domingo, 2 de marzo de 2025

La otra Florida

12.

Desde la toma de posesión en el cargo del nuevo gobernador Rick Scott, la pena capital en Florida se aplicaba con demasiada frecuencia. Robert Brian Waterhouse, de 65 años, llevaba 31 en el corredor de la muerte acusado de violar y asesinar a Deborah Kammerer a la que conoció en un bar. La autopsia reveló el mapa de torturas encontradas en el cuerpo sin vida arrastrado por la marea hasta una playa de Tampa. Ejecutaron al preso en febrero de 2012, con inyección letal, en la prisión estatal de Starke, al norte del Estado. Acogiéndose al derecho a elegir “su última cena”, pidió chuletas de cordero, huevos fritos, dos tostadas, un trozo de tarta de cerezas, helado de nuez, jugo de naranja y leche, previo a eso estuvo tres horas en contacto físico con su esposa. Como suele ocurrir en hechos similares, manifestaciones diarias a las puertas de la cárcel, con defensores y detractores a favor y en contra de ajusticiar al reo, eran constantes, además de colarse también, pancarta en alto, supremacistas pertenecientes a alguna iglesia baptista proclamando la inminente llegada de Jesucristo, mientras condenaban a la mujer por pecadora y ser la tentación maligna del hombre, imágenes repetidas una y mil veces en las televisiones locales. Por el contrario, apenas un puñado de personas lanzaban consignas para abolir dicha pena hasta que eran acalladas por los radicales. A Ernesto Acosta, el morenito, cosas así le ponían el vello de punta y se encogía por dentro empatizando con el dolor y sufrimiento de las víctimas.
          –¿Ernesto quieres participar en el campeonato de pesca de tiburón toro? –le interpeló el encargado de la tienda donde trabajaba los sábados por la mañana.
          –Pero está prohibido, ¿no? –preguntó, mientras colocaba en su sitio algunos conos de sedal trenzado listos para vender.
          –Permiten una pieza por persona o dos por embarcación, sin embargo, ahora hay muchos y dicen que, si no se elimina un número determinado de ellos, peligran otras especies, además de los bañistas. Nosotros, junto a otras empresas del sector, lo patrocinamos.
          –Lo pensaré –así se lo quitó de encima, sin más explicaciones, no le apetecía nada hacerlo.
          –Vigila a aquel chico –señaló con el dedo justo al rincón de los expositores de gafas y guantes–, esconde algo debajo de la camisa.
          –¿Estás seguro? –preguntó incrédulo, no era la primera vez que el compañero se equivocaba en algo tan humillante.
          –Pues sí. Llamaré al jefe no sea que luego lo pague conmigo –descolgó el teléfono y al minuto el responsable se hizo cargo.
          –Deposita ahí todo lo que llevas, y vacía los bolsillos. ¡Vamos, que no tengo todo el día! –exigió con tono grosero, el muchacho, asustado, bajaba la cabeza, paralizado.
          –Solo miraba, se lo juro, no llevo nada, compruébenlo ustedes mismos –ofreció levantándose la camiseta más grande de su talla.
          –¿Y eso del pantalón? –casi le tira de un empujón.
          –Son cosas que voy encontrando por los caminos: piedras marinas, restos de desprendimiento rocosos, objetos semienterrados en la arena, materia extraña, me gusta estudiar cuanto acompaña nuestro hábitat y forma parte del entorno cotidiano.
          –¿Y dónde realizas tan ardua labor? –el responsable del negocio no daba crédito a semejante estupidez: ¿cómo era posible que un homeless, con pinta de muerto de hambre, tuviese ese don?
          –En un laboratorio con más gente que se dedica a lo mismo, si no me creen puedo demostrarlo –busco dentro del bolsillo trasero del pantalón, pero le interrumpieron.
          –¡Eh!, ni se te ocurra hacer ninguna tontería –dijeron, por si llevaba armas.
          –Señor –intervino Ernesto–, el muchacho no es ninguna amenaza, no hay más que verlo.
          –Tú y tus teorías de la buena gente, mira que te digo –gritó–: como nos la juegue te lo descuento del sueldo –dio media vuelta y volvió al despacho, el encargado se escabulló para no tener que aguantar las monsergas del morenito.
          –¿Te interesa algo en particular? –recorrieron juntos el establecimiento.
          –Va a ser el cumpleaños de mi novia, es muy aficionada a la pesca y pensé encontrar aquí algún regalo bonito para ella, aunque casi salgo esposado por la policía.
          –No les hagas caso, son un poco brutos y enseguida se ponen nerviosos –rieron–. Este conjunto de gorro y braga de cuello han llegado nuevos, su tejido cortaviento mitiga muchísimo el frío del mar, le gustará.
