domingo, 16 de febrero de 2025

La otra Florida

11.

A un lado del rótulo tallado en madera rústica donde pone Garber House, refugio de tránsito para balseros hasta obtener la ciudadanía americana o migrar a otros países, ondeaba la bandera de los Estados Unidos movida por esa brisa suave que sopla en Chokoloskee. Adentro, en un lugar destacado de la casa, otra más pequeña junto a la de Cuba hermanaban dos países enfrentados entre sí, pegada a ellas había también un bello paisaje de Puerto Escondido, como si teniéndolo presente fuese imposible olvidar sus raíces. En el otro extremo, rescatado de la bolsa estanca donde guardaba documentos importantes, un viejo retrato de los abuelos maternos, Eliseo y Mirta Núñez, mostrando aquellos dientes blanquísimos, enmarcados en una amplia sonrisa y esa planta de buenas personas que siempre tuvieron. Antes de la llegada de Rodrigo, el morenito le preparó la habitación de Tracy, era la más luminosa e independiente de todas, mientras que él se quedó con la de Andrew, con vistas a la Bahía, dejando libre la que ocupó anteriormente. Terminando de poner sábanas limpias, y dos almohadas individuales, dio con la punta del pie contra algo que había debajo de la cama, lo arrastró hacia fuera, era una maleta tipo neceser, muy usada. La abrió, y miró el desordenado contenido, una mezcla de cosas aparentemente sin sentido: propaganda confederada, la Medalla de Victoria de la Segunda Guerra Mundial, un juego de pendientes antiquísimos, un reloj de bolsillo con la cadena rota y, debajo de todo, preservando grandes secretos, un libro con historias del wéstern americano, cuyas hojas descosidas del lomo cayeron esparcidas por el suelo, al recogerlas se fijó en un papel cuadriculado escrito con exquisita caligrafía. “¡Estabas ahí, eh! –expresó en voz alta–, ahora podré agasajar a mi invitado con este postre típico del sur de la Florida. Y así lo hizo.
          –¿Qué vas a hacer con estos ingredientes? –preguntó al sobrino.
          –Un dulce muy rico, espero que te guste y me salga bien, a veces, como cocinero, soy un puro desastre –no quiso confesar que era la primera vez que la hacía.
          –¿Qué es? –Rodrigo mostró entusiasmado.
          Key Lime Pie, la tarta de lima de los Cayos, original de aquí. Tracy nunca desveló la receta, y la guardó tan bien que he tardado años en encontrarla.
          –¿Qué lleva?
          –Ahora lo verás –Ernesto se manejaba con torpeza entre cazuelas y sartenes.
          –¿Puedo ayudar? –se remangó la camisa mientras cantando Guantanamera llevando el ritmo con mucho estilo.
          –Claro –sonreía–, desmenuza las galletas y mézclalas en este recipiente con la mantequilla hasta formar una masa que podamos extender.
          –¿Cómo si fuera una torta de maíz de las grandes? –aclaró.
          –Eso es. Hay que calentar el horno a 180 ºC para meterla y después dejarla enfriar. Mientras tanto, vamos a preparar el relleno –el morenito rememoró un episodio relacionado con dicho manjar. Andrew se había metido en un manglar poco profundo y, por consiguiente, peligroso, ya que la embarcación podría encallar en cualquier momento. Tracy le guiaba para salir de allí lo antes posible, sin quitarle ojo tampoco a Ernesto que, muerto de miedo, se aferraba fuertemente al chaleco salvavidas. Cuando lo consiguieron paró el motor, soltaron la red, lanzaron las cañas, y comieron bocadillos fríos, al final del almuerzo, como por arte de magia, salió la sorpresa del interior de la cesta de mimbre: tres suculentas porciones de Key Lime Pie, que el paladar agradeció.
          –Vale. ¿Qué hago? –Rodrigo estaba entusiasmado y Ernesto feliz de verle tan entregado.
          –Bate cuatro yemas de huevos, cuando lo tengas añádele leche condensada y este zumo de lima que estoy exprimiendo –el morenito disfrutó entre fogones más que nunca.
          –Creo que la base ya está fría –dijo muy seguro.
          –Pues, allá vamos –volcó la mezcla sobre el molde de galleta y la metió en la nevera. Dos horas después, la decoraron con nata montada y rodajas de lima por encima.
          –Da pena estropear la obra de arte –comentó Rodrigo un tanto afligido–, es un manjar desconocido para un cubano
          –¡Bah! Comamos. –Tras los atentados del 11-S el ambiente era muy convulso y Rodrigo, con nacionalidad cubana, no quería que le relacionasen con la tragedia y tomasen por presunto terrorista, así que, prefirió que los últimos días de estancia en Chokoloskee transcurriesen en la casa, haciéndose compañía. Mantuvieron largas sobremesas, compartieron emociones, confesiones bastante delicadas y toda la batería de temores que a ambos les asaltaba.
