domingo, 4 de diciembre de 2022

Detroit, una historia cualquiera

7.
 
Por muy desgraciado que uno se sienta y piense que la vida le va dando hostias por todos los lados, de vez en cuando no está de más concederse algún gusto que haga el camino más llevadero. Eso mismo es lo que he hecho yo al encontrar dinero entre un montón de papales inservibles de la Motors Carson Company, a punto de tirar, comprar un boleto de autobús para pasar el día en Bay City, ciudad ubicada en la Región de la Bahía de los Grandes Lagos, a la que tanto fui por negocios. Al igual que pasa en Detroit, se aprecia el deterioro del paso del tiempo, la dejadez urbanística con desconchones en las fachadas, los cierres echados que nunca más se levantarán y las caras de amargura ya que un porcentaje elevado de la población vive bajo el umbral de la pobreza, excepto aquella zona que, por la amplia oferta de actividades al aire libre atrae al turismo. Sin buscarlo llego hasta el Mercado de las Pulgas situado en una amplísima explanada. Objetos de toda clase, algunos mutilados, deslucidos y otros en perfecto estado aguantan el transcurso de las horas hasta que alguien se fije en ellos y decida comprarlos. Custodiando un tenderete en el que se lee en letras grandes: “Anticuarios”, dos parejas de hippies, fumando marihuana, venden todo tipo de cosas colocadas desordenadamente, sin guardar ninguna estética. Me llaman la atención tres elementos en particular: una billetera que dice haber pertenecido a Johnny Cash, una mecedora tallada en madera y en muy buen estado y una Biblia encuadernada en piel, desgastada de tanto uso. En la esquina inferior derecha, está tallado el nombre de mi padre y en la primera página la dedicatoria para Emily, nuestra ama de llaves. Para ser sincero me ha emocionado y me pregunto cómo habrá llegado aquí. Quién sabe…
          –Hola Megan. Sé por mi esposo que una de tus hijas está delicada. ¿Cómo se encuentra? –pregunta la mujer del reverendo.
          –Mal, señora. Nació antes de tiempo y con poco peso, nunca fue una niña fuerte, siempre estaba pálida, no saltaba ni corría como sus amigos y amigas, era delgaducha, enclenque y siempre iba pegada a mí. Necesitaba determinadas medicinas que nosotros no podíamos comprar, eso le ocasionó problemas y alteraciones hormonales.
          –¿Y no la trataron?
          –Ya sabe que el sistema de salud estadounidense apenas da cobertura a los pobres y, en aquella época, menos aún.
          –Cierto, la reforma sanitaria de Obama llegó más tarde.
          –Pensábamos que al bajarle la regla resolvería sus males ajustando el organismo y así fue porque pasó unos años tranquilos, incluso cogió peso, pero desde el segundo embarazo que tuvo mellizos y un parto muy complicado arrastra una anemia que por más que hemos intentado frenarla ha sido imposible.
          –Aquí no damos abasto, sois muchas las personas que venís a recoger alimentos, pero he hablado con un contacto en Pope Francis Center y os van a ayudar, además cuentan con médicos solidarios que ofrecen sus servicios gratis.
          –No sé cómo agradecérselo, usted es madre y sabe lo que se sufre –coge su mano y trata de besarla, pero la otra la retira.
          –Anda, boba. Sécate esas lágrimas.
          –¿Y adónde dice que debo ir?
         –El 438 de St Antoine con el cruce de Larned St. Pregunta por Larry, te está esperando.
          –Si me necesita para cualquier cosa no tiene más que decírmelo.
          –Pues, ahora que lo dices…
          –¿Qué?
          –El domingo hablamos.
          –De acuerdo –se despidieron con un cariñoso abrazo.
         A la mañana siguiente Megan Aniston despertó barruntando un mal presagio y la extraña sensación de haber pasado por encima de ella un convoy de carros de combate, triturado todos sus huesos. Apenas puede moverse de agotamiento, pero hace de tripas corazón pese a la tos seca que clave alfileres en sus costados. Le duelen las articulaciones, arde su frente y la opresión del pecho revierte dentro de sí un aire contaminado. Quita del fuego el cazo que contiene un caldo instantáneo y lo reparte en dos tazas: de una, bebe tan sólo dos sorbos que no le saben a nada y la otra, la reserva para después. Ha perdido el olfato. Rebusca entre los cajones la mascarilla en mejor uso y se la ajusta en las orejas. Coge un gorro de lana, guantes y una chaqueta gorda para paliar el frío. Comprueba que todo está apagado y, con tiritona, dolor de cabeza, garganta y pecho, temblores en el vientre, visión borrosa y malestar generalizado, acude a la cita concertada en el centro de la ciudad adonde espera obtener soluciones para su hija. Sin embargo, apenas unas cuadras más allá, en mitad de la multitud que pasa de largo, se desploma en el suelo sin que nadie la socorra…
