A las tres y cuarto de la madrugada sonó la alarma
del móvil, se tiró de la cama y corrió al cuarto de baño. Mientras se cepillaba
los dientes pensó en los niños de diez y doce años que dormían en la habitación
contigua a la suya. El mayor, responsable y sereno como la madre, alisaba el
camino para el otro, de temperamento algo más descuidado. Era viernes, y la
noche anterior se acostaron planificando el fin de semana que arrancaba esa
misma tarde, con hamburguesa casera y película de videoclub. Tres años atrás,
antes de despedir al marido de la empresa de construcción,
eran una familia modelo, según allegados y conocidos. Pero a partir de ese
suceso, aquel hombre bueno, atento, amante de sus hijos y enamorado de ella, se
convirtió en un tirano desconocido, con quien la convivencia resultaba ya del todo
imposible. Volvió de sus pensamientos y, cuando acabó de arreglarse, cogió de
la nevera la tartera que dejó preparada antes de la cena; pasó por delante de
él y se marchó sin cruzar palabra alguna.
Tenía el coche aparcado dos calles más abajo. Iba bien de tiempo. Trabajaba
a treinta kilómetros en una fábrica de galletas, en
la sección de etiquetado y embalaje. Era enero, hacía mucho frío, y estaba muy
oscuro, porque seguía fallando el alumbrado en esa parte de la barriada. “La piel del miedo se adhiere al cuerpo
como una lapa”. Avanzaba por la acera a paso rápido, cuando contuvo la
respiración porque un ruido en seco cortó el viento como a navaja. Escasos
metros y alcanzaría el automóvil, se dijo, pero, no pudo: alguien la retuvo con
fuerza por los brazos. La metieron violentamente en una furgoneta cuyo motor ya
estaba en marcha, subiendo con ella a la parte de atrás dos de sus agresores,
cubiertos con pasamontañas.
Un tercer cómplice arrancó el vehículo con
brusquedad. Amordazada, consiguieron reducirla sujetándola de pies y manos. El
más corpulento se colocó tan cerca que la rozó con la feroz erección de su
miembro. Aquello vino a confirmar sus temores: a partir de ese momento, nada
bueno ocurriría. Serían algo menos de las cinco cuando la furgoneta se detuvo.
El conductor saltó a tierra y abrió la puerta trasera para que salieran los
otros. La llevaron prácticamente en volandas,
tumbándola sobre la aspereza de un suelo desigual. Temblaba “la piel del miedo se adhiere al cuerpo como
una lapa”. Rápidamente la despojaron del pantalón y, aflojando la presión
del acero que ella notaba cortante contra su pubis, rompieron a tirones su ropa
interior. El más joven,
en cuanto empezó a retorcerla los pezones, oyéndola gritar de espanto
más que de dolor, se corrió. La violaron brutalmente, repetidas veces,
tronchados de la risa, ebrios. Cada arremetida le producía repugnancia
avergonzándose de sí misma. Le dolían las ingles, y tenía el cuerpo tan molido
como si un ejército de camiones hubiesen pasado en fila por encima. Sufrió
vejaciones de todo tipo, y alguna penetración anal que la puso al borde del
desgarro. Menos el más agresivo, que lo hizo dentro de la vagina jadeando como
un salvaje, los otros eyacularon cerca de su boca obligándola a mantenerla
abierta. La dejaron allí tirada, desnuda, descalza, humillada y con el insulto
mordiéndole la entrepierna. Exhausta, apenas podía tenerse en pie pero, sacando
fuerzas de flaqueza, se levantó. Empezaba a aclarar el día. Recogió sus ropas, esparcidas
entre las hierbas, y se alejó cuanto pudo del lugar del espanto. Miró en todas
direcciones; nada conocía del lugar, pero tenía que marcharse. Sin
documentación ni dinero, poco podía hacer cuando llegó a una estación de
Cercanías salvo intentar convencer al único taxista que se encontraba en la
parada para que la llevara de vuelta a su domicilio. Le dijo que acababan de
robarla y el hombre la creyó. Durante el trayecto permaneció con los ojos cerrados. Abrió la puerta de su casa con sumo
cuidado, entró a la cocina, tomó un billete de cincuenta euros que guardaba en
un bote de cacao vacío, y bajó a pagar al taxista. Cuando regresó nada había cambiado: latas de
cerveza por la mesa, el mando a distancia medio caído entre el sillón y la
barriga del marido, ronquidos estrepitosos, y la tele puesta en un canal
indefinido. Nada había cambiado excepto ella. Entonces vomitó. Sacó del
botiquín un blíster y se tomó un somnífero que no la hizo efecto.
Aproximadamente un año después continuaba de baja
por fuerte depresión. Aunque nunca contó los verdaderos motivos que la
condujeron a su estado, sus más cercanos lo achacaban al complicadísimo bache
matrimonial y económico que atravesaban. Hace unas mañanas, preparando el
desayuno de los niños, se quedó perpleja al escuchar por la radio unas palabras
del nuevo ministro de Justicia respecto a la ley del aborto: “suprimir la ley de plazos es,
probablemente, la medida más progresista que podía tomar”. Se echó a
temblar, buscó una silla donde sentarse. Regresaron las náuseas a la boca del
estómago y con ellas el dolor, los insultos, el desprecio, la oquedad del
corazón; como también lo hiciera el recuerdo de aquella otra sensación cuando
se supo embarazada del agresor y tomó la firme decisión de abortar. La voz de
su hijo pidiendo un poco de leche fría la obligó a regresar de sus recuerdos.
