilación.
          Antes que regresar a su casa en el coche patrulla, Betty Scott prefirió viajar desde Birmingham hasta Foley en autobús, trayecto que haría dormida para no cruzar la mirada con ningún viajero y bajarse en la parada anterior a su domicilio. Era de noche y ya no quedaba nadie por el vecindario, aceleró el paso y, enseguida llegó a su terreno. Una vez dentro, respiró hondo, dejó los zapatos sobre la alfombra y descalza recorrió las habitaciones comprobando que las persianas estuviesen bajadas y las cortinas corridas. Subió a la planta de arriba, movió unas cajas del armario y sacó de su escondite un celular con tarjeta de prepago imposible de rastrear. Marcó el número que tenía memorizado y, tras el quinto tono, la voz de su hijo contestó al otro lado del continente. ‘¿Seguiste mis instrucciones?’. ‘No pude, cariño. La policía me siguió hasta el aeropuerto y fue imposible darle el dinero a tu amigo’. ‘¿Sabes? Eres una vieja inútil y estúpida que para una cosa facilísima que te pido eres incapaz de hacerla’. ‘No ha sido mía la culpa, ya te lo he dicho’. ‘Ya te lo he dicho, ya te lo he dicho –imitó el lloriqueo en las palabras de la madre–. ¡Que se ponga papá! ¡Vamos!’. ‘Tampoco puede ser’. ‘¿Por qué?’. ‘Esta arrestado en el cuartel’. ‘¿Y sabes los motivos?’. ‘No me los han dicho’. ‘¿Lo has preguntado?’. ‘No, estoy muy aturdida con todo lo que ha pasado’. ‘Pues estamos apañados, otro que tal baila. ¡Vaya par de torpes que me han tocado’. ‘No hables así, eres lo más importante que tenemos. Todo lo hemos hecho por ti, incluso aquello que no aprobábamos’. ‘¡Cállate! Y no vuelvas a llamar hasta que no te lo diga. ¿Entendido?’. ‘Sí. ¿Por qué no vuelves? Las pruebas que tienen contra ti son tan flojas que no podrían extraditarte en el caso de que lo intentasen’. ‘Definitivamente, eres tonta de remate’. Cortó la comunicación y asumió que nunca más vería la plata que por herencia le correspondería ya que hacérsela llegar era destapar su paradero. Tal y como él ordenó, ella rompió el móvil y destruyó la tarje SIM en la chimenea. Buscó la botella de Brandy que guardaban para las grandes ocasiones, tomó un buen trago, cenó algo ligero y se metió en la cama porque al día siguiente tendría una jornada intensa de trabajo, acababa el curso escolar y daban un almuerzo especial a los alumnos y alumnas con sus maestros y maestras. Mientras dormía exenta de remordimientos y convencida de haber hecho siempre lo correcto, en la celda donde estaba su esposo en condiciones bastante insalubres, el preso que compartía espacio con él, tendido en el otro camastro, arañaba con la uña del dedo meñique la esquina de la pared.
          Una semana después de que la madre de Helen Wyner se fuera a Montana para recorrer con el grupo de senderismo con el que salía habitualmente, el Parque Nacional de los Glaciares, desapareció sin más del Many Glacier Hotel donde se hospedaban siendo vista por última vez a la hora del desayuno. El día anterior, según contaron quienes la acompañaban, estuvo hablando con un hombre en el Park Café. El responsable de la excursión no lo denunció tras comprobar que ella misma había pagado la cuenta de la estancia hasta ese momento, deduciendo, por tanto, que la ausencia fue voluntaria. Quizá volvió a Alabama o puede que hiciera por su cuenta la ruta hasta la frontera con Canadá. Esto tampoco supuso para Helen ninguna alarma ya que la cobertura allí era tan mala que no hablaban hacía tiempo. Sin embargo, todo saltó por los aires cuando días antes de la fecha de llegada apareció del brazo de un tipo astuto con percha de dandi. ‘Hola, mamá. ¿No volvías el fin de semana?’. ‘Hola, cariño. ¡Yo también me alegro de verte –rio nerviosa–. Sí, bueno, pero nos hemos adelantado’. ‘¿Ha pasado algo?’