domingo, 20 de noviembre de 2022

Detroit, una historia cualquiera

6.
 
Conseguí el dinero necesario para pagar la boda a cambio de firmar un documento notarial en el cual cedía las patentes más importantes de la Motors Carson Company, en aquel momento con el cincuenta por ciento de participación canadiense, lo que significó que, en todos los aspectos, estaba en minoría respecto a la toma de cualquier decisión. Era domingo, mamá seguía disgustadísima conmigo y se fue a pasar el día con su novio, supongo que lo hizo por no ver continuamente mi cara de empresario amargado, así que, asumiendo lo monótona que iba a ser una jornada solitaria, cuando me disponía a salir a la cafetería más cercana justo a la hora del brunch, mi hermana Dakota se presentó en el motel por sorpresa y fuimos juntos. Ella siempre se ha jactado de ser buena comensal gozando y disfrutando la degustación de cada alimento, de modo que pidió huevos, beicon crujiente, salchichas y tostadas, para mí sólo café y pastelitos dulces, de repente sentí que no tenía apetito.
          –¿Qué le pasa a la novia que está tan mustia? –dije besando sus mejillas–. ¿No te habrás echado atrás, eh? Eres capaz de huir por menos de nada.
          –¡Ay, Ayden! ¿Y si me estoy equivocando? ¿Y si no estoy preparada para cabalgar por las colinas ni desenvolverme en la vida rural? Soy una chica de ciudad acostumbrada a ciertas comodidades y forma de vida. ¿Cómo voy a lucir allí mis vestidos y sombreros si hay arena en todas partes? –definitivamente se me encendieron todas las alarmas.
          –Bueno, pues te calzas las botas, te subes a lomos del caballo y emulas a Barbara Stanwyck en la legendaria serie Valle de pasiones. A dos semanas de la ceremonia no puedes romper el compromiso. ¿Imaginas el tornado que provocarías? –Por primera vez la vi empequeñecida e intuí que la influencia de nuestra madre la había empujado a echarse a los brazos de aquel hombre, pero tenía que apechugar y llegar hasta el final de la palabra dada ya que habíamos hipotecado la herencia sentimental de la familia.
          –Para ti –dijo entre sollozos–, si no afecta directamente a tus gestiones mercantiles todo es una cuestión menor que no salpica al gran hombre de negocios que no tiene que aguantar los comentarios, las risas ocultas detrás de un pañuelo, el ninguneo de amigos y amigas en determinadas fiestas a las que te invitan porque das mucho juego en los corrillos de chismosos y chismosas o el vacío que a veces se siente dentro. –Aquellas palabras me dolieron bastante porque nunca la imaginé tan desgraciada como se mostró. ¿Dónde quedó aquel espíritu aventurero que narraba en la cocina amoríos imposibles poniendo en vilo el corazón de Dominic el jardinero, Jaslene la doncella, Chul-Moo el cocinero, Brody el chófer y Emily el ama de llaves?
          –Estás equivocada, querida, todo lo que concierne a cada uno de nosotros me importa y me apena mucho que tengas ese concepto de mí. –Mi hermana Dakota celebró la boda y con el tiempo, cuidando mucho las formas de comportamiento en público y su reputación, se convirtió en una señora de Texas muy respetable colocándose al lado de las de las mujeres más influyentes de Dallas. Nunca contó que estábamos arruinados aunque era un secreto a voces.
          El enlace tuvo lugar en el rancho propiedad del novio quien a su vez se ocupó de organizar hasta el último detalle, así que, en ese sentido, me quité un gran peso de encima. Mamá, su actual novio y mi hermano Colorado Sprint que para sus costumbres venía sin acompañante, llegaron en una carreta ornamentada con flores y tirada por dos caballos de la raza Cuarto de Milla viejos ya para la competición. Recuerdo que era la primera vez que asistía a un rodeo y confieso que, lejos de disfrutarlo, me espantó tanta testosterona suelta. El banquete fue a base de barbacoa de carne de res, tortillas de maíz al estilo mexicano, dada su ascendencia, frijoles, embutidos, papas y pastel de nuez, regado con una extraordinaria cerveza artesanal traída expresamente desde San Antonio. Dakota estaba radiante, y yo, disfrazado de padrino, pasable. Según se me indicó, y siguiendo la tradición de sus antepasados, entregué la dote en una reunión privada con los hombres de la familia. Me metieron en un salón en cuyas paredes había colgadas cabezas disecadas de venado cola blanca, antílope americano, jabalíes y cocodrilos, decorado bastante desagradable. El miembro más anciano de la familia habló en nombre del resto.