          –Gracias, seguramente. Me lo llevo –dudó de si hacerlo o no dado el trato recibido por parte de los otros empleados, pero lo hizo.
          –Que lo disfrute –dijo Ernesto entregándole la bolsa con sorpresa incluida: una caja de señuelos descatalogados.
          Ese sábado terminaron de trabajar muy temprano. Los estadounidenses pasaban por un momento delicado en lo referente a la economía debido a un incremento indiscriminados del precio de las aseguradoras privadas ya que el coste de los tratamientos en la mayoría de los casos arruinan a los usuarios, quienes, al no poder hacer frente a las elevadísimas facturas, se dejan morir; otra de las causas se debe también al hundimiento de algunas industrias dejando a miles de trabajadores desempleados lo cual les obligaba a ser bastante selectivos con los gastos recortando en aquellas cosas que no eran de primera necesidad, donde se incluye, obviamente, todo lo relacionado con el sector ocio. Semanas atrás, Ernesto Acosta, el morenito, escuchó comentar a alguien que acababan de abrir un diner de carretera en el tramo que va de Everglades City a Naples. Arrancó la camioneta y tomó la US-41N/Tamiami Trail E. Había mucho tráfico en sentido contrario, la mayoría, gente joven yendo quizá a divertirse lejos de su entorno a algún local de moda. Mientras conducía, sin quitar las manos del volante, pensó en el episodio recién ocurrido con el muchacho. No era la primera vez que presenciaba una escena discriminatoria por el simple hecho de las apariencias. Entonces recordó la vivida en propia piel. Tracy estaba muy resfriada, con fiebres tan altas que apenas se sostenía en pie, pero estaba pendiente de un pedido de varias redes cuyo pago se abonaría a la entrega de dicho material. Se celebraba la Feria Internacional del Barco de Miami donde se daban cita lo más adinerado de la sociedad, para adquirir lujosas embarcaciones que los llevaría de paseo a soltar adrenalina por alta mar. El patrón de un catamarán contacto con ella y les recomendó a veinte compañeros más, puesto que por toda la comarca sabían que la mejor tejedora era la señora Garber. Andrew y él emprendieron viaje con los paquetes en el maletero y protegidos con plásticos. Era la segunda vez que el morenito contemplaba el paisaje glamuroso de la ciudad, sus anchas avenidas, rascacielos perdiéndose en el infinito de la altura, ruido infernal en las calles y colores vivos allá donde mirase. La autopista que va por encima del canal, desde el distrito Downtown hasta el puerto, era un desfile de automóviles deportivos, ensordeciendo con sus tubos de escape a todo gas. Llegados al destino localizaron al hombre con quien debían tratar.
          –Me llamo Andrew y soy hermano de Tracy Garber –se presentó ante un tipo de complexión fuerte a quien mejor no contrariar.
          –¿Por qué no ha venido ella? –preguntó con desprecio.
          –Está enferma, un simple resfriado, nada importante. Aquí tiene lo acordado. Trae los paquetes –pidió a su acompañante.
          –¡Eh!, aguarde un momento. ¿Cómo se atreve a venir con el negro vestido de pordiosero? Si le ve el dueño, un pez gordo de las petroleras, se me cae el pelo –y girándose hacia el morenito exclamó–: ¡si lo tocas te corto el pescuezo! ¡Fuera!
          –Oiga, que el chico es como un hijo para nosotros, es ciudadano estadounidense, y no tiene usted ningún derecho a ofendernos de esa manera –dijo enfadadísimo, aunque los ojos encendidos del marinero le aterraron.
          –Déjalo, me subo a la camioneta –Ernesto quería evitar por todos los medios un encontronazo entre ambos hombres, pero Andrew era muy suyo y testarudo, y tampoco iba a consentir que le humillaran.
          –¡Quédate donde estás! –lo que sucedió a continuación fue un desencuentro verbal, potente y desagradable que a punto estuvo de llevar al traste el negocio de Tracy, pero lo que más le resarció fue ver acojonado a aquel grandullón delante de un Andrew muy crecido. Así recordó aquel episodio hasta que las luces de neón le trajeron de vuelta a la realidad.