. ‘En realidad algo maravilloso’. ‘Pues tú dirás –dijo, vislumbrando el despertar de una tormenta–. ¿No nos presentas?’. Unos minutos de silencio que para la mujer fueron angustiosos, los rompió el timbre del teléfono. Era la doctora García avisando del empeoramiento de Beth y citándolas en el despacho a la mayor brevedad posible para decidir si la sedaban completamente liberándola así del sufrimiento. Se citaron al día siguiente. ‘Hija –empezó así la explicación–, te presento a mi marido, nos hemos casado en Las Vegas. Ha sido un flechazo a primera vista y me gustaría que te alegrases por mí porque soy realmente feliz’. ‘Uf, no me lo esperaba. Perdóneme –se dirigió al tipo que contemplaba la escena algo distante–, no es nada personal, pero comprenderá que me ha cogido por sorpresa y, la verdad, no sé qué decir’. ‘Pues que te alegras –interrumpió la mujer–. Oye, vimos por televisión el éxito del reportaje. Estoy orgullosa de ti y tu hermana si pudiera también lo estaría’. Aún sin reaccionar, dejó a los recién casados que se instalasen, ya habría oportunidad de hablar las dos a solas.
          Desde el pueblo de Elberta donde Helen Wyner despertaba inquieta tras el notición de su madre, a la que trataría de no juzgar y sí comprender, hasta la ciudad de Bay Minette, sede del condado de Baldwin, pasando por Foley con Coretta Sanders empezando sus oraciones, Zinerva Falzone redactando el menú despedida de curso para aprobarlo en la Sala de Juntas, Betty Scott recogiéndose el pelo en un moño bajo y Paul Cox saliendo hacia la escuela pese a ser todavía las 5:00 a.m., el turbio azul del cielo presagiaba alguna catástrofe al despedir extraños capos de niebla que flotaban en el aire tan sólo unos segundos, evaporándose inmediatamente después. A mucha distancia de allí, en Ecorse, Michigan, un joven de veintidós años se levantó de la cama con una idea estructurada en la cabeza. Cogió su rifle de asalto, pistola automática, municiones, pasamontañas, chaleco multibolsillos, tienda de campaña, alimentos en conserva para varios días, café, galletas, cerillas… Lo cargó todo en la parte trasera de la camioneta e inició una ruta de más de 800 millas hasta la capital de Alabama. Montgomery se vestía de fiesta para recibir el evento del Partido Demócrata que tendría lugar en un rancho de las afueras. Taraji Evans, aclamada mayoritariamente por mujeres progresistas, intervendría con un discurso esperanzador, lleno de guiños hacia el diferente. Fiel a sus principios rechazó también el coche oficial por el suyo propio para ir junto a sus colaboradores más cercanos. Lo tenían todo cronometrado al milímetro, nada quedaba a la improvisación, excepto…

6 comentarios:

  1. Después de tanta turbulencia es un verdadero placer leerte, aunque entiendo que se acerca el final. Un beso, nena.

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  2. Qué bueno el párrafo entre Anthony y Betty. Eres grande y brava, compañera

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  3. Un gusto no tener que esperar dos semanas para leer su historia.

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  4. Que bien descritos los comportamientos humanos de cualquier sesgo, aunque creo que la mascletá está por llegar, miedo me dan los puntos suspensivos y el joven super armado.
    Siempre agradecida a tu buena escritura.

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  5. No tengo palabras para expresar lo que me haces sentir. Gracias por tu generosidad , gran escritora. Besos.

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  6. ..."dos seres humanos convencidos de que la gente puede alcanzar espacios de felicidad con cosas sencillas"... Estás en todo, amiga. Gracias, muchas gracias. Hasta el domingo. Besos.

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