          A esa misma hora, no lejos del lugar donde Megan Aniston se ha caído, comienzo a prepararme para salir de casa. Hace una eternidad que no cuidaba mi aspecto personal y debo decir que parezco otro con el pelo bien peinado, la barba arreglada y camuflado en el único traje que conservo de mi anterior vida. Retengo el gusto del agua templada manchada con café típico americano, vuelco la lata oxidada donde guardo algunas de las monedas que me dan y cuento en total cinco dólares que tal vez alcancen para comprar una rosa. Respiro hondo, calculo mis fuerzas, la templanza que he perdido en la distancia corta tratando a los semejantes o que quizá nunca tuve, y llevo a cabo la dificilísima decisión de visitar a Joanne, mi antigua y querida secretaria, aunque confieso que tengo miedo en doble sentido: por un lado, a su reacción en el caso de reconocerme y, por otro, a mí mismo entrando en una dinámica de normalidad para la que todavía no estoy preparado y supongo que tampoco quiero estarlo. Pero cabe también la posibilidad de que Greyson Davis, el jodido psicoterapeuta me descubra y tache de intruso impidiendo que vuelva a merodear por allí. Seré cauto, estaré alerta, no bajaré la guardia. Durante el tiempo que llevo vigilando las rutinas de su familia y estudiando cada una de sus costumbres, sé que el primer día de la semana no aparecen por la residencia, así que, hoy no tendrá un pedazo del pastel de boniato que tanto le gusta y la botellita de cerveza que, de vez en cuando, introducen clandestina. El viento de la mañana, absolutamente helado, recorre los poros de mi piel exfoliando las células moribundas de las mejillas. Apenas media docena de personas transitan por el vecindario, entre ellas, el dueño del restaurante coreano que hay más abajo y adonde apenas acuden ya clientes, y la empleada de la peluquería que, un día sí y otro también, frota con estropajo la pintura de las palabras obscenas escritas cerca de la puerta. Es lunes y aún perdura en el ambiente que los Detroit Tigers derrotaron anoche a sus contrincantes, un equipo local, de poca monta, a los que hicieron papilla, pero bastantes nervios tengo encima como para preocuparme de eso. Avanzo por la amplia avenida y diviso el distinguido edificio de la Facultad de Derecho. Un poco más allá, pegados al estrecho arcén, hay un control montado por la policía dando libre acceso a la ambulancia que llega a toda prisa. Malhumorado por la contrariedad de impedirnos el tránsito, blasfemo en voz alta y recibo alguna mirada de desprecio.
          –¿Qué ha sucedido? –pregunto al corrillo de gente cada vez más numeroso–. No pueden bloquearnos, somos ciudadanos libres.
          –La libertad no existe, hermano. Nos vigilan, están en todas partes –interviene un homeless salido prácticamente de la nada–. Tienen micrófonos invisibles, cámaras ocultas y se han metido dentro de nuestro cerebro…
          –Muy bien, lo que tú digas, pero no pienso quedarme de brazos cruzados. Averigüemos qué coño ocurre –digo sacando ese punto de autoridad que todavía no he perdido.
          –Yo lo sé, una drogadicta se ha pegado una leche y al levantarla ha agredido a un agente –cuenta toda convencida una mujer que se acerca por detrás.
          –¿Y tú cómo lo sabes? Vamos, dínoslo.
          –Me lo ha dicho Dios. –Mucho tiempo después supe que aquello estuvo relacionado con el desmayo que Megan Aniston sufrió y por el que tuvieron que llevarla urgentemente al hospital.