          El diner, medio iluminado en mitad del descampado, era un viejo vagón de ferrocarril traído expresamente de Connecticut y acondicionado para funcionar como restaurante, igual a muchos que se encuentran por todo Estados Unidos, frecuentados, en su mayoría, por quienes están ya hartos de los McDonald’s y los Dunkin’ Donuts, y buscan, como él, el anonimato de la noche. Ernesto Acosta estacionó la camioneta en la única plaza libre junto al antiguo dispensador de gasolina en desuso. Al abrir la puerta lo primero que notó fue la gran bofetada de aire caliente movido por las aspas de la lámpara ventilador y mezclando los olores fuertes y desagradables concentrados ahí: restos podridos de vísceras de pescado adheridas a la ropa, fritos y todo aquello que transpira por la piel del ser humano. Las mesas, situadas a lo largo del establecimiento, estaban separadas de los taburetes de la barra tapizados en cuero rojo, por un estrecho pasillo cuyo suelo de baldosas, en tonos claros y oscuros, se veían impolutas. El camarero, de rasgos y acento latino, rondaba los ochenta años y, mientras se lamentaba de la poca vida que le quedaba por delante, enjuagaba la vajilla dejándola escurrir sobre una chapa mate. Los clientes, algunos habituales dada la confianza entre ellos, le instaban a darse prisa tomando nota de las comandas.
          –¿Café? –dijo, mostrando la dentadura podrida, amarillenta y a falta de alguna pieza.
          –Sí –respondió el morenito en inglés evitando emprender una charla.
          –¿De dónde eres? –no se daba por vencido.
          –De Chokoloskee –mencionó molesto y desganado.
          –¿Qué de dónde eres de verdad? –empezaba a perder las formas.
          –Nací en Cuba, pero salí de allí hace mucho, soy ciudadano americano.
          –Te equivocas, nunca dejas de ser de la patria donde se nace. ¡Nunca! –exclamó.
          –Además de café –pidió Ernesto–, quiero un panecillo de los grandes con pechuga de pollo rebozada, mucha salsa de tomate y queso fundido. –El hombre, con dedos huesudos y deformes se manejaba con dificultad.
          –Hijo, yo te conozco –se le acercó una mujer mayor–, eres el chico de los Garber, ¿verdad?
          –Sí, me llamo Ernesto. ¿Los conocía? –preguntó al borde de la emoción porque alguien los recordaba.
          –Tracy y yo éramos viejas amigas, pero ya sabes lo rara, testaruda e introvertida que llegaba a ser –dijo mirando al techo–. Una vez discrepamos por una tontería y nos distanciamos muchísimo, después me enteré de lo tuyo e hice intención de verla –chascó la lengua–, no obstante, son impulsos que vas dejando para mañana y nunca haces por pereza, por reparo o porque ha pasado tanto tiempo ya que no tiene mucho sentido…
          –Pues sí, a todos nos ocurre.
          –Luego se corrió la voz de la forma tan poco ortodoxa que tuvo de morir –hizo una breve pausa– y, no sé, no lo comparto, la vida no nos pertenece ni podemos acabar con ella cuando nos place, en cualquiera de los casos, lo sentí de veras, y pienso que, desde siempre, fue una mujer que afrontó muchas adversidades y siempre salió airosa.
          –Veo que la conocía bien –se movía continuamente en el asiento, tic recurrente en él cada vez que no estaba a gusto con alguien–. Hay decisiones difíciles de tomar, pero necesarias porque uno mismo lo entiende así, pese a salirse de las normas establecidas a ojos de los demás.
          –Estoy allí con la familia, si quieres unirte estaremos encantados.
          –No, gracias. Enseguida me voy. –Se despidieron saludándose con la mano. El morenito apreció recuperar la soledad, comió rápido, pagó dejando la propina obligatoria y regresó a su zona de confort donde pacientemente esperaría noticias.
          Aunque pasaba el tiempo y aún no sabía si los pajaritos de La Habana alzarían pronto el vuelo, él mantenía todo a punto y preparado para salir a navegar en cualquier momento. Durante las últimas semanas el ambiente en mar abierto estaba muy cargado al interceptar la Guardia Costera varias lanchas de narcos que trataban de acceder al país para introducir la mercancía ilegal por cualquier resquicio de la costa, de modo que, el más mínimo movimiento en falso de los balseros podría llevar al traste todo intento de alcanzar aguas estadounidenses. La vigilancia en el estrecho de la Florida era extremada, apenas faenaban barcos pesqueros por la zona temiendo ser confundidos con traficantes. Sin embargo, Ernesto lo hacía por ocio y para probar la ruta menos peligrosa hasta Cayo Hueso. Memorizó las coordenadas como le enseñaron Andrew y Tracy repitiendo el mismo itinerario cada día y regresando con apenas cuatro peces incomibles.
          –Buenos días. ¿Hacia dónde se dirige? –preguntó la Guardia Costera cuya lancha se detuvo impidiéndole el paso.
