13.
El domingo 29 de diciembre de 2024
los estadounidenses y el mundo entero despertó con la triste noticia de la
muerte de Jimmy Carter a la edad de 100 años, en su modesta casa de Plains,
donde siempre vivió, en el Estado de Georgia, rodeado de su familia. Quienes
tienen ya una edad –el morenito estaba recién llegado a Chokoloskee y
todavía era un niño– recuerdan que ganó las elecciones presidenciales de 1976
bajo el marco de la honradez y siempre fiel a sus principios, a los derechos
humanos y a la defensa de la democracia. Fue un político entregado a todos los
ciudadanos, prometiéndoles una gestión limpia y tranquila, lejos de lo ocurrido
en el caso Watergate. Sin embargo, la crisis del petróleo y la toma de
rehenes en la Embajada de Irán se lo llevaron por delante con un solo mandato.
Una vez fuera de la Casa Blanca su figura creció al fundar con su esposa
Rosalynn el Centro Carter, una ONG que actúa, entre otras muchas cosas,
como mediadora en conflictos internacionales, también pelea para erradicar
enfermedades en el Continente Africano y en cualquier lugar subdesarrollado
social y económicamente haciendo hincapié en la importancia de proporcionarle a
la gente recursos y herramientas en el ámbito del conocimiento para mejorar sus
vidas, por todo ello, en 2002 le dieron el Premio Nobel de la Paz cuyo comité
dijo de él: “Es probable que Jimmy Carter no pase a la historia de Estados
Unidos como el presidente más eficaz, pero sin duda es el mejor expresidente
que ha tenido el país”. Fue el último bastión que ganó como demócrata en el sur
profundo, claro defensor de la ecología y la inclusión racial. Cabe destacar
que consiguió reconciliar a Egipto e Israel gracias a los acuerdos de Camp
David de 1978, justo decir que fue un hombre, en la máxima amplitud de la
palabra: bueno. Ernesto Acosta sintió que debía rendirle su particular
homenaje, salió por la parte de atrás hacia la Bahía, se agachó con cuidado de
no caer al agua y tocando con la punta de los dedos las hierbas que brotaban
sin orden en la orilla, permaneció un rato largo reflexionando, mirando al
horizonte, su manera de rendir tributo a aquellos que considera importantes. De
vuelta al hogar abrió el diario para seguir escribiendo, pero la llamada del
encargado de EFC Everglades Fishing Company lo entretuvo unos minutos.
–Está
bien, señor. De acuerdo, iré a la misma hora de siempre –confirmó sin gana.
–No
nos falles, un grupo de excursionistas bastante numeroso han confirmado su
llegada y hay que aprovechar la venta –manifestó interesado.
–Pues
lo dicho, ahí estaré –cortó la conversación, cogió una cerveza de la marca Corona
y…
Tras
releer aquel e-mail que tiempo atrás le envió el primo Gilberto
comunicando el delicado estado de salud de la prima Elsa y la urgencia para
sacarla de la isla, puesto que en La Habana no tenían medios ni tratamiento –supo
de su muerte cuatro días después en otro correo–, le vino a la memoria como se
cruzaron sus caminos. Rodrigo Núñez desbordado respecto a la gestión de montar
la infraestructura coordinada con Ernesto, labor a realizar más fácilmente por
internet, y al no querer comprometer a su hija poniendo en riesgo quizá el
puesto trabajo, eligió al sobrino de más confianza. Gilberto Núñez era músico
callejero, un alma libre con múltiples contactos que sabía moverse muy bien
entre los más vulnerables. También había hecho de mula –yendo a México y
USA para traer mercancías difíciles de conseguir en Cuba–. A la cita del tío en
un pequeño café que aún se mantenía en pie y como era habitual iba acompañado
de su fiel guitarra. Tenía el pelo más largo, la barba poblada ocultando la
pérdida de color en su piel. Estaba muy delgado, llevaba guayabera y pantalón
amplio, cómodo, en tonos claros y ese característico ordenado desaliño que le
hacía elegante. Le puso al corriente del principal objetivo de Garber House
y de la ayuda que iba a pedirle, además de una hermética discreción,
fundamental en este caso. El chico asentía previo a haber hecho cálculos
mentales calibrando los pros y los contras, no obstante, tras dar tres bocados
suculentos al sabroso dulce de coco, aceptó sin reparo.
–Dentro
de dos semanas viajo a Miami, una familia de aquí tiene un pequeño negocio y me
paga el pasaje, la estancia y la alimentación, a cambio traigo maquinillas de
afeitar, recambios de bolígrafos, ropa interior, un par de piezas de automóvil
y tres celulares, podría aprovechar y conocer a Ernesto –entornaba los ojos
para perder la mirada.