          –Hemos preparado un contrato que ha de firmar, es nuestra costumbre hacerlo, no lo tome a mal. – Lo leí despacio y, aunque estaba redactado desde el absurdo, acepté.
          –Hermanita–la cogí por debajo del brazo y la llevé a un aparte–, no puedes divorciarte, si lo haces, además de quedarse con los bienes aportados al matrimonio, tendríamos que pagar una indemnización respecto al tiempo que hubieses vivido juntos. Nos tienen pillados por las pelotas.
          –No pienso hacerlo, aquí voy a ser alguien muy importante a la que no pararán de invitar a fiestas y a grandes acontecimientos, quizá me presente a Gobernadora, fíjate lo que te digo.
          –Pues más te vale comportarte como una dama o de lo contrario te pondré a picar piedra.
          Dio media vuelta y me dejó ahí, con la palabra en la boca y la certeza de que nuestros caminos tomarían rutas muy diferentes. Rodeada de invitados y de un marido al que le faltaba un hervor, ganaba terreno afianzándose en el papel que siempre representaría. Entonces, comprendí que yo estaba de más. Los aparcacoches merodeaban de vez en cuando por si algún invitado deseaba marcharse, así que, le di a uno de ellos las llaves para que trajera el auto que había rentado, un modelo muy viejo que se caía a pedazos. Busque con la mirada a mi hermano Colorado Sprint, a mamá y a la novia para despedirme y me entristeció comprobar que, faltos de complicidad en un día tan importante, andaban evitándose para no tener que disimular. Volvimos a vernos años después en el sepelio de nuestra madre y la conversación que tuvimos fue muy fría:
          –¿Cómo te va, Ayden? Supe por el periódico del cierre de la Motors Carson Company y te quise llamar, pero en aquel momento las cosas tampoco eran fáciles para mí –dijo por cumplir.
          –Hiciste bastante trayéndote a mamá cuando dejó de valerse por sí misma, mi situación no era la más indicada para hacerme cargo de ella, la bancarrota de la fábrica se precipitó y no sabía cómo acabaría todo aquello –empleé su mismo tono.
          –No tienes que justificarte, podía y quería hacerlo.
        –Jamás podría haber puesto a su disposición personal cualificado en cuidados paliativos como la proporcionaste tú.
         –Bueno, no sufras querido, simplemente me lo he podido permitir –eso me incomodó–. Perdona, no pretendía ofenderte.
          –Y no lo has hecho. Ahora dime: ¿Son verdad los rumores que corren de tu viudedad?
          –Sí, claro, y os lo dije, Colorado Sprint y mamá vinieron, y según su versión tú estabas ocupado. –Cualquier observador que se precie, concluirá en la teoría de que aquellas palabras salían desde el reproche y el escozor.
          –Alguien se tenía que ocupar del negocio, porque todavía no vislumbrábamos el catastrófico final contra el que se estrellaba.
          –Pues sí, me dejó plantada a los treinta y seis meses de contraer matrimonio. Había amanecido un sol espléndido, una mañana rasa tras varios días de tormenta y mi esposo realizaba tareas de reparación en el establo cuando una de nuestras mejores yeguas le dio una coz en la sien y calló muerto, minutos después yo misma sacrifiqué al animal.
          –¡Qué horror!, lamento no haber estado a la altura.
          –Convertida en la viuda más joven y rica de la comarca, apenas tuve tiempo para vivir el duelo y sí para espantar a los muchos parientes que de repente surgían de la nada.
          –No pensarás que vengo a algo parecido, ¿verdad?
          –No, claro que no, de haberlo pretendido hace mucho que me habrías pedido dinero, pero nunca lo hiciste. ¿Por orgullo?
          –No, por puro machismo…
       Dueña de 600,000 acres de tierra que llegaban hasta más allá de donde la vista alcanzaba el horizonte, cerca de 1000 vacas que el capataz y sus hombres trasladaban a pastar en áreas lejos de los depredadores, 350 pozos petrolíferos y tanta liquidez en el banco que no gastaría ni en siete vidas armaban la sólida estructura de su patrimonio. En el fondo me alegraba mucho porque al menos uno de nosotros había conseguido una cierta estabilidad y, en su caso, a pesar de haberse quedado sola, consolidar el espacio social para el que fue educada por las mujeres de la familia siguiendo el protocolo de “la bien casada”, pero dicho entusiasmo de ninguna de las maneras quería dejarlo entrever, prefiriendo mostrar total frialdad insensible delante de Dakota.