          –Voy a los Everglades a pescar truchas marinas, creo que hay bastantes –respondió el morenito.
          –Está un poco lejos de aquí, ¿no cree? –advirtió el guardacostas de mayor rango.
          –Uy, pues ahora que lo dice –Ernesto se azaró mucho–, es verdad. No tengo demasiada experiencia y a veces me pierdo. Daré la vuelta, menudo despiste, iba en dirección contraria.
          –No tan deprisa, gire hasta ponerse en paralelo a nosotros y pare el motor –obedeció con la boca seca y la lengua como lija.
          –Se confunden, yo no he hecho nada. ¿Qué ocurre?
          –Las preguntas las hacemos nosotros –dijo el agente que saltó de una barca a otra–, enséñeme la documentación del barco y la suya.
          –De acuerdo –Ernesto sacó la bolsa estanca y de ella sus papeles–. Tenga. –El otro, alargando el brazo se lo dio a los oficiales quienes comunicaron por radio con la central, tras unos minutos aclararon que todo estaba en orden. Una vez de vuelta cada cual a su sitio mostraron sus respetos con el saludo militar que él imitó llevándose los dedos de la mano derecha, muy juntos, hasta la visera de la gorra.
          A 93 millas de Cayo Hueso, en Cuba, Rodrigo Núñez ultimaba detalles con Hilario y Osvaldo García, de 35 y 37 años respectivamente, quienes recién terminaron de construir la balsa rudimentaria hecha de caños, cuerda y listones de madera, lista para llevarlos al paraíso soñado. Eran vecinos de La Habana, en la confluencia de San Lorenzo con Águila, a pocas cuadras del Malecón, donde compartían espacio con más miembros de la familia en una casa semi en ruinas. Dentro, en la planta baja, cubierta con diversos trapos para no verse a través de los huecos de las ventanas sin hojas ni cristales, los más pequeños y, por ende, más inocentes, jugaban alrededor de aquel mágico y extraño aparato en el que navegarían piratas dispuestos a llevarlos a ellos también al mundo donde abundaban los juguetes y los pasteles de guayaba con su hojaldre bien crujiente.
          –Si lo tenéis todo a punto hablaré con mi sobrino para concretar fecha –dijo Rodrigo.
          –Ven, mira –levantaron una esquina de los trapos–. De haber contado con mejores materiales la habríamos armado antes, esperemos que resista con nosotros encima, pero sí, estamos preparados para la aventura…
          –En cuanto sepa os digo. –Ese día Rodrigo Núñez aprovechó un momento que su hija Elsa no estaba y llamó a Ernesto para explicarle los motivos de la tardanza y comunicarle que los pajaritos tenían las alas curadas, el viento había amainado y se unirían a las camadas de aves migratorias, hay que localizar el nido y poner bebederos nuevos.
          –Perfecto –el morenito descifró el mensaje entendiendo que dos personas saldrían en balsa y había que recogerlos antes de avistar Cayo Hueso transportándolos a lugar seguro.
          Las luces del vecindario en Chokoloskee permanecían apagadas, tan solo se escuchaba el trasteo de los pescadores prestos a hacerse a la mar y el ladrido de los perros que salían con los cazadores al Parque Nacional de los Everglades en busca de presa. Era la 1:35 a.m. cuando Ernesto Acosta cargo una nevera portátil con botellas de agua y bocadillos fríos, añadió al equipaje dos chalecos más, a parte del suyo, chubasqueros, bengalas, el botiquín y una linterna bastante potente. Comprobó que llevaba consigo la navaja y para reforzar más el viaje en caso de volverse a topar con las Fuerzas Armadas cogió una red. Una vez en la barca agradeció a las alturas que el agua estuviese en calma, apenas sin oleaje, ni embarcaciones a la vista. En el horizonte, lejos, flotaba una mancha oscura, tal vez dos, como galletas subiendo y bajando con el vaivén de las olas. Tomó los prismáticos, acercó la imagen cuanto pudo y localizó unos puntos negros en mitad del océano. ¡Eran ellos!, ahí estaban, exhaustos, remando con las manos desde que perdieron el motor, impacientes y temerosos de ser descubiertos, pero agudizando el oído y enfocando bien la mirada al frente se quedaron muy quietos y con el corazón a punto de estallarles dentro del pecho, cuando vieron brillar en el firmamento las chispas de una bengala, entonces, un manojo de lágrimas cayó por sus mejillas como gotas de esperanza. Ahora, actualmente, algunos buques cargados con migrantes son retenidos en aguas de nadie a la espera de que la justicia internacional autorice el desembarco. Podríamos decir que, en ese sentido, la cosa ha empeorado.