–¡Qué
buena idea! Se lo diré, vais a congeniar muy bien, estoy seguro –le vinieron a
la imaginación los paisajes que compartieron juntos en la barca, las largas
conversaciones a la caída de la tarde y esa serenidad que transmitía el
morenito.
–Nunca
se ha hablado del naufragio de vuestro hermano y los suyos, se sabía, pero
ninguno nos atrevimos a preguntar –dijo limpiándose la comisura de los labios
con el pico de la servilleta.
–No
sabría decirte, supongo que, para no hacer sufrir a los abuelos, ellos fueron
quienes peor lo pasaron, llegaban noticias confusas, desalentadoras, otras con
algún matiz de esperanza que se desvanecía al poco. Una mañana mientras tu
padre y yo buscábamos la manera de ir a Florida y tratar de localizarlos, vino
el hermano mayor de la madre de Ernesto a confirmar la muerte de los balseros
que embarcaron aquel día y culparnos de meterles el gusanillo de la
inmigración, sin embargo, apuntó el rumor de que posiblemente hubiera un
superviviente, un chaval de 12 años y bien podría ser Ernesto. Intentamos
recuperar los cuerpos y repatriarlos, pero no figuraban en ninguna lista de
fallecidos, tampoco el nombre de quien se salvó. Fin de la historia, nos vimos
obligados a desistir.
–¿Y
ahora como ha llegado a ti? –tenía curiosidad.
–La
abuela, muy sabia, dentro de la bolsa estanca del niño le puso una nota con mis
datos completos, quería que también me fuese.
–No
te veo yo en otro lugar –afirmó convencido.
–Pues
no. En fin, como te decía, al cabo de muchos años recibí una carta suya y,
desde entonces, andamos mano a mano para echar a andar Garber House. –Gilberto
se puso a su entera disposición y, el morenito, fue al aeropuerto de
Miami a conocerle. Congeniaron desde el minuto uno y colaboraron juntos hasta
que arrancó el segundo mandato de Donald Trump…
Ernesto
Acosta, alienándose en diagonal, se acercó muy despacio hasta donde estaban los
balseros evitando que volcasen al cortar las aguas con la proa. Era mediodía,
el pronóstico del tiempo no daba tormenta y apenas asomaban nubes a lo lejos
agrandando así la esfera del sol. El viento si traía rachas fuertes e
intermitentes aumentando la sensación de frío al navegar. Tampoco había rastro
de policía ni otras embarcaciones que les comprometieran y, aunque la suerte
estuvo de su parte, extremaron las precauciones. Por un momento el morenito
se bloqueó, miró a babor y estribor, y al reconocer el sitio empezó su propia
batalla interna: “¡Argelina! ¡Papi! ¡Jorge! ¡Mami! ¿Me oís? ¡Socorro! –repetía
una voz en su cabeza–. ¡Una cuerda, una cuerda, me ahogo! ¡Hijo! ¡Hijo! –gritaban–.
¡Mirta! ¡Agárrate, Mirta! ¿Dónde está mi niña? ¿Dónde está mi niña?”. No había
nada, todos hundidos, todos ahogados. ¡No había nadie! El golpe seco en popa de
un delfín juguetón le hizo reaccionar, se ajustó la gorra e iniciaron el
traslado.
–Subid
a la barca, muchachos. Daos prisa y poneos los chalecos salvavidas y los chubasqueros
para simular que venimos de pescar por si nos topamos con la Guardia Costera,
llevan tiempo al acecho y no pasan una –haciendo alarde de las pocas fuerzas
que les quedaban saltaron y se emocionaron al ver cómo el mar se tragaba la
balsa con un zambullido violento.
–Somos
Osvaldo e Hilario Valdés –dijeron con un hilo de voz.
–Bueno,
cuando estemos en tierra haremos las presentaciones pertinentes. Bebed agua –sacó
un par de botellas– y hacedlo poco a poco, estáis sofocados y los contrastes no
son buenos para el organismo –arrancó el motor y comenzó a virar en dirección a
la costa.
–Gracias,
Rodrigo nos hizo toda clase de advertencias, confiamos en él y, por supuesto,
en ti –miraban de reojo los bocadillos, cada uno en su bolsa de cierre
automático, el morenito se dio cuenta y con un gesto les indicó que
podían comerlos. No habían avanzado casi nada cuando apareció de repente un
helicóptero de la policía volando a media altura.
–No
os asustéis, es habitual que lo hagan, por eso traje tres cañas y una red, ese
cubo con peces muertos no son comestibles, pero dan el pego –asintieron y
rezaron para salir pronto de allí, aunque tardaron unas tres horas en llegar a
Chokoloskee, disfrutando de la jornada y del paisaje. Los invitados, con el
buche lleno, se quedaron dormidos entregados a la tranquilidad de que alguien
velaba por ellos.