          –¿Te gustaría viajar a la patria? –preguntó el hombre deseoso de escuchar una respuesta afirmativa.
          –¡Ahora! ¿Contigo? –se alarmó.
          –Cuando sea –sonrió–, en algún momento.
          –No me lo he planteado. De joven me dieron arrebatos y a punto estuve de hacerlo, pero siempre ocurría algo que me ataba a este lugar, a este pueblo, a estas aguas, a esas personas que, como ya he contado, hicieron tanto por mí.
          –¿Qué recuerdos guardas de allí?
          –Apenas nada: partidos de fútbol con los amigos, la escuela, a la profesora Carmela que cuando tenía ataques de asma para no subir escaleras daba la clase en el jardín, lo cual para nosotros era toda una alegría porque podías no prestar atención sin que se diese cuenta, las calles llenas de personas alegres, lo engalanados que íbamos el día conmemorativo del nacimiento de José Martí, nuestro héroe nacional. No sé, estuve poco tiempo, aunque si indago en la memoria me vienen imágenes mezcladas, muy vagas, quizá de los tíos y tías, pero soy incapaz de asegurarlo, sobre todo, veo a una mujer cosiendo bajo la sombra de una ceiba mientras movía los pies al son de la música habanera. Su piel oscura brillaba como el cristal y llevaba siempre en la cabeza un turbante de flores a juego con el vestido. A veces yo me acercaba y ella me daba caramelos.
          –Era mi esposa –en la mirada de Rodrigo apareció una cortina de tristeza.
          –Háblame de la familia, cuéntame cosas, no sé –sacó la botella de ron y sirvió dos vasos bien colmados.
          –¿Qué quieres saber?
          –Todo –sonrió.
          –De los once hermanos que fuimos, sólo quedamos el que va delante de mí y yo, sigue soltero y se ocupa de la abuela, nunca salió de Puerto Escondido, no tiene oficio determinado ni empleo estable, allá donde necesitan mano de obra, va. Tengo una hija, es historiadora, trabaja para el Gobierno, salió tan inteligente como la madre; tiene tres preciosas niñas por las que despierto cada mañana y ejerzo de abuelo consentidor, me adoran y yo a ellas también. Me casé con la novia de toda la vida –hizo una pausa girando la alianza en su dedo–, vivía dos cuadras más allá de la nuestra, fuimos muy felices. Nos trasladamos a La Habana porque era profesora de canto en una escuela de música, no lejos del Capitolio, nos iba bien hasta que hubo un brote de dengue y se complicó derivando en un cuadro clínico muy grave. Murió en paz y rodeada de sus seres queridos. Desde entonces le encuentro poco sentido a las cosas, pero tengo una familia estupenda que aún me necesita.
          –Lo lamento de veras –no sabía qué decir.
          –Gracias, han pasado algunos años y aún no me hago a la idea de que ya no esté con nosotros –fue a la pila y se mojó la nuca.
          –¿Ves mucho a la abuela? ¿La hablarás de mí? –quiso cambiar de tema.
          –La situación allá no permite realizar desplazamientos, escasea la gasolina y apenas circulan carros, tenemos una distancia de unas 48 millas, lo más que hago es llamar por teléfono. Además, como te dije, tiene alzhéimer y no creo que recordase nada de vosotros, o sí, pero igual aparecían malos recuerdos y no queremos que sufra. Pero sí tienes montones de primos, le diré a Elsa, mi hija, que busque la manera de poneros en contacto. No obstante, te recomiendo que no comentes con nadie la finalidad de tu maravilloso proyecto, nunca sabes quién podría traicionarte por un puñado de plata.
          –Tranquilo, no lo haré, sólo a ella.
          –Tampoco, por su posición la pondrías en un compromiso, como he dicho, corren tiempos difíciles –jamás se perdonaría arriesgar la vida de los suyos.
          –¿Entonces qué has contado de este viaje? –preguntó intrigado.
          ¡Ay, mijito! Los cubanos salimos de la isla a por mercancía para venderla después en el mercado negro, a veces, a cambio de un simple cuartico de arroz, por eso he de comprar algunas cosas para no levantar sospechas.
          –¿Cómo qué? –quería colaborar
          –Cosméticos, bolígrafos, cuadernos, productos de aseo, colonias, artículos que allí son casi imposibles de encontrar.
          –Perfecto, mañana iremos a un par de tiendas, para hoy tengo otros planes. ¿Más café y otro pedazo de tarta? –dijo lo más hospitalario que pudo sonar.
          –Sí, gracias. Por cierto, mencionaste a José Martí, nuestro Héroe de Cuba. ¿Conoces la canción Guantanamera?
