12.
Desde la toma de posesión en el
cargo del nuevo gobernador Rick Scott, la pena capital en Florida se aplicaba
con demasiada frecuencia. Robert Brian Waterhouse, de 65 años, llevaba 31 en el
corredor de la muerte acusado de violar y asesinar a Deborah Kammerer a la que
conoció en un bar. La autopsia reveló el mapa de torturas encontradas en el
cuerpo sin vida arrastrado por la marea hasta una playa de Tampa. Ejecutaron al
preso en febrero de 2012, con inyección letal, en la prisión estatal de Starke,
al norte del Estado. Acogiéndose al derecho a elegir “su última cena”, pidió
chuletas de cordero, huevos fritos, dos tostadas, un trozo de tarta de cerezas,
helado de nuez, jugo de naranja y leche, previo a eso estuvo tres horas en
contacto físico con su esposa. Como suele ocurrir en hechos similares,
manifestaciones diarias a las puertas de la cárcel, con defensores y
detractores a favor y en contra de ajusticiar al reo, eran constantes, además
de colarse también, pancarta en alto, supremacistas pertenecientes a alguna
iglesia baptista proclamando la inminente llegada de Jesucristo, mientras
condenaban a la mujer por pecadora y ser la tentación maligna del hombre,
imágenes repetidas una y mil veces en las televisiones locales. Por el
contrario, apenas un puñado de personas lanzaban consignas para abolir dicha
pena hasta que eran acalladas por los radicales. A Ernesto Acosta, el
morenito, cosas así le ponían el vello de punta y se encogía por dentro
empatizando con el dolor y sufrimiento de las víctimas.
–¿Ernesto
quieres participar en el campeonato de pesca de tiburón toro? –le interpeló el
encargado de la tienda donde trabajaba los sábados por la mañana.
–Pero
está prohibido, ¿no? –preguntó, mientras colocaba en su sitio algunos conos de
sedal trenzado listos para vender.
–Permiten
una pieza por persona o dos por embarcación, sin embargo, ahora hay muchos y
dicen que, si no se elimina un número determinado de ellos, peligran otras
especies, además de los bañistas. Nosotros, junto a otras empresas del sector,
lo patrocinamos.
–Lo
pensaré –así se lo quitó de encima, sin más explicaciones, no le apetecía nada
hacerlo.
–Vigila
a aquel chico –señaló con el dedo justo al rincón de los expositores de gafas y
guantes–, esconde algo debajo de la camisa.
–¿Estás
seguro? –preguntó incrédulo, no era la primera vez que el compañero se
equivocaba en algo tan humillante.
–Pues
sí. Llamaré al jefe no sea que luego lo pague conmigo –descolgó el teléfono y
al minuto el responsable se hizo cargo.
–Deposita
ahí todo lo que llevas, y vacía los bolsillos. ¡Vamos, que no tengo todo el
día! –exigió con tono grosero, el muchacho, asustado, bajaba la cabeza,
paralizado.
–Solo
miraba, se lo juro, no llevo nada, compruébenlo ustedes mismos –ofreció
levantándose la camiseta más grande de su talla.
–¿Y
eso del pantalón? –casi le tira de un empujón.
–Son
cosas que voy encontrando por los caminos: piedras marinas, restos de
desprendimiento rocosos, objetos semienterrados en la arena, materia extraña,
me gusta estudiar cuanto acompaña nuestro hábitat y forma parte del entorno
cotidiano.
–¿Y
dónde realizas tan ardua labor? –el responsable del negocio no daba crédito a
semejante estupidez: ¿cómo era posible que un homeless, con pinta de
muerto de hambre, tuviese ese don?
–En
un laboratorio con más gente que se dedica a lo mismo, si no me creen puedo
demostrarlo –busco dentro del bolsillo trasero del pantalón, pero le
interrumpieron.
–¡Eh!,
ni se te ocurra hacer ninguna tontería –dijeron, por si llevaba armas.
–Señor
–intervino Ernesto–, el muchacho no es ninguna amenaza, no hay más que verlo.
