domingo, 30 de abril de 2023

Detroit, una historia cualquiera

16.

Han pasado tres meses desde que dejé en Texas las cenizas de mis hermanos y no he vuelto a tener noticias del hijo de Joanne, mi antigua secretaria en Motors Carson Company. Pero hoy, al recoger la bolsa semanal de alimentos en la iglesia del reverendo Bob W. Perkins, me han dado una nota suya con la dirección a la que debo acudir dentro de cinco días y, aunque no me apetece en absoluto hacerlo, en el fondo me siento en deuda con él. Seven Mile Road es uno de los barrios de Detroit con mayor índice de criminalidad, robos y prostitución, donde el bazar de la droga mueve la mercancía a sus anchas entre los voluntarios que prestan sus venas agujereadas y el tabique nasal necrosado, a cambio de un rato de placer artificial cada vez más corto. Aceras alfombradas con cartones grasientos, desperdicios roídos, sujetadores y bragas rotas a jirones, coches de bebés sin ruedas, colchones manchados de orín, maderas con moho y toda clase de objetos inservibles formando parte del mobiliario urbano. A la espalda de una tienda donde venden repuestos para automóviles de segunda mano, entre hierbas silvestres crecidas sin control y mucha más suciedad de la anteriormente citada, hay una nave abandonada cuyo cierre ha sido forzado. Cuatro criaturas, entre seis y diez años, con la cara llena de churretes y tanto alboroto como si hubiese un regimiento, dan patadas a un balón y echan a correr al verme doblar la esquina. Una joven guapísima, de rasgos familiares, piel mestiza y brillante viene hacia mí.
          –Hola, señor Carson. Soy nieta de Joanne, papá le espera. Vayamos por aquí –señala un sendero mal trazado.
          –Eres igual a tu abuela –¡vaya comentario ridículo!
          –Eso dicen, aunque ya me gustaría estar a su altura en generosidad, empatía y ser la mitad de buena persona que es ella.
          –Todos tenemos nuestro lado mejorable.
          –Usted la conoce bien, ¿verdad?
          –Trabajó muchos años en nuestra empresa, primero con mi padre y después conmigo. Guardo un grato recuerdo suyo.
          –Un buen día –continúa–, mientras me cepillaba el pelo, me dijo: “cariño, tú eres muy inteligente y debes ayudar a nuestros hermanos, la mayoría no sabemos defendernos ni cuáles son nuestros derechos y nuestras obligaciones. ¡Anda, ponnos en el buen camino! Y entonces me hice abogada, según mamá de causas perdidas, tantas que las deudas superan en mucho a los clientes. Pase por aquí –haciendo las veces de puerta retira una cortina sujeta con dos clavos en la pared.
          –¡Ayden, amigo! Me alegro de volverle a ver.
          –¿Dónde se ha metido hasta ahora?
          –Atareado con mi mamá, cada vez necesita mayor atención, apenas sale de la habitación y casi siempre está con los ojos cerrados. Aunque es ley de vida y en esas condiciones no sé cuánto tiempo durará, mientras esté quiero pasarlo con ella.
          –Ánimo.
          –Bueno, no le he hecho venir para esto.
          –Pues me dice, pero si es para que vuelva a visitarla a la residencia, la respuesta sigue siendo: no.
          –Tranquilo, eso me quedó muy claro. Necesitamos de su ayuda.
          –¡No me diga! –la chica desaparece por un hueco oscuro y al poco regresa con dos personas atemorizadas. Sus rasgos nicaragüenses, el miedo a lo desconocido reflejado en la mirada, la huella de horas durmiendo a la intemperie y atravesando abruptos territorios les delatan: han migrado y son carne vulnerable en un mundo de buitres. El bebé inquieto, acunado en brazos de la muchacha, busca desesperado el pecho de ella emitiendo nerviosos sonidos, mientras, marcando el territorio que no está dispuesto a compartir con nadie, introduce la mano de dedos diminutos entre dos botones de la blusa palpando el pezón.
          –Mi hija colabora con una ONG pasando gente a este lado de la frontera, proporcionándoles refugio hasta establecerse o ubicarse en otro lugar donde tengan conocidos o familia –explica el hijo de Joanne, mi antigua secretaria en Motors Carson Company–. Suelen cruzar a USA por Ciudad Juárez, en el estado de Chihuahua, México, por el puente fronterizo internacional Paso del Norte-Santa Fe, en donde un grupo de voluntarios pertenecientes a la organización les esperan. Sin embargo, en esta ocasión ha surgido un problema.