          –Claro, acabas de cantarla, y la tengo en una selección musical que compré hace mucho en una gasolinera –respondió el morenito.
          –Pues la primera estrofa que dice: “Yo soy un hombre sincero/de donde crece la palma/y antes de morirme quiero/ echar mis versos del alma”, está sacada de su libro de poema “Versos sencillos”, esa letra la identifico con el desgarro, con la persona que, arrancada de su lugar de origen, busca hacer vínculo con los pobres de la tierra. No sé, allá es un himno por todo cuanto significa, sin embargo, para mí es la manifestación pura de la melancolía.
          –Ponte esto de más abrigo y ven conmigo –cogió el mapa de carreteras, un par de linternas, dos sacos de dormir y comida enlatada. Cuando se incorporaron a la carretera interestatal era noche cerrada, la fauna nocturna de la zona tanteaba el terreno sin miedo a los faros de los automóviles ni a ser arrollados. Todo tipo de ruidos extraños, indescifrables o sencillamente aterradores penetraban en el Parque Nacional de los Everglades por los caminos de senderismo. Mereció la pena haber conducido 130 millas tan solo por ver la cara de asombro del hombre cuando, desde la pasarela de madera, apoyados en la barandilla, con el olor a mar trepando por las narices, asistieron al acontecimiento único de la salida del Sol.
          –No tengo palabras –Rodrigo articuló muy emocionado–, estoy orgulloso de ti, eres bueno y me voy con la satisfacción de que, a pesar de lo cruel que la vida ha sido contigo, tienes nobleza y eso no se adquiere, así como así.
          –Te voy a echar de menos, tío.
          Tres días después, Ernesto Acosta, el morenito, volviendo a pasar por el doloroso sentimiento de la separación, despedía a Rodrigo Núñez en el Aeropuerto Internacional de Miami, cuyo trasiego de personas y equipajes era abundante. Agarrado al clavo ardiendo de la esperanza imaginó un pronto reencuentro, otra escapada en barca, esa vez a Flamingo, uno de los pocos sitios del Parque Nacional de los Everglades que goza de cielos muy oscuros para la observación de estrellas y una vista bastante amplia de la Vía Láctea, pero de no ser posible, en el caso de que las circunstancias no lo permitieran, al menos le quedaba la intensidad de las jornadas que habían pasado juntos, dejando una huella memorable en sus corazones. Fundidos en eterno y caluroso abrazo, dispuestos a detener los relojes del mundo en ese instante concreto, y seguir un rato más pegados los cuerpos a las paredes del cariño, se produjo la siguiente conversación:
          –Me alegro de que no se te duerman los lechones en la barriga, mijito –dijo Rodrigo sin soltarle.
          –¿Qué significado tiene la frase, no la comprendo? –le susurró al oído.
          –Es una expresión que usamos allá para definir a alguien que es emprendedor, rápido, atrevido para los negocios, que no se le pone nada por delante y que es capaz de realizar cualquier tipo de trabajo con tal de sobrevivir. Tú eres así, mi querido sobrinito. No te olvides de nosotros. Y gracias, gracias por todos estos paquetes que llevo, a mis nietas les va a encantar los vestidos que les has regalado y a Elsa el perfume.
          –Tendrás que decirles la verdad sobre mí, ¿no?
          –No, la vida está llena de casualidades y a ti te encontré tomando un refresco con otros compatriotas –salió al paso.
          –Como prefieras. Bueno es saberlo para no meter la pata si tu hija comunica conmigo.
          –Mucho mejor dejarla al margen. En cuanto cierre el primer envío te lo hago saber, siempre y cuando sea de confianza.
          –Vale, ojalá salga bien –mostró, por primera vez, un poco de preocupación.
          –Saldrá, ya lo verás. Confía en ti, yo lo hago –en esas palabras puso para el muchacho la dosis de seguridad justa que necesitaba recibir.
          –Cuídate mucho y si puedes, besa a la abuela por mí. –Le vio alejarse con paso sereno, sin mirar atrás, seguro de sí mismo, con templanza y muy erguido, sin embargo, hasta ese preciso momento no había notado una suave cojera que él disimulaba arqueando el pie con elegancia. Lucía camisa blanca, impoluta, sobre pantalón beige de tela fina y sombrero de paja. El morenito se quedó delante del ventanal con vistas a la explanada donde varias aeronaves esperaban autorización para despegar. Se fijó concretamente en una que giraba en redondo, muy despacio, hasta posicionarse en la pista de despegue, segundos después, desde la torre de control, le dieron luz verde, entonces fue acelerando hasta quedar