          Dejando atrás el pasado y de vuelta a la cruda realidad enmarcada en este presente alarmista y frívolo que parece querer exterminar a la especie humana, enmudezco las noticias en la radio apagando el interruptor, reservo unas barras de chocolate, mantequilla de maní y un pedazo de pastel de carne para la cena y, como cada jueves, a las 9:45 a.m., con la barba recortada allá donde sobresale, la gorra regalo de nuestro equipo de beisbol profesional, Los Detroit Tigers, el abrigo largo que me ha conseguido el reverendo Bob W. Perkins, gafa oscura para solapar las bolsas negras de debajo de los ojos y los nervios agarrados a la boca del estómago todavía vacío, sigo al hijo de mi antigua y querida secretaria, por E Jefferson con el cruce con St Antoine hasta la Casa Reposo donde pasa la recta final de su vida. Los residentes que a menudo deambulan por el jardín buscando las coordenadas del rumbo perdido, ya no notan mi presencia porque soy un elemento más de su hábitat, cuan sombra que no destaca o presencia en tinieblas. Un hombre de edad avanzada sostiene en la palma de la mano un mendrugo de pan que desmiga poco a poco para dar de comer a los pájaros, sin embargo, cuando ve en mí la amenaza que puede romper su rutina, arruga la bolsa de papel, con tan sólo cortezas dentro, y la esconde tras de sí. Orientada frente al gran ventanal, en la cómoda butaca de mimbre, sobre cojines mullidos, está sentada Joanne precipitándose por el acantilado de la desmemoria. Luce una blusa de seda estampada, pantalón negro y zapatillas de paño gris en cuyas suelas rebosan pasos perdidos. Junto a ella, con idénticos rasgos, el hombre de pelo ensortijado y canoso que todos los días ejecuta el mismo ritual: saca el manojo de fotografías que lleva consigo y, esparciéndolas sobre la mesa, repite una y otra vez el nombre de las personas que aparecen.
          –Mira mamá, aquí es cuando bautizamos a la pequeña, papá aún estaba con nosotros. Y aquél de allí es el tío Paul. ¡Que sí, mujer!, nos ha visitado cientos de veces. Acuérdate de lo cambiado que vino de la guerra de Vietnam y a los pocos meses se casó con una peruana –ella toca los bordes de las cartulinas y con la yema del dedo trata de seguir las siluetas irreconocibles–. ¿A qué no sabes quién me pregunta por ti a diario? Los Morrison, ahora son sus hijos quienes llevan la gasolinera y les va bastante bien, no creas, aunque en el vecindario dicen que están endeudados. –Con los ojos entornados y, visiblemente molesta con aquella voz monótona que no la deja en paz, mira por primera vez hacia donde yo estoy y frunce el ceño...
          –Caballero, perdone el atrevimiento –me aborda un joven con bata blanca–, le vengo observando y no es la primera vez que se queda ahí, sin atreverse a entrar. Si me dice a qué residente quiere visitar con sumo gusto yo mismo le acompaño.
          –No vengo a ver a nadie, siento curiosidad y por eso miro, nada más. ¿Acaso está prohibido?
          –No, por Dios. No se ofenda, nada más lejos de mi intención, es sólo que algunos familiares no soportan enfrentarse al deterioro de sus seres queridos y suelo ser la persona que tiende puentes entre unos y otros. Me llamo Greyson Davis, soy trabajador social y, entre otras muchas funciones, mi tarea consiste en atender sugerencias que los allegados de los residentes proponen, sobre todo las relacionadas con las mejoras de convivencia. Las llevo ante la junta de dirección y ahí se matizan, configuran e intentamos llevarlas a cabo.
          –Pues muy bien, y a mí qué me cuenta. Váyase por donde ha venido y déjese de hostias. –Diez minutos después y, para no desentonar, me pongo también a dar vueltas en torno a un árbol hasta comprobar que la visita de mi secretaria se ha ido. Entonces, dejándome llevar por un impulso espontáneo, me quedo a un pie de atravesar las puertas giratorias. Sin embargo, las potentes luces y la sirena de una ambulancia que se acerca me hacen retroceder.