          Los alrededores de la residencia de mayores donde está Joanne se parecen mucho al Distrito Histórico de West Canfield donde los Carson crecimos cuando teníamos la industria automotriz y pensábamos que nada ni nadie podría con nosotros porque éramos miembros invencibles de la alta sociedad. Cualquiera que conozca ambas zonas encontrará similitudes entre ellas fijándose en el diseño de las mansiones tipo palacetes, en los tonos otoñales de las fachadas de ladrillo visto que según por dónde se mire cambia la gama de marrones, en el césped cuidado a diario y en los distinguidos jardines que dan al lugar la elegancia que le corresponde y, por consiguiente, a mí un pellizco de nostalgia, máxime si cierro los ojos y rescato de la memoria del paladar la textura de las tiras de langosta con Wontón crujiente que tan deliciosas preparaba nuestro cocinero coreano Chul-Moo. Desde la última vez que estuve el paisaje sigue igual dentro del recinto. Los paseantes continúan buscando las coordenadas del rumbo perdido y el personal vigila cada uno de sus movimientos para que no se escapen. La galería luminosa por la que voy hasta el final conduce al área privada de los residentes y al control donde firmas en el libro de visitas junto a la fecha, hora de llegada y nombre de la persona a la que vas a ver. Previo a eso se pasa por el arco de seguridad que detecta cualquier objeto peligroso que pudieras introducir.
          –¿A qué habitación va? –pregunta la administrativa sin levantar la vista de los papeles.
          –No sé el número, hace mucho que no vengo –procuro sonar convincente.
          –Imagino que el nombre de la persona que quiere ver si lo sabe, ¿verdad? –noto algo de sarcasmo.
              –Mrs. Joanne, no recuerdo el apellido.
          –5011. Al fondo verá un arco de madera, giré a la derecha y rápidamente verá su aposento. Hoy no ha querido salir del dormitorio.
              –¿Está enferma?
            –Qué va, lo hacen a menudo, sobre todo si se desvela y tarda en conciliar el sueño, entonces se enfada con el mundo.
              –Tendré cuidado no sea que la tome conmigo.
        –Tranquilo, es inofensiva. Una flor preciosa. Le va a encantar, sigue siendo muy coqueta.
              –Eso espero –digo forzando una sonrisa.
          –Perdón –aunque la puerta está semi abierta toco con los nudillos–, vuelvo luego, cuando acabe.
              –Pase, por favor. La he traído jugo de piña porque apenas ha probado el desayuno.
              –Comprendo.
            –Siempre lo toma en el jardín, pero no le apetece hacer nada –acaricia la barbilla de la anciana–. ¿Nos habíamos visto?
             –Creo que no –mejor dejarlo en suspense y no levantar sospechas.
             –¿Es otro de los hijos?
             –En realidad sólo un viejo amigo.
          –¡Anda, qué callado te lo tenías, eh! ¡Una cita con un apuesto caballero! –dice mientras la coloca bien las horquillas del pelo–. Bueno, cualquier cosa que necesiten toque el timbre y acudiremos.
         Joanne permanece con la vista clavada en el horizonte de una pared blanca que parece querer atravesar y por la que huir del encarcelamiento que sufre tras las rejas de la ingrata amnesia. Observo sus manos hidratadas, brillantes, de dedos largos que se me antojan de pianista y las uñas en forma de almendra, esmaltadas en rosa claro y sin restos de cutículas que las afeen. En el anular izquierdo una discreta sortija y el reloj que regalábamos en la empresa a cada trabajador que alcanzaba los objetivos marcados, es el total de complementos que luce. Lleva un traje pantalón verde atrevido que realza su figura y un fular gris, apagado, aportando el punto exacto de elegancia. Ninguno de los dos tenemos prisa, así que, antes de sentarme frente a ella, pongo en agua la flor para que no se marchite.   
      –Supongo que se preguntará qué hago aquí, le juro que ni yo mismo lo sé. Hace semanas que su hijo me abordó y negué conocerla, pero ya ve, el pasado siempre vuelve y sentí la necesidad de venir –siquiera parpadea–. He pensado muchas veces en lo contenta que se puso cuando despedí de la Motors Carson Company al hombre de confianza de mi padre. Estaba indignada porque era maleducado y pésimo compañero, de los que te traicionan por la espalda. Todavía recuerdo lo que nos costó subir hasta el despacho la documentación guardada en la caja fuerte del sótano, de la que yo no tenía ni idea. En ese momento usted hizo que me sintiera menos ridículo de lo que era –permito que nos arrope el silencio pegando los labios unos instantes–. Aquello fue el despropósito de una locura que nunca debió ocurrir y yo la persona menos indicada para dirigir la nave. Sin embargo, a pesar de todo lo que pasamos juntos me alegro de que no viera lo mal que me porté con la esposa y los descendientes del obrero al que aplastó la pieza que se soltó de la grúa. Cuando esto ocurrió yo era sólo un niño y papá ocultó la verdad diciendo que el accidente se produjo a consecuencia de un fallo humano, librando así a la compañía de toda culpa. Años después la familia del hombre nos llevó a los tribunales, y como yo aún conservaba contactos influyentes me orientaron para poner en marcha estrategias muy sucias y destruir la memoria del ser que ya no podrá defenderse –oigo pasos que se acercan y me pongo a la defensiva–. Prometa que se va a cuidar.