          –¿Cuál?
          –El negocio de las migraciones mueve muchos intereses alrededor. Verdaderos expertos en el arte del engaño prometen el paraíso a quienes se endeudan por conseguir un futuro mejor para los suyos. Como sabe, anexo al tráfico de seres humanos existen mafias especializadas en redes de prostitución que se dedican captar a hombres y mujeres y, con el engaño de protegerles contra la xenofobia y la supremacía blanca, les ponen la única condición de trabajar para ellos en los clubs de alterne hasta saldar la deuda, porque de lo contrario la familia que ha quedado atrás sufrirá las consecuencias. Este no es el caso.
          –Pues como no sea más explícito todavía no me aclaro.
          –Viajaban con otros compatriotas  –refiriéndose a la pareja–cuando fueron asaltados por unos bandoleros con el firme propósito de robarles las pocas pertenencias y violar a las mujeres. Un tipo baboso y ebrio la atacó –la chica empieza a llorar–, la bajó el pantalón y cuando lo tenía entre las piernas, el muchacho, con la criatura en el portabebe a espalda, le abrió la cabeza dándole un golpe contundente con un palo.
          –¿Y por qué me cuenta esto?
          –Si no fuese de vital importancia jamás me habría atrevido a recurrir a usted. Verá, durante nuestra aventura a Texas dijo tener conocidos en el país vecino y he pensado que quizá podríamos solicitar su complicidad y sacarlos de aquí.
          –¿Quiere llevar hasta Canadá a una persona en busca y captura?
          –Sí, y para eso necesitamos a alguien allí, para encontrarles una casa, un empleo, una salida. El accidente ocurrido fue en defensa propia, no hay testigos ni rastro de cámaras de seguridad. Nada de nada, así que, estamos en condiciones de decir que está limpio.
          –Joder, se ha vuelto rematadamente loco. Oiga, ¿se está oyendo?
          –Por supuesto. Ayden, le considero un hombre de mundo y puede echarnos una mano.
          –Hace mucho tiempo perdí el contacto y quizá ni siquiera me recuerden o tal vez no estén vivos.
          –Inténtelo. De la parte económica nos encargamos nosotros, corremos con los gastos.
          –Estaba seguro, aunque la plata no siempre lo arregla todo. –Pese a estar pendientes de la niña nos miran como se mira a un ser de otro planeta que usa otro lenguaje. Me acerco a la abogada y pregunto–: ¿Cuál es tu plan?
          –Realizar un viaje turístico en coche.
          –¿Y qué serían cuatro adultos y una criatura a bordo?
          –No, voy sola, papá tiene compromisos laborales y no puede. Con un poco de suerte en la aduana no habrá vigilancia y podremos adentrarnos en el túnel sin problema.
          –Es peligroso –digo–, la frontera canadiense es una de las más vigiladas y la travesía puede ser dura, precisamente en estas fechas los campos están cubiertos de nieve y surgirá toda clase de inclemencias meteorológicas, así como asaltadores, si a eso le añadimos que llevan una niña tan pequeña pues… No sé, no lo veo. Insisto: una locura.
          –Correremos ese riesgo, no quieren quedarse, tienen miedo y merecen vivir tranquilos y en paz.
          –¿Desde dónde puedo realizar una llamada? –pregunto.
          El hijo de Joanne, mi antigua secretaria en Motors Carson Company me cede su celular y marco el número telefónico de la Stewart Electric Automotriz, perteneciente a dos empresarios de la provincia de Quebec que aún me deben algunos favores. Expongo el caso y se comprometen a hacer las diligencias correspondientes y acogerlos en sus casas de Montreal como parientes lejanos llegados de Estados Unidos. Una semana después, con los detalles del itinerario a seguir bien detallados, parten hacia el condado de Essex donde alguien les espera para trasladarlos a los territorios del noroeste, ahí habrán de acostumbrarse  a los veranos muy frescos y a los duros y largos inviernos. Nunca pregunté si todo salió bien, si la joven pareja había logrado rehacer su vida, tampoco volví a contactar con nadie del mundo del automóvil, esa es una etapa cerrada para mí y no estoy dispuesto a reabrir viejas heridas sin cicatrizar.