–Tú
y tus teorías de la buena gente, mira que te digo –gritó–: como nos la juegue
te lo descuento del sueldo –dio media vuelta y volvió al despacho, el encargado
se escabulló para no tener que aguantar las monsergas del morenito.
–¿Te
interesa algo en particular? –recorrieron juntos el establecimiento.
–Va
a ser el cumpleaños de mi novia, es muy aficionada a la pesca y pensé encontrar
aquí algún regalo bonito para ella, aunque casi salgo esposado por la policía.
–No
les hagas caso, son un poco brutos y enseguida se ponen nerviosos –rieron–.
Este conjunto de gorro y braga de cuello han llegado nuevos, su tejido
cortaviento mitiga muchísimo el frío del mar, le gustará.
–Gracias,
seguramente. Me lo llevo –dudó de si hacerlo o no dado el trato recibido por
parte de los otros empleados, pero lo hizo.
–Que
lo disfrute –dijo Ernesto entregándole la bolsa con sorpresa incluida: una caja
de señuelos descatalogados.
Ese
sábado terminaron de trabajar muy temprano. Los estadounidenses pasaban por un
momento delicado en lo referente a la economía debido a un incremento
indiscriminados del precio de las aseguradoras privadas ya que el coste de los
tratamientos en la mayoría de los casos arruinan a los usuarios, quienes, al no
poder hacer frente a las elevadísimas facturas, se dejan morir; otra de las
causas se debe también al hundimiento de algunas industrias dejando a miles de
trabajadores desempleados lo cual les obligaba a ser bastante selectivos con
los gastos recortando en aquellas cosas que no eran de primera necesidad, donde
se incluye, obviamente, todo lo relacionado con el sector ocio. Semanas atrás,
Ernesto Acosta, el morenito, escuchó comentar a alguien que acababan de
abrir un diner de carretera en el tramo que va de Everglades City a
Naples. Arrancó la camioneta y tomó la US-41N/Tamiami Trail E. Había mucho
tráfico en sentido contrario, la mayoría, gente joven yendo quizá a divertirse
lejos de su entorno a algún local de moda. Mientras conducía, sin quitar las
manos del volante, pensó en el episodio recién ocurrido con el muchacho. No era
la primera vez que presenciaba una escena discriminatoria por el simple hecho
de las apariencias. Entonces recordó la vivida en propia piel. Tracy estaba muy
resfriada, con fiebres tan altas que apenas se sostenía en pie, pero estaba
pendiente de un pedido de varias redes cuyo pago se abonaría a la entrega de
dicho material. Se celebraba la Feria Internacional del Barco de Miami donde se
daban cita lo más adinerado de la sociedad, para adquirir lujosas embarcaciones
que los llevaría de paseo a soltar adrenalina por alta mar. El patrón de un
catamarán contacto con ella y les recomendó a veinte compañeros más, puesto que
por toda la comarca sabían que la mejor tejedora era la señora Garber. Andrew y
él emprendieron viaje con los paquetes en el maletero y protegidos con
plásticos. Era la segunda vez que el morenito contemplaba el paisaje
glamuroso de la ciudad, sus anchas avenidas, rascacielos perdiéndose en el
infinito de la altura, ruido infernal en las calles y colores vivos allá donde
mirase. La autopista que va por encima del canal, desde el distrito Downtown
hasta el puerto, era un desfile de automóviles deportivos, ensordeciendo con
sus tubos de escape a todo gas. Llegados al destino localizaron al hombre con
quien debían tratar.
–Me
llamo Andrew y soy hermano de Tracy Garber –se presentó ante un tipo de
complexión fuerte a quien mejor no contrariar.
–¿Por
qué no ha venido ella? –preguntó con desprecio.
–Está
enferma, un simple resfriado, nada importante. Aquí tiene lo acordado. Trae los
paquetes –pidió a su acompañante.
–¡Eh!,
aguarde un momento. ¿Cómo se atreve a venir con el negro vestido de pordiosero?
Si le ve el dueño, un pez gordo de las petroleras, se me cae el pelo –y
girándose hacia el morenito exclamó–: ¡si lo tocas te corto el pescuezo!