          –Lo siento, caballero –irrumpe un auxiliar–, pero el horario de visitas ha terminado por hoy y debe irse.
          –Claro. –Me pongo en pie y abordo la despedida tocando suavemente su hombro. Ella, que no rechaza el contacto en absoluto, descruza las piernas y se acomoda un poco más dentro del sillón, mientras que a través de la ventana sigue con la mirada el vuelo de una curruca en libertad. Esa fue la última vez que nos vimos. En el exterior, un joven en bicicleta pedalea silbando la melodía de un conocido blues, mientras que yo, cabizbajo y abatido, me alejo con la imagen de mi antigua secretaria guardada en la retina.
        –Ayden, ¿qué puede haberle pasado a Megan Aniston para no venir hoy?pregunta Olivia Perkins, la esposa del reverendo, cuyo enfado se adivina a la legua ya que, al término de la misa del domingo, pensaba contarle que podían organizar juntas la función de navidad con los más pequeños.
          –¿Y yo por qué tengo que saberlo? –dijo arqueando una ceja, ¿acaso soy su perro guardián?
            –No te ofendas, hombre. Es que tenía que haber acudido a una cita y hablar conmigo, pero al parecer se ha evaporado como la espuma. –Larry, el voluntario de Pope Francis Center, quien facilitaría asistencia sanitaria para su hija, enferma casi desde el nacimiento, estuvo esperándola más de hora y media–. Ojalá que esté bien.
          –Esta maldita ciudad nos elimina, señora. Y, ahora, si me disculpa, he de ponerme a la cola o me quedaré sin la bolsa de la semana.
          –Claro, discúlpeme. ¡Qué boba!
          –¿Queda algo para mí? –pregunto al encargado de repartir las bolsas de alimentos aportadas gracias a la generosidad del vecindario.
        –Esto es lo último, llévatelo. Hay mantequilla, galletas, una pastilla de jabón y salchichas, poca cosa, lo lamento. Desde la pandemia la solidaridad de las personas se ha visto mermada por las propias dificultades de cada uno –en Detroit los problemas se multiplican por la alta tasa de paro, la evasión industrial, la bancarrota y el abandono de la metrópoli–. La gente cada vez tiene que hacer frente a más gastos y echar muchos números para sobrevivir. Entristece ver la deriva que ha tomado la humanidad. ¿Verdad?
          –Puede. No sé. Gracias. –Esas son las únicas palabras que logro pronunciar. Tres millas más allá, la ambulancia que lleva a Megan Aniston urgente al hospital, intenta abrirse paso entre la caravana de automóviles que van en dirección a las montañas, para observar el eclipse lunar.
          –Aguanta, querida, estamos llegando –dice el dulce enfermero que no deja de acariciarla… 

6 comentarios:

  1. Rebuscas en los sentimientos humanos acertando, a mi manera ver, con la condición humana.
    Siempre queda algo, o a alguien, al que agradecer su buen comportamiento con nosotros aunque el resto se nos vuelva en contra y tú describes perfectamente esa situación.
    Buena manera de empezar la mañana, cafecito y leerte.

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  2. Después del griterío político que nos tiene las tripas encogidas, es un verdadero remanso de paz leerte y reflexionar hacia dónde vamos y lo que somos como humanidad. Gracias, gracias, gracias...

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  3. Me sigue emocionando comprobar que gente como tú sois capaces de despertar en el lector el deseo.

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  4. María Doloresdiciembre 04, 2022

    Cada entrega de esta historia es bucear en las aguas de las emociones, aguardo con fidelidad la próxima

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  5. Tras la resaca de la clasificación de Argentina en el Mundial de Fútbol, leo con atención esta novela que me tiene en vilo y me identifico con alguno de sus personajes. Gracias por el regalo.

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  6. Me gusta cómo la trama principal aloja otras historias, como una muñeca rusa. Otra cosa a destacar es cómo la forma de hablar y de ser de los personajes, dan agilidad al relato. Gracias, Mayte. Besos

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