domingo, 29 de enero de 2012

Amigos

Entre las muchas cosas que han cambiado del Madrid de mi infancia, no digamos desaparecido, se encuentran las tiendas de ultramarinos. Aquellos negocios, entonces sin fecha de caducidad, donde entrabas a por un cuartillo de lentejas, y salías con suficientes detalles sobre los nuevos amoríos surgidos en el barrio. Recuerdo que nos mandaban a alguno de mis hermanos o a mí, a comprar cualquier cosa, y era todo un orgullo para nosotros codearnos con lo más granado de la calle: la hija de la tendera, a cuya clientela, con sobrante de testosterona, nos traía de cabeza su generoso escote. Los domingos, el simple hecho de verla lucir piernas en el paseo, era motivo suficiente para provocar disputas familiares: “que no has ido a misa”; “que dejaste plantado al abuelo en mitad del Rastro”; “que te quedas un mes sin paga y tele”; “que estás atontado y delgadísimo”, etcétera. Nada de esto acojonaba si la recompensa era llevarnos en la retina su imagen grabada, para hacer más llevadera después la soledad de nuestro onanismo. Otro lugar mágico en la barriada sería la Peluquería de Isidoro, donde las parroquianas ponían el grito en el cielo cuando la sobrina de mi portera, que era una bala perdida en todos los sentidos, entraba a hacerse la manicura, insinuándose al dueño. Y cómo olvidar la Pastelería Ramírez, artesanos del dulce, o Casa Perico, reparador del Calzado. Tantos y tantos pequeños comercios que hicieron de nuestra vida cotidiana un camino más fácil. Estos recuerdos entrañables de la infancia me asaltaron, precisamente, mientras preparaba, como presidente que soy de la Asociación de Vecinos Boltaña, un homenaje despedida al zapatero remendón de nuestro barrio, jubilado hace veinte años, y que ahora, por circunstancias, va a vivir con los hijos. Aunque, dicho sea de paso, eso, algunos, no nos lo creamos.

Marcelo Ibáñez llegó a Canillejas apenas cumplidos los doce años, procedente de las chabolas que había en Palomeras Bajas. Su vida, convertida en una cadena de obstáculos, como la de casi todos los obreros de la época, transcurrió entre luces y sombras, entre el miedo y el silencio de una España tomada por el franquismo. Negado para los estudios, dos años después de instalarse y ante la necesidad económica que había en la familia, fue ayudante de fontanero, peón de albañil, y zapatero remendón en Casa Perico, local que posteriormente arrendaría cuando se casó, y que gracias al cual pudo sacar adelante a dos hijos varones y a su esposa, enferma del pecho casi desde la luna de miel. Los chicos, de carácter frío, fueron a cursar estudios a un internado, del cual volvían tan sólo un par de semanas en verano. Por entonces, yo era un joven y entusiasta trotskista, aunque bastante crítico incluso del propio trotskismo. Congeniamos a la primera, haciéndonos amigos desde el primer instante. Él fue quien me animó a constituir la asociación vecinal, que aún presido. Nuestro barrio, Canillejas, pertenecía, como ahora al distrito de San Blas. Conforme iba creciendo, allá por los años sesenta, se convirtió en un importante foco de agitación obrera, y si no, que nos lo digan a quienes trabajábamos en alguna de las fábricas iconos: la Pegaso o la Perkins.