Acabó de atender a los suyos y, una vez sola, se dio cuenta de los errores que
cometió aquel día: no acudir a un centro sanitario donde habrían activado el
protocolo correspondiente, así como no pedir ayuda ni admitir que tenía un
problema y convenía contarlo. Ahora sentía la necesidad de salir del agujero. Lo
primero era tramitar el divorcio. No aguantaba
más.
Esa misma tarde sus hijos tenían revisión rutinaria
en el dentista. Aguardaban la salida de un paciente cuando un folleto llamó su atención. Lo cogió, y, doblándolo se lo
guardó en el bolsillo de la gabardina. Ya en casa, encerrada en el cuarto de baño, lo leyó: “Congreso internacional de mujeres violadas. Confirmar asistencia”.
Por el reverso venía un número de teléfono y una dirección web. Bajó a la
calle, fue al ciber, pidió línea, entró en la cabina ocho y marcó el número que
llevaba apuntado en la palma de la mano. Una persona de tono amable fue
preguntándole sus datos personales, la inscribió e indicó lugar, fecha y hora
del congreso. Llegado el día, el aforo estaba lleno. Apagaron las luces y un cañón de foco potente giró
hasta iluminar un rostro de mujer, roto
de dolor tras haber sido violada. Calculó que intervinieron medio centenar de
personas compartiendo la misma opinión: “con ayuda, de esto, se sale”. Estaba
sentada por las últimas filas, se levantó, centró la cremallera de la falda,
caminó con paso seguro, y subió los escalones que la separaban del escenario.
Allí, uno de los organizadores le tendió la
mano recibiéndola con una amplia sonrisa, mientras decía “tranquila que lo vas a hacer muy bien”. Se aferró fuerte a él,
bajó un poco el micrófono hasta su altura y, con voz ronca, entrecortada,
carraspeó y dijo: Me llamo Pilar (silencio absoluto y gran expectación entre
los presentes). Me violaron tres hombres hace
menos de un año y no lo he superado. No me atrevo a hablar de ello, todavía me
siento sucia, culpable, responsable y estoy aquí porque necesito de vuestra
ayuda. Necesito recuperar mi autoestima, la confianza en mí y vencer a la piel del miedo que se adhiere al cuerpo
como una lapa. Un abrigo de aplausos, su propio llanto y el abrazo de
algunas compañeras con parecida experiencia abrieron la
brecha de un camino que sería difícil pero contundente para superar el trauma
vivido.
Conmovedora historia escrita con elegancia. Sigue Mayte.
ResponderEliminarUn relato sublime y escalofriánte. Me ha hecho soltar alguna lágrima por el realismo que desprende. Gracias por compartirlo Miguel, y gracias a ti Mayte por relatarlo. :)
ResponderEliminarHiván Ramone
Conmovedora historia...ojala en el dia de mañana se pueda decidir mas en todo.
ResponderEliminarUff tengo un nudo en la garganta.
ResponderEliminarHistoria desgarradora. Llega justo donde el corazón se encoge.
ResponderEliminarA la vez q lo iba leyendo me iba poniendo en el papel de la mujer,porque como bien sabes salgo de casa todos los dias muy temprano y tambien voy asustada hasta llegar al coche.siempre piensas en que no tiene porque pasarte a ti pero es la pura realidad que seguro pasa muchas veces.besos prima
ResponderEliminarMe ha gustado mucho tu relato, Mayte. La verdad es que es muy crudo y fuerte. Me ha gustado cómo te expresas y que hayas querido hacer una reflexión sobre el aborto que han decidido restringir hace poco. Es un tema muy controvertido y polémico. Yo desde luego estoy a favor de la ley de plazos, pero bueno, aquí en España tenemos una carga religiosa más fuerte de la que todavía nos pensamos por parte de mucha gente.
ResponderEliminarMayte sublime relato de una tragedia, no podia apartar la vista del texto, pensando que esto le puede ocurrir a cualquiera, temblando poniendo en la piel de esa mujer que describe tu historia pero que podriamos haber sido cualquiera de nosotras.
ResponderEliminarSabía manera de poner encima de la mesa un montón de temas pendientes, los malos tratos, la leu del aborto, la vergüenza de la victima, tantas cosas que solucionar y en cambio que poco hacemos.
Felicidades de nuevo, para mí es un placer leerte. Un beso.
Pilar perez Martín.
Emotiva y bien contada. Felicidades
ResponderEliminarMuy bien narrado.. Mayte . conmovedor.. sigue escribiendolo haces genial.
ResponderEliminarUffff...., se me ha puesto la piel de gallina y al mismo tiempo me han venido unos recuerdos de mi infancia en la que a punto estuve de ser violada por un conductor de autobús. Antes los violadores lo hacían con engaños a las niñas que éramos bastante ingenuas y no se veía tanta televisión; menos mal que reaccioné a tiempo y eché a correr.
ResponderEliminarComo siempre, genial. Besos. Mamebe