suspendida en la línea del horizonte rumbo a su destino. En la zona de aparcamiento, a esas horas bastante lleno, a Ernesto le costó un poco dar con la camioneta, una vez dentro, en el asiento del copiloto donde estuvo sentado Rodrigo Núñez, encontró una fotografía de Mirta, su madre, guapísima y joven. Pasó la yema de los dedos como haría el invidente reconociendo los rasgos de un nuevo rostro, miró el reverso del retrato y leyó la dedicatoria: “Para mi sobrino, el morenito, un hombre con el corazón más grande que la caja del pecho. De su tío Rodrigo. Entonces, se la guardó en la cartera y arrancó la camioneta, empujó la cinta de cassette y comenzó a sonar la voz inconfundible de Compay Segundo.
          Los siguientes meses fueron de calma. Ernesto Acosta ayudaba en la tienda de artículos de pesca EFC Everglades Fishing Company los sábados por la mañana donde ganaba muy poco y de domingo a viernes en el muelle, con los pescadores, en las maniobras, no siempre fáciles, de colocar las embarcaciones en la rampa, faena retribuida la mayoría de las veces en especies: sardinas o salmonetes para la cena y, de cuando en cuando, algún billete de los pequeños. Así que, como los ingresos no le alcanzaban para llevar a cabo su objetivo solidario y estaba a punto de rozar el umbral de la pobreza, comenzó a tejer redes por encargo, como ya hiciera Tracy complementando la economía familiar. Desde las 2:00 a.m. no paró de dar vueltas en la cama molestándole el estómago, tuvo ganas de levantarse y sentarse en el jardín hasta la llegada del amanecer, pero optó por ver en televisión un partido de beisbol al que no prestó demasiada atención, el recuerdo de Koa y Amy Dayton quizá aún en prisión o puestos en libertad, surgió de repente, tan vitales, movilizando a cientos de personas manifestándose por alguna causa justa. ¿Dónde estarán? ¿Qué habrá sido de ellos? ¿Y de mamá Regina? Aunque no se dio cuenta ya había amanecido y le sobresaltó el timbre del teléfono.
          ¡Hello! –dijo en un inglés con acento latino, aclarándose la garganta.
          –¿Qué tal, mijito? –se oyó del otro lado.
          –¡Tío Rodrigo! ¿Cómo te va? Pensé que te habías olvidado de mí.
          –Todo bien, he estado ocupado, por eso no comuniqué antes.
          –Lo imaginé –intuyó que el hombre hablaba entre líneas y tampoco se podían extender, llamar desde allí era muy caro.
          –Presta atención: dentro de una semana dos pajaritos alzarán el vuelo, les vendrá estupendo contar con comida preparada y el nido bien mullido.
          –¡Pues no se hable más! El nido se acomoda, la comida se transporta y el temporal se consulta –hablaban en clave y significaba que dos balseros iban a emprender la aventura de cruzar el estrecho rumbo a los Cayos, eran de confianza y Ernesto los recogería en alta mar inaugurando con ellos Garber House.
          –Cuando hayan cogido el peso suficiente –día y hora de salida–, volveré a llamar.
          –De acuerdo, no hay problema. Cuídate mucho.
          –Y tú, mijito –ambos dijeron un tanto nerviosos.
          Ahora, algo parecido, sería impensable con la maquinaria de las devoluciones en caliente a toda marcha, con el cierre de fronteras preparándose para la llegada inminente de la nueva Administración Trump. El morenito repasa toda su trayectoria y, salvo por dos o tres tonterías sin importancia, estaba muy satisfecho con el resultado final, ojalá también lo estén aquellos a quienes ayudó desinteresadamente.

6 comentarios:

  1. Eres especialista en afiliarme los dientes, lo que daría yo por visitar el Parque Nacional de los Everglades para observar esa naturaleza que tan bien describes, o comer un trocito de esa tarta de lima.
    Da gusto leerte. Gracias.

    ResponderEliminar
  2. Sabes muy bien describir paisajes con palabras justas, sin adornos, directas a la visualización.

    ResponderEliminar
  3. María Doloresfebrero 16, 2025

    Me quedo con la botella de ron frente a la Bahía de Chokoloskee

    ResponderEliminar
  4. Son impagables los viajes que hago contigo desde el salón de mi casa, sin moverme, cerrando los ojos y dejándome llevar.

    ResponderEliminar
  5. Me quedo emocionada con la despedida entre tío y sobrino. Gracias por este regalo. Besos

    ResponderEliminar
  6. Me encanta cómo describes los sentimientos q envuelven los momentos compartidos entre tío y sobrino.
    Muchas gracias por mantener vivo nuestro interés y curiosidad por cómo se va desarrollando esta historia.

    Hasta la próxima

    ResponderEliminar