¡Fuera!
–Oiga,
que el chico es como un hijo para nosotros, es ciudadano estadounidense, y no
tiene usted ningún derecho a ofendernos de esa manera –dijo enfadadísimo,
aunque los ojos encendidos del marinero le aterraron.
–Déjalo,
me subo a la camioneta –Ernesto quería evitar por todos los medios un
encontronazo entre ambos hombres, pero Andrew era muy suyo y testarudo, y
tampoco iba a consentir que le humillaran.
–¡Quédate
donde estás! –lo que sucedió a continuación fue un desencuentro verbal, potente
y desagradable que a punto estuvo de llevar al traste el negocio de Tracy, pero
lo que más le resarció fue ver acojonado a aquel grandullón delante de un
Andrew muy crecido. Así recordó aquel episodio hasta que las luces de neón le
trajeron de vuelta a la realidad.
El
diner, medio iluminado en mitad del descampado, era un viejo vagón de
ferrocarril traído expresamente de Connecticut y acondicionado para funcionar
como restaurante, igual a muchos que se encuentran por todo Estados Unidos,
frecuentados, en su mayoría, por quienes están ya hartos de los McDonald’s y los
Dunkin’ Donuts, y buscan, como él, el anonimato de la noche. Ernesto Acosta
estacionó la camioneta en la única plaza libre junto al antiguo dispensador de
gasolina en desuso. Al abrir la puerta lo primero que notó fue la gran bofetada
de aire caliente movido por las aspas de la lámpara ventilador y mezclando los
olores fuertes y desagradables concentrados ahí: restos podridos de vísceras de
pescado adheridas a la ropa, fritos y todo aquello que transpira por la piel
del ser humano. Las mesas, situadas a lo largo del establecimiento, estaban
separadas de los taburetes de la barra tapizados en cuero rojo, por un estrecho
pasillo cuyo suelo de baldosas, en tonos claros y oscuros, se veían impolutas.
El camarero, de rasgos y acento latino, rondaba los ochenta años y, mientras se
lamentaba de la poca vida que le quedaba por delante, enjuagaba la vajilla
dejándola escurrir sobre una chapa mate. Los clientes, algunos habituales dada
la confianza entre ellos, le instaban a darse prisa tomando nota de las
comandas.
–¿Café?
–dijo, mostrando la dentadura podrida, amarillenta y a falta de alguna pieza.
–Sí
–respondió el morenito en inglés evitando emprender una charla.
–¿De
dónde eres? –no se daba por vencido.
–De
Chokoloskee –mencionó molesto y desganado.
–¿Qué
de dónde eres de verdad? –empezaba a perder las formas.
–Nací
en Cuba, pero salí de allí hace mucho, soy ciudadano americano.
–Te
equivocas, nunca dejas de ser de la patria donde se nace. ¡Nunca! –exclamó.
–Además
de café –pidió Ernesto–, quiero un panecillo de los grandes con pechuga de
pollo rebozada, mucha salsa de tomate y queso fundido. –El hombre, con dedos
huesudos y deformes se manejaba con dificultad.
–Hijo,
yo te conozco –se le acercó una mujer mayor–, eres el chico de los Garber, ¿verdad?
–Sí,
me llamo Ernesto. ¿Los conocía? –preguntó al borde de la emoción porque alguien
los recordaba.
–Tracy
y yo éramos viejas amigas, pero ya sabes lo rara, testaruda e introvertida que
llegaba a ser –dijo mirando al techo–. Una vez discrepamos por una tontería y
nos distanciamos muchísimo, después me enteré de lo tuyo e hice intención de
verla –chascó la lengua–, no obstante, son impulsos que vas dejando para mañana
y nunca haces por pereza, por reparo o porque ha pasado tanto tiempo ya que no
tiene mucho sentido…
–Pues
sí, a todos nos ocurre.
–Luego
se corrió la voz de la forma tan poco ortodoxa que tuvo de morir –hizo una
breve pausa– y, no sé, no lo comparto, la vida no nos pertenece ni podemos
acabar con ella cuando nos place, en cualquiera de los casos, lo sentí de veras,
y pienso que, desde siempre, fue una mujer que afrontó muchas adversidades y
siempre salió airosa.