          La hija de Megan Aniston, ya con su madre en planta, pasa casi todo el día en el hospital. Cuidarla a lo largo de este tiempo ha sido para ella una terapia personal obligándose a salir fuera de la burbuja donde ha permanecido escondida e irritable durante años, convirtiendo la existencia en un verdadero infierno. Ahora, fuerte y satisfecha de haber encontrado las piezas exactas para arrancar el motor de lo cotidiano, le gusta mirarse por dentro y, reconfortada, con la silueta del suave oleaje por la playa de la autoestima, a la caída del sol, dar plácidos paseos por la orilla de las cosas importantes. Finalizada la jornada, agotada y orgullosa, exhausta y pletórica, tumbada junto al marido que ya ni la toca, piensa en cómo se ha ido deteriorando su relación. A la mañana siguiente, como todas las mañanas de los últimos meses, ajena a la delicada situación económica que atraviesan, cuando suena el despertador se levanta a preparar el desayuno y los bocadillos para el almuerzo. Él, evitando preguntas comprometidas se mete a la ducha y después, mordisqueando una tostada rompe el silencio.
          –¿Cómo está tu madre? –esquiva la mirada.
          –Mejor. Te extraña.
          –He de ir a verla –le suben los colores–. ¿Sabes cuándo le darán el alta?
          –La verdad, no lo sé.
          –Hemos de hablar y lamento hacerlo en estos momentos, pero no puedo esperar.
          –Hay otra, ¿verdad?
          –No. Ven, siéntate. –Traga saliva y sin rodeos dice que la empresa le envía una larga temporada fuera de Detroit –miente.
          –¿Ha pasado algo?
          –Necesitan cubrir un puesto en Wisconsin –miente– y han pensado en mí. Además, ganaré más dinero y eso nos viene muy bien.
          –Si, no te lo voy a negar, pero tan lejos.
          –Vendré a en vacaciones –miente.
          –¿Cuándo partes? –la invade la nostalgia.
          –Hoy.
          –¿Lo saben los niños?
          –Se lo dije anoche un poco antes de volver tú. Se portarán bien y van a ayudarte.
          –¿Cuánto estarás?
          –No lo sé. Meses, quizá un año.
          –Bueno, cariño, por nosotros no te preocupes, estaremos bien.
          Abrazados prolongan la despedida, mezclando el sudor de cada uno en las mismas gotas, uniendo los labios tímidos y atrevidos, temblando de reproches y de agradecimientos, buscando la postura más delicada y menos dañina para separar sus cuerpos. Se despiden así, rodeados de un halo de ternura y pareciendo que haya pasado una eternidad entre ellos. Cobarde, engordando la mentira, gira sobre los talones y cierra la puerta tras de sí.
          La sala de médicos en el Detroit Medical Center está recién limpia y con algunos trozos del suelo aún mojados. Ordenados por materias, libros y revistas científicas decoran las muchas estanterías de la habitación. Nathan Trembley, jefe de Medicina Interna, enciende las luces, toma asiento en un extremo de la mesa ovalada, saca el portátil, un cuaderno con notas y la taza térmica con café americano. Suele aprovechar esa primera hora, antes de que comiencen a llegar los compañeros, para estudiar minuciosamente la evolución y respuesta a los tratamientos aplicados a cada paciente. Dos semanas atrás ingresó un chico joven, le trajo la novia, doblado de dolor. En principio el diagnostico fue inflamación de hígado por posible hepatitis, sin embargo, lo descartó un simple análisis de sangre. Sin embargo, el dolor abdominal, la ictericia, el reflujo gástrico y demás síntomas, lejos de desaparecer, se han agravado. Todavía no ha expuesto el caso entre los colegas y estudiantes a su cargo, teme que todas las opiniones concluyan en cáncer, pero su intuición le dice que no. En cualquiera de los casos, no puede demorarlo mucho más. Respecto a Megan Aniston, pese a tener las ideas bastante claras, ha preparado a conciencia una reunión con su equipo cercano.
          –Perdona –irrumpe Violeta Reyes, directora de la Unidad de Cuidados Intensivos–, no quiero molestar.
          –Entra, estoy acabando, además hay sitio para los dos.
          –¿Mucho trabajo? –pregunta Violeta
          –Bastante, la enfermedad no nos da tregua.
          –Ya lo creo, a veces no damos abasto, faltan camas en UCI, empezamos a habilitar otros espacios para los menos graves, como hicimos en plena pandemia.
          –No creas, aquí estamos por el estilo –cuenta Nathan–. Priorizar es un cargo de conciencia. ¡A ver cómo le dices a los familiares que no apostamos por su ser querido a consecuencia de otras patologías!