          De los pocos negocios que quedan intactos en el vecindario sin sufrir continuos saqueos, sobrevive una tienda de venta al por mayor de aparatos electrónicos. Es habitual pasar por delante del escaparate y que lo tape una multitud de personas mirando las televisiones encendidas. Ahí hemos seguido los discursos del estado de la Unión –esto también se proyecta en la fachada de diversos edificios–. Los tiroteos en las escuelas encogiendo el corazón de la ciudadanía, el asesinato de George Floyd, las celebraciones del Día de la Independencia el 4 de julio, la reciente concentración ante el Ayuntamiento de Los Ángeles en repulsa por los comentarios racistas de una concejala latina que se burla del hijo afroamericano de un compañero diciendo que parece un changuito, grandes inundaciones que han anegado pueblos enteros, la retransmisión en directo de huracanes que una vez arrasado el Caribe toman tierra en las costas de Estados Unidos dejando un reguero de desaparecidos muchas veces incontables, el juicio del impeachment contra Donald Trump o las oraciones y ceremonias de Acción de Gracias, así como crisis internacionales sin precedentes. Pero ahora todo lo ocupa el estallido de bombas que impactan contra infraestructuras civiles abriendo cráteres junto a parques infantiles, dejando cadáveres que yacen sin identidad entre adoquines, el éxodo de hombres, mujeres y criaturas que huyen de Ucrania y pasan al otro lado de la fronteras alejándose así del enemigo. De repente impactados por las imágenes se rompe el silencio.
          –¿Eso dónde está ocurriendo? –pregunta un joven cuyas rodillas le asoman por un roto en los pantalones–, a nosotros nos queda lejos, ¿no?
          –Creo que es en el sur del continente europeo –salta alguien de la tercera fila–, pero no sé. ¿Alguno de vosotros sí? –Ninguno respondemos.
          –A mí me sacas de Michigan –cuenta un taxista que se ha parado por curiosidad– y me pierdo.
          –Yo estuve con la OTAN en la guerra de Bosnia –apuntan desde el fondo– y me suena cerca de ahí.
          –¿Y qué más da? –sentencia una anciana cargada con bultos–, no es nuestro problema, muchacho, ni son nuestro muertos, ni nuestros migrantes, y tampoco nuestros compatriotas, esa batalla no nos corresponde librarla.
          –Diga que sí, mujer. A mí no me preocupa –apunta un tipo bien vestido que se ha unido al grupo–, somos una gran potencia y nada nos aniquilará.
          –El presidente Biden ha dicho que no nos tomemos a broma la amenaza nuclear que pone en jaque al mundo –suena tal vez la voz más realista– y que de producirse nuestra respuesta será contundente.
          Observo la escena desde mi posición de vencido y lo único que quiero es huir para que el sentimentalismo ajeno no me salpique. Así que, como puedo, incluso a codazos, me abro paso hasta salir a la claridad de la acera donde tropiezo con un muchacho muy joven que recoge botellas de plástico. Las campanas de la catedral tocan incesantes mientras que al menos ocho coches de bomberos van a toda velocidad en dirección a la Avenida Hamilton. Ha comenzado a caer una lluvia muy fina obligando al sol a hacerse a un lado y tiñendo las esquinas de un negro más oscuro que la noche. Es entonces cuando la ciudad se me figura moribunda o puede que sea yo quien esté muerto.

6 comentarios:

  1. De nuevo describes con exactitud lugares, situaciones y, sobre todo, personajes con un sinfín de actitudes y sentimientos que me hacen vivir la historia como si yo formase parte de la misma.
    Como siempre gracias por tu generosidad.

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  2. Me gusta mucho el último párrafo porque pones de relieve lo poco que saben los estadounidenses más allá de su patria, de su Estado, de su condado e incluso de su vecindario. No interesa, no forma parte del mundo porque el mundo son ellos.

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  3. Pues yo me quedo, además de lo que dice Elvira, con el monólogo del hijo de Joanne, para mí está lleno de la sensibilidad de un ser humano que trata de rescatar a su madre del olvido.

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  4. María Doloresnoviembre 20, 2022

    Sublime, descriptivo, mágico, real...

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  5. Un saludo desde Buenos Aires y un placer leerla. Gracias por el regalo quincenal.

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  6. Esta cita quincenal se ha convertido, por circunstancias personales, en uno de los momentos más deseado. Todo un placer leerte, Mayte. Gracias, muchas gracias por tu generosidad. Besos.

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