–Veo
que la conocía bien –se movía continuamente en el asiento, tic recurrente en él
cada vez que no estaba a gusto con alguien–. Hay decisiones difíciles de tomar,
pero necesarias porque uno mismo lo entiende así, pese a salirse de las normas establecidas
a ojos de los demás.
–Estoy
allí con la familia, si quieres unirte estaremos encantados.
–No,
gracias. Enseguida me voy. –Se despidieron saludándose con la mano. El
morenito apreció recuperar la soledad, comió rápido, pagó dejando la
propina obligatoria y regresó a su zona de confort donde pacientemente
esperaría noticias.
Aunque
pasaba el tiempo y aún no sabía si los pajaritos de La Habana alzarían
pronto el vuelo, él mantenía todo a punto y preparado para salir a navegar en
cualquier momento. Durante las últimas semanas el ambiente en mar abierto
estaba muy cargado al interceptar la Guardia Costera varias lanchas de narcos que
trataban de acceder al país para introducir la mercancía ilegal por cualquier
resquicio de la costa, de modo que, el más mínimo movimiento en falso de los
balseros podría llevar al traste todo intento de alcanzar aguas estadounidenses.
La vigilancia en el estrecho de la Florida era extremada, apenas faenaban
barcos pesqueros por la zona temiendo ser confundidos con traficantes. Sin
embargo, Ernesto lo hacía por ocio y para probar la ruta menos peligrosa hasta
Cayo Hueso. Memorizó las coordenadas como le enseñaron Andrew y Tracy
repitiendo el mismo itinerario cada día y regresando con apenas cuatro peces
incomibles.
–Buenos
días. ¿Hacia dónde se dirige? –preguntó la Guardia Costera cuya lancha se
detuvo impidiéndole el paso.
–Voy
a los Everglades a pescar truchas marinas, creo que hay bastantes –respondió el
morenito.
–Está
un poco lejos de aquí, ¿no cree? –advirtió el guardacostas de mayor rango.
–Uy,
pues ahora que lo dice –Ernesto se azaró mucho–, es verdad. No tengo demasiada
experiencia y a veces me pierdo. Daré la vuelta, menudo despiste, iba en
dirección contraria.
–No
tan deprisa, gire hasta ponerse en paralelo a nosotros y pare el motor –obedeció
con la boca seca y la lengua como lija.
–Se
confunden, yo no he hecho nada. ¿Qué ocurre?
–Las
preguntas las hacemos nosotros –dijo el agente que saltó de una barca a otra–,
enséñeme la documentación del barco y la suya.
–De
acuerdo –Ernesto sacó la bolsa estanca y de ella sus papeles–. Tenga. –El otro,
alargando el brazo se lo dio a los oficiales quienes comunicaron por radio con
la central, tras unos minutos aclararon que todo estaba en orden. Una vez de
vuelta cada cual a su sitio mostraron sus respetos con el saludo militar que él
imitó llevándose los dedos de la mano derecha, muy juntos, hasta la visera de
la gorra.
A
93 millas de Cayo Hueso, en Cuba, Rodrigo Núñez ultimaba detalles con Hilario y
Osvaldo García, de 35 y 37 años respectivamente, quienes recién terminaron de
construir la balsa rudimentaria hecha de caños, cuerda y listones de madera,
lista para llevarlos al paraíso soñado. Eran vecinos de La Habana, en la
confluencia de San Lorenzo con Águila, a pocas cuadras del Malecón, donde
compartían espacio con más miembros de la familia en una casa semi en ruinas.
Dentro, en la planta baja, cubierta con diversos trapos para no verse a través
de los huecos de las ventanas sin hojas ni cristales, los más pequeños y, por
ende, más inocentes, jugaban alrededor de aquel mágico y extraño aparato en el
que navegarían piratas dispuestos a llevarlos a ellos también al mundo donde
abundaban los juguetes y los pasteles de guayaba con su hojaldre bien
crujiente.