–¿Cuál
es el siguiente paso? –preguntaron una vez en la casa y tras haberse dado un
buen baño y puesto ropa limpia.
–Por
la tienda en la que trabajo los sábados por la mañana va un pescador al que a
veces ayudo en el mantenimiento de la barca, he de hablar con él, quizá os dé
trabajo, eso allanaría bastante el camino, si conseguimos que os mantenga
durante un año y un día, podríais acogeros a la Ley de Ajuste Cubano,
como hice yo.
–¿Eso
qué significaría? –preguntaron incrédulos.
–Que
obtendríais la residencia y, en el caso de quererlo, la ciudadanía.
–Entonces,
recemos a la virgencita de la Caridad del Cobre, nuestra patrona.
–Hacedlo
vosotros.
–¿Y
tú?
–Prefiero
mantenerme al margen, no soy creyente, o sí, pero a mi manera, sin
intermediarios. –Osvaldo e Hilario Valdés se miraron extrañados de que un
cubano migrante como ellos no se encomendase a Jesucristo.
Pasados
algunos días, Ernesto Acosta clasificaba el pedido en el almacén y reponía
expositores y estantes vacíos en la tienda. Abstraído en sus pensamientos y
consciente de la complicada andadura iniciada, quizá debería concluir la
colaboración en la tienda, pero necesitaba el empleo pese a los bajísimos
ingresos que con ello aportaba. Sin embargo, y de momento, los gastos del hogar
se habían triplicado con más bocas que alimentar y algo de efectivo para
comenzar. Osvaldo e Hilario Valdés fueron los primeros inquilinos en Garber
House, luego vinieron otros, y otros más, aunque llegó un momento que lo
espaciaron al endurecerse las leyes y reforzar la vigilancia, resultando
arriesgado exponerse. Como digo, andaba dándole vueltas a eso cuando entró el
compañero.
–Preguntan
por ti –le dijo.
–¿Quién?
–balbuceo.
–El
viejo al que siempre le regalas algo –guiñó el ojo–, oye que me parece bien,
también lo hago con clientes vip.
–Ahora
salgo, díselo, por favor –sonrió.
–Voy
–dio media vuelta y desapareció. El morenito pidió permiso al encargado
y salió con el hombre a la calle.
–Muchacho,
lo que me pides es muy comprometido y yo tengo mucha edad para andar jugando
con la justicia, además, una de mis hijas no quiere que siga solo y voy a vivir
con ella en Colorado, sin embargo, te voy a ayudar, conozco a unos cubanos en
Miami, tienen un pequeño negocio de reparación de automóviles y buscan
aprendices, quizá…
–Muchas
gracias, eso es perfecto. Antes de irse venga a despedirse, tengo algo para
usted, así no me olvidará –entró a la trastienda y salió con un pequeño estuche
de madera con señuelos de colores que tenía reservado para sí.
–Bueno,
en la ciudad Woodland Park, no podré pescar, pero los llevaré conmigo por si
acaso. Eres una buena persona y mereces conseguir en la vida todos tus
propósitos, ojalá sepan apreciarlo tus protegidos. –Se fue con la nostalgia del
que ya no regresará. Al cabo de los meses Osvaldo e Hilario Valdés se movían
perfectamente entre motores, el taller no quedaba lejos de la calle Ocho,
donde además de poseer los mejores comercios de la zona, regentados en su
mayoría por latinos, también estaba el Paseo de la Fama, con estrellas
especiales para artistas exiliados.
Rodrigo
Núñez acompañó a su sobrino Gilberto hasta el Aeropuerto Internacional José
Martí rumbo a Florida. Desde el principio el morenito y él descubrieron
que les unían más cosas de las que les separaban. Las primeras cuarenta y ocho
horas en suelo estadounidense las pasó en Chokoloskee, conociendo las
intenciones de ese allegado que había aparecido en sus vidas de repente.
Impresionado con la increíble historia de supervivencia narrada desde las
entrañas por el primo Ernesto, asombrado ante la solidaridad y empatía de
Andrew y Tracy, tan escasa en el mundo, y arrepentido de no haber sido más
valiente para abandonar también la isla, se sinceró como jamás lo había hecho
con nadie, contándole sus debilidades y esa sensación de sentirse, al cabo de
los años: institucionalizado por el régimen y la fidelidad que mantuvo siempre
hacia el Compañero Fidel: El Comandante.
–Así
que eres músico. ¿Qué género tocas?
–De
todo un poco, los turistas piden y yo les complazco, aunque cada vez hay menos,
las cosas por allá están complicadas y encuentras extranjeros con cuentagotas.
–A
este pueblo no llegan noticias, el estadounidense es muy local, apenas interesa
lo que ocurre fuera del condado e incluso del vecindario.