Siempre he consensuado con el resto de socios toda decisión, acto o evento que como Asociación se nos encargaba. Esta vez no sería menos, y así lo hice. Sin embargo, fueron ellos quienes me eligieron a mí para organizar el homenaje. Llegado el día, lo tenía todo preparado en los locales que,  tras mi insistencia, la Junta Municipal de Distrito nos había dejado. Fueron muchos los amigos que, con sumo gusto y porque Marcelo lo merecía, prestaron su ayuda. Horas antes de comenzar la ceremonia me pidió que lo llevara hasta el Vicente Calderón, para darle un último adiós a su campo del Atléti. Toqué al telefonillo y subí a recogerlo. Entró en el coche con dificultad. Llevaba los ojos humedecidos por el llanto. Estacioné el automóvil lo más cerca que pude al recinto deportivo y fue entonces cuando me dijo: “amigo, el balance general de mi vida ha sido positivo.” Cuando regresamos, una sala llena de gente nos aguardaba, al tiempo que Marcelo no cabía en sí de la emoción. Primero pronunció unas palabras el concejal invitado, seguidamente lo hice yo. Tragué saliva, balanceé el cuerpo de un pie a otro, y aparté los papeles que llevaba escritos, porque sólo tenía que hablar desde el corazón. Y dije: “La primera vez que fui a que me echara unas medias suelas, me preguntó si era engrasador en la Perkins. Le respondí que sí y, a partir de ese momento, se interesó por todo cuanto les ocurría a los obreros en la fábrica. Yo le hablaba de política, de Marx, de Jean-Paul Sartre y, por supuesto, de Trotski; él lo hacía de la vida, del amor y del respeto que le tenía a la amistad. Cuidó de su esposa con absoluta dedicación, y cuando falleció se volcó en nosotros. Amigos, vecinos, compañeros todos: Como sabéis, pasado mañana, nuestro aviador del calzado emprenderá un viaje de difícil retorno.” Abandoné el altillo que hacía las veces de escenario y, acercándome, le susurré al oído: “Marcelo, gracias por haber nacido.”

Pasados veinte minutos de las ocho de la mañana, desperté con la esperanza desamueblada. Destemplado, perezoso e indiferente, debería mostrar fortaleza, al menos mientras Marcelo estuviera delante. A través del balcón comprobé que el cielo de Madrid soltaba, en forma de lágrimas, una lluvia menuda pero continua. Tenía que darme prisa si quería llegar a tiempo para despedirlo. Les alcancé cuando cerraban el portal de golpe. Iba custodiado por dos extraños: de carácter frío. Cabizbajo, arrastraba los pies, y parecía estar cargado de hombros. El mayor de los hijos portaba la maleta que habíamos hecho la noche anterior: mudas, camisas, pantalones, un jersey tejido a mano y el libro de Trotski que le traje de París. El otro, más seco si cabe que su hermano, metió con desgana en el maletero la bolsa con las medicinas. Había llegado la hora, dolorosa, como todas las despedidas. Yo estaba muy nervioso, pero podía controlarlo. Me coloqué frente a él, retiré su mano del bastón, lo puse dentro del coche y cuando le miré a los ojos, lo encontré con los brazos abiertos para recibirme. Así abracé a mi maestro, a mi confidente, a mi compañero de mus, a toda una institución de la palabra amigo. Lo hice consciente de que sería la última vez. Cuando el coche se alejó y ya sólo quedaba un punto negro que mi vista perseguía, desanduve afligido el camino de regreso a casa, cerré con llave y, sin quitarme los zapatos, me tendí sobre la cama, encendí la radio, apagué la luz y me puse a llorar como un niño chico.

6 comentarios:

  1. Muy emotivo, Mayte. Un retrato perfecto, sentimientos universales. Un abrazo y no dejes de contarnos tus historias.

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  2. Maria Victoriaenero 29, 2012

    Seguiré leyendo las buenas historias que escribes. Un saludo.

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  3. Esos tiempos en los que los zapateros arreglaban zapatos y los zapatos se vendían en aquellas tiendas donde se podía encontrar desde una barra de pan, pasando por lanas e incluso zapatos...
    Abrazote

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  4. Miguel Ángelenero 29, 2012

    Mayte: Me haces rememorar tiempos muy, muy pasados de mi vida, con sus vivencias respectivas de lugares, personajes,
    ambientes, sensaciones,... Aunque pienso que para entender y
    sentir lo que cuentas hay que tener alrededor de ¡medio siglo! -por lo menos- a cuestas. Muchas gracias, amiga. Miguel Ángel.

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  5. Cuantos recuerdos me vienen a la cabeza con ésta historia, y que cercana me resulta.Un beso.

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  6. Con tus palabras haces que volvamos a vivir aquellos momentos de nuestra infancia.

    Gracias por amenizarnos con tus escritos.

    Elena

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