7 comentarios:

  1. Post aderezado con entrantes no exentos de interés.
    Hilario y Osvaldo, pobres, no saben que van a un país gobernado por un lunático ególatra, que se olvida de sus raíces e intenta acabar con lo que a hecho grande a los EEUU., su hospitalidad para con todas las razas, como debe ser.

    ResponderEliminar
  2. Juzgar por las apariencia está entre nosotros desde que el mundo es mundo, en cambio siempre evitamos los espejos para no vernos realmente cómo somos.

    ResponderEliminar
  3. María Doloresmarzo 02, 2025

    Eso es: la mano a la altura de la visera y el corazón latiendo a todo meter.

    ResponderEliminar
  4. Ahora ando como loco buscando un diner

    ResponderEliminar
  5. Que falta de empatía con personas que solo tratan de mejorar sus vidas. Una pena, según el panorama que tenemos, no parece que esto vaya a mejor

    ResponderEliminar
  6. Me ha hecho reflexionar en cómo las apariencias nos influyen, que no estamos libres de prejuicios. ¡Ay! ¡Qué lastima de EEU U y qué lástima de mundo! Estamos en manos de un loco, de unos locos.... ¡qué peligro!
    Gracias por esta nueva etapa en el recorrido por "la otra Florida"

    ResponderEliminar
  7. Estas tocando cosas que suceden (ahora mismo) en cualquier sitio, y que cada vez se sufre más, pues también van poniendo trabas en todas partes, para que esto no suceda, pero que por culpa de los más poderosos lo ponen muy difícil para esa pobre gente que se juega la vida.😘👍👏

    ResponderEliminar