–¿Y
tú sigues el mismo patrón? No lo creo, de lo contrario te importaría un bledo
las calamidades de la madre patria. –Nunca se lo preguntó, pero no quiso
responder y cambió de tema.
–Tengo
cintas de cassette de Antonio Machín, Compay Segundo, Celia Cruz, entre
otros, suelen venderlas en las gasolineras. Aún recuerdo a la abuela cantar
antiguas canciones cubanas, guardo imágenes sueltas en la memoria, supongo que
no se corresponden unas con otras, pero yo las he juntado y en momentos de
nostalgia echo mano de ellas.
–La
esposa del tío Rodrigo me enseñó cuanto sé, era una profesora de canto extraordinaria,
cariñosísima, lástima que no tuviera oportunidad de darse a conocer fuera del
país, habría sido una gran concertista de piano. La nieta mayor tiene
cualidades para seguir sus pasos, ojalá vuele muy alto internacionalmente.
–Imagino
que estarás al corriente de todo esto –señaló al vacío–. Me gustaría saber tu
opinión al respecto y si cuento con tu colaboración.
–Digo
yo que si estoy aquí es para hacerlo. Eres un tipo fantástico y de alguna
manera, a pesar de lo sufrido, te has reconciliado con la vida canalizando
dicho agradecimiento en algo tan inocente como apoyar a los demás –Ernesto
sintió halago.
–Vamos
a sacar a una chica de veinte años y otra adolescente, son hermanas y están
huérfanas, pero no queremos hacerlo por los canales habituales, es decir, en
balsa hasta unas millas antes de llegar a Cayo Hueso donde yo las recogería. Es
una travesía muy dura y podrían morir, máxime realizándolo solas. Habíamos
pensado que vinieran contigo, prepararíamos un viaje en plan ocio donde después
tú volverías con artículos de primera necesidad ejerciendo igual que otras
veces de mula, y para eso te necesitamos, sabes cómo funciona el
mercado, tienes los contactos empresariales y lo mejor, te mueves como pez en
el agua. Correré con todos los gastos, incluido tu porcentaje.
–No
sé, no lo veo muy claro, son demasiado jóvenes y va a ser difícil que algún
empresario confíe en ellas.
–De
eso no te preocupes, nosotros nos encargamos.
–Puede
intentarse, pero no prometo nada –mostraba intranquilidad.
–Si
no estás convencido ahora es el momento de echarse atrás.
–Deja
que lo piense –dijo pensativo.
–No
tenemos mucho tiempo, el padrastro se mete en sus camas cada noche –el
comentario caló hondo.
Fueron
varias las colaboraciones que realizaron juntos, incluso ya sin Rodrigo. Una
vez le ofreció quedarse en Florida, con él, sin embargo, el cubano dijo que si
aceptaba sería como dejarse la piel olvidada sobre el Malecón. Siempre que le
recuerda, sentado frente a la Bahía de Chokoloskee, saboreando un vaso de ron
excelente, le vienen a la memoria los versos de Silvio Rodríguez que en más de
una ocasión Gilberto Núñez cantó para él: “Tú me recuerdas las calles de La
Habana Vieja/La Catedral sumergida en su baño de tejas/Tú me recuerdas las
cosas, no sé, las ventanas/donde los cantores nocturnos cantaban/Amor a La
Habana, amor a La Habana”. Además de entonces, volvieron a estar juntos un
par de veces más, sin embargo, la relación se fue apagando.
–¡Eh,
amigo! ¿Le sirvo otro? –preguntó el camarero.
–No,
gracias, tráigame la cuenta –respondió el morenito…
Siempre es bueno recordar el pasado y con tus entregas nos refrescas la memoria para no olvidar los hechos, malos o buenos como en este caso de Jimmy Carter.
ResponderEliminarPor otro lado ver que en este mundo también puede haber personas como el morenito, levanta el ánimo ante tanta mezquindad.
En la figura de Osvaldo e Hilario Valdés caben todos los cubanos que han prosperado fuera del país.
ResponderEliminarEsas voces cubanas: Silvio, Pablo, que tantas veladas nocturnas han acompañado conversaciones tratando de cambiar el mundo.
ResponderEliminarNo sé por qué, pero leyendo esta entrega me viene la imagen de Pepa Flores.
ResponderEliminarA pesar de lo negro que está el panorama, es esperanzador que nos recuerdes que también hay gente buena y comprometida en el mundo.
ResponderEliminarComo siempre, me sorprendes por cómo vas hilando la historia, cómo te documentas, cómo describes a las personas, los lugares, las relaciones. Valoro mucho que estás el contexto tan actual donde se desenvuelve esta historia, nos has situado en el segundo mandato de Trump. ¿Cómo acabará esto? Muchas gracias
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