          –En urgencias, me cuenta un compañero, hay personas hacinadas en los pasillos –Violeta se entristece–. De repente el número de gente malita supera al de médicos.
          –Situación difícil, sí. ¿Estás preparando algún informe?
          –Tenemos ingresado a un niño de ocho años con leucemia, no ha respondido a la quimioterapia.
          –Si puedo colaborar cuenta conmigo –se ofrece Violeta.
          –Gracias, lo tendré en cuenta. He solicitado la opinión de uno de los mejores oncólogos pediátricos a nivel nacional, su llegada desde Nueva York es inminente.
          –¡Ah!, fantástico. En Cuba parte de las prácticas las hice en oncología y vi de cerca algunos casos complicados.
          –¿No te gustó la especialidad? –pregunta Nathan relajado, estaba viniéndole muy bien hablar con esa mujer.
          –Sufrí mucho, te sientes bastante impotente, absurda, sin recursos ni ideas. Donde estoy ahora también es complicado, pero…
          –Para que luego digan que somos insensibles –el internista chasca la lengua.
          –Esa es la imagen –ella se aparta el pelo hacia atrás–, pero lo realmente jodido es cuando te llevas el diagnóstico a casa y te roba horas de sueño, de concentración, espacios privados sin poder compartir nada con nadie porque tienes la mente en otro sitio y eres incapaz de entregarte. Entonces pareces fría, austera y empollona porque te tiras estudiando hasta la madrugada, leyendo trabajos de investigación compartidos en Internet por otros colegas, cualquier salida que aporte un mínimo de esperanza es poco y cuando lo encuentras es emocionante.
          –No podría haberlo explicado mejor. ¿Echas de menos tu patria?
          –Echo de menos a los míos. Mi mamá y mi suegro, longevo ambos, no quisieron salir de allí y a mí no me resulta fácil ir. Puedes imaginar si suena el teléfono a altas horas y la llamada es de sobrinos o allegados más jóvenes, te pones en lo peor.
          –Comprendo, soy canadiense y conozco la angustia de haber dejado lejos a los más ancianos.
          –Ahora mismo, por el puesto que ocupo aquí, no debo viajar a la isla. La política es importante para entender a dónde estamos y hacia dónde nos dirigimos, todo se mueve alrededor de ella, sin embargo, debería haber más libertad para decidir.
          –En fin, se me está haciendo tarde y es la hora de visita. Por cierto, tengo en mi zona a una paciente que lo fue tuya: Megan Aniston.
          –Sí, sí, es verdad. Ves, es uno de esos casos a pelear, merece la pena sacarla adelante.
          –En esas estamos.
          –Suerte.
          –Lo mismo digo.
          Un día más, los ascensores empiezan su carrera frenética y el techo de las galerías por donde transitan médicos y enfermeras amortiguan las risas cotidianas que se escapan. Dos plantas por debajo, el automóvil del hijo de Joanne, mi antigua secretaria en Motors Carson Company frena a pie de urgencias, detrás de la ambulancia que transporta a su madre. El hombre, compungido y sobresaltado, sale del vehículo y la coge de la mano…

5 comentarios:

  1. Siempre con la actualidad, en este caso la inmigración. La engarzas en el relato denunciando la dura realidad y no desentona.
    Gracias por tu implicación y por ser el altavoz de muchas personas que pensamos como tú.

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  2. María Doloresabril 30, 2023

    Corren malos tiempos para denunciar verdades como templos, pero tú lo haces. Enhorabuena

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  3. Me sorprende mucho la soltura con la que reflejas a la sociedad estadounidense, siempre con ese toque documentalista que le pones a todo.

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  4. Desde una playa espectacular de Huelva, tu narración me recuerda a mis abuelos cuando desembarcaron aquí buscando un futuro mejor para la familia. Gracias por dar visibilidad al denostado mundo de la migración.

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  5. Una vez más esa habilidad para describir y ese compromiso e implicación con los débiles. Decía Simone de Beauvoir: "Escribir es un oficio que se aprende escribiendo". Contigo toma sentido la frase. Gracias escritora. Besos.

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