–Si
lo tenéis todo a punto hablaré con mi sobrino para concretar fecha –dijo
Rodrigo.
–Ven,
mira –levantaron una esquina de los trapos–. De haber contado con mejores
materiales la habríamos armado antes, esperemos que resista con nosotros encima,
pero sí, estamos preparados para la aventura…
–En
cuanto sepa os digo. –Ese día Rodrigo Núñez aprovechó un momento que su hija
Elsa no estaba y llamó a Ernesto para explicarle los motivos de la tardanza y
comunicarle que los pajaritos tenían las alas curadas, el viento había
amainado y se unirían a las camadas de aves migratorias, hay que localizar el
nido y poner bebederos nuevos.
–Perfecto
–el morenito descifró el mensaje entendiendo que dos personas saldrían
en balsa y había que recogerlos antes de avistar Cayo Hueso transportándolos a
lugar seguro.
Las
luces del vecindario en Chokoloskee permanecían apagadas, tan solo se escuchaba
el trasteo de los pescadores prestos a hacerse a la mar y el ladrido de los
perros que salían con los cazadores al Parque Nacional de los Everglades en
busca de presa. Era la 1:35 a.m. cuando Ernesto Acosta cargo una nevera
portátil con botellas de agua y bocadillos fríos, añadió al equipaje dos
chalecos más, a parte del suyo, chubasqueros, bengalas, el botiquín y una
linterna bastante potente. Comprobó que llevaba consigo la navaja y para
reforzar más el viaje en caso de volverse a topar con las Fuerzas Armadas cogió
una red. Una vez en la barca agradeció a las alturas que el agua estuviese en
calma, apenas sin oleaje, ni embarcaciones a la vista. En el horizonte, lejos,
flotaba una mancha oscura, tal vez dos, como galletas subiendo y bajando con el
vaivén de las olas. Tomó los prismáticos, acercó la imagen cuanto pudo y
localizó unos puntos negros en mitad del océano. ¡Eran ellos!, ahí estaban,
exhaustos, remando con las manos desde que perdieron el motor, impacientes y
temerosos de ser descubiertos, pero agudizando el oído y enfocando bien la
mirada al frente se quedaron muy quietos y con el corazón a punto de
estallarles dentro del pecho, cuando vieron brillar en el firmamento las
chispas de una bengala, entonces, un manojo de lágrimas cayó por sus mejillas
como gotas de esperanza. Ahora, actualmente, algunos buques cargados con
migrantes son retenidos en aguas de nadie a la espera de que la justicia
internacional autorice el desembarco. Podríamos decir que, en ese sentido, la
cosa ha empeorado.
Post aderezado con entrantes no exentos de interés.
ResponderEliminarHilario y Osvaldo, pobres, no saben que van a un país gobernado por un lunático ególatra, que se olvida de sus raíces e intenta acabar con lo que a hecho grande a los EEUU., su hospitalidad para con todas las razas, como debe ser.
Juzgar por las apariencia está entre nosotros desde que el mundo es mundo, en cambio siempre evitamos los espejos para no vernos realmente cómo somos.
ResponderEliminarEso es: la mano a la altura de la visera y el corazón latiendo a todo meter.
ResponderEliminarAhora ando como loco buscando un diner
ResponderEliminarQue falta de empatía con personas que solo tratan de mejorar sus vidas. Una pena, según el panorama que tenemos, no parece que esto vaya a mejor
ResponderEliminarMe ha hecho reflexionar en cómo las apariencias nos influyen, que no estamos libres de prejuicios. ¡Ay! ¡Qué lastima de EEU U y qué lástima de mundo! Estamos en manos de un loco, de unos locos.... ¡qué peligro!
ResponderEliminarGracias por esta nueva etapa en el recorrido por "la otra Florida"
Estas tocando cosas que suceden (ahora mismo) en cualquier sitio, y que cada vez se sufre más, pues también van poniendo trabas en todas partes, para que esto no suceda, pero que por culpa de los más poderosos lo ponen muy difícil para esa pobre gente que se juega la vida.😘👍👏
ResponderEliminar